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Yo venía de vuelta a casa luego de un dilatado y fatigoso viaje por las selvas del sur. Marchas forzadas bajo un sol de cuchillos, pantanos malolientes, culebras cascabel: fueron muchas las dificultades que hube de sortear en aquel insensato periplo. A menudo tenía que conformarme con una ración de casabe y cecina salada como único condumio, que en el sopor del mediodía me hacía enloquecer de sed. Noches en blanco satén, veteadas por el aullido de algún mono. Y esa persistente e insidiosa sensación en el interior de mi cráneo, como si estuviera repleto de un líquido sucio y borboteante.
Cumplida mi tarea, que se prolongó por meses, volver a la tranquilidad del dulce hogar era una auténtica bendición. Un soplo de brisa, agua fresca de un manantial.
Mi casa, con forma de pagoda y ubicada al pie de una colina, era el lugar donde todos mis males encontraban alivio. Ahí mis heridas restañaban, las ideas ingratas se apaciguaban y el sueño, que tanta falta me hiciera en mis noches selváticas, hallaba su cauce natural. Aquel palacete constituía mi orgullo, yo mismo lo había diseñado y luego había cuidado con esmero cada detalle de su construcción. Muros de tierra apisonada capaces de resistir el impacto de un misil. Techo de cañas sellado con una argamasa de arcilla mezclada con paja, cubierto de tejas hechas a la medida por un alfarero de Boconó. Puertas interiores livianas y corredizas, inspiradas, imagino, en algún grabado japonés. Piso de ladrillos y una bañera como la de Marat.
Espaciosa y cómoda, la casa estaba rodeada por un bosque de pinos y eucaliptos, con restos de vegetación natural, que la aislaban del mundo exterior. Y a dos cuadras de la entrada se deslizaba un manso río de aguas cristalinas.
Procuraba pasar en mi pagoda la mayor parte del tiempo, pues allí yo me sentía a gusto, sereno como un rey muerto en su ataúd. Sin embargo, mi trabajo de Agrimensor me obligaba a ausentarme por largas temporadas de aquel lugar lleno de encanto —y de recuerdos— donde habían transcurrido los días más dichosos de mi existencia.
Los estragos causados en esta oportunidad por el viajecito a la selva esmeralda son más que evidentes. Debo estar en el puro hueso, mi vientre se dibuja como el costillar de un perro callejero, y mi rostro hirsuto ofrece un parecido asombroso con el de William Frank Niehous el día de su liberación. Menos mal que ya estoy llegando, el aroma leve de los eucaliptos entra a ráfagas por las ventanillas del Toyota. Ya me veo hundido en la bañera, flotando entre nubes de vapor, escuchando un disco de “Dead can dance”.
Estaciono el rústico en el patio, a la sombra de un sicomoro en flor. Con la mano abierta golpeo el capó de aquella bestia de metal. ¡Gracias, cabrón! Perdón, quise decir campeón. El caballo de fierro se comportó como tal, en la travesía de 320 kilómetros no dio un solo respingo. Abro la puerta trasera y saco el equipaje: una hamaca inmunda, ropa sucia y manchada, mi brújula finlandesa, libros, una linterna, la Leica que me regaló una novia el día de mi graduación, cortezas de sangre de drago y un escarabajo disecado. No colecciono insectos ni nada que se les parezca, pero este escarabajo de cuernos semejantes a los de un toro de lidia y que los baquianos de la selva llaman Goliat, procuró mi atención. Es idéntico, lo juro, a uno que vi, el año de la peste del 81, en un cuadro de Philip West. No sé qué demonios hacía yo en aquella exposición donde, recuerdo, corría el vino a raudales; quizá seguía el rastro de almizcle de una zorra. Lo cierto fue que el cuadro del pintor inglés me fascinó. Me quedé como hipnotizado contemplando el amenazante Goliat, pintado con una técnica que me atrevería a calificar de
hiperrealista, que se había posado en el tronco de un árbol caído. Y cuando lo reconocí en la selva esmeralda, curiosamente en la misma posición que el pintor le impusiera en el cuadro, la escena completa se me reveló. La naturaleza imita al arte —pensé. O quizá se trataba de un recuerdo inventado. No sería ésta la primera vez que a falta de una explicación plausible de algo que no logro entender recurro al vicio de la imaginación. Y ahora, ¿qué haré con ese bicho embalsamado? Pues no lo sé.
Llevando a cuestas el morral me acerco a la entrada de la pagoda. Y aunque las ocho horas al volante y los tres días sin dormir me hacen alucinar, la euforia de la llegada aligera mis pasos. Avanzo a un palmo del suelo, floto como si mis huesos estuvieran llenos de aire o del gas que impulsa a los globos aerostáticos hacia el alto cielo. ¡Qué alegría estar de nuevo en casa! No importa que nadie acuda a recibirme, ni siquiera un perro.
Vivo solo —es fácil deducirlo, ¿no cree usted? No me quejo de mi soledad. Algunas veces, muy pocas, añoro la vida en familia, esa parodia insulsa llamada calor de hogar. Cuando son la tibieza de la costumbre, el frío de la indiferencia y el hastío, los vientos inclementes que pululan día a día por los pasillos y los aposentos del precario castillo conyugal, y que alcanzan incluso la perrera donde duerme la siesta un indolente Sultán. De calor, amigo mío, ni hablar.
Tuve una familia, que algún psicólogo de pacotilla habría calificado de ejemplar. Esposa rubia y bella. Un hijo sano e inteligente, casi un genio, que soñaba con jugar béisbol en las Grandes Ligas. Mucama ecuatoriana, con los papeles en regla. Un jardinero más bien chapucero, que casi no dormía aguardando la llegada de los extraterrestres. Un perro guardián, manso y bonachón, con todas sus vacunas al día, enfermizo, una veta de oro para el veterinario. Ah, y una suegra alcohólica y gritona, que por suerte se llevaba mal con su hija y sólo nos visitaba dos veces al año: el día de la madre y en el cumpleaños del nené. Una familia modelo, sí, señor. Ideal para la portada de “El Hogar”. Sonrían todos, por favor, que los estamos fotografiando.
Hace quince años y un mes que mi mujer recogió sus macundales y se fue a vivir a Cleveland, Ohio. Desde entonces he permanecido íngrimo y solitario como el pajarito de San Juan de La Cruz. Ella, María Antonia, la Toña, siempre soñó con el american way of life. Y cuando se convenció de que su marido, el Agrimensor, no estaba dispuesto a sumarse a la legión de compatriotas que por aquella época de vacas flacas probaban suerte en la tierra de promisión, comenzó a diseñar una estratagema que le permitiera irse sola. Un pariente suyo, pariente falso o muy lejano, que agonizaba en un hospital de Cleveland, le ofreció la excusa perfecta. Iría a visitarlo en su lecho de muerte, dijo, necesitaba despedirse de él. Aunque nunca antes lo había nombrado, lo quería mucho —afirmó sin parpadear. Cuando niña le hizo un gran favor, y lo menos que ella podía hacer en esta hora aciaga era mostrarle su agradecimiento. In articulo mortis, pensé, y se me vino a la mente el chiste de unos compadres en un velorio, que, por supuesto, me abstuve de contar. Me llevaré al nené, no faltaba más. Al chico le hará bien ver mundo —argumentó. Resignado firmé el permiso de viaje de Tony, futuro jugador estrella de los Indios de Cleveland. Yo presentía que él y su madre no volverían a pisar estas tierras desoladas de América del Sur.
Salvo una carta escueta de la Toña, donde me anunciaba el deceso de su amado tío y en la cual, a renglón seguido, me acusaba de crueldad mental, nunca tuve noticias de la rubia despampanante que fuera mi mujer. Como si se la hubiera tragado la tierra fértil de Ohio, pues ni siquiera se asoma entrelíneas en las cartas de mi hijo, que le ha dado por escribirme con cierta frecuencia desde que
cumplió dieciocho años. Tony tenía diez cuando se fue y ahora anda en los veinticinco. No se convirtió en grande liga, pero se gana la vida como experto en Microsoft. Dice que se embolsa una buena pasta, es muy mucha lana, escribe en su precario español con ribetes mexicanos, calcula, papi, tu paga anual de Agrimensor es minor (sic) que mis emolumentos (qué palabra tan horrible, debe haberla sacado del diccionario) de un trimestre, restando los taxes. Párala ahí, mi sangre. Hijo afortunado, quién lo iba a pensar. Un soldado del ejército de Billy Gates. No sé si saltar de contento o echarme a llorar. Engendrar un hijo legionario, un mercenario on line, ¿qué diría de este destino bizarro el sabio y a menudo críptico Chuang Tzu? El norte es una quimera, dice una canción popular.
La memoria es un campo minado, un paraje lleno de trampas y celadas. Los demonios del pasado te acechan en cualquier vuelta del camino. Una palabra, un objeto o un aroma, y el recuerdo se aviva. Luego sigue la avalancha. Es como alborotar un avispero. El tiempo se adensa en el recuerdo, se compacta como el metal más pesado, el Titanio, aquel en el cual las distancias entre átomos se reducen a un mínimo casi intolerable.
Me valgo de estas figuras para intentar explicar lo que ahora me sucede. El trayecto desde el sitio donde estacioné el Toyota hasta el portón de la pagoda se cubre, a paso de león, en tres minutos. Toda estimación conlleva un error, y a ésta le atribuyo un máximo de treinta segundos. Así que en condiciones desfavorables para la marcha (en alguien tan urgido por llegar como yo sólo contarían el peso del morral, la intensidad de la fatiga y alguna cojera congénita) la distancia se sortea en tres minutos y medio. El caso es que aún no he logrado cumplir la primera mitad y por mi mente han pasado escenas, imágenes, sucesos y episodios cuyo relato pormenorizado quizá requiera de una hora entera. Éste es un fenómeno conocido, que a nadie debería sorprender. Lo que me intriga es la naturaleza del recuerdo, la mnemotecnia que lo desata y su odiosa persistencia. ¿Por qué al acercarme a la pagoda me asaltan los cromos desteñidos del álbum familiar?
Durante mi última estancia en la selva, en una de esas raras noches que logré dormir algunas horas sin interrupción, tuve un sueño nítido y muy elaborado. Un sueño fragmentado o dividido en escenas que se alternaban siguiendo una ley en apariencia caprichosa, que quizá respondía a una lógica que a mí se me escapaba. Yo soñaba en dos niveles, o acaso había en mí dos soñadores que se desplazaban por la misma historieta desde ángulos diferentes.
Mi primera sensación al despertar fue de alivio, mas luego al saberme a salvo del mal sueño me puse a indagar en él, no tanto por afán de buscar alguna interpretación sino más bien con el ánimo de un aficionado a armar rompecabezas. Así pude aislar dos conjuntos más o menos coherentes.
En el primero (lo llamaré conjunto “a”) aparece mi hijo, tal como lo vi la última vez al despedirlo en el aeropuerto: un chaval de diez años, con su rostro de elfo y el cabello color caramelo como el de su mamá. Pero en esta ocasión no viste un traje de marinero ni lleva en bandolera un maletín de cuero con hebillas de metal. Un horrendo uniforme de boy scout, boina incluida y zapatos de charol, lo cubre de la cabeza a los pies. Pobre criatura, con esa facha de huérfano y desamparado. No se apresuren, que aún falta lo mejor. El chico sostiene contra su pecho una ametralladora de las llamadas Cuerno de chivo, una AK-47, de fabricación checa, con silenciador. Mirada de asesino de película dominical, siempre listo, el rostro tiznado de hollín. Éste es apenas un bosquejo del héroe, un borrador trazado a prisa, sobre la marcha, pues en las escenas que siguen, luego de la efímera pose para el soñador, todo se resuelve en el vértigo de la acción.
Montado en un caballo bayo, Tony galopa a través de una llanura infinita, color salmón. A toda máquina, como un acróbata ecuestre, colgado a un costado de la bestia al estilo de los guerreros mambises, dispara su juguete en ráfagas sincronizadas, a ras del suelo, haciendo alarde de su puntería, dejando fuera de combate a las huestes de algún batallón de hormigas. Bestia y jinete cruzan un puente sobre aguas turbulentas, salvan un vado, vuelan por encima de una cerca de alambre de púas, ascienden una empinada ladera de basalto, atraviesan raudos al atardecer una aldea de pigmeos piojosos y se internan en la noche negra como el espectro enloquecido de un centauro. Las escenas se suceden a una velocidad asombrosa, cambian en cuestión de segundos, no hay espacio para la distracción. Pareciera que un niño demente hojeara apurado uno de esos cómics de aventuras que llenaron de asombro los días de mi infancia remota y feliz.
Vuelve la luz de otro día, y el Tony, a horcajadas sobre su cabalgadura, reanuda el galope que, a decir verdad, no ha interrumpido desde la partida. Sólo que la oscuridad nos ha impedido seguirlo en su periplo nocturno. Jinete insomne, terco en su propósito, no pareciera hijo mío. Yo, que a las primeras de cambio tiro la toalla o me quedo mirando alguna grieta en el aire o contemplando absorto las uñas de mis pies. Ese hijo tuyo mete bulla, promete el muy cabrón. Aprende de él. Sí, veo que tiene prisa el muchacho. Corre como un condenado. ¿Cuál será el objeto de esa incesante carrera a campo traviesa?
Algunos episodios escapan a la vorágine del movimiento, como si el mecanismo visual que los va registrando se trabara, dando como resultado un cuadro congelado o algún detalle ampliado que exige del observador una mirada atenta y desconfiada. Estoy pensando en el combate de Tony con la reina de las amazonas, aunque hablar de combate pareciera exagerado. Diríase una riña callejera o una pelea en el patio de la escuela. Quiere la tradición que una amazona que se respete se haga cortar la teta derecha para que ésta no le estorbe a la hora de tensar el arco. Los tiempos han cambiado, pues la rival de Tony no sólo las conserva intactas —y turgentes— sino que debe de haber gastado un dineral en silicona. Pero éste no es más que un comentario malicioso, pues mientras presenciaba la reyerta yo estaba muy preocupado por el desenlace, y ocuparme de una crítica malsana centrada en un par de tetas, naturales o no, hubiera sido una distracción inútil. Con todo, habría apostado la pagoda y mi biblioteca con trescientos libros de Botánica al triunfo de mi hijo. Que fue lo que finalmente sucedió. No sé si por méritos propios de mi vástago o a causa de una licencia del soñador.
Tony agarra por las mechas a la amazona tetona, se las retuerce y le hace perder el equilibrio. La amazona, que parece tener unos cuantos kilos de más, cae como un plátano. Tony no cede un ápice, aprovecha el punto débil de su contrincante y la arrastra por el suelo con una facilidad que no deja de asombrarme, pues no recuerdo que mi hijo se haya distinguido precisamente por su fortaleza física. No, no lo estoy acusando de debilucho, bateaba bien, digamos que con ímpetu, y era un excelente jugador de ajedrez. Arrastrar a una mujer de setenta kilos debe ser una tarea ingrata y pesada, digna de Hércules. Y Tony, ese hijo mío llegará lejos, la cumple sin ningún esfuerzo, como si al trastabillar y perder pie la amazona hubiera perdido también su sustancia y su peso convirtiéndose en una muñeca de trapo.
Aquí, a unos diez pasos del portón, debería detenerme para respirar. Pero la urgencia de llegar impide cualquier pausa y la mente no se aquieta. Vuelvo a la amazona vapuleada por el Tony, y antes de establecer una asociación fácil que me llevaría a ver en aquel torneo un tanto bufo la representación del arrastramiento de
Héctor frente a las murallas de Troya, observo en el hombro torneado y tostado por el sol de la hembra doblegada la forma inequívoca de un tatuaje: un diminuto dragón, fino y estilizado, que pudiera muy bien ser atribuido a un capricho de Hokusai. Y es en ese objeto donde se fija mi mirada, pues hay algo en él que me produce una rara inquietud. ¿Una sospecha? ¿Será acaso la amazona del tatuaje una reencarnación rencorosa de Kaori Toyota? No pudiendo descargar su enojo directamente contra mí, se ensaña en mi único hijo. Sabe ella que cualquier daño que pudiera hacerle al Tony repercutirá en su abnegado padre, multiplicado por mil. La idea, aunque absurda, encuentra en mi mente recalentada terreno fértil para prosperar. Ya despierto la analizo en todas sus facetas y encuentro una explicación más bien sencilla que me deja momentáneamente satisfecho. Al menos me libera del lastre irritante de la culpa.
El affaire Kaori Toyota, que pudo haber tenido en su oportunidad consecuencias catastróficas, derivó de un acto onírico, un sueño de la Toña. Mi mujer le atribuía una importancia exagerada a los sueños hasta el punto de confundirlos con la realidad ordinaria. Alguien que comete un crimen en un sueño, solía decir, debería ser juzgado como cualquier criminal. Aquel sueño suyo con Kaori, la japonesa en pantaletas, se convirtió en una pesadilla diurna, de ojos abiertos, que estuvo a punto de causar un divorcio prematuro y la muerte de Tony, ¡qué horror!, una criatura informe que aún flotaba en líquido amniótico. La Toña, que siempre desconfió de su marido, soñó que éste la traicionaba con una asiática menor de edad. Comenzó entonces a acosarme con preguntas directas: ¿dónde la conociste?, ¿a qué se dedica?, ¿es una puta?, ¿qué tiene ella que no tenga yo? Registraba mis bolsillos y mi billetera buscando pruebas de mi infidelidad. Creo que contrató un detective chambón para que siguiera mis pasos. Al final triunfó la sensatez, o el cansancio. Tony nació sin mayores contratiempos, y la Toña, ayudada por un psiquiatra, se olvidó de la pérfida geisha que se había propuesto joderle la paciencia y birlarle el marido. Pero imagino que el mal ya estaba hecho. La Toña le había trasmitido a su retoño sus propios temores y la aversión por una rival imaginaria, la concubina de su marido. El pobre bebé que aún no había nacido estuvo amenazado de muerte por un fantasma nipón. ¡Y todo por el sueño de una catira histérica! ¿Qué les parece? Qué de extraño tendría entonces el regreso —en otro sueño— de Kaori, metamorfoseada en amazona, veinticinco años después.
Por suerte, Tony se libró en un dos por tres de la impertinente amazona. Luego, con los dedos de la mano derecha a manera de peine se arregló el cabello. Montó el caballo y reanudó la marcha. Allá va el jinete, seguido por una nube de polvo. Y mientras se pierde en el borde impreciso del horizonte, pienso, no sé por qué, en pañuelos y puñales. Si alguna vez logro retirarme a un monasterio de la Montaña Azul, me dedicaré al estudio y la meditación. Y en mis ratos de ocio me ocuparé de averiguar qué extraña relación, más allá de esa eñe en común, existe entre un pañuelo y un puñal.
Ya el caballo comenzaba a mostrar señales de fatiga, creo que se mantenía en pie por un principio natural de fidelidad, atributo este que se le suele asignar de forma equivocada a los perros.
Como en las historias clásicas de aventuras, en las cuales el héroe debe enfrentar y superar una serie de peligros, y en las que cuenta con un aliado revestido de un poder sobrenatural, Tony recibe una ayuda por demás oportuna, justo cuando su cabalgadura estaba a punto de reventar. A la sombra de un matorral aguardaba otro caballo, blanco como la leche, fresco y ensillado, listo para el relevo. Se movía inquieto, caracoleaba y escarbaba el suelo con las patas delanteras. Relinchaba y oteaba el horizonte. Al divisar a Tony a horcajadas en lo que a la distancia parecía un jamelgo al borde del colapso, el caballo se lanza a correr en aquella dirección. Pronto les da alcance y se mantiene al galope y a muy corta distancia de la pareja. No intenta rebasarlos, sólo se hace notar. Aquí estoy, amigos míos, parece decir. Tony suelta las riendas de su caballo, y con voz firme y agradecida lo anima para un pique final. El noble bruto obedece, sabiendo quizá que aquel será su envión postrero, el último acto que habrá de cumplir sobre esta tierra llena de pastos tiernos, potrancas y fuentes donde abrevar. Tony entonces se apoya en los estribos, se levanta como un experimentado jockey, toma impulso y vuela por los aires describiendo una voltereta mortal, una especie de tirabuzón de máxima dificultad y sin adornos, y al completar el giro se coloca exactamente sobre la silla de la bestia de relevo. De haber previsto semejante maniobra, mi alma de padre sobreprotector habría pendido de un hilo, pero la velocidad y la sorpresa me ahorraron cualquier sobresalto.
Otra vez mi hijo daba muestras de sus habilidades de acróbata y chalán, cualidades que yo desconocía en él. Ahora sí, con este caballo de refresco, tengo cuerda para rato, llegaré a tiempo a mi destino, nadie me detendrá. No es difícil adivinar los pensamientos de Tony. Lo dejo que se escape, anheloso y confiado, rumbo a la sierra que se divisa al término de la llanura. Y me ocupo por un instante del caballo desechado. Que al sentirse libre de peso y responsabilidad mantiene el ritmo de la carrera por algunos segundos, la inercia lo impele a seguir, mas luego se detiene bruscamente. Cae como si un rayo lo hubiera fulminado. Más allá de la metáfora, el efecto es similar: su noble corazón colapsó. Y adiós, adiós. Buen viaje, caballito, que le vaya bien.
Hasta aquí me trajo el río. Que nadie me pregunte nada, por favor.
En el otro conjunto, el protagonista, nada heroico, soy yo. Me refiero, por supuesto, a la parte “b” del sueño que tuve hace unos días en la selva esmeralda. Y de cuyo relato me ocuparé en otra oportunidad, pues ya estoy delante de la puerta de mi casa, y sé que al trasponer el umbral entro a una dimensión distinta, me aparto de las minucias de lo cotidiano, mi espíritu se aligera y sólo escucho la música que resuena como un tambor en la superficie de mi piel.
Primera edición Santilla, 2010
Capítulo I, tomado de la edición de El Taller Blanco Ediciones, 2019