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El avance de la invasión continuaba en la ciudad. Las comunicaciones colapsaron la noche anterior con el apagón que persistía en toda Caracas. Para el mediodía ya habían llegado al centro de la ciudad, irrumpiendo con violencia en los recintos del gobierno. La plaza Bolívar se había quedado sin palomas ni ardillas negras. Las iglesias de la zona permanecían intactas, sus enormes puertas no pudieron ser violentadas por los bichos.
Las distintas sedes del gobierno nacional no corrieron con la misma suerte. A pesar de que su custodia permanecía activa, esta estaba conformada por soldados casi sin preparación, que terminaron decorando las paredes con su sangre. Muchos lloraban mientras intentaban preservar sus vidas disparando a la nada; otros se acercaron a los primeros zombis pensando que eran heridos, pero fueron atacados de inmediato.
En este ataque no hubo casi infectados, todo fue por hambre… La televisión no funcionaba, solo algunas emisoras de radio AM, donde daban información sobre lo que estaba ocurriendo o transmitían música clásica. Las recomendaciones que daban los locutores eran pobres y nada claras: unos decían que había que permanecer en sitios públicos que permitieran reunirse en grupos para poder resistir ante la invasión; otros, que nos mantuviésemos en nuestras casas.
Todo era confuso. Ningún representante del gobierno daba declaraciones por ninguna vía, el último rumor que se supo del presidente era que estaba fuera del país, pero con frecuencia casi diaria escribía en sus redes sociales dando mensajes de apoyo a la población, aunque solo unos pocos pudieron leerlo por la falta de internet.
En muchas zonas de Caracas ya se habían conformado los primeros escuadrones de la muerte, que tenían por objetivo eliminar zombis para proteger sus zonas residenciales. Las urbanizaciones cerradas y los barrios fueron los primeros en formar estos grupos, unos realmente preocupados por la seguridad de sus familias y sus propiedades, otros solo por sed de venganza y muerte. Uno de estos grupos estaba encabezado por Lázaro, un sujeto de poco más de 1,5 m de altura pero que, según quienes lo conocían, era más malo que el diablo. En una camioneta llevaba a su siempre fiel novia Jeanette como copiloto, para asistirlo en todo lo que este necesitara. Su radio portátil le permitía permanecer comunicado con otros grupos de la ciudad.
Esa misma mañana habían irrumpido en una tienda de armas y un módulo abandonado de la policía y se abastecieron con todo lo que pudieron cargar. En el trayecto se encontraron a un perro que deambulaba solo por las desoladas calles, al que subieron a la parte de atrás de la camioneta junto a un compañero de estos, a quien apodaban Camarón. Le dieron agua y algo de comida al perro. Mientras, se fijaron que este tenía una placa en su collar que decía “Tureko”. Estaba muy asustado, como si supiese algo que sus nuevos cuidadores ignoraban. Y claro que así era, ya había visto la muerte directo a los ojos y logró sobrevivir. La camioneta de Lázaro tenía de ambos lados la palabra “Sorpresa” escrita de forma arcaica con spray. Este nombre se debía a la recién adquirida costumbre de gritar “¡sorpresaaa!” por el altavoz de su vehículo para llamar la atención de algún bicho que se encontrase por el camino, y dejar que Camarón le disparara con un fusil.
Deambularon por la ciudad gran parte del día, en especial por la zona de El Cementerio, acabando con gran cantidad de bichos que se encontraban por allí. A eso de las 4:00 de la tarde fueron a buscar comida, pero gran parte de los supermercados ya habían sido saqueados por la desesperada población. Decidieron ir a un antiguo centro comercial que se encontraba en una zona aún no atacada por los zombis, muy cerca del aeropuerto militar de la ciudad. Al llegar al estacionamiento, Tureko comenzó a ladrar sin parar, negándose a bajar de la camioneta. Jeanette y Camarón se bajaron al mismo tiempo en el que apareció un grupo de soldados que permanecían apostados en el aeropuerto. Estos fueron quienes les prohibieron tomar alimentos del supermercado del centro comercial, obligándolos a retirarse de la misma forma en que llegaron.
Tomaron la autopista rumbo al oeste de la ciudad. A la altura de El Paraíso percibieron el peculiar olor a carne descompuesta que precede a la aparición de zombis en masa. Detrás de la camioneta aparecieron cientos de bichos que bloquearon la vía. Mirando por el retrovisor, Lázaro intentó acelerar a toda marcha, pero en su ventana apareció un zombi y lo mordió justo en la cara, cuando en el mínimo descuido buscaba en su cintura la pistola que siempre cargaba consigo. Se llenó de ira, aunque sabía que era su culpa por no haber estado pendiente de su entorno. Se dijo a sí mismo: “Todo se acabó, hasta aquí llegué”. Sin actos heroicos, sin salvar a alguien del peligro, no tendría un final recordado de esos que inspiran a los demás a seguir luchando, rabia y tristeza sería lo último que recordará. Empuñó la pistola que ya estaba cargada y sin seguro, y le disparó tres veces directo a la cara del zombi que vestía el uniforme de los heladeros que siempre deambulaban por esa zona, y que aún tenía su cava colgando en un costado del cuerpo, como lo hacía en vida. Luego de eliminar al zombi heladero, logró llegar, por caminos poco transitados, a su taller de latonería en Catia, donde se lavó la enorme mordida que le había desprendido parte del rostro. Jeanette, Camarón y Tureko se bajaron de la camioneta para encontrarse con Lázaro en el piso del baño con la mirada perdida y muy pálido.
Lázaro vio por un segundo a su amada y siempre fiel Jeanette y le sonrió, como pidiéndole perdón. Camarón y Tureko esperaban dos pasos más atrás, observando en silencio. Tureko retrocedió un poco más, temeroso, pero sin perder de vista a Lázaro. Camarón cargó su arma y la apuntó a la cabeza del herido al mismo tiempo en que Jeanette, hablando sin palabras mientras extendía la mano suavemente hacia el cañón, hizo que dejase de apuntar a su objetivo y quedara apuntando al suelo. Se acercó a Lázaro y, dándole un beso en la frente junto a un “te amo”, tomó su pistola, la apoyó sobre su frente y, con los ojos cerrados, terminó con su vida antes de que se transformara en algo que no era él.
Una sola lágrima dejó escapar mientras vio el cuerpo inerte desplomarse hacia su costado izquierdo. Con las orejas paradas y la cabeza inclinada hacia un lado, Tureko no dejó de mirar a Jeanette. Ella se volteó diciéndole a Camarón: —¿No habría que buscar algo de comer?
Sin dudarlo, este se subió de nuevo a la camioneta en la parte de atrás con Tureko, mientras Jeanette tomó el puesto del piloto y avanzó con rumbo desconocido, perdiéndose en el camino…
Episodio VI: Comandos de la muerte, de la edición de autor (2025)