Buscar

‎ Cuentos
‎ Cuentos

Todos los cuentos publicados

‎ Novelas
‎ Novelas

Capítulos de novelas disponibles

‎ Sobre el oficio
‎ Sobre el oficio

Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Dime que me extrañas

  • Compartir:

Lo he visto varias veces, pero nunca he hablado con él. ¿Para qué? Es seguro que no se acuerda de mí, y si se acordara tampoco tendríamos nada que decirnos, o casi nada. Antonia. Antonia podría ser un tema de conversación, pero tampoco estoy seguro de que se acuerde de ella. Después de todo, han pasado casi cincuenta años. Es mucho tiempo para olvidar, y olvidar es lo que mejor se hace aquí. Hace unos días me desperté en plena noche y no pude recordar dónde estaba. Había soñado con mi vieja casa, la que vendí hace veinte años, y cuando abrí los ojos creía estar allá, pero la habitación me resultaba desconocida. Lo supe de inmediato a pesar de que en la oscuridad no podía ver nada con claridad. El olor, creo. Eso fue lo que me alertó primero. Un hedor rancio, seco, como el del cuero que ha estado al sol durante demasiado tiempo, años. Décadas. Más tarde me enteré de que era el olor de mi cuerpo, que también se me había hecho extraño, ajeno, y me llegaba en olas espesas, agobiantes. Percibí la extrañeza de la cama en la que estaba acostado y el perfil de las cosas en la habitación que surgían poco a poco en la escasa luz. Y fue entonces cuando me pregunté dónde estaba ya que aquella no era mi habitación. Todavía sin estar asustado, ni siquiera preocupado. Todo eso pasó en dos o tres minutos y entonces sí comencé a asustarme porque mientras más me concentraba, mientras más intentaba recordar, más difícil se me hacía, como si las aguas de una inundación fueran llenando una casa, un torrente de agua sucia y revuelta que se iba llevando los álbumes de fotografías y las cajas de cartón donde se guardaban otras fotos que por descuido y por falta de espacio nunca fueron a parar a los álbumes, y los muebles heredados o comprados, las camas, los platos, los adornos de las paredes, las ropas con las formas de nuestro cuerpo, los zapatos, hasta que solo quedaban paredes vacías, una casa de paredes vacías, y yo sabía que pronto las paredes también desaparecerían arrastradas por el agua negra del olvido. Sentí tanto pánico que estaba a punto de ponerme a llorar. Y entonces todo volvió. El recuerdo no llega poco a poco. Primero no hay nada, sino ese vacío espantoso, y después has recuperado todo de golpe, como si unas piezas que antes no estaban allí encajaran unas con otras y ahora todo tuviera sentido. Lo malo es que lo que recuperas, las circunstancias en las que te encuentras no compensan lo que has perdido; lo que descubres de repente es que tienes más años que Matusalén y tu mujer se ha muerto, tus hijos han muerto, tu barco se quemó en un puerto extranjero y, en fin, que la vida es una mierda.

Durante la visita mensual le conté al médico lo que me pasó y no le dio ninguna importancia. Dijo que a todas las personas les pasa alguna vez en la vida que se despiertan sin saber dónde están. Que no me preocupara; que yo estaba bien. No quedé muy convencido, pero ¿qué podía hacer? Por eso me pregunto si él se acordará de Antonia. Es un visitante pero tiene sus años. ¿Por qué él está afuera y nosotros adentro? ¿Vale la pena ocuparse de eso? Claro que no, pero igual me lo pregunto porque hay, o sospecho que hay, como una injusticia en esa situación. Sé que es un pensamiento poco digno y poco cristiano, dirían las monjas que nos cuidan. Yo tengo aquí ocho años y vine por voluntad propia; nadie me trajo ni me obligó ni me recogió en la calle, como he escuchado que les sucedió a muchos que se encuentran en este mismo sitio. Es cierto que no tenía quién se ocupara de mí. Tuve cuatro hijos y todos murieron hace años, una desgracia de la que no quiero acordarme aunque en las noches no me deja dormir; gané dinero y lo perdí; fui dueño de una casa y de un negocio y me quedé sin nada, todo por mi mala cabeza.

Esta mañana, al salir de la habitación que comparto con otros dos, encontré el asilo transformado. Yo reconocía todo, y tampoco faltaba nada, pero todo me parecía distinto, como si hubiera estado soñando y en ese momento hubiera despertado; lo que veía ante mí era la realidad, y antes me movía en medio de una ilusión. Me dirigí al comedor para tomar el desayuno; las cosas pasaron como siempre, ni más ni menos, pero con otro sentido. Y ni siquiera era eso; no es que el mundo tuviera un significado diferente, o siquiera significara algo, sino que era así, tal cual lo vivía en ese momento: desolado. Después fui al jardín y busqué un sitio apartado de los demás porque aquello era demasiado fuerte. Pensé que tal vez me estaba muriendo, aunque no sentía nada malo con mi cuerpo. Así debería ser la muerte, pensé, sentirse despegado de las cosas del mundo, las buenas y las malas, sin dolor, sin angustia; alejarse, dejarse ir; pero tampoco era eso.

Me senté en un banco bajo la sombra de un flamboyán. A unos pasos de mí, parado junto a la cerca de malla que separa el asilo de la calle, aferrado a ella con sus dedos artríticos, uno de mis compañeros escrutaba la calle. Cuando pasó a su lado una niña con uniforme escolar, la llamó. La niña se detuvo y lo miró, esperando con gesto que alternaba entre la amabilidad y el fastidio. Tendría nueve o diez años. Entonces escuché que el infame, el imbécil, le pedía que se subiera la falda y le mostrara la pantaletica. Por supuesto, la niña huyó, no sé si asustada o furiosa. Mi compañero no se mostró decepcionado; siguió allí como si nada, a la espera de la próxima niña camino de la escuela. Pensé insultarlo, amenazarlo o tratar de hacerlo entrar en razón, como se dice, y todo me pareció inútil, una causa perdida. La niña le contaría a sus amiguitas, que le contarían a otras y pronto todo el barrio, si no media ciudad, confirmarían lo que ya se sabía desde hace mucho, que los viejos son todos unos babosos. Todos. Al final me fui de allí y me senté en la parte de jardín que está junto a la entrada. No quiero que me confundan con los que ya han perdido todo respeto de sí mismos y de los demás. Los árboles en la parte delantera son menos frondosos; el sol molesta más, aunque hoy algunas nubes se fueron acumulando y la luz no golpeaba tan duro. Hasta era agradable estar sentado escuchando las habladurías de mis compañeros, hombres y mujeres por igual, sin sentirse perseguido por la memoria o la ausencia de memoria, o por el futuro, que después de todo es un camino que nos lleva a un único destino.

El hombre que viene de visita y a quien yo conocí en esta misma ciudad pero en lo que parece haber sido otra vida, no conoce ese dejarse arrastrar por el tiempo hacia el futuro inevitable, eso se le ve por encima. Vive en lucha constante con sus recuerdos, se le nota en la cara, en la manera en que pasa entre nosotros sin querer mirarnos. Yo soy un hombre en paz con los míos; eso sí, cada vez que llega, a veces cuando se va, a veces conversando con el amigo o pariente que viene a ver, tengo presente muy clara la imagen de Antonia subida a un escenario, y su voz. No puedo decir que recuerde bien el escenario ni a quienes la acompañaban, pero sí a ella. Y, por supuesto, a su tía, Mireya. Porque, después de todo, de quien yo estaba enamorado era de Mireya. Basta un gesto, una forma de caminar, o el sonido de una voz para despertar los recuerdos; y a veces no hay nada que logre levantar la capa de polvo que se acumula sobre ellos, o peor, los recuerdos se levantan como fantasmas de sí mismos, incompletos, repetitivos, despojados de sustancia. El hombre que veo atravesar la verja y dirigirse al interior del asilo es en sí mismo un fantasma de mi pasado. Alguna vez tuvo un nombre; lo olvidé y ya no importa. Sube los escalones y entra al edificio. Y ya no lo veo más. ¿Por qué este hombre que no me importa de nada, que no tiene ningún significado para mi vida ni lo tuvo nunca, me trae el recuerdo de una mujer amada? Es un misterio sobre el cual no pienso meditar.

Mireya nunca estuvo enamorada de mí, lo que no impidió que nos acostáramos muchas veces, antes y después de la muerte de su esposo. Confieso que en algunos momentos sentí algo parecido al remordimiento y la culpa por engañar a Pablo, aunque nunca por demasiado tiempo. Los escrúpulos se atenúan bastante cuando entran en conflicto con el placer y el deseo. Una vez fui a su casa sabiendo que no estaba allí y que no volvería en varias horas. No puedo decir que sabía lo que pasaría, ni siquiera tenía verdadera esperanza de que pasara algo, pero quería estar cerca de ella, quería mirarla y escucharla y olerla, y sospechaba, quizás tenía más que una sospecha, que a ella le pasaba algo parecido conmigo. Y no me equivoqué. Primero tomamos un café, y sin abandonar la conversación trivial que habíamos iniciado, comenzamos a besarnos y abrazarnos. Unos minutos después hacíamos el amor en una de las sillas de la cocina, sin habernos desvestido ni nada. Fue una unión gozosa y desesperada y alegre como la borrachera colectiva de un día de fiesta. Arreglamos nuestras ropas, nos besamos un rato más, nos turnamos para ir al cuarto de baño y volvimos a tomar café. La prudencia exigía que me marchara, pero no quería hacerlo. Mireya comenzó a preparar la cena mientras continuábamos nuestra conversación sobre todo y sobre nada. Ella también quería que me quedara, y no había necesidad de decirlo.

Escuchamos abrirse la puerta de la calle y Pablo entró a la cocina. Me saludó como siempre, con la sonrisa ancha de su cara carnosa, colorada. Ni Mireya ni yo nos sobresaltamos, ni nos escondimos ni huimos ni nos avergonzamos. De alguna manera éramos inocentes; ninguno de los dos sentía culpa o remordimiento. La felicidad pasada aún perduraba en nuestros cuerpos. No necesitábamos fingir o aparentar inocencia porque sentíamos que habíamos hecho lo que más anhelábamos y no hay nada más inocente, y supongo que ese sentimiento de conformidad con nosotros mismos impidió que Pablo sospechara nada.

Esa noche me marché muy tarde. Algunas semanas después, Mireya me contó que antes de nuestra primera vez soñó que hacíamos el amor, solo que ella no lo dijo así porque esa no era su forma de hablar; dijo “soñé que me estabas cogiendo”, y entonces se despertó y estiró el brazo y tocó a su marido y comenzó a acariciarlo, toda húmeda. Durante un tiempo estuvo segura de que esa madrugada había quedado preñada, pero estaba equivocada y el hijo nunca llegó. “Si me hubiera preñado, sería medio hijo tuyo”, me dijo riendo una tarde, todavía a medio vestir, aunque sin poder evitar la nota de amargura en su voz porque un hijo era algo que había deseado por mucho tiempo. Tal como resultaron las cosas, terminó criando una hija cuando ya era viuda pero no de su vientre: Antonia. Su esposo, mi amigo y compadre, desapareció en el mar entre Trinidad y tierra firme, devorado por las olas gigantes y las corrientes traicioneras de la Boca de Dragón; no se supo más de él ni de los otros cinco tripulantes ni de su barco parguero que cada pocas semanas llevaba y traía algo de contrabando, y durante un tiempo esa ausencia de cuerpos alimentó la esperanza de un final menos trágico, pero en realidad nadie lo creía, y unos más tarde todos aceptamos lo que ya sabíamos. Yo acababa de desembarcar en Puerto Sucre cuando recibí la noticia de la desaparición del barco, de inmediato me dirigí a casa de Mireya en el barrio La Trinidad, que en ese entonces no tenía todavía la fama de cueva de delincuentes que tiene ahora.

La encontré con los ojos hinchados y la ropa desarreglada y rodeada de vecinas y pescadores y marinos, porque una tragedia como esa afectaba a todo el mundo; eran seis los desaparecidos, casi todos del barrio. La abracé, lo que no extrañó a nadie porque todo el que llegaba hacía lo mismo; su cuerpo pequeño y compacto se apretó contra el mío, sus tetas presionando mis costillas, con una aflicción tan grande y verdadera que me sentí culpable de no poder evitar la llamarada del deseo, y fue en ese momento que noté que había una niña a su lado, de ocho o nueve años, que le aferraba la mano izquierda como si quisiera evitar que se hundiera también ella en las aguas del dolor o, quién sabe, como si quisiera salvarse ella misma, la niña, de ser arrastrada junto a Mireya a esas profundidades. Fue la primera vez que vi a Antonia. Una niña delgada y bajita para su edad, toda ojos y pelo. Su madre, la hermana de Mireya, también estaría allí, supongo, pero la verdad es que no la recuerdo y nunca tuve ocasión de coincidir con ella. Pasado un tiempo comencé a escuchar cosas dolorosas de ella, pero en esos momentos no sabía nada ni me interesaba.

Apenas recuerdo el velorio del marido de Mireya. Como muchos, ese día bebí demasiado, me lamenté por los muertos, abracé a viudas y huérfanos, a hermanos y padres. Supongo que deseaba olvidar, más que recordar. Sé que estuve con un grupo de pescadores y marineros fuera de la casa, sentados en sillas traídas de las casas vecinas, con varias botellas de ron y algunos vasos plásticos que circularían de mano en mano. Los hombres harían chistes primero en voz baja y a medida que pasaran las horas cada vez más alto, chistes cada vez más groseros que terminarían involucrando a la viuda joven en que se había convertido Mireya. Es posible que alguno de estos mismos hombres recordara que estaban en un velorio y pidiera a los demás que respetaran y que eso provocara una transitoria serenidad en la que se recordaría a los desaparecidos. Solo por un rato. La vida sigue, diría uno, y al día siguiente, o al otro, cuando abordaran sus botes de pesca o sus barcos, trataran de olvidar que el mar es una tumba demasiado ancha y honda, todo un cementerio.

Pocos años después, la niña se fue a vivir con su tía. ¿Le interesará al visitante esta historia? ¿Se sentirá conmovido, como yo, al remover la hojarasca de esos años, o sacudirá la cabeza con indiferencia, sin saber de quién le estoy hablando, qué sombras estoy invocando?

Con los años uno se vuelve sentimental. A mí nada me hacía llorar; qué digo llorar, ni siquiera se me humedecieron los ojos cuando unos malditos maleantes incendiaron mi barco porque no quise transportar drogas, ni cuando a mi esposa se la llevó el cáncer… Y ahora veo a este desconocido que me trae el recuerdo de aquella niña, y esta el de aquella mujer de la cual ya no sé si estaba enamorado, pero que deseaba más allá de toda razón. ¿Querrá él hablar conmigo? No lo creo. Se le nota que viene cumpliendo una obligación familiar o de amistad. Quisiera estar en cualquier otro lado, y no lo culpo.

Si yo tuviera algún lugar a donde ir también me iría de aquí. No porque me traten mal ni porque la comida sea mala. No lo es; insípida sí, como si el sabor fuera un pecado. No se está tan mal, y con seguridad estaría peor afuera. Y a pesar de eso, quisiera estar en otro lugar. No cualquier lugar. Ya la mayor parte de las ciudades en las que viví y las calles que recorrí en esas ciudades, y las casas en las que fui feliz y desdichado se han borrado de mi memoria. Pero no es eso lo que quiero decir. No las he olvidado; si escarbo en ese paisaje ruinoso que es la memoria de un anciano, puedo encontrar los olores, los rostros, los paisajes, las manchas coloreadas de lo que llamamos una vida, mi vida, pero ya no significan nada. O casi nada. Frente a mi habitación, al otro lado del pasillo, hay una anciana que conocí tiempo atrás. Tanto que ya no se acuerda de mí, como no se acuerda de casi nada. Tiene noventa y ocho años, pero esa no es la razón de sus olvidos. Hasta hace poco su memoria funcionaba muy bien; no solo esa que dicen poseemos los viejos, capaces de evocar con detalle la infancia pero incapacitados para recordar dónde pusimos la dentadura postiza la noche anterior. No era su caso. En Alejandrina, los recuerdos acudían al menor estímulo, antiguos, recientes, con una asombrosa precisión de fechas y detalles de color, sonido y aromas. Yo podía pasar por un viejo desmemoriado a su lado, por más que mis olvidos sean sobre todo voluntarios.

Una mañana la vi sentada a su cama mucho después de la hora en la que solía estar levantada. Tenía puesta una sola pantufla y el otro pie descansaba sobre el cemento frío. La saludé y le pregunté si le pasaba algo. Me dijo que no, pero que por favor le pasara el gato. Por supuesto, me quedé mirándola desde el umbral sin entender nada. El gato, el gato, insistió, señalando la otra pantufla a unos cincuenta centímetros de su pie derecho.

Si tienes tantos años, también tienes derecho a llamar gato a tu pantufla, así que la ayudé a ponérsela. Me dio las gracias y todo siguió normal ese día. Al siguiente, apenas se le podía entender lo que decía. No mascullaba, como tantos otros, transformando las palabras en una papilla indistinguible; las suyas eran claras, perfectas, pero sin sentido. O tenían un sentido que solo ella le atribuía, un lenguaje secreto que crecía en las conexiones de su cerebro dañado, según el médico que la visitó en la tarde.

Al principio ella misma no se daba cuenta. Soltaba una parrafada incomprensible y se quedaba mirando en espera de una respuesta que no llegaba. Lo que se le devolvía era la perplejidad o el fastidio de quien la escuchaba. Pasados un par de días, ella misma advirtió que lo que salía de su boca eran disparates y eso la llevó a un silencio casi absoluto. Ya no salía de su habitación. Yo la visitaba todos los días y trataba de darle conversación. A veces dirigía sus ojos nublados por las cataratas en mi dirección, pero la mayor parte del tiempo miraba sus manos o la pared. Yo terminaba por marcharme pasado un rato, no sin apretarle una mano como despedida, gesto al que sí correspondía. A veces me sonreía, como avergonzada, como pidiendo disculpas. Era extraño, no tenía dificultades para moverse pero no quería hacerlo. No abandonaba su habitación, a pesar de que podía caminar, con las dificultades propias de su edad, pero no peor que antes del ataque.

Una semana después recuperó casi todas sus palabras y, al mismo tiempo, la realidad la abandonó. Yo conocía algo de su vida anterior al asilo. Durante varios años fue mi vecina. Una mujer delgada y voluntariosa, risueña en ocasiones, aunque casi siempre seria, sobre todo después de haber perdido varios hijos y que otros se marcharan a distintas ciudades. Aun así, no se quejaba de esa situación, al menos no en público. En el asilo había mantenido una actitud idéntica. Más o menos seria, más o menos sonriente. Afable pero distante, poco dada a las confidencias. Le gustaba comentar con otros internos las miserias cotidianas, sin hablar casi nunca de su vida pasada. Como a mí me conocía de antes, con un trato superficial, es cierto, pero me contaba un poco de sus hijos, y de los padrinos que la habían criado, de su vida como comerciante, de su viudez y de sus hermanos, todos muertos mucho tiempo atrás. Un día que entré a saludarla, pocos días después del primer incidente, me confundió con uno de sus hermanos. José León, me dijo apenas la saludé, ¿llevaron los caballos al río? Seguía tumbada en la cama, apoyada la espalda en una almohada, con una bandeja con los restos del desayuno sobre las piernas.

Al principio me desconcerté. ¿Con quién me confundía? Luego recordé el nombre de uno de sus hermanos.

¿Por qué tienen esos animales así?, continuó en tono de reclamo.

Comprendí que se había retirado a otras zonas de su vida. Allí, en aquel espacio que solo podía imaginar defectuosamente, yo tenía cabida como una sombra que sustituía a otra sombra, una figura ilusoria para mí, pero real para ella de una manera definitiva.

Los caballos están bien, Alejandrina, no les pasa nada.

Ah, dijo y cerró los ojos. De ahí en adelante, estos episodios se hicieron más y más comunes. Ya no me llamaba nunca por mi nombre, a pesar de que estuviera en un momento de lucidez. A estas alturas, ya sabía que José León era, o había sido, su hermano mayor, que vivía en una hacienda, que bajaba con frecuencia al río para bañarse con otros niños. Retazo a retazo, en medio de diálogos sordos, a veces llenos de preocupación y angustias, fui armando el rompecabezas defectuoso de su vida. Algunas internas que eran sus amigas, o decían serlo, intentaban atraerla al lado de acá, hacerle ver dónde se encontraba y quiénes en realidad la rodeaban y se ocupaban de ella. Yo me preguntaba para qué necesitaba ella eso. Con seguridad estaba mejor donde estuviera, aquel rincón de su pasado en el que no faltaban angustias —la crecida del río, un incendio, una cosecha malograda…—, pero en el que ella parecía feliz.

A veces ocurrían cosas un poco espeluznantes: hacía largos reclamos a niños que entraban y salían de su habitación, se sentaban sobre su cama, corrían y gritaban y no le hacían caso cuando ella les pedía con amabilidad al comienzo, y después de manera más brusca, que dejaran de portarse mal. Al final, al borde del llanto, pedía a quien estuviera en la habitación con ella que la ayudara con esos niños mal portados. Uno casi podía verlos hacer muecas malignas, darse golpes entre ellos, atormentar de cien formas diferentes a la anciana. Era difícil no creer en fantasmas en esos momentos. En otras ocasiones, durante varias noches seguidas, despertó a todo el pasillo con sus gritos: unos hombres trataban de entrar por una ventana inexistente en una pared lisa. Todo eso resultaba muy triste y un poco aterrador. Cualquiera podría creer que este era un espectáculo corriente, dada la edad de los que vivíamos allí, pero no era así. La mayoría de los ancianos nos despedíamos en silencio, o con el menor ruido posible; ¿por qué no, si ya habíamos armado todo el ruido y el desorden que habíamos querido en los años que habíamos vivido? La mayoría de nosotros, ahora, solo deseaba un tránsito tranquilo hacia la nada. Por supuesto, el cuerpo, tenaz, se resistía. A excepción de unos pocos, nadie en realidad quiere morir. El cuerpo no quiere morir, quizás sea más correcto decirlo de esa manera. El cuerpo, con su extraña sabiduría, sus deseos, incluso cuando es poco más que un saco de huesos animados por una voluntad debilitada, quiere perdurar; y por otro lado, la mente o el espíritu o el alma, esa realidad evanescente como la niebla de la mañana, quiere marcharse de una buena vez.

Un par de veces nos despertaron sus gritos en la madrugada. Nunca había escuchado nada así. Como de alguien que es arrastrado al infierno; un alarido de terror puro, porque no era dolor. En los gritos de dolor siempre hay una nota de debilidad.

Casi ninguno de los viejos y viejas que están aquí saben por qué están vivos ni para qué. Me incluyo entre ellos. Tal vez mi única razón, el último placer, sea entretejer unos pocos recuerdos, a veces dulces, a veces amargos.

Si nos preguntan, todos decimos que queremos a los hijos por igual, pero no es verdad. Yo quería más a Rafael, el menor, aunque trataba de no demostrarlo. No porque fuera el menor ni porque pensara que sería el apoyo de mi vejez, esa idea miserable, sino porque era el más independiente y el de carácter más equilibrado. Por supuesto, también era terco hasta la insolencia, y muchas veces eso nos trajo disgustos a ambos hasta que uno de los dos reconocía que se había equivocado y todo volvía a estar bien entre nosotros. No era rencoroso. En cambio Luis, su hermano dos años mayor, era más agitado, más impetuoso y con más ganas de complacer a todo el mundo, tal vez porque su simpatía innata le hacía ganar amigos con facilidad. Ninguno de los dos eran malos muchachos. Entre ellos se apoyaban y se cuidaban, a pesar de las ocasionales peleas. Al menos al principio; porque siempre hay un principio, un momento en el que todo parece estable y estar bien, y parece que todo seguirá así, y pronto ya estamos en otra situación, impensable saber que la armonía ya desapareció pero aún no nos hemos dado cuenta y ya estamos en una realidad posterior, ya no en el principio de nada, sino en plena catástrofe.

¿Cuándo Luis se volvió codicioso e imprudente? ¿Cuándo consideró que enriquecerse de manera rápida no pondría en riesgo su vida y la de su familia? ¿O consideró que el riesgo valía la pena? Acaso no fuera codicia, sino otra cosa para la que no tengo nombre. Una manera de vivir, supongo. Hay quienes corren riesgos por el riesgo mismo. Una manera de probarse. No lo sé. Durante décadas, tal vez siglos, todos los pobladores de estas tierras hicimos un poco de contrabando entre las islas y tierra firme. Era algo aceptado y hasta honorable. Corríamos unos riesgos, pero lo que vino después no tiene nada que ver con aquellos viajes en los que nos sentíamos herederos de una tradición, miembros de una cofradía.

Nos había ido bien. Teníamos dos barcos pesqueros y esperanzas de adquirir otro en un par de años cuando me abordó un hombre en el muelle mientras cargábamos combustible. Podría haber sido cualquiera de los compradores de pescado al por mayor que solían abastecer a los hoteles y a los mercados de fuera de la ciudad. Un hombre pulcro, de más de cuarenta años pero menos de cincuenta, un poco pasado de peso, la camisa bien planchada remetida muy tensa sobre su abdomen y un sombrero gris sobre la cabeza. Debe haber sido en abril o mayo, porque recuerdo que había una brisa fuerte, cargada de sal y amenazas de lluvia aunque solo había una pocas nubes blancas en el cielo, y el hombre se encasquetó más el sombrero sobre el cráneo pelado o con tan pocos cabellos que eran invisibles para mí. Nítido y rotundo recortado como una figura en dos dimensiones contra el mar y el cielo. La imagen misma de la respetabilidad y la honestidad. Sonrió antes de estrecharme la mano y casi de inmediato comenzó a hablarme de lo duro del trabajo del pescador, como si yo no lo supiera más que él, y de cómo había otras oportunidades, negocios sin peligros y muy rentables siempre que se ejecutaran siguiendo ciertas pautas, ciertos procedimientos de seguridad.

Pero no, no quiero pensar en mis hijos. Mejor en la vieja Alejandrina. O en Mireya, la bella Mireya que se marchó a la otra costa un tiempo después de lo que pasó. La otra costa, como decir el otro mundo, pero en realidad no debería haber sido nada tan definitivo, solo la otra orilla del golfo. Ella tenía familia allá, la única que le quedaba; creo que hasta había nacido en uno de esos pueblos, Merito, La Angoleta, Tacarigua, alguno de esos, idénticos, un par de filas de casas entre los cerros pelados y el mar. Algo habrán crecido en estos años, pero cuando Mireya se marchó no eran más que rancherías de casas de barro habitadas por hombres y mujeres de pieles curtidas y manchas de melanoma en el rostro. Una semana antes de venirme al asilo decidí ir a verla. No tengo claro el motivo. ¿Nostalgia? ¿Las cenizas del deseo? La absurda intención de cerrar, ¿qué? No lo sé ni me interesa ya averiguarlo. Seguí un impulso. Fui al puerto y me monté en una lancha de las que llevan pasajeros a la otra costa. Media hora de viaje si el mar está en calma, como suele suceder en las mañanas. Iba como adormecido, sin sueño, pero no del todo despierto, indiferente a la gente que me rodeaba, a las olas que golpeaban los costados del bote, al olor salino que otras veces se me metía en el cuerpo y mecía mi corazón con suavidad y hondura.

Desembarqué y pregunté a una vendedora de empanadas si la conocía. Claro que sí, en esos pueblos tan pequeños es imposible no conocer a todos los habitantes. Me dio las señas. Tomé una camioneta acompañado de mujeres y niños que cargaban bultos de comida comprados en Cumaná y quince minutos después me dejó en una calle polvorienta de otro pueblo idéntico al que acababa de abandonar.

Unas pocas preguntas más y no me costó encontrarla. Su casa era una de las que daban el frente al mar. Parado junto a la puerta, la vi en el interior de su vivienda, atareada en quién sabe qué tarea doméstica. Debo haber sido para ella, en ese primer momento, una silueta recortada en la excesiva luz solar del exterior. Habían pasado más de treinta años desde la última vez que la vi, pero no me costó reconocerla de inmediato. Su cuerpo no era el mismo. El sol y la sal de ese pueblo habían consumido las formas amables que en un tiempo me habían obsesionado. Los brazos y piernas, nervudos, sobresalían de la bata de flores desteñidas que vestía. En su rostro adelgazado se acentuaban las líneas rectas de la mandíbula y los pómulos altos. El cabello, escaso y gris, estaba recogido en un moño bajo sobre la nuca. Y sin embargo, seguía siendo la misma mujer que décadas atrás yo había amado y que tal vez me había amado.

Me recibió con cariño, como se debe hacer con un viejo amigo. Ese día la acompañé en sus quehaceres, en sus visitas a las comadres, a preparar la comida. Durante la noche recordamos a Antonia. No nos tocamos, cumpliendo una prohibición impuesta por nosotros mismos. Acaso, solo por la ley del tiempo transcurrido. Al día siguiente emprendí el regreso.

Desde ese día, no sé nada de ella. También habrá sucumbido, si no a los años, sí al olvido.

 

Editada por ABediciones (2025)

 

¿Qué tanto te gustó?

Un comentario en "Dime que me extrañas"

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.