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Momento 1: Es la noche de un lunes, en abril de 1979. (Sorprende constatar que es siglo pasado) En la confortable sobriedad burguesa de Calicanto, la casa de Antonia Palacios, un grupo de jóvenes escritores tenemos un encuentro con Adriano González León. Antonia, la narradora y poeta mayor por sus logros literarios, lo presenta con palabra apasionada.: “¡Adriano González León es más conocido que todos los que nos hallamos aquí reunidos! Por lo tanto está demás todo intento de presentación. Su novela “País Portátil”, premio Biblioteca Breve, lo ha colocado en las primeras filas de la literatura latinoamericana. Para mi, Adriano González León, representa más, mucho más, del estupendo escritor que hoy nos visita. A pesar de la distancia de años que nos separa, lo he sentido siempre muy cercano. Nuestra comunicación data de una época de luchas, días que pasaban fugaces, agitados, llenos de inseguridad y sin embargo, creciendo en ellos una gran esperanza, la esperanza de un mundo mejor para el hombre. Ni él, ni yo, habíamos emprendido todavía, con firmeza, ese camino tan tortuoso, tan duro, tan lleno de escollos, como es el de asumir, con la totalidad del ser, nuestro destino de escritores.” Después de hacer otras consideraciones significativas, Antonia concluyó aquella cálida presentación de Adriano.
Fue una experiencia sumamente grata el encuentro con ese creador de elocuencia deslumbrante y saberes variados y sustanciosos, muy especialmente en el rico espacio literario, (cierto que también el encuentro estuvo potenciado por otros escritores inteligentes que lo interrogaban e intercambiaban con él puntos de vista: María Elena Ramos, Alberto Guaura, Eleazar León, Carol Prunhuber, Sergio Dahbar, Yolanda Pantin, Vasco Szinetar, Blanca Strepponi, Miguel Márquez, Iliana Gómez, Gustavo Morales y quien esto evoca.) Las respuestas de Adriano, aunque improvisadas, fueron magistrales. Esa noche dijo: “La única tarea importante de un escritor es su tarea fundadora, porque no hay otra. No tiene en sus manos otra cosa, no tiene armada, no tiene poder deportivo, ni tiene poder económico. El único poder sería ese, la palabra que funda, que nombra las cosas y que en base a ese encuentro entre la espontaneidad y una armazón técnica que hay que tener, viene el milagro.” Por supuesto, que su argumentación fue mucho más basta y ramificada, y la empobrece la simple trascripción de un fragmento de ese evento recogido en el Nº 5 de la revista Hojas de Calicanto. Pero le debo a Adriano y a la entrañable Antonia, la vivencia de esa noche magnífica.
Momento 2: Debió ser una mañana de no sé que día de 1993, cuando María Margarita de Herrera Luque, Adriano González León, Alexis Márquez Rodríguez y yo, nos reunimos en la sede de la editorial Grijalbo, en nuestra condición de integrantes del jurado del I Premio Internacional de Novela Francisco Herrera Luque con el propósito de definir la obra ganadora y redactar el veredicto. Después de un detenido intercambio de opiniones, acordamos por unanimidad conceder dicho premio a Los pecados sobre la mesa del escritor Adolfo Carreto, una novela de notorios logros, entre otros su tratamiento del erotismo. Advierto ahora que, no obstante, como suele ocurrir en nuestro país con obras literarias meritorias, pasó casi inadvertida.
De allí salí en compañía de Adriano y decidimos, como es de rigor en tales casos, almorzar juntos y tomar unos tragos, de modo que me volví a encandilar, no tanto con el licor, como con la conversación fulgurante de Adriano, pletórica de anécdotas y de humor. En un momento en que me contaba algo de su estadía en Italia me preguntó: ¿Eduardo tu has estado en Florencia? Y al escuchar mi tímida negativa, me dijo entusiasta: ¡Qué vaina tan buena! tienes ya una buena razón para vivir… conocer Florencia. Al final tuvo la amabilidad de conducirme hasta la puerta del edificio donde vivo en su pequeño auto, pero antes de despedirnos me regaló un chiste que aún no he olvidado: Se trata de un muchacho que lleva un disfraz que tiene una capa con una gran Z, alguien que quiere comprobar lo obvio le pregunta: “De qué estás disfrazado?” Y el muchacho responde: ¡De Zuperman !
Momento 3: Fue una noche, quizás de julio de 1994. (Sigue el siglo pasado.) En la Biblioteca Nacional quisimos celebrar la exitosa publicación de Viejo, otra estupenda novela de Adriano, yo entonces me desempeñaba como director de Extensión Cultural de esa Institución. Lamento ahora que no le dedicáramos a tan importante autor una de las excelentes exposiciones bibliográficas, hemerográficas, de manuscritos, fotografías y objetos; como las que por varios años realizó la Biblioteca Nacional para reconocer la vida y la obra de nuestros principales escritores, entre otros: Vicente Gerbasi, Juan Liscano, Juan David García Bacca, Ana Enriqueta Terán, Ida Gramko, Salvador Garmendia, Luis Beltrán Guerrero, Antonia Palacios, José Ramón Medina, (cuando todos los mencionados vivían y otros autores que en este instante olvido). A Adriano se le consideraba un escritor joven aún, independientemente de su prestigio. Aquella noche de agasajo tuve el agrado de pronunciar unas palabras de aprecio y admiración por el autor y de regocijo por la nueva novela cuya lectura disfruté. Entre los más entusiastas se notaban Luisa Barroso, fan de Adriano de toda la vida, Sael Ibáñez y Virginia Betancourt directora de la Biblioteca Nacional
Mis palabras fueron leídas, algo que no solía hacer, pensando en que no se me trastocara la memoria de modo inoportuno como al viejo personaje de la novela comentada, que en un momento dice: “escribir es la única manera de saber que estar viejo no es estar enfermo” La tierna ironía de la novela, el desenfado y el humor que el personaje principal ejerce contra si mismo, tiene momentos estelares, como el que a continuación transcribo: “Cuando llego por fin a la poceta no me sale nada. A veces sólo un chorrito. Sin violencia. Por eso disminuye sin control y algunas gotas me caen encima. Poco a poco se va formando la mancha amarillenta. A veces me dan ganas y digo, para que ir, si no me sale nada. Entonces me aguanto. Pero las ganas siguen. Voy otra vez al baño… y nada. Regreso. Leo algo o escribo. Vuelven las ganas. Me digo: esta vez no voy. Y me dejo estar, porque, como antes, no vendrán los orines. Me dejo ir como si nada, confiado en que tampoco saldrá nada. Entonces me meo.” A Adriano se le notaba feliz. El veterano ilusionista se había sacado de la manga otra carta ganadora. Al final brindamos con vino.
Momento 4: Es casi el mediodía del 10 de enero de 2003. Es otro siglo. Vine a despedir los restos mortales de Mary Ferrero. Le guardo una enorme gratitud. Fue ella, sin yo conocerla entonces, quien con mucha gentileza recibió el manuscrito de mi primera novela El Mago de la cara de vidrio (1973) siendo directora literaria de la editorial Monte Ávila. Al encontrarme con Adriano nos damos un abrazo, siento su afecto. “Mary te quería, y apreciaba mucho lo que has escrito”- me dijo. Ya lo sabía, pero me gustó escucharlo. Lo noté sereno. Lúcido. Entonces comentó en un tono de noble moderación: “Qué tragedia la mía, haber visto morir a mis dos mujeres todavía jóvenes, los dos grandes amores de mi vida. Qué destino el mío.”
Como una cortesía especial, me comentó que estaba leyendo mi reciente novela El Round del olvido, y que lo leído hasta ese momento le agradaba mucho. Lo tomé como un valioso estímulo por tratarse de un maestro de nuestro idioma.
Publicado en ocasión de cumplirse 35 años de País portátil en 2003