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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Alucinaciones / Letra A

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“La rutina puede llegar a ser el más temible
alucinógeno que se conozca en la naturaleza.”

Morocco Navarro, a sí mismo en una noche de insomnio.

Picnic en el Karmann Ghia.

Caracas – Maracay – Caracas

 

Ver cómo se desplazan las montañas a través de las ventanas del Karmann Ghia era lo que Fabiana y yo conocíamos como road movie. El celuloide tenía ancho, profundidad, colores y nosotros éramos la versión caribeña de Bonnie y Clyde que el paisaje reclamaba para ser taquillero. En aquella época, Fabiana solía usar para los viajes aquel bluyín del Mercado de los Corotos que fue evolucionando proporcionalmente, con el kilometraje del Karmann, en pescadores, bermudas y, por último, en chorcitos más acordes con su personaje. La realidad se nos dislocaba y la jurábamos en constante fuga horizontal. La realidad era atravesar un territorio sagrado al volante de un vehículo diabólico. La ecuación, para explicarnos esta teoría, se desmoronaba cuando Fabiana alzaba sus piernas como antenas fabricadas expresamente para captar vida extraterrestre. Las aireaba fuera de la ventana del Karmann Ghia. Ella confesaba que podía sentir cómo el viento se le metía por unos poros y escapaba por otros, y que cúmulos de ese aire se quedaban dentro de ella, agitándose en su interior por años, hasta que les daba la gana de huir, ya sea expulsado en forma de eructos o palabras. Para ella esa era la manera en cómo se conectaba con la energía primigenia del Universo: lograba con sus piernas figuras sacadas del kundalini yoga: la garza solar, el mono reflexivo, la cigüeña metafísica. Así se pasaba horas. En el extremo más lejano de la carretera a menudo observaba el efecto ocular que producen los rayos solares. «El pavimento tiembla como gelatina y parece un lago». Siempre, en algún momento del viaje, hacía alusión a este significativo fenómeno que, como nuestras incorregibles ecuaciones, estaban un poco más allá del hasta dónde podíamos llegar. Para nosotros, el futuro siempre contuvo esa cualidad vibratoria.

 

Dos tazas de café antes

del trigésimo paso

A-1 | diciembre 2005

 

Apoyarme en el balcón toda la vida fue un acto religioso. Un ritual equivalente al acto, a veces teatral, de las señoras emperifolladas que se apoyan en los muebles reclinatorios de la iglesia, mientras el cura recita versos ininteligibles (al menos para mí) de la Biblia, llenos de parábolas sabias, consejos milenarios que, con el transcurso de los siglos, no logran desenredarse (al menos para mí). Imagino a estas señoras ponerse de pie. Estrechar palmas con el vecino más cercano. Secarse la cara enjuagada de lágrimas propias y ajenas. Después de este acto inalterable, de tarde en tarde teatral y ridículo, las lágrimas vuelven a sentarse en pañuelos arrugados o van a morir junto con sus hermanas a cualquier manga de seda oscura, con ese característico olor pesado que se adhiere a los objetos encajonados. La diferencia entre la manía de mirar el mundo desde mi balcón y esta variante parroquial de dinámicas de grupo, es que mi música de fondo se aleja de letanías celestiales. Y no tengo idea de por qué.

Escucho carreras de caballo y programas especializados en hipismo durante el día. Estoy obsesionado con las carreras de caballo. Sin embargo, tengo quince años que no sello ni un 5 y 6. La abstinencia absoluta. Es como ir a una licorería y mirar las botellas de vino, whiskey y vodka y jamás atreverse a comprar ninguna. Al menos reconozco mi mal. No se trata de una promesa en busca de algún milagro hasta ahora esquivo, de alguna cruz o ungüento purificador. La paradoja es absurda y se tiñe de una constante de derrotas. Digamos que toda mi vida le aposté al caballo equivocado. No el perdedor de los perdedores, ese que siempre se traga el humo de la ambulancia, no. Toda mi vida le he apostado al caballo que siempre estuvo a punto de ganar. Finales de fotografía. La antítesis del fanatismo, seguro pensarán aquellos a quienes le confío mi hazaña descolocada. Yo le llamaría una metáfora a la vida de un fanático de la gloria casi alcanzada. Estoy enviciado con paradojas absurdas y no tengo idea de por qué.

O la pureza del fanatismo.

El desinterés.

El impulso de abandona la memoria y muere.

Que te peguen los coletazos de viento cuando pasa la manada de caballos. Es un viento destilado, que pareciera venir sin esas «basuritas» que te espolean los ojos y hacen que te los restriegues.

Me gusta apoyarme en el balcón y ver pasar gente, mirar sus rostros. Observar cómo se desencajan sus facciones. Me anima la situación. Esta actividad, de algún modo, me recuerda a las válidas. Todos los habitantes de Bloque 4 retornan y parten a sus propias carreras. Entre esos dos puntos categóricos que establecen momentos existen fenómenos de carácter concluyente. Una historia. Y en sus bolsos o maletines y carteras llevan su porvenir fragmentado. Piezas mínimas con las que consolidarán sus sueños o terminarán por destrozarlos. Atestiguo principios y fines de jornadas.

A veces veo a la chica que se pinta el cabello de colores como si le hubiera caído un arcoíris en la cabeza. La chica estrafalaria. La escucho susurrar canciones que se le meten en su cerebro a través de audífonos y, horas después, cuando ya la noche ha caído, la veo llegar con el maquillaje desordenado. Ella, tambaleante, atraviesa la vereda. Con las pulseras de metal rechinando. Supongo que la noche, al caer, le frotó el rostro. La chica estrafalaria.

Todos los días a eso de las seis y treinta de la mañana, Chicho saca a pasear a su perro chow-chow. El canino parece llevar un registro de sus pasos, como si los tuviera contados y dar uno menos o dos más de lo permitido, le traería consecuencias irreversibles. El perro va y viene de su letra a la mía. Salta al terreno de la manera en que un niño se zambulle en un mar septembrino. Se detiene. Mira sigiloso. Se paraliza. Algo se mueve entre los arbustos. Corre. Corre como un artefacto teledirigido. Luego, intempestivo, destronca su cintura para cambiar comprometidamente su orientación y desviarse hacia un montículo y echarse y revolcarse en la tierra. Se pone en pie después de la enésima voltereta. Estabiliza su eje, bordea mi árbol favorito, a veces orina sobre él, otras veces no, otras, amaga con regarlo y se conforma con levantar su pata trasera por unos segundos. A veces la humanidad realiza un movimiento semejante. Siempre he querido preguntarle eso a alguien.

La biografía de una persona puede escucharse en el tono de las pisadas. Confieso que reconozco algunas. El tamborileo. Un pie delante y otro atrás. Luego se invierten cincuenta veces hasta detenerse en un punto determinado, durante los segundos en que el andante emplea para sacar sus llaves y hacer crujir cerraduras y rejas. Quizá levante una pierna en el trayecto o tal vez no, o solo se conforme con juguetear con una lata de cerveza abandonada en el camino.

Reconozco cuando una persona es impaciente. La delata el ritmo de sus pasos. Igual cuando se trata de gente solitaria. Esta gente, por lo general, camina rápido y no mira hacia los lados, a veces se olvidan de mirar a ninguna parte cuando cruzan avenidas y calles que suponen sin vehículos y viene uno y les cruzan los huesos y todo por dentro.

Debería buscar trabajo como intérprete de pasos. Que me contraten en algún ministerio. En algún bufete de abogados. Como asesor del departamento de Recursos Humanos de alguna empresa transnacional. Y decidir qué personas son aptas para determinado cargo y cuáles no.

Déjeme contratar por usted. Ese sería mi lema.

De este modo, jefes encorbatados se ahorrarían tiempo en entrevistas insulsas, hipócritas e innecesarias. Yo me limitaría a exigir para el óptimo despliegue de mi talento, una pequeña pista de cinco metros. Le ordenaría a cada aspirante recorrerla de extremo a extremo. Caminar de izquierda a derecha las veces necesarias. Con la voz distorsionada y oculto en esas cabinas de testigos que eligen a quién acusar entre los sospechosos.

Desde allí daré mis órdenes de movilización.

Ahora, con la caminería recién inaugurada en el terreno, muchos vecinos han bajado a sudar y exprimir esos kilos de más. Los más arriesgados trotan. En la tierra las pisadas no se escuchan. O será la Tierra misma que se los traga. Con baldosas de por medio, como una lámina de retención, es la única forma en que puedo reconocer los caminos y ánimos de mis vecinos.

En Bloque 4 no pocos vecinos me han catalogado como un hombre servicial, que sabe escuchar (eso sí). Por un tiempo vivió en el bloque una veinteañera. Yo le llevaba (o le llevo) una década de ventaja (o de vejez). Por no sé qué razón nos hicimos amigos. Tal vez la poesía. Tal vez mi buen humor, no sé. Al escuchar las pisadas de la veinteañera, ya sabía qué días invitarla a tomarse un café y cuáles no. Esta chica, al parecer, tenía varios amantes, entre los cuales yo engrosé la lista al año de conocerla. De conocerla cuando fuimos presentados, quiero decir, en una maldita reunión de condominios en que la discusión sobre la mala iluminación del estacionamiento fue desvirtuada para hablar mal de Toñito.

Aprendí a escuchar con la lucidez que da la práctica apasionada, aprendí a escuchar cómo camina una mujer después de hacer el amor. Ella llegaba. Abatía la reja sin delicadezas ni eufemismos. Ella enfilaba su paso por la vereda. Desde esa reja hasta la entrada de la Letra A contamos unos quince metros, unos treinta pasos más o menos. Con veinte pasos ya sabía si venía de beber con sus amigas, de estudiar con sus amigas, o de algún encuentro con algún amigo. En este caso, yo me regresaba a la cocina antes de que la veinteañera diera su paso treinta. Me tomaba dos tazas de café (la taza para ella). Allí mismo leía el periódico vespertino que, con frecuencia, trae una amplia reseña de hipismo y desvergonzados consejos para apuestas.

Me acostaba a dormir. Lo que no quiere decir que alcanzaba el sueño de inmediato. Quizá la duplicada dosis de cafeína me proclamaba el insomnio.

Me acostaba sin cepillarme los dientes. Pasaba mi lengua por los incisivos. Por los caninos. Por los molares. Por las encías. Y trapeaba con mi lengua los restos lechosos de café. Era una terapia. Una consolación salivosa por no tener a mi vecina conmigo y una manera de darle ejercicio a mi lengua predispuesta a enredarse. Imaginaba las esquinas de la ciudad en las que habría estado esta chica. Cuál rutina había articulado entre estaciones del Metro, paradas de autobús y una carrera de taxi. Entre uno y otro malabarismo de mi agitada imaginación me dormía pensando en las frases de su próxima visita que sustituyeran mi realidad soñada en ella. La realidad desde esos tiempos la medí en compases, con pausas relativas y no tengo idea de por qué.

Cuando uno desarrolla el oído para ciertos sonidos es difícil ignorarlos. Lo sé porque mi madre fue pianista y para ella un piano desafinado equivalía al grito de un niño cuereado con correas o toallas mojadas. Las pisadas de los vecinos del A-3 son insoportables. Sobre todo con sus pies descalzos. Los pies son la parte más sucia del cuerpo. Es escuchar sentimientos desnudos. Una especie de voyeurismo del Hades.

Y el Hades tiene forma de A-1. Y en el A-3 parece que nadie usa zapatos. ¿Pertenecerán a una de esas religiones orientales que evitan el uso del calzado dentro del hogar por aquello de no arrastrar hacia la intimidad las malas energías de la ciudad? O, por alguna razón, se enteraron de mis cualidades y quieren que funja de psicólogo horas extras, para que un buen día les diga todo lo que tienen por dentro cuando por casualidad me cruce con ellos.

Caminan y caminan, siento las plantas de los pies anteponiéndose una a la otra y la otra a la una, en sus chuponzazos de piel sudada sobre las baldosas frías, de medias recién salidas de zapatos y de pies recién salidos de medias. Las veces que subía la-chica-de-muchos-amantes era mi salvación, pero, ahora, en la era post mudanza de la-chica-con-muchos-amantes, no me queda otra que aguantarme confesiones inconscientes. A veces los dones son maldiciones. Para enero del 2006, cambiaré mi habitación para el cuarto que da hacia Bloque 5. Y mañana, muy temprano, veré el despertar de otras tantas válidas. Los pies son la parte más sucia del cuerpo y no he sabido por qué.

 

Menos llena de periódicos

A-2 | abril 2000

 

El médico dice que son tres meses. Probablemente se equivoca. Ya voy para la séptima semana de mis supuestos últimos noventa días de vida. Y me siento como el primero. Será que en mí está instalada una bomba compleja, programada para estallar el 13 de mayo, desgarrándome tripas y conductos sanguíneos, venas y conductos de grasa. Lo difícil es saberse molestia. Saberse estorbo. Hacer que las miradas se desplacen de mis ángulos hacia un árbol o pared.

Todo lo que he hecho durante mi puta existencia es esperar. Ahora, encerrado en esta habitación, mi mundo se hace cuadriculado. Cuando por fin se cumpla el decreto de los médicos, la casa se hará más amplia, sin mi espeluznante tosecita llenando los espacios y deshaciendo el silencio incómodo. Sin mis ronquidos angustiantes invadiendo la tranquilidad de las madrugadas.

Ocurrió hace tiempo. Ya hemos pasado por esto antes. Primero fue nuestro pastor alemán, que más bien merecía llamársele teutón. Enfermó de un día para otro. Un parásito, alguna comida, y sin ánimos todas las tardes que lo paseaba. El chow-chow impertinente de Chicho lo sometía por primera vez en su perruna vida: la peluda raza asiática fue más poderosa que mi teutón envejecido. Un perro muy inteligente, al menos más que el administrador del Bloque, principal sospechoso del envenenamiento de mi teutón.

Al perro lo sepultamos en el terreno, a la orilla de un eucalipto. El maldito chow-chow orina todas las tardes sobre su tumba. A Cristina, a Domingo y a mí la casa se nos hizo más grande. Menos llena de periódicos para las necesidades urgentes del animal. Más dolorosos y espaciados se hicieron los rincones cuando se nos fue mi amada Cristina. También quedaron las oquedades en las paredes, sus gritos y padecimientos nunca han terminado de irse. Se estancaron en ciertas esquinas de la casa, merodean por las habitaciones con arácnido sigilo. Aquella vez que, por el dolor, a Cristina se le alacraneaba la espalda, sentía cangrejos abriéndose paso dentro de sus pulmones y probando la calidad de sus tenazas. Aún los gritos siguen anidando en ecos, aquí, en el copete de la cama. Su refugio favorito.

Pintar las paredes fue lo primero que hice después de regalar toda la ropa de Cristina. Una terapia. Un volver a mi primer empleo. Fui pintor de brocha gorda en Maturín. Ayudé a mis padres de ese modo. No era tanto lo que ganaba. Cuando me vine a estudiar a Caracas la casa de Maturín pasó de grande a infinita, con mis padres, solos, haciéndose compañías con un telón de fondo de mosquitos y bachacos, y una banda sonora orquestada por un coro de gallinas solteronas. Al menos, los ecos eran producidos por entidades palpables, visibles. Entidades que olían mal, babeaban, y si les dabas confianza hasta te lamían al menor descuido.

Nuestro A-2 se nos hizo grande a Domingo y a mí.

Cuando Domingo sale a comprar pan, el A-2, de algún modo, se vuelve un abismo, un infinito de paredes, un laberinto de cuartos y eventuales espejos. Es un laboratorio de cómo hubiera sido la situación de haberse dado la cosa al revés. Domingo siempre cambia de lugar los espejos, como si fueran cuadros de pintores de medio pelo. Reflejarse en ellos es reflejarse en un retrato móvil, una réplica en tiempo real. Provoca partirlos. Reventarlos contra el piso, contra esas esquinas que acumulan los gritos de Cristina. Que no se culpe a nadie después de mi acristalada predicción. Los gestos, las facciones y las arrugas que los años cincelan no pueden ser objeto de exhibición en un museo doméstico.

Ir de la cama a la cocina para beber agua, es para mí como viajar de Maturín a Caracas. Siempre termino vomita(n)do. En sillas de ruedas la situación es un poco menos deplorable. Las ruedas han ennegrecido paredes y los ángulos filosos de mi vehículo constreñido de metales han arrancado trozos a las esquinas. Prefiero que Domingo traiga el pan, el vaso de agua, la prensa enrollada para espantar moscas y la noticia desesperada, de última hora en la redacción de un periódico, advirtiendo un nuevo conflicto bélico en tierras asiáticas.

Dentro de dos semanas, si los médicos no se equivocan, el A-2 será infinito.

Hace pocas semanas, Domingo me presentó a su prometida. Una chica de Buenos Aires que conoció por Internet. Es realmente hermosa. Pronuncia las palabras como los ángeles. La traerá a vivir con él. Dormirán, supongo, en alguna de las otras tres habitaciones. Es comprensible. Nunca nada es tan malo. Mucho menos cuando sabes cuánto te falta para el nunca nada. Es lo que me toca a mí dentro de unos cuantos días, según los médicos. Siempre según los médicos. Hay mañanas que deseo su equivocación. Otras, que hayan sido muy optimistas en sus predicciones. Seguro apostaron entre ellos. Es como en los partidos de fútbol. Y pierdes 1 a 0 o 2 a 3, simplemente pierdes por apenas un gol. Y faltan quince minutos para el pitazo final, si no anotas, si no empatas, si no te vas arriba, quedas eliminado. Yo creo que pierdo por goleada. No tengo posibilidades técnicas ni tácticas de marcar un gol. Los jugadores están ansiosos por escuchar ese pitazo final. Sin descuento. Quizá lo haya.

 

1930 – 2000

Así se leerá en mi lápida. Setenta años que abarcaron un siglo y pellizcaron el nuevo. Quizá el último consejo para Domingo, cuando llegue con la ración de pan de Los Primos, será que compre una mascota, preferiblemente alemana, que no se deje joder por el estúpido perro chino. El A-2 no puede estar tan vacío. Si Domingo tiene hijos con la argentina, probablemente alguno duerma en mi habitación. Espero no dejar ruidos anidando por ahí como los ha dejado Cristina y que lo espanten a medianoche.

 

Graba conversaciones

A-3 | julio 2005

 

Las manías son tan variadas como los códigos genéticos. Algunas tienden a ser lo suficientemente bizarras para sospechar en el individuo que las exhibe un hálito demencial. Es el caso del señor Gustavo Seco que, durante los años vividos, padecidos y de algún modo perpetrados en el apartamento A-3 de Bloque 4, registró con su grabadora todas las reuniones de condominio, conversaciones eventuales con sus vecinos en la vereda, en el estacionamiento, en las escaleras de Bloque 4. Registró con su grabadora conversaciones acodado en la repisa de los balcones, arremangado a la cerca del parque, sentado en los bancos de cemento o madera del parque, en la caminería. Su peregrinar de cinco años fue, al mismo tiempo, nutrir los anaqueles de su habitación con una biblioteca conversacional que archivó con rigurosidad taxonómica. Un diario íntimo y sonoro. Seco era profesor de bachillerato y se peinaba con gomina, ya en estos tiempos de escasa o nula circulación.

 

Por tres gruesas horas, el olor a descomposición sorprendió los olfatos de los vecinos de la Letra A durante el mediodía de un sábado. Cuando se percataron que el único de los residentes que faltaba por reportar su queja era el señor Seco y que su auto Sierra se ubicaba en su puesto habitual en el estacionamiento, sospecharon que algo andaba mal: la pestilencia ya no era a comida descompuesta, sino a órganos humanos en descomposición. Entre Pulusa, El Psicólogo de Bloque 4 y los poderes mentales de Rafaela, forzaron la puerta luego de varios intentos infructuosos para comunicarse con su vecino.

Seco era flaco y alto, y con un tic nervioso en el ojo izquierdo que lo hacía parpadear compulsivamente. El hemisferio derecho de sus bigotes tenía una proporción de quince canas por cada cien vellos.

Seco fue hallado sin vida.

Todos los vecinos, aunque negaran con falsas miradas y excusas sin convicción, querían presenciar el tétrico espectáculo del A-3, así las náuseas complicaran su presencia. A un lado de la cama había un carnaval de hojas de exámenes, al otro, un carnaval de botellas de diversas marcas y porcentajes alcohólicos que, a primera vista, se confundía con la vitrina de un botiquín. Del otro lado, una pared forrada completamente de cassettes y, en todo el medio, el reproductor encendido reverberaba como una boca cuya dentadura era un armazón de aluminio y teclas.

Rafaela, instintivamente, dijo: «Esto parece la emisora radial del infierno». Extendió el brazo y pulsó el botón play.

Se escuchó la voz del señor Alfredo Troconis llevando la batuta sobre algo relacionado con la seguridad de la puerta de la Letra C. Su voz sonaba distorsionada por el incómodo desplazamiento de la cinta a través de los conductos mecánicos del reproductor. Al parecer, se trataba de la última reunión de condominios cuya asistencia sumó ocho personas.

Pulusa que, por su reacción, se notaba más asqueado por las palabras que brotaban de las cornetas que por el espectáculo dantesco, hundió su dedo en el botón stop y la odiada voz del administrador se apagó en seco.

El señor Seco, cada vez que los Leones ganaban, ponía a todo volumen el Himno Nacional, y fue el estribillo patrio lo que comenzó a sonar cuando Pulusa volteó el cassette y oprimió play de nuevo. Segundos después quedó la sensación de que el Gloria al bravo pueblo había sacudido el aire. Hasta ese momento ningún vecino había visto ninguna mosca: comenzaron a revolotear numerosos escuadrones de moscas dentro de aquella habitación. La invasión se agudizó en el coro del himno y fue imposible la permanencia en ese lugar sin someterse al aleteo de cientos de puntos negros que salían de las guaridas más inhóspitas: de las cerraduras, del interior de zapatos, de debajo de la cama y detrás del escaparate.

Seco se abotonaba la camisa hasta dejar libres los dos últimos botones de arriba. En el bolsillo derecho guardaba un peine marrón de plástico. Cada treinta pasos hacía uso de él.

 

Rafaela

A-4 | julio 2005

 

Después de pulsar el botón play, Rafaela era la única imperturbable. El resto de los vecinos estaban desorientados. A Rafaela, desde niña, una cápsula la cubrió de las emociones y asombros. Los psiquiatras que trataron de indagar sobre el misterio de su personalidad abrumadoramente gélida, sospecharon la ausencia de una hormona, o cromosoma, o, en fin, la ausencia de un elemento genético que nunca lograron precisar.

En el silencio de Rafaela, los vecinos suponían una promesa o un secreto que ella temía ventilar o, por qué no, a veces le daban razón a la ciencia: lo de Rafaela era una falla de origen.

Rafaela pasaba casi todo su tiempo pintando. Cuando no lo hacía, se dedicaba a imaginar sus próximas creaciones. A lo largo de sus cincuenta años de vida ha tenido dos ataques catalépticos. Casi una metáfora de su carácter: simulacros de su muerte.

Rafaela pintaba vírgenes. Vírgenes con sus palmas juntas, rezando. Vírgenes con sus palmas juntas, agachadas. Vírgenes sentadas, de rodillas, volando, o elevándose con ángeles; vírgenes en las montañas, en los ríos, en la lluvia, dentro de una gota de lluvia; en el mar, construyendo castillos de corales. Vírgenes negras, vírgenes blancas con sus palmas escondidas, trigueñas, andinas y orientales. La diversidad racial y costumbrista de su panteón beatífico le daba a su obra la heterogeneidad que siempre escaseó en los vitrales de las iglesias.

Rafaela, diez años atrás, se ganaba la vida leyendo el porvenir de las personas en sus propias cédulas de identidad. Una atmósfera burocrática y laminada del futuro. Dígitos de siete y ocho cifras bastaban para diagramarle a sus clientes los futuros posibles. Rafaela se negaba a leer cédulas vencidas, argumentando que traía mala suerte, tanto para el propietario del documento como para ella. Rafaela se ganaba la vida diciéndole a la gente lo que querían escuchar. Le fue bien. Tenía el don de la veracidad. Un estornudo de ella valía tanto como una partida de nacimiento. Los creyentes respetaban cualquier cosa que saliera de la boca de Rafaela.

Rafaela abandonó el apartamento A-3 sin mediar palabras. Cruzó el rellano que la separaba de su apartamento. Se preparó un arroz a la cubana. Destapó una botella de Frescolita y sacó de un anaquel un paquete de galletas Newton. En mitad de un bocado, se detuvo a pensar en la esposa de su vecino. Esta andaba de viaje y, según le había dicho, tenía previsto llegar al día siguiente, a cualquier hora del domingo. No dudaba que ella misma era la única en poseer el teléfono de la señora Seco, pues no era una mujer muy sociable. Era profesora de Educación Artística en bachillerato y, aunado a esto, la cercanía de sus apartamentos había facilitado una relativa amistad. Una vez, recordó con la Frescolita en la mano, la señora Seco la invitó a una clase para que exhibiera algunas de sus vírgenes.

Una mosca. Dos y tres más, empezaron a revolotear sobre la mesa. En el aleteo de las moscas, Rafaela reconoció su más reciente destino turístico y que el olor a huevo y arroz le apetecía más que los brebajes alcohólicos de la muerte.

Después de almorzar, Rafaela buscó su agenda: media resma de hojas tamaño carta y engrapadas. Allí tenía anotado el teléfono celular de la señora Seco. La llevó a las manos de Navarro, el abogado, que se encontraba sentado en las escaleras, con un pañuelo impregnado de alcohol en la nariz.

«Qué palabras utilizar» fue la traducción del silencio colectivo. Los vecinos agrupados en la vereda recordaban una congregación de pascuas. A todo el que pasaba de salida o de llegada, le informaban lo ocurrido con el tono de una agencia de noticias especializada en necrologías vecinales. La tragedia ocurrida los seducía y los llevaba a compartir más, a abrazarse como excusa de quienes nunca se han ni siquiera estrechado sus manos o dado un beso de saludo.

A todos le informaban, con exactitud de detalles, sobre la marca de la botella a medias consumida, cuántas moscas planeaban y cuántas aterrizaban sobre el cuerpo de Seco, el promedio de notas de los exámenes que corregía el desgraciado profesor.

A la media hora, con la capacidad que tiene una historia de ir de una persona a otra y desfigurarse, todo Bloque 4 tenía una versión oficial que variaba de apartamento en apartamento. Por ejemplo, en la Letra D el señor Seco había muerto envenenado por un antigripal vencido. En la C, se había suicidado (que no era descartable). En la G, se hablaba de crimen pasional, sosteniendo esta teoría en el viajecito de su esposa al interior del país. Y en la E, aún estaba presente la muerte de las hermanas Torrealba, y se pensaba que había un psicópata asesino entre los bloquecuatreños. Pero, comunicarse con su esposa, ya viuda sin saberlo, era algo diferente. No se trataba de una noticia transformada en chisme. Buscar a un familiar no tan cercano para que este se encargara de informar era lo más viable. El olor a podredumbre a las cuatro de la tarde se había acentuado. Urgía hacer la llamada. Unas horas más y el apartamento iba a ser el cuartel general de las moscas de Coche. Todos los vecinos de la Letra A abandonaron el edificio y se trasladaron hacia el terreno donde el olor a órganos en descomposición no los alcanzaría. Fue allí cuando Navarro sacó su celular del bolsillo y marcó la docena de dígitos. Sonó una. Sonó dos. Sonó tres, cuatro, siete veces y dos llamadas más. Y otras tres. En la cuarta ocasión, la voz programada de una operadora dijo que el teléfono estaba fuera de cobertura y sugirió intentarlo más tarde. Luego de agradecer por usar el servicio de telefonía a distancia, salió de la nada, en la nada del teléfono, la voz de la señora Seco, invitando a dejar su mensaje después del pitido.

Navarro canceló la llamada.

El señor Luis, el psicólogo del A-1, dijo que, de seguro, dentro del apartamento había una agenda con los teléfonos de las amistades de los Seco.

Gerardo, del A-7, dijo con impertinencia que los teléfonos de las amistades de los Seco seguro estaban anotados en una sola hoja, para qué iban a tener una agenda. Nadie, obviamente, hubiera ignorado e, incluso, reprochado el comentario de Luis en otra situación.

Bueno, no nos queda otra, dijo Navarro, a ver, ¿quiénes entramos y resolvemos esto de una buena vez? Nosotros éramos los únicos amigos de Seco.

Navarro no había terminado de hablar cuando Rafaela, casi moviéndose como un zombie, se dirigió a la entrada de la Letra A.

—¡Bueno! —exclamó Navarro—, ¡allá va la valiente Rafaela!, sé que ella podrá, sin la ayuda de nadie, encontrar la agenda. Ella y la señora Seco se llevan bien, creo que hasta van al Bingo juntas. Y Rafaela, ¿se acuerdan?, tiene ese extraño síndrome de no impresionarse con nada ni con nadie.

Pasaron veinte minutos y Rafaela aún no bajaba con número telefónico alguno. Treinta. Cuarenta minutos. «Voy a ir llamando a una funeraria mientras tanto», dijo Luis. «Mejor subamos, sabes cómo es Rafaela», sugirió Navarro con ese gesto universal de llevarse el índice a la sien para señalar cierto grado de locura.

De pronto, a todo volumen, se escuchó desde la habitación de Seco el sonido de una conversación entre Navarro y él:

En esta mierda de bloque a nadie le gusta trabajar, dice Navarro. Tienes razón, aquí todos son unos zagaletones que quieren que todo se los dé el Gobierno, dice Seco. Muy cierto, no pueden ver una repartidera de algo, dice Navarro. (Se escuchan unos ladridos, ladridos de chow-chow.) Ya toda esta situación me está cansando, añade Navarro.

Los vecinos subieron envalentonados con una tropa de bomberos solicitada por algún otro vecino bloquecuatreño.

Cuando entraron al A-3, descubrieron a Rafaela con sus instrumentos artísticos, su atril, sus paletas, sus acuarelas, su delantal, sus pinceles y su talento.

Rafaela retrataba la imagen del señor Seco en brazos de una virgen. Una virgen asiática, sobre un pedestal que recordaba a un radio reproductor portátil.

 

Debajo de los árboles

siempre escampa después

A-5 | agosto 2002

 

Mi marido me recomendó este árbol. Desconozco la especie. Sé tanto de botánica como puede saber un televisor de gastronomía. Lo curioso es que soy cocinera. Y mi pasión es aderezar almuerzos: fragmentos de botánica en polvo.

El escozor en la espalda es terrible. No llegar con tus uñas al punto de brote es una experiencia angustiosa. No se la deseo a nadie. Y mi marido me recomendó este árbol.

El día se ha hecho gris como si alguien hubiera operado manubrios para graduar la intensidad del color. Son las nubes. Llueve. Llueve o no sé bien si llovizna. Siempre digo que llueve cuando sé que hay «precipitaciones» por el gemido de la lluvia en los toldos. Para mí las clasificaciones de pluviosidad no existen.

Me quedaré dentro del árbol hasta que escampe. El terreno se humedece poco a poco. Unos niños que jugaban al fútbol en el terreno se refugian en la Letra C.

El escozor no para.

Cuando me encuentro en la calle y repentinamente comienza la picazón, al intentar rascarme la gente me mira como si un hombre invisible me torciera el brazo. En casa, he optado por rascarme con un tenedor amarrado a un palito de gancho. Tengo dos. Uno en mi habitación y otro en la cocina, en la repisa de la ventana, donde antes solía colocar cuchillos cruzados para evitar que lloviera. Antiguamente, en la etapa primitiva de mi escozor, me rascaba la espalda en el marco de la puerta de la misma cocina. Es una puerta corrediza y, para cerrarse, se encaja en una lámina que, a manera de asidero, tiene los ángulos afilados. Pegaba mi espalda a esa lámina de la puerta y movía mi cuerpo como si bailara lambada con el hombre invisible.

Mi marido me recomendó alcohol.

El alcohol alivia.

Siempre lo untábamos en las ronchas que dejaban los mosquitos de Sotillo. Nuestros hijos, cuando pequeños, donaban su sangre a enjambres de insectos. Fui a dermatólogos. De todos ellos, no recibí nunca una respuesta satisfactoria. Que lo mío era psicológico. Por lo tanto, tenía que consultarme con un psicólogo. Hasta me lo recomendaban. Sujetaban una tarjetita y me la daban como si fuera una carta en plena partida de bridge. Hasta ellos mismos telefoneaban y me apartaban la cita. Llegué a pensar que entre dermatólogos y psicólogos había un tratado secreto: un negocio de pieles y mentalidades.

Desde hace un mes visito este árbol. Me acodo a él. Abrazarlo por completo se me hace imposible. Cada uno de mis brazos necesitaría cuatro antebrazos más para que mis dedos lleguen a tocarse al otro extremo. Un anillo de mis carnes y de mis huesos alrededor del tronco. Como si nos casáramos y nos hiciéramos el amor.

El árbol es mi mejor amigo. El amigo que siempre está. Plantado. Tres veces a la semana lo riego. Dicen que si uno les habla a las plantas estas crecen con mayor frondosidad. Simples leyendas urbanas como la de los cuchillos cruzados para que no llueva. Yo les llamaría supersticiones rurales trasplantadas en la ciudad.

Sustituí cuchillos cruzados por un tenedor al que amarré un palito de madera. Ambos, tenedor y palito, son antebrazos para llegar a los puntos inalcanzables para mis uñas: un horizonte en mi propia espalda.

En estos días de agosto, las lluvias son comunes y mansas. Las brisas intempestivas. Días calurosos sin que se asome ni una sola nube. Otros días, también calurosos, en que no se asoma nada azul, como si las proporciones se invirtiesen. Sospecho que alguien muy poderoso decide la graduación cromática del mundo.

En las noches, luego de cenar con mi marido, nos vamos a disfrutar de nuestras pasiones. Él se entretiene con los juegos de béisbol que transmite el canal de deportes. De las novelas brasileras ya me aburrí. Y aburrirse de las novelas brasileras es asumir que no volveré a ver novelas por un buen tiempo. Las colombianas tuvieron su época. Las mexicanas y las venezolanas hace mucho que no me enganchan con algo innovador. Prefiero sentarme en el balcón y coger un poco de aire fresco.

El árbol de noche parece inmóvil. Entre sus ramas anida un pedacito del día recién transcurrido, refugiado como un murciélago que escapa de la luz. Entre sus ramas frondosas, entre esa musculatura verde. Bloque 4 le habla mientras es regado. Siempre he pensado en eso. Tienen una confrontación que de marzo a abril adquiere el murmullo de las chicharras. De mayo a septiembre, el goteo de las lluvias y el gargajeo de los sapos. Y de octubre a enero el zumbido de mosquitos y luciérnagas.

Ahora ha terminado de llover. Charcos empantanan el terreno aquí y allá. Prefiero decir que ha escampado. Pero, como siempre ocurre en agosto, o en meses de lluvia neurótica y, sobre todo, en este agosto, mientras me rasco la espalda y sigo las recomendaciones de mi marido, he comprobado definitivamente que debajo de los árboles siempre escampa después.

 

Pulusa

A-6 | octubre-noviembre 2005

 

Pulusa es contador. Fue un maniático de su automóvil. Fue alcohólico. Fue exalcohólico una docena de veces. Fundó la Sociedad por la Dignidad de los Mendigos de Coche (Sodimenco) que, por falta de presupuestos y apoyo del Estado, tuvo poca prosperidad. Llegó a organizar tan solo una verbena para recaudar fondos destinados a la construcción de una casa hogar para Los Caballeros de la Noche Etílica, tal como Pulusa denominó a los mendigos de la parroquia durante su derecho de palabra en la única reunión de condominios a la que asistió.

La administración Alfredo Troconis quiso hacerse de sus servicios por las conocidas dotes de contador (y genio matemático), oferta que, sensatamente, rechazó por la imposibilidad de cuadrar las cuentas sumidas en un irreversible caos financiero.

Pulusa tuvo un carro. Un deportivo. Un Plymouth blanco. Pulusa, en esos éxtasis que lo atacaban noche tras noche cuando los niveles de alcohol controlaban las trincheras de sus emociones, decidió bautizarlo con el calcáreo nombre de Colmillo Indomable. Lo lavaba y pulía a diario, hasta dos veces: un despliegue de obsesión compulsiva que no solo se quedaba en el jabón y el encerado. Cuando ya todos conocían el alias del mejor amigo de Pulusa, le gritaban cuando lo veían salir de la Letra A con el tobito y los implementos de limpieza: «Pulusa, ¡ya está bueno!, ¡le vas a arrancar el esmalte a tu colmillo!».

Pulusa, en un comportamiento de sobreprotección paterna, verificaba el funcionamiento de la alarma de dos a tres veces.

Pulusa amaba su Plymouth.

Una tarde de octubre, el celo que le rendía a su Plymouth, casi una prolongación de él mismo, desapareció tal como siempre se esfumaban las multas por conducir ebrio: Pulusa prestó su Colmillo Indomable y jamás volvió a saber de él. Pulusa había escalado hasta el nivel Everest del alcoholismo. En ese estado era capaz de confiarle su alma a Doráncel Vargas, alias El Comegente, o le daba, las más de las veces, por perseguir con cuchillo en mano a los muchachos que beben los viernes en el estacionamiento. Los persigue hasta cansarse de ser toreado y burlado.

A veces, en las madrugadas, Pulusa descifra la identidad del parque automotriz bloquecuatreño. Una extraña alícuota que le señale una pista: acaso el debe y el haber que calcule el paradero de su Plymouth. Con linterna encendida en mano, busca su Colmillo Perdido en el estacionamiento. En la otra mano sostiene la alarma. Luz y sonido. Los dos fenómenos que más rápido viajan en el espacio cada una de sus palmas. El ruido iluminado. Pulusa fue una bendición para los silencio-fóbico de Bloque 4.

Aquel haz de luz proyectándose por algunos segundos en las placas de los vehículos es una escena que me provoca un Déjà Vu Light.

 

La piel del humo

A-7 | diciembre 2010

 

Azar. Azar. Azar debería ser el nombre secreto de Dios cuando no quiere firmar. Es la mejor definición que he escuchado sobre esta palabra. La leí en la prensa. Aún conservo el artículo. Es de un escritor portugués que se llama Lobo Antunes. Fue a la guerra. Anduvo en la guerra. Merodeó en la guerra. Transpiró. Recolectó memorias tanto propias como ajenas. Y es médico. Mi origen portugués me llevó a recortar el artículo. Lo doblé y guardé en mi billetera como si cargase en mi bolsillo una vivencia ajena, del mismo modo que Lobo Antunes, con lo que atestiguaban sus ojos, sus oídos y sus tactos, dobló existencias ajenas en papeles.

En las guerras se ve mucho humo. Se llega a oler su ausencia. Lo vuelve todo niebla. Conocemos el significado de la palabra efímero cuando el humo se aviva al máximo. No sé si fueron las ollas. O el gas, también en su máximo apogeo. Las hornillas ya se acostumbraron al fuego y su roce constante y diario no les rayará más cicatrices. Así ocurre con aquellos ilusionistas, creo, que caminan sobre piedras incandescentes. Lo cierto es que mis cigarrillos se me agotaron. Cosa extraña un jueves, pues compro los lunes para la semana. Lo que quiere decir que, en esta semana de final de década, me siento un poco más nervioso. Será diciembre que se me hace humo. Mis vivencias ajenas y propias ni siquiera yo mismo las resguardo. En ningún bolsillo. El incendio volvió efímero el pasado. Cuadros. Un arpa heredada y un acordeón decimonónico. Mis ancestros musicales se desgarraron. La piel del humo acribilla y gime como un gorgoteo en el aire. Las paredes de mi apartamento parecen un mapa meteorológico de próximas tormentas. Una sombra arrastrada y barnizada en los resquicios más inconcebibles. Tenía una biblioteca de lo mejor de la literatura mundial. Memoria ajena y lejana. Mis álbumes de fotos. Memoria ajena y, a menudo, propia cuando las hago mía en mis manos. Nunca aseguré el apartamento. Nunca creí en el asunto de los seguros, comencemos por ahí. Mis hijos siempre quisieron darme una póliza de salud y yo, en todos sus intentos, me negué. Me negué con terquedad y cambiaba el tema. Ahora es vivir como en los esqueletos de las llamas. La piel del humo todas las noches me acaricia. Su aroma es mi perfume. Ni un Hugo Boss ni un prototipo de talco Mennen para estos casos podrá arrancármelo. Vidrios crujieron y estallaron. Cuando llegue la época de lluvia, habrá otros nuevos cristales empotrados en las ventanas. El de los espejos no importa mucho.

Cuando regresé con mi nuevo lote de cigarrillos vi salir de cada una de mis ventanas gruesas serpientes de humo, un gris pétreo que ahorcaba los árboles. Y luego de asfixiarlos, se alzaban para irse contra las mismísimas nubes.

Los bomberos se demoraron en llegar como veinte minutos. Diez minutos antes ya era inútil su presencia.

Uno de ellos me pidió un cigarrillo. Le di una caja para que la repartiera entre sus compañeros de turno de aquel jueves.

 

Se vende

A-8 | mayo 2005

 

Se vende apartamento. Un baño. Tres cuartos. Balcón. Cien metros cuadrados. Dos de los tres cuartos tienen closet. Incluimos nevera Kenmore. No la pudimos sacar. Cuando lo intentamos, la puerta de la cocina era un imposible. La otra opción era algo descabellada: derribar media pared. No valía la pena. Cuando remodelamos el apartamento, hace cinco años, nos olvidamos que algún día nos mudaríamos y tendríamos que llevarnos nuestras pertenencias. Cuántas pertenencias se habrán quedado en esos cien metros cuadrados. En ese cubo de funciones domésticas dividido en cubículos. En los últimos tiempos, cuando Emily tiene guardia en el Hospital, recorro cada uno de estos espacios.

Sumido en clasificar ropas y adornos para luego meterlos en cajas, atino en que también dejaremos algo más que una nevera que refrigeró nuestras sobras de la cena o el desayuno del día siguiente. Recorro el A-8 como un fantasma. En ausencia de Emily, su voz, sus gemidos cuando la recostaba contra las paredes, sus gritos celebrando alguna jugada de Los Cardenales, sus llantos, sus lloriqueos y sus llorantinas aún siguen presentes en cada metro cuadrado, embutidos y añejados en lámparas, ocultos, descansando en nuestras almohadas disputadas por mil noches.

El A-8 es una cámara de música. Sentía la ausencia de Emily cuando, con angustia, recordaba lo allí vivido que no podíamos embalar. Últimamente, Emily me ha reprochado que, en mis vacaciones, no he organizado nada para nuestra mudanza. Es difícil meter en una caja imaginaria recuerdos inasibles, invisibles y completamente reales. Mi padre me dijo una vez, tratándome de explicar la filosofía de la vida y la muerte utilizando piezas de dominó, que el pasado no existía. Que la planificación era algo que iba más allá de la vida misma y de la muerte. Que el futuro no existía. Que lo pasado solo encontraba su forma dentro del cráneo, en esas imágenes líquidas, a veces carrasposas, de cuando en cuando gruesas y arcillosas como los restos de un ladrillo machacado a martillazos. Y las piezas las movía de modo que el Uno Uno estuviera lo más alejado o lo más cerca del Seis Seis.

Después de esas explicaciones quedé alelado. Como si el diccionario que define el comienzo y el fin de una existencia estuviera escrito con puntos duplicados y tallados en un paralelepípedo que contenía la sabiduría de cien mil maestros tibetanos.

Mientras barría debajo de la cama, descubrí cierta proliferación de partículas de polvo. Tan acumuladas que podía apreciar su olor. Asumí que una solución para embalar recuerdos es que estos fueran del tamaño de motas de polvo. Así deben ir de uno a otro lado en el cerebro. Agrupándose. Asociándose. He allí el aprendizaje. La cosecha de sentimientos de una persona a otra. El milagro de los pensamientos. Los sentimientos cosechados de otra persona en uno. Los hemisferios norte o sur. O izquierdo. O derecho. Qué curiosa composición, absolutamente partidista. Emily, el izquierdo. Yo, el derecho. Ambos tenemos lo mejor de cada comarca neural. Ejemplo: Emily sabe en qué lugar puede ir un bombillo. Yo manejo a la perfección el arte de instalar un bombillo. Y destruirlos. Lo primero en el mundo fue el verbo. Este mundo dividido, este A-8 fue verbo. Fue bombillos en cada rincón. Fue gemidos cuando acostaba verticalmente a Emily en las paredes. La columna de Emily entre las columnas del A-8 y mi pecho. Fue verbo mil veces. Con un martillo enterré clavos en esas mismas paredes y colgué cuadros. Colgué retratos.

Y, ahora, en mi mano tengo este mismo martillo.

En total, Emily ubicó veintidós bombillos.

En total, atornillé veintidós bombillos.

En total, quebraré veintidós bombillos con mi martillo. Los quebraré como cáscaras de huevo. Y es como acabar con los cráneos de cien mil sabios, desgarrar cien mil almohadas, desdentar las bocas que se atrevieron a pronunciar mil verbos simultáneamente. Toda la casa llena de esquirlas. Tan inasibles, tan nobles y frágiles como lo noble e inasiblemente frágil que no podemos embalar. Que nos tomarían por locos en una aduana. En una inspección de rutina y el azar emblemático de nuestras alcabalas caraqueñas. Toda la furia. El A-8 no tiene luz. La acabo de embalar. Nunca tuvimos una linterna ni un séptimo día. Le pedíamos prestada a Pulusa la suya. Hermandad vecinal. Aquellos tiempos, Emily, aquellos tiempos.

Emily, no te quites los zapatos cuando entres, por favor. No te los quites. Estoy en un cubículo que puede ser nuestra habitación, o el baño. Te escribo mensajes de texto. Espero que tengas encendido tu celular. No quiero escuchar más tus gemidos, tus llantos y lloriqueos en este apartamento. Ya no cabe más nada en las cajas.

 

Del libro La senda de los diálogos perdidos (Equinoccio 2008)

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