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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Bangalore

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Llegó un día cualquiera cargando en la espalda una mochila grande, con los pies sucios y la piel barnizada por un sol callejero, de asfalto y polvo. Llevaba una camisa de las que uno llama hindú, bluyines apretados y sandalias planas de cuero. Hablaba de ciudades como si en todas tuviera una casa, y parecía que venía de muchos lugares al mismo tiempo. Esa tarde yo entré al apartamento luego de que ella llegara, se presentara a los demás y se instalara en su cuarto: la primera puerta a la derecha luego del pasillo oscuro de atrás. Mi habitación daba hacia la sala y era una de las más iluminadas; era alargada y austera, los muebles se resumían a una cama individual de metal gris plomo que pronto eliminé para quedarme sólo con el colchón directo al suelo; y un pequeño clóset que se balanceaba hacia los lados cada vez que se intentaba abrir o cerrar. De resto, una pila de libros sobre un pequeño tapiz. Eso era todo. Allí está Federica, con sus cabellos rubios y ensortijados, su piel casi aceituna, sentada en el suelo, y frente a ella Ana y Lía, medio acostadas en el colchón que hacía de sofá y que estaba pegado a una de las paredes de la sala, con un cobertor de elefantes color verde y azul. En ese espacio que servía también de cocina no había nevera, al menos no en ese tiempo. Había una hornilla eléctrica sobre un mueble de gabinetes que contenía de un lado comida (más bien dulces, que comprábamos para atender nostalgias o que nos llegaban de algún lugar del mundo muy de vez en cuando) y del otro lado gran variedad de medicinas, ayurvédicas o no, para males como la debilidad o el cansancio, el estreñimiento y las lesiones o los dolores musculares.

Allí sobre el colchón sentadas, Ana y Lía parecían más espectadoras de Federica que sus interlocutoras. Como que estaban interesadas pero no tanto, como que intentaban ser amables pero no podían evitar mirarla desde afuera, desde ese lugar en el que todo lo distinto es sospechoso, en el que todo lo incoherente, molesta. Era evidente (y yo luego pensé que comprensible) su reserva ante la recién llegada, entre otras cosas porque con su condición anunciaba las molestias que cualquier persona que aparece de la nada puede traer a los que han estado durante largo tiempo en un lugar y tienen sus rutinas bien establecidas y sus espacios ganados. Esa tarde, en su estilo ruidoso y desenvuelto que contrastó con el ánimo de la casa durante semanas o meses, y al que nos fuimos acostumbrando poco a poco (muy poco a poco), Federica les mostraba emocionadísima una carpeta de fotografías mientras les contaba de dónde venía. Había estado en Puna trabajando con un médico que inventó o patentó o compró una máquina (que costaba algo insólito, veinte, cuarenta mil dólares), capaz de percibir y plasmar en imágenes fotográficas el aura de sus pacientes. Hasta donde mis conocimientos llegan, los médicos ayurvédicos no hacen eso. Pero ella era su asistente, y nos mostraba (en algún momento me incorporé a la conversación, sentándome junto a las dos amigas) cómo en las fotografías se evidenciaban los desbalances emocionales y físicos de las personas, dependiendo de la intensidad de la luz, o del color en sus órganos vitales y sus áreas del cuerpo. Algunas de las fotos tenían una pequeña leyenda en la que se suponía se explicaba la dolencia del paciente y la lógica de los colores o de las sombras captadas. Recuerdo que todo aquello me inquietó un poco, que no me pareció confiable; no porque no creyera en la relación que Federica intentaba demostrarnos, sino por la inconsistencia estilística de las imágenes entre sí y también entre las leyendas. La estética y el lenguaje cambiaban de lámina a lámina y eso sugería, pensaba yo, debilidad en el sistema: la incoherencia en la forma me hacía dudar del contenido. El pasado académico restringe las opciones a unas pocas: a las que parecen lógicas. Así va despojando al mundo de la mitad de su sentido.

Fede era la última en levantarse en las mañanas. Cada quien tenía su despertador o se las arreglaba para estar de pie a la hora, dependiendo de sus necesidades matutinas, pero a Fede había que despertarla. Ciertos días era necesario tocar a su puerta o incluso estremecerla un poco hacia un lado y hacia el otro, y preguntarle como si realmente fuera una opción ir o no: Fede, are you coming? No había posibilidad de elección. Se esperaba que todos saliéramos sin chistar de la casa a la hora pautada, y así lo hacíamos, alineados en lo que se ha dado en llamar fila india, para dirigirnos, con o sin sueño, con los ligamentos inflamados o no, a cumplir con la disciplina de la práctica. No hay práctica sin disciplina, nos decía Masteriji, y si algún día no quieren venir, vengan igual; nos enseñaba que lo único que no debíamos hacer era quedarnos durmiendo, que si realmente estábamos muy cansados, llegáramos al salón y nos sentáramos en una esquina, para observar. De manera que debíamos estar ya cantando antes de comenzar los saludos al sol, justo a las seis. El caso es que con Fede era diferente, porque yo le preguntaba, y si tenía mucho sueño decía sin abrir siquiera los ojos que no, que: see you later guys, se daba media vuelta y no sabíamos de ella sino hasta que regresábamos agotados a las tres horas, luego de una práctica extenuante. Así de indiferente parecía ser Federica. Otras veces se despertaba pero iba más tarde que nosotros; entraba al salón por su cuenta. De vez en cuando comenzaba puntual. Yo generalmente aprovechaba la madrugada para leer algo de teoría, de filosofía o de religión hindú. Siempre esforzándome. Esa tendencia me avergüenza. Me parece que me ha vuelto aburrida, menos interesante que otra gente que fluye con las cosas que le pasan, menos interesante que por ejemplo, Federica.

El caso es que yo me despertaba y me dedicaba a leer o a escribir en mi cuaderno, que compré al llegar y luego de una larga búsqueda. Se parecía a los Caribe de una línea que usaba en la escuela primaria, pero tenía una portada brillante, una fotografía setentosa de colores chillones en la que aparecía una piscina y unas matas alrededor, y no me acuerdo si también gente tomando sol, pero seguramente sí. Ese era mi cuaderno de anotaciones, el diario que perdí pocas semanas antes de venirme, y en el que había registrado casi todo lo importante que leí o que me pasó en el viaje.

Cada mañana, a diez para las seis, aún de noche, bajábamos las escaleras de cemento de la casa, a veces abrigados porque hacía frío, generalmente hablando poco. Desde allí caminábamos dos cuadras polvorientas con nuestras colchonetas y una pequeña toalla debajo del brazo. Recuerdo que en el tiempo en que Emily estuvo en la casa ella también se levantaba muy temprano, antes que yo, para meditar y lograr ir al baño, de manera que cuando yo salía de mi cuarto e iba hacia la sala para prepararme un té o un café (casi siempre un café), me encontraba con su sombra sentada en posición de loto, y luego en la medida en que me acercaba y mis pupilas se acostumbraban a la poca luz, descubría los detalles. Que sus ojos estaban cerrados, que hacía pasar las cuentas de un mala en su mano izquierda y que Visnu era la imagen en el cobertor naranja y marrón sobre el colchón. El otro colchón de la sala que hacía de sofá.

Recuerdo que la primera noche con Federica en la casa cenamos sólo las cuatro. En ese entonces François no terminaba de recuperarse de la malaria y continuaba en la clínica; y nosotras nos turnábamos para cuidarlo. Salimos del apartamento, bajamos las escaleras, caminamos las dos cuadras polvorientas de siempre, en el umbral de la puerta nos quitamos antes de entrar los zapatos llenos de tierra, y pasamos descalzas para sentarnos a la mesa. La comida en la casa del Maestro era deliciosa. Lía generalmente comía poco, era muy metódica en todo y comía poco. Ana en cambio tenía un desordenado apetito por la vida que demostraba cada vez que se sentaba a la mesa. En el medio de las dos, generalmente quedábamos Fede y yo, cada quien a su manera.

En las mañanas casi siempre comíamos frutas y yogur, y unas arepitas al vapor que se llaman idlis y se acompañan con una crema de coco, perejil, cilantro, jengibre y ají picante, que Lía no comía. Demasiado picante tan temprano en la mañana, aseguraba. Yo sí lo comía pero luego pasaba el día entero sintiéndome como un encendedor ambulante. También para el desayuno preparaban unas panquecas a base de un grano fermentado (tal vez supe algún día de qué grano se trataba) y que aunque se suponía que también se acompañaba con algo salado y picante, para desagrado de los presentes yo untaba con toneladas de miel y rellenaba con algo de yogur y de frutas. Buenísimas. Al mediodía había que comer poco si uno quería mantenerse despierto durante el resto del día. Especialmente cuando entramos al curso de yoganidra, que tenía lugar fuera de la escuela y a las dos de la tarde; y en el que permanecíamos una hora meditando entre la vigilia y el sueño. Allí invariablemente Fede lo que hacía era roncar. Es decir que yo iba a meditar, o a intentar meditar, o a esforzarme por meditar, y ella a dormir la siesta.

Los domingos eran los días de descanso, así que podíamos comer lo que quisiéramos sin preocuparnos por pasar el día entero haciendo la digestión; y luego salir de paseo a conocer templos y a comprar libros. En esa ciudad hay una zona de callejones angostos y oscuros repleta de librerías especializadas en religión, filosofía hindú, yoga, medicina ayurvédica; y allí pasábamos horas, explorando y comparando hallazgos hasta que aturdidos, salíamos con nuestros bolsos cargados de libros y claro, discos, que también había. Otros domingos nos íbamos al mercado y eso era, a mi parecer, lo segundo más divertido.

Cuando Ana y yo nos hicimos socias, los domingos los pasábamos en el mercado. En una demostración más de su afán por lo mundano, con sólo pisar el lugar Ana quería comprarlo todo: ¡esto es demasiado, es un lujo, una exquisitez!, decía. Que si fulana estaba a punto de casarse y seguro que sus damas de honor se enloquecerían con esta tela de seda, o mejor con aquélla. Que si los cojines bordados de espejitos, las tallas de Ganesha, el incienso de Sai Baba. Yo, que para los negocios soy como soy, tenía que controlarme pues de lo contrario dedicaba la visita entera a comprar regalos. Me era tan difícil como a ella desprenderme de la feria de olores, colores y sabores que envolvían nuestros sentidos en cada visita al mercado, que tomaban el día entero. Vagábamos por los callejones, entre los buhoneros locales, pasábamos horas sentadas en el piso de las tiendas, maravilladas mientras los vendedores nos mostraban rollo tras rollo las más hermosas sedas bordadas a mano, nos ofrecían té y nos mostraban más. Eso podía durar eternamente, pero lo usual era que se acabara una vez que nos descubríamos sepultadas por el peso de las telas parcialmente extendidas sobre nuestras piernas cruzadas. Luego llegaba el momento de la decisión y una vez en la casa, repetíamos el ritual, mostrando tela por tela, tesoro por tesoro a los demás, que con seguridad habrían regresado horas antes y ya se preparaban para dormir.

Esa primera noche, sentados a la mesa, cada quien frente a su tali, escuchamos los cuentos de Federica. Algo sobre su hijo, que no recuerdo cómo se llama porque siempre se refería a él como my son; sólo así. Creo que dijo que tenía ocho años y que sus ojos eran aún más verdes que los de ella. Federica tiene un flat en Londres y su familia vive en el sur de Italia. Cuando no reside en alguno de estos dos lugares, viaja en una van Mercedes Benz y vende tipis, unas chozas indígenas norteamericanas que parecen unos conitos y que al parecer entonces estaban de moda en las fiestas rave. Yo no entendía, porque nunca pregunté —y claro, porque jamás había asistido a una- para qué harían falta unas chocitas indígenas en esas fiestas rave. Federica quería traer a su hijo a Bangalore, que aprendiera cómo es la India y que abriera su mente, así mismo decía: que abriera su mente; y que le contrataría un profesor particular para que no perdiera clases. A los pocos días de llegada a la casa mencionó también que quería aprender danza clásica india y el Maestro le recomendó una escuela, no sin antes advertirle que se proponía demasiadas cosas y que de seguir con tantos planes, nada le iba a rendir resultados positivos. Nosotras al tema de la danza no le prestamos atención, pues todo sugería que con Fede cada día sería algo distinto y llegamos a pensar que hablaba de proyectos por hablar.

Primero fue Federica bebiendo su propio orine en un vaso de plata luego de leerse un libro sobre vajroli. Todas las mañanas, cuando ella entraba al baño, los demás cruzábamos miradas, desagradados por la imagen que no podíamos evitar hacernos del episodio que figurábamos tenía lugar tras la puerta. Recuerdo que cuando sentimos suficiente confianza con ella le hicimos chistes sobre esa práctica de la que se convirtió tan pronto militante, y recuerdo que una tarde se ofendió. Esa fue la primera vez que la noté molesta.

Luego, fue su repentino interés por la comida cruda, que se convirtió en una revolución y una incomodidad para Masteriji y Laksmi, nuestra familia en esos meses en Bangalore. En aquél tiempo, mientras nosotros comíamos lo que nos servían en la casa, ella pedía que le rayaran zanahorias y chayotas, y llegaba a la mesa con unos granos que germinaba en su propia habitación y que olían muy mal. Luego del display, de hablar sin parar de los beneficios de la comida cruda y de la oxigenación de los alimentos durante la digestión y no recuerdo qué más, generalmente quedaba con hambre así que se dedicaba a las lentejas, al chapati y a los vegetales, con lo que terminaba comiendo el doble que los demás. Así era Fede.

Desde la casa había que caminar dos cuadras y media para llegar a la avenida principal del barrio. Cruzándola se llegaba a un café de Internet al que comenzamos a ir casi todos los días, luego de almorzar y antes de los mantras, que cantábamos desde las cuatro de la tarde, guiados por nuestros maestros. En ese país los costureros son muy populares, representan algo muy lejano a la imagen elitesca que yo podía haber tenido de tal oficio. Nuestro tailor (a quien a partir de cierto momento comenzamos a pedirle nos confeccionara copias de la ropa de cada una, hasta que quedamos todas uniformadas, aunque en colores y tallas distintos), quedaba en la avenida principal a mano derecha subiendo, pasando un terreno baldío donde la gente se detenía a hacer sus necesidades y un bar que me pareció siempre de mala muerte, al que sólo entraban hombres y al que por supuesto nosotras nunca entramos. Ni Fede.

Para cambiar dinero había que ir al centro, es decir, tomar un rickshaw, un carrito como los heladeros viejos (de los de tres ruedas), generalmente muy adornado, que se desplaza a toda velocidad por las calles y avenidas, esquivando vacas y carros y otros taxis semejantes, tocando corneta continuamente y levantando polvo, mucho polvo. Las vacas en efecto, como siempre había escuchado, viven echadas en la mitad del camino y desde allí observan impávidas, con esa expresión humana en sus ojos, el desastre citadino. En el caos, ellas se dejan ver, adornar y cuidar. En esa ciudad, la ciudad de los jardines, hay muchísimo tráfico y un aire denso en las calles más transitadas.

Generalmente los rickshaws son seguros. Es posible subirse a ellos sin temer algún inconveniente a consecuencia de sus malabarismos o algún maltrato por parte de sus dueños; se supone que son seguros. Pero no siempre. Recuerdo que una noche Fede dijo que salía a comprar pizza, que estaba cansada del curry, que tenía antojo de comida occidental; de salsa de tomate, de queso, dijo. Y creo que era cierto, pero en aquél momento dudamos de su plan. Lía, Ana y yo sabíamos que Federica fumaba marihuana escondida, y Lía y yo estábamos seguras que Ana a veces fumaba con ella. El caso es que cuando Fede salía sola misteriosamente, siempre pensábamos que se había ido a comprar hierba, o a fumar en algún lugar. Esa noche, a la hora de la cena se despidió, y subió a un rickshaw. Me parece que pensamos que había ido a una fiesta. Y recuerdo que nos preguntamos con quién habría ido, pues ninguna de nosotras conocía a nadie más en esa ciudad. O tal vez ella nos dijo luego que había estado en una rumba; o que había intentado ir a una pero que no llegó. De lo que sí estoy segura es que al día siguiente nos despertamos como siempre, y que no nos extrañamos de no verla rondando por la casa. Que no abrió la puerta de su cuarto y nos supusimos que estaba trasnochada. Recuerdo que al regresar (fui la primera en salir del salón), me acerqué a su puerta y la escuché adentro. Abrí y la encontré acurrucada en su cama. Todavía vestida con la ropa del día anterior, semicubierta por una sábana, con la cara escondida dentro de la almohada, y emplastes de tierra y sangre en la planta de los pies. Lloró sin emitir palabra comprensible hasta que comencé a llorar yo también, o tal vez hasta que mi abrazo comenzó a asfixiarla.

Entonces me dijo que saliendo de un bar del centro, luego de hacer su compra (nuestras sospechas eran ciertas), el tipo que la esperaba para traerla de vuelta la invitó a una fiesta. Fede me dijo, como intentando comprender su propia suerte, que seguramente el tipo sabía la clase de bar al que la había llevado; que habría pensado que ella estaba buscando más diversión. Así me dijo, justificando al hombre. No mencionó si aceptó o no la invitación. Me contó que una vez subida al rikcshaw el hombre comenzó a manejar por calles y callejones que ella no había visto nunca. Muy oscuras, claro, era tarde. Que ella le hablaba y él no respondía. Que le pedía que porfavor se detuviera y él no le hacía caso. Así estuvieron hasta que Fede intuyó que salían de la ciudad. Recuerdo que en este punto del cuento me insistió, como excusándose, que al principio ella de verdad pensaba que era un atajo lo que estaban tomando, pero que en cierto lugar se dio cuenta que no. Iban muy rápido, todo estaba oscuro. Fede estaba aterrada e intentó hacer que el hombre le prestara atención. Le dijo varias veces que shanti, man, que peace, pero el tipo no le respondió. Era como si viajara solo. Entonces cuando entendió que él, con seguridad, paz no iba a darle, intentó en varias oportunidades saltar del vehículo en movimiento. Pero iban demasiado rápido. Recuerdo que en este punto yo me pregunté si eso de shanti, man era una expresión inventada por ella o si la había escuchado antes en la India. Este pensamiento fue muy breve, ella me contaba que definitivamente se atrevió a saltar y que entonces tuvo que correr, que se le rompieron las sandalias, que sintió las piedritas y la tierra bajo sus pies hasta que dejó de sentirlas, y que lo único que importaba era el sonido de las pisadas del hombre, que continuó tras ella. Cuando pensó que el tipo se había cansado de seguirla, corrió más. Recuerdo que Fede, que llevaba ya un rato sin llorar, en ese momento se volvió contra la pared en un ovillo tembloroso. Ahí me di cuenta que la almohada se había teñido de color marrón.

Federica caminó sin rumbo. Gritó y pidió auxilio pero nadie le respondía. Era de noche y pensó que no había nadie en las calles, pero en cierto momento notó que los bultos a las orillas de la carretera por la que ya casi se arrastraba, llorando y sin fuerzas, se movían. Eran personas. Familias enteras durmiendo en el suelo, bajo tiendas improvisadas. Sombras color pardo, indistintas, que se le anunciaban como la posible prolongación del peligro. A partir de ese momento ella abandonó la esperanza de conseguir ayuda y dejó de pedirla. Caminó en silencio, con las lágrimas secas y entierradas, pegadas a los cachetes, hasta que salió el sol. Entonces, a lo lejos distinguió una sombra de colores naranja y lila desgastados (comenzaba a amanecer) que caminaba hacia ella. Era una mujer joven, que también iba descalza, con el sari opaco por lo que luego Fede identificó como cemento acumulado por el trabajo en construcción. Allá las mujeres más pobres trabajan como albañiles, haciendo casas y edificios. Casi siempre llevan joyas; sin importar su casta llevan joyas, más o menos brillantes, de oro más o menos puro. Los anillos en el segundo dedo de cada pie indicaban que la mujer estaba casada. Fede entonces me dijo que esta joven detuvo a un conductor y le pidió que la trajera de vuelta, pero que al intentar subirse al auto, ella no pudo hacerlo sola. Que se aferró a la desconocida y que sin necesidad de palabras, ella la acompañó. Las dos iban calladas, una junto a la otra, sintiendo el tiempo pasar, sin nada que decir y sin poder decir nada.

Recuerdo que en este momento noté que Lía y Ana habían entrado a la habitación y que estaban sentadas en el piso, calladas, con los ojos mojados. Yo lloraba también. Recuerdo que pensé que las cuatro estábamos tan solas y tan lejos del mundo. Hubo un silencio largo. Entonces Federica salió de su escondite, nos miró y dijo, sentándose por primera vez en la cama mientras se secaba el rostro, que ya todo había pasado y que gracias a Dios ya estaba con nosotras. Al fin. Que tenía hambre. Que no le contáramos nada a Masteriji. Ese fue el primer día que la vi deshecha, llorando. Y el día en que pensé emergería de la tristeza para rehacerse de nuevo.

El cuarto de Federica era el más lindo de todos. Sobre el suelo extendida había una esterilla de paja, y sobre ella una colección de piedritas, de cristales, un pequeño altar con tallas de Shiva y de Laksmi en madera de sándalo, y un equipo de música digital con cornetas y demás. Recuerdo que hubo una época en la que le dio por poner mantras a todo volumen a la hora de despertarnos y nos tenía hartos. La mañana debía ser silenciosa, acordamos los demás por votación unánime, así que ella tuvo que bajarle el volumen a su celebración matutina. Yo entraba poco a su cuarto, pero supe que dentro de su clóset había saris. De todos los colores. Antiguos y nuevos. De seda y de algodón. Cuando comenzó a tomar sus clases de danza (porque en efecto se inscribió en una escuela de danza clásica india), se ponía sus saris de vez en cuando. Se mandó a hacer unos cascabeles para los tobillos y cuando aprendió los primeros movimientos no sólo nos enseñaba el precioso juego de las miradas y los mudras, los ojos hacia un lado y hacia el otro mientras juntaba y separaba los dedos de las manos, sino que comenzó a regalarnos presentaciones, con música y cascabeles y demás. Por supuesto que a veces Federica estaba tan cansada que no podía levantarse al día siguiente.

Lía y yo llevábamos más o menos dos meses en la escuela, y Federica uno y algo más, cuando llegó Will, un hombre de unos treinta y seis años con aspecto de físicoculturista que decía que venía de un monasterio budista cerca de Nueva York. Will meditaba en su cuarto todas las madrugadas, a las cuatro. Era sencillo saber cuándo se había despertado porque encendía un incienso que impregnaba de un olor penetrante toda la casa. Recuerdo que una a una, nos fue invitando a la meditación (Francois nunca regresó una vez recuperado) y que todas dijimos que sí, pero que ninguna fue. Will se quedó poco tiempo, comenzó a tomar escondido, intentó seducirnos a todas (algo que cierta tarde, sentadas sobre el colchón verde y azul de la sala descubrimos cuando una contó confidencialmente que Will dice que está enamorado de mí, y las demás dijimos lo mismo); y pronto lo encontramos borracho frente al bar de la esquina. El deterioro fue muy rápido. Esa tarde, luego de su ausencia en clases, reapareció a las cinco dando tumbos y de nuevo a las dos de la madrugada, golpeando la puerta y vociferando que abriéramos. No lo dejamos entrar. Recuerdo que Fede intentó interceder por él, que nos aseguró que no nos haría daño, que necesitaba de nuestra ayuda. Nos habló de ahimsa, ¿qué puede ser más importante para el yoga que la compasión? Pero nosotras ya no queríamos vivir con él. Terminó expulsado, en parte porque estaba prohibido que los estudiantes de la escuela bebiéramos, pero también porque su comportamiento ponía a Masteriji y a la escuela en entredicho ante los vecinos de la zona. Todo regresó a la normalidad.

Nosotras seguimos con nuestra rutina y la única diferencia fue que Fede comenzó a despertarse muy temprano. En ese tiempo cuando yo salía la encontraba sentada en el suelo, escribiendo o dibujando a la luz de una vela, y a partir de cierto momento rodeada de varias. Recuerdo que el piso quedó marcado por la cera derretida hasta mucho tiempo después, convirtiéndose en un hito doloroso del paisaje que nos rodeaba, que ahora entiendo, había quedado fracturado para siempre. Poco a poco nos dimos cuenta que no era que se despertaba temprano, sino que Fede no dormía durante la noche, y que se iba directo a la práctica, trasnochada, cuando todas las demás ya estábamos listas para salir. Entonces llegaba al salón y se quedaba sentada en una esquina, mirando algo que no éramos nosotras, atravesando nuestras siluetas con los ojos sumergidos en algún callejón oscuro de Bangalore.

Fede comenzó a comer mal. Había días en los que se devoraba su tali y luego repetía otro igual, para irse a dormir la siesta y no despertarse no sé hasta qué hora, pues las demás dormíamos cuando ella se ponía de pie y comenzaba su ritual de escritura. Otros días Fede ni portaba por la cocina. Yo no sé a qué hora comía, cuándo se bañaba, si aún iba al café de Internet para chatear con su hijo o no. El problema, su descontrol, concluimos las otras tres luego de una reunión secreta y de emergencia que celebramos en mi cuarto, se debía a lo de los pies. Fede no podía hacer su práctica por lo de los pies. Durante semanas no había logrado pararse sobre la colchoneta, o mejor dicho cuando lo hacía, lloraba. Al comienzo pensábamos que le dolían las heridas (seguro le dolían), y que por eso no sólo no hacía yoga en las mañanas, sino que había dejado de bailar. Recuerdo que las dos o tres veces que intentó retomar la disciplina en la que el Maestro depositaba sus esperanzas de nuestro camino espiritual, ocurrió lo mismo. La vimos abandonarse, atravesar el salón, con la barbilla incrustada en el pecho, las dos manos tomadas a la altura del vientre y los hombros tensos, elevados hacia las orejas, pisando con los bordecitos externos de los pies hasta entrar al baño. De allí no salía más. En ese tiempo todos esperábamos por su recuperación para volverla a ver como siempre. Masteriji comenzaba a notarse preocupado, pero estaba claro que no la expulsaría independientemente de sus ausencias en clase, de su indisposición.

En algún momento Lía comenzó a madrugar para estirar y calentar un poco antes de salir a la escuela, pues sufría de los tendones, lo que ponía en riesgo su futuro como profesora de yoga. Yo entraba a la sala y ya no era Emily meditando sino Fede en una esquina, con sus velas y el rostro oculto entre las hojas del cuaderno, y Lía acostada boca arriba en el centro de la sala, con las piernas abiertas como una tijera moviéndolas hacia un lado y hacia el otro en forma circular, rodeada de un vaho de eucalipto y otras hierbas para la tendinitis. Hubiese sido una imagen hermosa, esas sombras en movimiento, ese tono dorado en las facciones de las dos, pero no lo era. En ese tiempo Lía se deprimió mucho, decía que no estaba hecha para la práctica, que no podría nunca hacer las cosas que nosotras lográbamos con facilidad, que lo mejor era acostumbrarse a la mediocridad a la que las precarias habilidades de su cuerpo la confinaban. En esos momentos de frustración, por los que pasamos cíclicamente todos durante nuestra estadía en Bangalore, el Maestro observaba, y guardaba silencio.

Federica empeoró. A partir de cierto momento dejó de salir de la casa. O eso creíamos y sí salía, pero sola y escondida. Nunca supimos con certeza. Comenzó a escribir o a dibujar el día entero. O cada vez que yo la veía, me parecía que estaba escribiendo o dibujando. No soltaba su cuaderno. Lo celaba y se aferraba a él si notaba que alguien intentaba mirar sus páginas o si le preguntaba algo sobre su contenido. Un día Laksmi le preguntó qué tanto anotaba en él y ella no apareció por la cocina en tres días. Temía que se lo quitaran. Tuvimos que llevarle la comida a la habitación. Entonces le hablábamos y apenas levantaba el rostro para respondernos. Era como si viviera sola en esa casa de doce cuartos, y como si nosotras nos hubiésemos quedado huérfanas, sin motivos para celebrar. Un día me asomé a su habitación y me di cuenta que la música la guardó y que los cristales y las deidades se habían cubierto de polvo. Intentamos animarla por todos los medios. Le llevamos el incienso de coco que olía a bronceador y que al comienzo nos daba tanta risa, helados de chocolate, una camisita bordada de lo más linda. Pero lejos de verla mejorar, comenzamos a notarla cada vez más ausente. Angustiadas, decidimos dejarla tranquila. Entonces fue acompañarla en silencio. A partir de cierto momento Fede comenzó a salir de noche y no regresaba sino hasta la madrugada. Casi no nos hablaba.

Uno de mis últimos domingos en Bangalore me pareció verla en los pasillos de las librerías. No entendí nunca cómo llegó allí, en qué momento había salido de la casa, ni porqué se fue sola. Momentos después también me pareció ver a Will, pero de eso nunca estuve segura pues su imagen se me perdió en la multitud. Esa tarde, cuando regresé a la casa le pregunté a Fede qué tal los libros que había comprado. Y entonces se me quedó mirando en silencio, con el rostro vacío. Como si hubiese pronunciado esas palabras en un idioma extraño o como si no me conociera. Ahí me di cuenta de los círculos oscuros en su piel bajo los ojos verdes, de sus facciones alargadas, de su palidez más bien cenicienta. Entonces aprendí que la gente color aceituna se vuelve gris cuando está triste. Esa fue la primera vez que la vi sombría, lejana. Y también una de las últimas veces que supe de ella. Recuerdo que salimos a la calle a buscarla. Que preguntamos en hoteles y en bares, que Ana le escribió a su hijo para tener noticias o dárselas. Y que cuando perdimos las esperanzas, nos sentamos a esperar. Pero en el fondo sabíamos. Sabíamos que Federica, nuestra Fede, nos había abandonado mucho antes de que su presencia dejara misteriosamente la casa para no volver. Mucho antes de ese día en el que cruzó la puerta dejando atrás sus tesoros polvorientos y opacos en el suelo, en el clóset de su habitación. A veces sueño que ese diario que perdí, está en sus manos. Que se lo llevó antes de irse. Tal vez necesitaba páginas para continuar dibujando, contando esa historia que velaba silente. Tal vez necesitaba recordar lo que yo he olvidado, y por eso se lo llevó.

Desde el primer día en Bangalore me sentí en mi casa, en mi país. Como si hubiera estado allí antes, como si el incienso que se siente en las puertas de las casas al pasarles por el frente, el olor de los basureros, las vacas atravesadas y los pies sucios, las mujeres enrolladas en esas telas de colores brillantes, y adornadas con oro, como si las ofrendas que las amas de casa dibujan con tiza en sus puertas todas las madrugadas para hacer del día venidero uno auspicioso, hubieran vivido en mi memoria desde antes del tiempo. Dicen que las personas que se interesan por el yoga generalmente tienen numerosas vidas haciéndolo. Y yo creo que es cierto. La ciudad no tiene ningún detalle especial. Aparte de los jardines, dicen que es una metrópolis común y corriente. En la India para decir que sí la gente mueve la cabeza hacia los lados, no en un gesto de negación sino como acercando las orejas a los hombros. Al principio uno no entiende nada, pero luego termina asintiendo con el mismo gesto.

 

Del libro Ana no duerme (Monte Ávila Editores, 2008)

 

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