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Al fin termino por entender
que yo amo esta ciudad hasta la rabia.
Suspiro impaciente ante el retraso, el sempiterno retraso de los conciertos de los domingos a las once de la mañana, sean en el Aula Magna de la Universidad Central, sean en la Sala Ríos Reyna del Complejo Cultural “Teresa Carreño”. Tengo algo de sueño porque pasé una mala noche pensando en que mi mujer y yo nos separaremos más temprano que tarde. Vuelvo a suspirar por tercera o cuarta vez mientras observo a la concurrencia de la sala, tan diversa en edades como en vestimenta, pero igualada en el gesto de aplaudir por adelantado para que la función comience.
Gustavo Dudamel dirige hoy la Sinfónica de la Juventud Venezolana “Simón Bolívar”. Ha logrado una hazaña que en Venezuela es propia de mujeres de concursos de belleza, peloteros, gente de la farándula televisiva y políticos: sus presentaciones alrededor del mundo y en Venezuela son noticia de primera página en los periódicos nacionales. Las revistas dominicales de estos mismos periódicos reportan sus hábitos del día domingo, sus planes de tener familia, su afición a cantar tangos o a bailar merengue. Se regodean en fotografiar los gestos de su varonil mandíbula, sus crespos y la belleza juvenil de su esposa. No faltan el testimonio de la historia familiar en Barquisimeto y la descripción de sus pasos por los países que visita.
Mi mujer me pregunta si tengo hambre, sueño o ambas cosas; tomo su mano y la beso. Nos separaremos, lo sé. Una leve opresión en el estómago revela mi tristeza, la tristeza tranquila de un cuarentón con barriga cervecera y un saco de sueños muertos. Con mi mujer, la que pronto será mi exmujer, espero que se vayan la barriga cervecera y los cadáveres de esos sueños: el hijo o la hija no concebidos, la casa no comprada, la boda nunca celebrada, las erecciones imbatibles, la certeza de que no vale la pena buscar a un nuevo amor, la vejez feliz de una pareja canosa que se conoce las virtudes y defectos y se da por afortunada. Espero que se vayan también las mentiras y las esperanzas tontas de un hombre, yo, que lo único que ha deseado realmente es ser como ese joven que ahora es recibido con una ovación estruendosa.
Mis suspiros son sustituidos por la expectación pues empiezan a sonar los primeros compases de La valse, de Maurice Ravel, que niegan irónica y paródicamente la índole domesticada y el espíritu de frivolidad íntima y de tocador perfumado que siempre me han hecho detestar los valses, sean los de Strauss padre e hijo, los de Teresa Carreño o los de Chopin. Las armonías ravelianas convierten la forma vals en un drama imposible de bailar. Tal vez por el tinte dramático de la pieza mi mujer lagrimea; creo que le gusta el joven director, que le gusta musical y sexualmente. La entiendo, tiene plata, es brillante y carece de barriga. No es poca cosa. Bueno, también es verdad que mi futura exmujer adora a Ravel, estudió viola hace un montón de años y supongo que la conmueven lo bien que suena la Simón Bolívar ahora. Cada instrumento, cada sector de la orquesta funcionan como la prolongación de su cuerpo entero, de su virilidad y su juventud triunfantes trasmutadas en el timbre justo de los instrumentos de percusión, en la brillantez de los instrumentos de viento y metal, en las armonías de belleza oscura y levemente cruel de las cuerdas. Cierro los ojos y un golpe de Milán me aturde la mente; un Milán de estación de metro con caca de perro; de vino, aceitunas y papas fritas de bolsa; con un predicador peruano que pronostica el fin del mundo y es traducido al italiano por otra peruana bajita, regordeta y falsamente rubia. Estoy sentado en una silla al lado de una alcantarilla contemplando a un par de individuos cuyo oficio es molestar a los transeúntes con golpes, agarrones e impertinencias y, para colmo, cobran por ello. No, no es el Milán de la Scala el que me viene a la mente ni tampoco el del fútbol. Pero en el punto culminante de La Valse en el que participan todos los instrumentos de la orquesta, poco antes de expirar la pieza entre espasmos de cuerdas y percusión, recuerdo mi salida presurosa y expectante de la Scala y mi beso apasionado a Valeria, mi novia italiana, mi eterno amor nunca cumplido. Recuerdo mi beso sincero e hiperbólico, mi beso de agradecimiento porque ella había insistido en llevarme a ver la ópera Electra, de Richard Strauss. Me hizo probar la amargura, el desgarramiento y la alegría ante la perfección absoluta, feroz y ruda de una tragedia griega forjada en el metal brutal del siglo XX. Seguramente la mujer que está sentada a mi lado, la que una vez me amó pero ya no, se ha sentido alguna vez Electra. ¿Cómo todas las mujeres? Valeria me dijo que ella sí se identificaba con el personaje. ¿Le inspirará a mi mujer el joven director el mismo arrobamiento, la misma chispa de deseo que me inspiró la cantante Susan Bullock en su rol de Electra? Veo al director inclinarse una y otra vez ante un público que lo ovaciona con entusiasmo. Mi amada que ya no lo será se pone de pie, actitud infrecuente en ella, para aplaudir.
Paseo la mirada por el escenario y me detengo en la cara entre desganada y distraída del camarógrafo encargado de grabar el concierto, muy parecido al salsero Oscar de León: alto, de bigotes, bien plantado, el cabello cortado casi al rape. Y aquí cesa la comparación pues la música, o por lo menos esta música, parece causarle absoluta indiferencia. Aquel detalle abre el espacio al relámpago de una incertidumbre y quiebra el acuerdo tácito entre las más de dos mil personas que estamos en la sala Ríos Reyna. Ravel, el director, la orquesta pueden no ser un momento de comunión y disfrute pleno entre desconocidos sino una simple y aburrida tarea cotidiana de un camarógrafo, al que le da igual grabar al Presidente de la República en plena y vociferante arenga que grabar a Martirio, Gilberto Santa Rosa o la Sinfónica de la Juventud Venezolana “Simón Bolívar”. ¿Le dará igual en verdad? Tal vez le gusta la salsa como a mí. Miro por un segundo a la que todavía es mi mujer y recuerdo su inmovilidad y cara de fastidio y sueño mientras yo bailaba “Micaela” en El maní es así, en versión de Naranjo y su Guajeo un día de su cumpleaños.
…”Ay, ay, ay Micaela”…
Debí levantarme a una de sus amigas con las que bailé, conquistarla, seducirla en la cara de la que, ahora que lo pienso, debió convertirse en mi exmujer aquella misma noche.
Una mano se posa en mi hombro. Una mano huesuda, escurridiza, seguramente fría. Volteo, no reconozco a la dueña de la mano.
-Soy Minerva Salas, ¿te acuerdas?
Quedo boquiabierto al ver a Minerva Salas, mi novia de apenas un mes hace mil años en la escuela de Comunicación Social de la Universidad Católica. Nos saludamos, ella se acomoda en su asiento, yo sonrío nerviosamente y vuelvo mi cara hacia el escenario. Sin poder contenerme, me volteo hacia ella otra vez, le presento a mi mujer -que le extiende la mano sin inmutarse por su aspecto de pobreza-, y la invito a sentarse a mi lado en un impulso de protección tan absurdo como fuera de lugar. Si Minerva está en la sala escuchando el concierto es porque compró su entrada como cualquiera de nosotros. ¿Qué quiero prevenir? ¿Temo que la expulsen de la sala? ¿Acaso Venezuela ahora no es de todos como dice la consigna del gobierno? Pues sí, quiero evitar el espectáculo de algún acomodador, de algún vigilante que le ordene salir de la sala. Soy un hombre que odia las pequeñas calamidades diarias de la miseria o de la simple falta de dinero. Mi mujer me aprieta la mano en señal de comprensión; tal vez por este tipo de detalles todavía no es mi ex. Minerva se ha sentado, pero no en la butaca inmediata sino en una que queda a dos puestos de la mía. ¿Por qué acepta? ¿Cortesía? ¿Desconcierto? ¿Por qué temo que huela mal?
Así que es verdad lo que dicen de ella. Minerva es unos diez años mayor que yo pero parece una anciana. Recuerdo que cuando la conocí tenía el cabello largo como un tobogán metálico, oscuro y flexible, una delgadez de junco y la piel color de arena. ¿Será verdad que participó en el concurso de Miss Venezuela? ¿Y que la mendiga con ínfulas de mujer culta de la telenovela Ciudad Bendita está inspirada en ella? ¿Su interés por las religiones de India y China se convirtió en un caso de indigestión mental y de idealización sin asidero muy propios de alguna gente joven de los años setenta? ¿Por qué parece aceptar su situación de indigencia con tanta conformidad? ¿Problemas mentales? ¿Cómo es posible que Minerva Salas se haya convertido en esta mujer de cabello largo y blanco, de canas gruesas y secas como hilos de lana, vestida con una ropa lavada hasta la exasperación? ¿No le causarán incomodidad esos zapatos de goma blancos que lleva como si fueran sandalias, con los talones pisando la parte trasera del calzado? ¿Qué hace Minerva Salas rodeada de bolsas de plástico en las que guarda sus pertenencias terrenales? ¿Cómo ha sobrevivido en la calle?
Fijo mi atención en Daniel Blendulf, el violonchelista sueco que hará pareja con Dudamel en la próxima pieza. Su cuerpo es semejante al trazo seguro hecho al vuelo de un buen artista; parece un dibujo, una obra genial y espontánea sólo posible si se posee un gran talento. Es un hombre grácil y flexible, con una virilidad rubia y esplendente y con la misma elegancia de su violonchelo. A los cinco minutos de comenzar el concierto me doy cuenta, una vez más, de que no exageran Claudio Abbado o Simon Rattle: el joven director se las trae. El Concierto N° 1 para violonchelo y orquesta, de Dimitri Shostakovich, no es una obra para granjearse las simpatías de un público ávido de belleza melódica y grandes revolcones emocionales provocados por la potencia de la orquesta en su esplendor. La ejecución es impecable. Me asalta la idea de que soy un hombre pasado de moda y sin sentido práctico, un periodista de páginas culturales que piensa que sólo unos tarados pueden creer que un DJ es una estrella del mundo de la música y pagar para oír en el Poliedro a un carajo que pone discos. Siento alivio y alegría porque todavía soy capaz de sentir conmoción ante algo. Sonrío cuando el público, no muy enterado, aplaude al final del primer movimiento. El adagio del concierto de Shostakovich deja al joven violonchelista íngrimo en la belleza. Un golpe de París me asalta, el monólogo de un loco en una estación de Metro en Republique, un loco discursivo que habla, habla, habla y arremete contra un joven alto, negro y bien vestido: ¿sería de alguna dependencia francesa de ultramar? Mi joven novia Indira mira al loco y sonríe sin miedo ni agitación. Acabamos de salir del Museo del Louvre y estamos comentando con sorna que a una cuarentona en flor le había dado una lloradera al ver la Victoria de Samotracia erguirse triunfadora, decapitada y gigantesca al final de uno de los largos pasillos del museo. Indira, tan segura de su sitio en el mundo, jamás reaccionaría así. Definitivamente no tengo remedio: en lugar de recordar a mis parejas en la cama las recuerdo en museos y teatros. Con razón Indira me dejó: soy un guevón. El trago de melancolía y autoflagelación me devuelve a Minerva Salas. ¿Y si sus bolsas de plástico comienzan a sonar con el clásico sonido que se parece al crepitar del fuego? Contengo la respiración. Ella y mi mujer observan al violonchelista con caras en las que no se transparenta nada; la verdadera emoción no se llora ni se dice. Un razonamiento muy masculino: cuidado con un infarto. El sonido del violonchelo en el momento culminante del adagio toma el lugar del mundo, pero mi mirada se desliza involuntariamente hacia el camarógrafo que se ríe y mueve la boca mirando hacia arriba a su izquierda; pareciera decir: “epa bichito”. No me molesta tanto como los dos acomodadores que caminan casi en puntillas hacia nosotros. Mientras el adagio agoniza en la belleza de notas distanciadas observo de reojo a Minerva, quien está abstraída. Me remuevo incómodo en la butaca; mi mujer me toca el hombro, me dedica una mirada interrogativa y preocupada. Menos mal que todavía sigue conmigo. La van a sacar, le digo en un susurro, pero un segundo después los acomodadores pasan de largo. Mi tensión cede, mi mujer sonríe y murmura en mi oído: no la sacarán, capaz que es amiga de los acomodadores; cosas así son parte de nuestra relativa democracia. La miro fijamente; luego a Minerva que me sonríe con dientes largos y verdosos. Me levanto con cualquier excusa y, sin transparentar nada anormal, salgo de la sala antes de que culmine el tercer movimiento del concierto. Camino y muevo el cuello de izquierda a derecha porque siento un dolor. Debe ser una incipiente tortícolis a causa de la mala noche…
O quizás sea un golpe de Caracas en pleno cuello y en plena vida; un golpe, tal vez un mordisco con dientes largos y verdosos, de la ciudad color miseria que no permite que la olvidemos ni por un segundo.
Del libro En rojo. Narración coral (Alfa Editorial, 2012)