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Nada lleva más al colapso,
que un país mal dividido.
Pues eso; que si todo sale bien, seré el primer extranjero en filmar el subterráneo donde se mantiene secuestrado todo el papel periódico del país. Y os lo confieso: yo ignoraba cualquier cosa sobre la isla. O sea, sí que había escuchado rumores, lo de siempre, vamos, cosas raras como que es el único país del mundo con tres presidentes. O que la prensa escrita había dejado de existir desde el 24’. Incluso aquello de los dólares cortados en cuadritos, y las Anacondas. Pero yo las creía exageraciones. Pero en cuanto observé desde la ventanita del avión la inmensa valla, tipo Hollywood, que decía “Viva la Ocupación”, entonces, sí, me dije, macho, ¡en el lío que te has metido!
Pero es que yo estaba dispuesto a jugármelas todas. Y os digo la verdad: que no soy ni espía, ni un profesional del secreto, ni nada de eso. Vamos, que la verdad, la verdad verdadera como decimos en el pueblo, es que mi único talento, si es que tengo alguno, es ser fan número uno del Atleti y, de paso, parecerme al Cholo Simeone; pero, aparte de eso, pues nada, que no hablo varios idiomas, que no los hablo, sino que imito perfectamente sus sonidos. Vamos a ver:
Que me pedís un americano, pues nada, te enredo la lengua y ya está, sueno como un neoyorquino. O te doy, si me lo pedís, ojo, si me lo pedís, el acento negro de los estados del sur. Que te apetece un mexicano, venga, hasta el híjole cabrón y todo. Y yo lo flipaba, si es la verdad. Hombre si hasta alcancé una fama inusitada en YouTube. Os explico:
Una noche que el bar estaba cerrado, andaba yo aburrido en casa viendo no sé qué en la tele, cuando me dije, bueno, tío, y por qué no aprovechas para subir un video con lo mejor de tu repertorio. Y ya está. Que me lo subo, que me mando una imitación de un colombiano diciendo ay que pecaito o de un costeño con su eche y qué, o un andaluz llamando a otro andalú, y cosas de esas. Y luego, que me quedo dormido. Sí, que me quedo dormido y, al día siguiente, cuando Cholo, mi gato, me despierta, vi que tenía más de cinco millones de visitas. ¡Joder!, más de cinco millones de visitas. ¡Coño!, pero es que se dice fácil, ¡más de cinco millones!… que flipaba en colores, vamos. Y lo que empezó como una coña terminó una semana más tarde en ofertas de todos los tipos. Recibí correos electrónicos donde me ofrecían desde promocionar con acento mexicano una marca japonesa de zumos de naranjas, hasta cursos de idiomas por internet que me pagarían por inventar que yo había aprendido con ellos. Pero la única oferta, vamos, oferta seria y real, fue aquella que recibí por correo postal de un periódico importante de mi país.
Llamaron a la puerta en plena siesta. Yo, que no me levanto nunca, voy, tipo sonámbulo y tal, abro, y una caja de zapatos en el suelo. Coño. Que la abro, y dentro, un papel con un número mecanografiado y un móvil. Que llamo, y bueno… ya me veis acá, un año después en el Caribe, pretendiendo ser quien no soy, acongojado, la verdad, sin poder dormir, y haciéndome mierda la espalda por estos cartones del suelo. Y sé que se me va la vida en esta misión, lo sé, pero, coño, ya tenía treinta años, y sin curro, ni piso, ni coche y los 400 euracos mensuales, ni hablar.
Esta mañana, cuando llegué al aeropuerto, lo encontré tan lleno de turistas que por un momento pensé que el gobierno pagaba por broncearte en sus playas. Había gente de todos lados, sí, pero quienes dominaban aquel hormiguero eran los asiáticos, todos, eso sí, portando chanclas y vistiendo espantosas hawaianas multicolores. Los únicos que no eran chinos —perdonad pero para mí todos los asiáticos son chinos— eran los soldados morenos del aeropuerto que trabajan allí y este servidor que, por supuesto, como veréis, no ha venido por el sol ni sus bondades.
Un poco antes de encontrarme con José Bardina, mi primer contacto, uno de los funcionarios de inmigración me abordó no sin incomodarme. Tenía el rostro amarillo, sin cejas y con enormes bolsas colgando por debajo de los ojos. Joder, que el chino parecía un boxeador en su último round. Antes de despacharme —él forcejeando mi pasaporte falso americano por un extremo y yo del otro— me observó la piel oscura y mis ojos de igual color y me preguntó con reticencia si yo era uno de esos tlaidolsitos de la patria, esto es, aquellos que huyeron del país tras la ocupación, allá por el 23. Traidorcito. El diminutivo lo aprendió mal, pero lo pronunció bien, o sea, con la mofa de asco y sin quitarte los ojos de encima. «No es comprende, amigo», fingí haciéndome el americano. Luego tuve que esforzarme en pronunciar en perfecto inglés mis I’am sorrys y las razones solares que me invitaban a veranear en la isla. El chino soltó finalmente el pasaporte no sin antes pegarme otra mueca de desprecio al observar el zoológico de guacamayas de mi espantosa hawaiana. Luego dijo entre dientes: «Benvenido a la patlia inmensa, cicidano». Y me torció los ojos.
Afuera, la brisa caliente golpeó mi rostro. Mientras llegaba el autocar que nos trasladaría al Eurobuilding, estiré el cuello buscando a Bardina. Un montón de asiáticos consultaban grandes mapas y tomaban fotos a todo, incluso a unas hormigas que atacaban una rebanada de pan en el suelo. Yo, que me pongo a estirar el cuello, mirando de acá para allá y tal, cuando, en el fondo, donde se encontraban los soldados maleteros, de modo casual, lo encontré. Un poco más oscuro que yo, delgado para ser militar pero fibroso, el joven barbudo empujaba la silla de rueda de una abuela china que tricotaba. Alcé mi mano para pedir ayuda, cuatro o cinco militares de un golpe se me ofrecieron. A todos dije que no y señalé al moreno barbudo del fondo. Bardina, apenas me vio, bajó los hombros y se acercó desanimado. Sus movimientos lentos revelaban debilidad o tristeza. No sabría explicaros. Seguro que pensó que, como yo era de su color, pues «este qué propina me va a dar». Luego me cogió la maleta con fastidio, pero en cuanto le mostré los cinco dólares, ¡joder!, si tenía algún cansancio, salió enseguida de su cuerpo. Invadido de una luz blanca y un optimismo como si el Espíritu Santo le hubiese entrado enseguida, Bardina chocó talones, tomó el billete, lo sopló y lo dobló en su cartera. En inglés me dio las Gracias, maestro. Le pregunté enseguida: «¿Qué es lo que está pa’sopa?» Coño, y lo que me costó que no se me enredara la lengua en aquel momento. Incluso, en mi año de entrenamiento, la agencia me advirtió que, una vez infiltrado en el oeste de la isla o incluso en Miraflores, si los chinos, o algún habaqueño, se enteraban de mi extranjería, la vida se me iba en ello.
Bardina no reaccionó y siguió su camino, maleta en mano, hacia los otros militares que amontonaban el resto del equipaje. Yo podía observarle los pelillos hirsutos del cuello cuando repetí la contraseña. Entonces allí desaceleró el paso. Con disimulo me cogió del hombro y me llevó hasta un extremo donde unos cocoteros daban sombra. Entre dientes me preguntó si yo era el que era. Asentí. «Dóblate», ordenó de inmediato mirando a todos lados. Bardina me cogió del brazo y nos volvimos a toda prisa hacia el interior del aeropuerto. Los turistas chinos se daban con el codo y nos miraban y nos tomaban fotos, mientras algunos otros maleteros preguntaban a Bardina con los ojos qué ocurría. En pleno trote respondió: «Problemas de baño». Enseguida me llevé la mano al estómago, me encorvé un poco más, y saqué la lengua. Regresábamos hacia el interior, cuando el chino con cara de boxeador nos interceptó el paso.
—¿Qué pasa? —preguntó el agente con su fuerte acento asiático.
—Mi capitán…
Bardina se irguió, chocó talones. Inflando el pecho observó la valla publicitaria del fondo que inmortalizaba los tres presidentes de la isla que, abrazados, sonreían. Soltó con solemnidad: «El ciudadano presenta molestias intestinales producto del agua. Urgenta el baño, mi capitán».
El chino se subió las mangas del uniforme. De inmediato sus ojos hinchados me treparon desde las sandalias hasta mi sombrero de paja. Pegó una sonrisa de medio lado, ofensiva. Hizo una señal para que mi contacto acercara su oído hacia su boca. «Claro, mi capitán» afirmaba Bardina, mientras me observaba con el rabillo del ojo. Luego se me acercó al oído. «Oh, no te preocupa, no te preocupa», respondí mientras me revisaba los bolsillos. Extendí el primer billete que encontré. El chino hizo que me daba la mano y cogió los veinte dólares sin verlo. Luego de introducirlo en su bolsillo extrajo dos cuadros de dólares y se los entregó a Bardina. Nos despidió muy amablemente, extendiendo su brazo hacia los baños.
Al entrar, Bardina me revisó los oídos donde portaba los diminutos auriculares que filmaban en secreto todo mi trayecto. «Está bien, no se ve nada». Luego agregó al señalar el último compartimento, «Cuento tres y llevo dos». Enseguida tomé posición del retrete y comencé a pujar. Expulsé una cápsula de plástico negra. Tras limpiarla, la abrí y verifiqué que permanecieran las diez piedritas de diamante, guardé una en la boca y me introduje de nuevo el supositorio. Luego levanté la tapa del wáter. Abrí la bolsa negra que contenía mi uniforme y la máquina de afeitar. Usando el agua como espejo comencé a rasurarme el cabello. Desde acá podía escuchar la conversación que mantenía Bardina en su móvil.
—¿Cómo es la vaina? —pausa—. ¿Ño, compadre, y para cuándo, entonces?
Me inquietaba el tono violento de su voz.
—¡No…! —pausa—. Relájate y copera:¡mándame a la Niña Emilia —pausa—. Así mismo, chico, a la Niña Emilia, ¡y mañana resolvemos!
Terminé de sacudirme el cráneo, tiré de la cadena. En menos de siete minutos salí transformado en militar. Bardina, boca abierta, festejó mi disfraz, «Nagüeboná, broder, ya eres uno de los nuestros». Luego me preguntó si había traído la vaina. Le extendí el diamante que traía en la boca. «¿Ocurrió algo?», indagué preocupado. «¿Quién es la Niña Emilia?». Bardina ni siquiera me hizo caso. Su rostro barbudo había adquirido otra propiedad. Sus ojos, hundidos entre la abundancia de sus pelos, parecieron saltar de sus órbitas mientras observaba de cerca la roca diminuta y brillantísima. La mordió con el colmillo, se persignó con ella, la escondió enseguida en el bolsillo de su uniforme. «¿Ha ocurrido algo, Bardina?», insistí.
—¡Háblame! Quiero oírte… —me ignoró, apurándome con las manos.
—Vamos, tío, no te preocupes, coño…
De inmediato Bardina llevó sus manos a las solapas de mi uniforme. Las remangó con fuerza y me advirtió mostrando sus dientes: «Mira, papá…», tragó fuerte, «Si allá afuera te agarran con ese acento de españolito, los chinos no solo te van a llenar de balas, sino que después me buscan a mí. Y si eso pasa, te juro por esta cruz» -besó sus dedos— «que te quedas sin familia allá en la madre patria. ¿Te quedó claro?».
—Vale, vale… coño…
Me salí de sus manos como pude. Me acomodé los botones y la boina. Pronuncié entonces, dibujando círculos aparatosos con las manos y gesticulando lento y mal, como los borrachos, aquello cuanto aprendí: «Tranquilo, papá, que todo está bajo control… bichito».
Mientras apurábamos los pasos hacia la salida trasera del aeropuerto, Bardina largó que habíamos tenido un inconveniente con el transporte, pero que ya lo habíamos arreglado. Fue inútil insistir en pedir alguna aclaración. Bardina solo remató: «Esta noche dormiremos en el solar, y mañana tempranito nos vamos a Miraflores». Afuera la brisa era fogosa y volcánica, tanto, que las palmeras parecían derretirse de un lado como objetos de plástico. Comenzamos a sudar. De pronto un chaval pelirrojo también uniformado nos entregó una burra. Sí, una burra blanca de orejas marrones que José Bardina saludó como Niña Emilia, y yo que me quedo callado. Que me quedo callado pero por dentro, ¡ostras!, con el vértigo que me dan los equinos. «Móntate», ordenó Bardina mientras se acomodaba también en el lomo de la bestia. Y mire usted, yo que no le hago asco a ningún animal, pero, vamos a ver, yo que no entiendo cómo funcionan las cosas por estos lados. O sea, no es que allá en España estas cuestiones tampoco se improvisen, hombre nada de eso, pero vamos a ver, la industria del espionaje al menos da para un taxi ¿o no? Y claro, si yo fuera un espía americano o inglés, nada, ya está, me reciben como un James Bond y listo. Pero como soy un españolito, a éste qué le va a importar montarse en una burra. Pero, bueno, no pasa nada. Apenas ensillé la bestia y comenzamos a andar, Bardina me exigió que no lo abrazara, que eso se veía mal.
Sudábamos hasta más no poder. Bardina guiaba la burra hacia la izquierda, cuando inclinado un poco hacia atrás, alzó ligeramente el rostro por encima de su hombro como asegurándose que le escuchara fuerte y claro: «Cuando lleguemos al solar, usted se queda callado». Y luego agravó más el tono: «Podrás engañar a los chinos, pero a nosotros nunca, así que apenas lleguemos, usted se hace el mudo. ¡Y suélteme que eso es de marica!».
La patada que propiné a la Niña Emilia no fue a posta, os juro. Pero eso, así, tan repentino, coño, tan tirado de los pelos, vamos, hacerme yo el mudo, que no, oye, que no.
—¿El mudo? —enflauté la voz.
—¡Me vas a matar la burra, coño!
—Perdona, colega, pero…
—¿Cómo?
Empezar a equivocarme ya me aterraba un poco.
—Perdona, acere —corregí—, pero esa vaina de hacerme el mudo no me cuadra.
—¿Qué no te cuadra?
—Hombre, que yo me he entrenado un año para hablar como voso.. como ustedes…
—¿No sabes hacerte el mudo? —se encolerizó Bardina.
—Hombre, no es eso. Que no fui entrenado para imitar a un mudo. Si me apuras, te ignoro, o antes de que me mires hago que miro a otro lado y esas cosas que uno aprende en la oficina. Pero vamos, tío… acere, de allí a hacerme el mudo, coño, eso es otra ciencia. Además, no aprendí el lenguaje de señas.
La Niña Emilia pegó un chillido y se detuvo de inmediato. Una corriente volcánica de aire terminó de levantar el polvo que alzaban las gallinas de las calles no pavimentadas. José Bardina se bajó de un golpe. Señalando la tierra con su índice me ordenó que bajara. Escupió hacia un lado, se me cuadró enfrente con las manos en la cintura. Luego acercó su barba y la pegó a la punta de mi nariz: «Te haces el mudo y punto. ¿Cómo? Muy fácil. Empiezas a mover las manos como un chimpancé y si te preguntan una estupidez tú dices “Javi—Javi”. ¡Y ya! ¿Me captas?».
—¿Javi—Javi?
—Así mismo, papá. Javi—Javi…
Bardina continuó con tono amenazante.
—Si te ofrecen comida, tú te señalas el estómago, pones la cara fea y dices “Javi—Javi, Javi—Javi”. Todo el mundo te va a entender. Lo mismo si te preguntan de dónde coño eres, cuántos años tienes, y hasta tu rango en la milicia: Javi—Javi pa’ to’el mundo. ¿Me captas?
Después de haber atravesado una ciudad polvorienta y destruida, como si la guerra hubiese terminado la semana pasada, llegamos a una comunidad de casas de dos plantas levantadas en ladrillos sin pintar. Afuera del solar, las ropas secándose en largos tendederos. Debajo de éstas, críos jugando a tragarse las gotas que caían. A través de mis portátiles filmé todo cuanto pude, justo como me fue ordenado: mujeres con el ombligo al aire que nos miraban raro, fumando dos cigarrillos al mismo tiempo; tíos jugando al dominó y bebiendo birras en recipientes de agua, chavales corriendo detrás de un calcetín embutido de hierba. Hasta unos críos haciendo bolitas de saliva en la tierra y que luego masticaban. Vamos, que yo movía el cuello con desesperación, con el hambre de almacenar todo esa miseria de un solo golpe. Subimos por unas escaleras oxidadas con la mitad de los peldaños rotos. La habitación no tenía puerta. Al entrar, la hallamos sobrepoblada de mujeres de color canela, con las rodillas sucias, despeinadas, y de chavales de todos los tamaños usando de pijamas chándales de futbol. Uno de ellos portaba la grandiosa rojiblanca. Casi caigo de rodillas. Todos simulaban trabajar alrededor de una mesa de billar sin patas. La inmundicia de aquella habitación me recordó a los rumanos de mi país. Los chavales, por una parte, en una de las esquinas de la mesa, planchaban dólares con los dedos. Luego se lo pasaban de mano en mano, hasta llegar hasta el otro extremo donde las mujeres, haciendo uso de enormes tijeras de costureras, los recortaban minuciosamente en cuatro rectángulos. En el oeste de la ciudad, lejos de la zona turística de la isla, un cuadro de billete correspondía al billete entero. O dicho de otro modo, en cada dólar cabían otros cuatro del mismo valor.
José Bardina silbó, y todos se dieron la vuelta. Las mujeres y los críos, entre gritos y besos, le saltaron encima. Al verme hicieron como si me conocieran de toda la vida. Al final de la bulla se abrió camino una anciana muy baja y huesuda que desde el fondo de la habitación arrastraba los pies. La morena vestía un pijama tipo albornoz algo percudido que le trasparentaba los pezones oscurísimos. Bardina no dejó que la abuela continuara. En tres zancadas llegó hasta ella, la levantó de un abrazo y comenzó a besarle el cuello como un desesperado. A la anciana se le veía muy a gusto entre aquellas cosquillas. Bardina pidió su bendición, luego le entregó un fajo de dólares que traía enrollado con unos elásticos. La abuela los sopló, se persignó con ellos y se los entregó a los chavales. Dijo: «Ay, gracias, mijito, que Dios te lo multiplique». Luego sacó de su ropa interior varios cuadros de dólares. Al tiempo que se los daba, nos ofreció comida. Preguntó quién era yo. «Un reclutica del interior, mi vieja», dijo Bardina con voz lastimosa, «el pobrecito es mudo».
Yo ni siquiera me inmuté. La abuela se me acercó y con su uña más larga me estiró el ojo. Sorprendida comentó a Bardinas que no tenía anemia. Luego me obligó a que observara su boca. La abrió y amagó que se metía todos los dedos de la mano, al tiempo que me señalaba con la otra mano mi estómago. ¡Joder!, yo con el hambre que traía era capaz de tragarme hasta la mesa de billar, pero nada, qué quieres que te diga, el plan del mudito y tal, así que, muy a pesar de mi hambre, puse mi cara fea como dijo el otro, y dije No con la cabeza. Bardina me reclamó con sus ojos bien abiertos, recordé entonces. Negué de nuevo con la cabeza y dije cariñosamente Javi—Javi. La abuela se retiró molesta gritando a los cuatro vientos que estos mudos de mierda lo único que dicen es Javi—Javi. Luego mandó a llamar a Bardinas y, mientras este se acercaba, la abuela decía como para que yo la escuchara: «No le quites los ojos de encima a este mudito, Bardinita; que la gente sin hambre no es de fiar».
El pasillo oscuro daba a nuestro dormitorio. Bardina tomó el velón de misa que traía en las manos y lo apoyó en el piso. Una habitación alfombrada con cartones y completamente vacía se abrió ante nosotros. «Acá dormiremos», dijo. Nos acostamos uno al lado del otro. Me preguntó si tenía hambre y yo le dije que mucha. «Es normal», respondió, «mañana comeremos». Luego dijo algo que jamás olvidé: «Espero que esta pesadilla por fin se acabe, mi pana». Cuando pedí explicación, sopló el velón y con el olor a quemado llegó la oscuridad y el canto de las cigarras.
«Nos vamos», me despertó Bardina casi arrojándome una patata dentro de un plato de avena. «Coma en el camino», agregó. Sin tiempo para lavarme la cara, salimos de aquella destrucción sorteando los cuerpos que aún dormían boca abierta, tirados en la sala. Al salir encontramos al chaval pelirrojo que nos había entregado la Niña Emilia. Nos despedimos de la burra con agradecimiento, el chaval le inspeccionó las patas y por dentro de las orejas, luego dijo sí con la cabeza. A lo lejos, señaló entonces un parque abandonado. Detrás de los columpios, como animal herido, un tanque de guerra que visto, así, a bote pronto, parecía cualquier cosa a punto de romperse. Bardina, aliviado, tomó posesión del monstruo metálico. Yo pedí permiso para seguir filmando desde el techo. «Sea prudente», advirtió.
Arriba me cubrí las narices con una pañoleta. El oeste de la isla era polvo y fogaje. Tuve que parpadear un par de veces para distinguir, a lo lejos, una conglomeración de personas. «¿Qué ocurre? ¿Qué es eso?», grité como pude en dirección a la cabina del tanque. Bardina, también como pudo, gritó algo de vuelta que jamás entendí. La máquina avanzando producía un ruido tan estruendoso que Bardina se obligó a detenerla.
Quedé absorbido por la fila de individuos que se prolongaba desde la boca de la gasolinera hasta el infinito. Bardina, ya de mi lado, barrió su índice sobre aquella hilera de hombres de unas tres horas de largo. Vestían pantaloncillos y chanclas y se abanicaban con las manos, todos, sentados en bombonas esperando que la estación abriera sus puertas. Bardina se lamentó: «Las Anacondas, papá…», y remató con una sonrisita, «nuestro símbolo patrio». Bardina hizo una pausa, luego se barrió la saliva seca de los labios y continuó: «Llegó el gas».
Aunque me era casi imposible enfocar el oído hacia aquella serpiente humana, como pude, giré el cuello, de modo que fuese natural que mientras él me hablase, yo mirase con la oreja la inmensa fila. Bardina señaló otra anaconda casi paralela, pero más larga todavía. Esta vez, en lugar de bombonas, sus individuos portaban varias botellas de vidrio transparente que aprisionaban con un solo brazo. En la espera, muchos de ellos improvisaban en el suelo, mesitas, y se les veía jugar al dominó, o a las cartas: «Llegó la leche», verificó Bardina. Luego dio dos palmadas y dijo que se hacía tarde.
El trasto metálico se tambaleaba terriblemente a medida que trituraba a su paso los esqueletos de coches oxidados de otras épocas. «Estamos tan acostumbrados a esta vaina», continuó Bardina volviendo al tema de las anacondas, «que dependiendo de la vibración de la tierra, uno adivina desde el otro lado de la isla el producto que…». Dicho y hecho. No terminó Bardina de cerrar su comentario cuando de pronto el tanque se detuvo. Una confusión de guerra, unos gritos como si un batallón estuviese aniquilando a un pueblo entero, se escuchó a lo lejos, donde el horizonte quedaba encubierto por una descomunal lámina de polvo ambarina. El tanque de guerra se tambaleaba con tanta fuerza que parecía que la tierra se lo tragaría en cualquier momento.
—¡Agárrate bien! —soltó Bardina en pleno terremoto.
Yo tenía mis piernas y mis brazos tan abiertos que parecía una araña, una araña uniformada. Inútilmente traté de aferrarme a cualquier cosa. Bardina se llevó el índice a la boca como tratando de calmarme. Después de dos minutos de temblor, el silencio y la paz. Bardina esperó a que la polvareda se aposentara. Antes de retomar el mando del tanque, cerró los ojos para que yo le viera y sentenció a modo de triunfo: «Llegó el papel tualé».
El tanque remaba con dificultad entre aquel lodo salvaje de polvo y coches abandonados. Media hora más tarde se detuvo por fin. Bardina se pasó al asiento trasero, me ofreció agua. Se quitó la banda de tres estrellas de su brazo y me pidió la mía que tenía solo una. Mientras se la enroscaba en el brazo, agregó: «No olvides que soy tu recluta. Así que delante de todos trátame con autoridad». Afirmé, repasando mentalmente el itinerario que ya me sabía de memoria. «En la alcabala», continuó, «uno de los chinos se tocará la nariz. Ese es nuestro contacto. Solo a él le entregas este papel».
Bardina me extendió un documento que sacó del bolsillo de su pantalón. Llevaba una estampa del Ministerio de Agua Residuales y la firma de los tres presidentes. El reporte verificaba nuestro ingreso a Miraflores exactamente en veinte minutos. «No te preocupes, que este chino es de los nuestros». Y continuó: «Una vez dentro de Miraflores, filma lo que tengas que filmar. Luego salimos piradísimo. Y ya sabes…». Bardina buscó que yo no parpadease: «Si te he visto, no me acuerdo, ¿me captas?».
Joder, “¿me captas?”. Claro que captaba todo, como si en cada afirmación se me fuera el cuello, pero coño, no era eso, vamos, sino que andaba cagado, pero muy cagado, os lo confieso. Pero respiré a lo macho, y pensé en la pasta gorda que me esperaba al término de esta miserable misión. También pensé en mi gato, y en el Atleti de mi vida. Y me sentí amado. Dejamos atrás el tanque, y anduvimos camino recto hasta la alcabala. Bardina silbaba una melodía alegre, como si todo fuera a salir bien.
Apenas doblamos a la derecha, al final de la avenida Urdaneta, hallamos la alcabala. Un pequeño arco construido de ladrillos, con un carril de entrada y otro de salida. A unos kilómetros, al fondo, se levantaba en blanco inmaculado Miraflores, la casa presidencial. Dos guardias del cuerpo militar asiático, inmóviles, portaban sus rifles en cada hombro. Avanzamos de prisa. El chino más delgado apenas se percató de nuestra presencia comenzó a frotarse la nariz. El otro, que era superior en masa, mandíbula y tamaño, nos observó también y desenfundó el rifle en nuestra dirección. Desde acá se le marcaban todos los músculos del brazo. Al acercarnos, lo bajó. También se frotó la nariz. Bardina y yo nos miramos de pronto. Creo que maldijimos en silencio en ese instante.
Saludamos militarmente a los guardias. El gigante imperial se me clavó en frente y comenzó a frotarse la nariz. De inmediato respondí frotándomela también. Bardina, al observarnos, respondió de igual modo. Luego el chino delgado, como para no quedarse fuera, también se la frotó. En esa incomodidad estuvimos unos segundos que me parecieron eternos. Finalmente el chino delgado nos pidió los documentos de entrada y, como pudo, abrió los ojos exageradamente. Sin decir ni una sola palabra, le extendí el documento. «Muy bien», soltó el chino delgado. Le echó una rápida ojeada y finalmente dijo que pasáramos. Pero el gigante no se apartó. Por el contrario, seguía con sus ojos negrísimos y abismales observando el ritmo de mi pecho, mi respiración anormal. De pronto me apuntó con su rifle y, de modo que el otro le escuchase, gritó algo como: «Yiano ua». El chino delgado me observó. Yo no respiraba. «Yiano ua», gritaba el gigante señalando con su rifle mis manos.
—¿Qué ocurre, compatriota? —vaciló Bardina.
Ninguno respondió. Al contrario, retrocedieron unos pasos y con la mano en alto nos ordenaron esperar. Los guardias parecían comerse el uno a otro, a gritos, en su idioma. Por último, el gigante imperial se empinó un poco, para verse más alto de lo que ya era, y gritó algo que obligó al chino delgado a inclinar su rostro. «Mierda», soltó Bardina. «Cualquier vaina, yo hablo», remató. El chino regresó de inmediato, contrariado. El gigante mantuvo su distancia, nos apuntó con el rifle.
—Inspección —amenazó el chino delgado, obligándonos a subir los brazos.
El gigante imperial dio unos pasos y se colocó enfrente de mí. Con la punta del fusil comenzó a olerme el uniforme. La boca fría del metal enseguida quedó en mis manos: «Yiano ua», repitió. El otro chino se acercó, curioso. Ahora ambos me apuntaban las manos con sus rifles. Al abrir mis palmas, el gigante y el chino delgado pegaron un salto hacia atrás: «Yiano ua, Yiano ua». Bardina, desconcertado, observó mis manos, gritó nervioso:
—Compatriotas, ¿qué sucede?
El chino gigante parecía haber perdido el control de su respiración. En él imperaba o bien el nerviosismo, o bien la gran excitación de llenarme el cuerpo de balas. El chino gigante me señaló con su rifle, luego me ordenó en perfecto castellano:
—Acércate —uso un tono amenazante—: Muéstrame las uñas.
Mis manos suaves y sin maltrato contrastaban con la mugrosa pasta que acumulaban dentro de las uñas aquellos miserables habaqueños. El rostro confuso y la negación rotunda de José Bardina confirmaron toda mi desgracia. Bardina me hizo el sempiterno gesto de sus ojos, de abrirlos, de que me defendiera y gritara algo. Me defendí inútilmente:
—¡Javi—Javi! —moví los brazos como un chimpancé.
El chino gigante me hincó los ojos con determinación. Contuve el aliento: «Tú no eres de aquí», dijo, luego amenazó con su peor voz: «Y no te me hagas el mudito». Con ello terminó de estampar la boca fría del rifle en mi frente. En ese momento olvidé mi año de entrenamiento, mi nombre, incluso las lenguas que hablaba. Os juro que se me nubló todo, ¡pero todo!, y antes de ponerme a llorar o a mearme en los pantalones, sucedió algo insólito. Un ruido de motor distrajo la atención de los oficiales. Busqué de inmediato la mirada tranquila y segura de Bardina, pero en cuanto vio que un coche amarillo, esta vez con letras chinas escritas en la matricula, se acercaba, me devolvió sus ojos contrariado. Supe entonces que algo había salido mal. El chino delgado y el gigante se irguieron de inmediato apenas vieron acercarse el coche oficial, que se estacionó a unos metros. Un uniformado avanzó con paso lento, pero soberbio hacia nosotros. Ya de cerca, identificamos al chino con cara de boxeador del aeropuerto que en ese momento se llevó las manos a las caderas, chocó la lengua con los dientes y luego preguntó, con el mentón en alto qué ocurría. Todos chocamos talones y saludamos con absoluta reverencia. Los guardias hablaron en su idioma, pero Bardina los interrumpió de inmediato.
—Mi capitán…
—¡Yiano ua! —querelló el gigante imperial apuntando con sus rifles mis manos.
El chino con cara de boxeador avanzó hasta mí, y me pidió extender las manos. Sonrió cuando observó mis uñas bien cortadas: «Yo te conoco», dijo, «Tú ele…», apretó los ojos. El índice me lo abanicaba cerca de las narices: «¿Dónde yo te conoco…?». De inmediato se retiró unos pasos, pensativo, tocándose los codos por detrás de la espalda. Pero de inmediato se volvió y de un grito ordenó a los oficiales que nos hincaran de rodillas. El gigante me clavó tan fuerte sobre el suelo que formé dos pequeños hoyuelos en la tierra. Con el rabillo del ojo observé el rostro inclinado de Bardina. Tenía los ojos cerrados y movía los labios como orando. El chino con cara de boxeador gritó algo en su idioma. Los oficiales calibraron sus respectivos rifles, permanecieron inmóviles esperando la orden. Cerré los ojos. Sentí miedo, sí, pero en mi miedo había un acto de resignación, de alivio. Antes de ejecutar «fuego», desde unos matorrales se escuchó otro grito con acento asiático:
«Me cago en la ocupación. Me cago en la ocupación. Me cago en la ocupación».
El chino con cara de boxeador ordenó en su idioma que los guardias exterminaran de inmediato aquella voz. Vimos al gigante y al chino delgado perderse entre el monte con las piernas abiertas. Pocos segundos trascurrieron cuando el chino con cara de boxeador nos ordenó ponernos de pie. Nos preguntó si estábamos bien, luego se frotó la nariz un par de veces y nos guiñó el ojo.
—Capitán, usted… preguntó José Bardina tragando saliva.
El capitán le dio unas bofetadas suaves:
—Tlanquilo, tlanquilo —mostraba su sonrisa de semi—dientes amarillos—. Tlanquilo…
Respiramos largo y tendido. A Bardina le ordenaron perseguir a los guardias y ejecutarlos en el acto. Antes de retirarse, me estrechó la mano, tartamudeó un poco. A la final no me dijo nada. Se perdió entre los matorrales, sin volverse.
El oficial me pasó el brazo por encima del hombro. Me preguntó si había traído la vaina. Quise explicarle lo del supositorio, pero dócilmente posó su índice sobre mis labios, y con tranquilidad me dijo que no me pleocupala, más talde, más talde.
Atravesamos a pie el carril de entrada de la alcabala. Miraflores, que nos quedaba aún a unos diez minutos de marcha, levantaba su blancura con toda soberbia. En la montaña del fondo, las letras rojas de la enorme valla tipo Hollywood, “Viva la ocupación”, brillaban de un modo espiritual. El sol pegaba con todos sus rayos sobre mi cuerpo, sin embargo, sentí de pronto que sudaba frío.
El chino con cara de boxeador me indicaba silencio con la boca, shhh, shhh, tlanquilo, tlanquilo, muy suavemente, con cariño. Sentí su cuchillo rasgarme desde la costilla hasta el estómago. Shhh shhh. Caí de rodillas. No tuve fuerzas para gritar auxilio. El chino me tomó de las botas y me arrastró hasta unos matorrales. Allí me desnudó. Me abrió las nalgas y extrajo la cápsula de plástico negro. Verificó el resto de diamantes, luego me escupió encima: «tlaidolsito».
De forma brusca, me extrajo los auriculares de los oídos y, tras pisotearlos, se perdió en una carcajada en dirección a Miraflores. Alcé mis brazos. Intenté ponerme de pie, avanzar un poco, pero tenía abierta toda la cintura, y yo era una especie de charco de sangre. Intenté gritar, pero ya no tenía fuerza en la garganta. Gritaba, pero en mi mente. Y la única gilipollez que me salía era el cántico de la multitud del Calderón, cuando yo, y todos mis yos, gritábamos hasta la ronquera en aquellos tiempos hermosos: Jugadores, jugadores, hemos venido a ganar, que se enteren los vikingos, quién manda en la capital.
Primer lugar del X Premio de cuento para jóvenes autores de la Policlínica Metropolitana
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