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El lugar de las nubes

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Llegó al Aeropuerto Juan Santamaría luego de un turbulento descenso en un día soleado con vientos de casi cien kilómetros por hora. En el punto de control migra- torio, junto a su pasaporte, mostró la boleta de la vacuna de fiebre amarilla. Una oficial, con un uniforme similar a los que utilizan las autoridades en Francia, estampó el sello de entrada en su pasaporte. Tomó la maleta y luego la colocó en la correa de rayos X. Al salir, una multitud de taxistas ofrecían sus servicios en una suerte de canibalismo transportista de tono moderado. No le quedaba otra alternativa que tomar un taxi, dado que no pensaba alquilar un auto, pero primero debía cumplir con su rito. Oía los acentos y los asociaba con el habla bogotana. Al transcurrir los días notaría algunas diferencias: el “voseo”, por ejemplo, que era común en el habla y que parecía argentino, aunque no tan enfático. Tenía la costumbre de tomar café luego de hacer aduana en cualquier destino de los viajes que realizaba, como una pequeña celebración de éxtasis íntimo. Pensaba que era un momento de encuentro con Dios, una evidencia de que existía, aunque era creyente, al mismo tiempo, de la evolución de las especies. Preguntó dónde podía tomar el mejor café del aeropuerto. Un hombre de pelo largo, con sus brazos llenos de tatuajes y un cartel en la mano, que parecía esperar a una delegación de surfistas, le dijo que tenía que subir otro piso, por el elevador, dirigirse al área de chequeo de embarque y luego tomar una escalera mecánica.

El área de embarque estaba repleta de turistas estadounidenses, algunos vestidos de exploradores, con morrales gigantes, otros con indumentaria playera que con su piel bronceada se mezclaban con ejecutivos de trajes acicalados. Tomó la escalera mecánica indicada hacia un subnivel desde el cual se podía divisar el área de chequeo de migración. Observó a los oficiales encargados de verificar los documentos, los veía desde donde estaba sentado en la mesa que eligió al borde de una baranda, bajo un techo cóncavo de gran altura de hierros forjados de modernismo.

Luego de tomar el café se sintió más feliz de lo que estaba. El hecho de haber llegado a otro país no le creaba dudas sobre el camino elegido, más bien sentía que había hecho lo correcto, él, que muchas veces era abatido por la fuerza de la incertidumbre y el fantasma de la culpa. El viaje también serviría para saldar su deuda con el pasado, una cita con una realidad remota pero que le concernía de manera directa, como si fuese un atisbo viviente, un testigo a la distancia de aquello que ocurrió hace unas cuantas décadas. Además de solventar las heridas de las batallas con Dora, venía a cerrar un círculo, haciéndole caso a su conciencia, como si fuese la propia Olga que le implorara. Con la modestia que la había caracterizado en vida, ella nunca se hubiera atrevido a pedirle que visitara San José.

Terminó el último sorbo, bajó la escalera mecánica y se dirigió a un cajero automático para sacar los pocos dólares en efectivo permitidos para viajeros en su país bajo el férreo control de cambio. Con los escasos billetes en mano hizo el cambio de moneda en una taquilla del banco adyacente al cajero. Guardó los colones. Regresó a la salida de migración y, en medio del tumulto, acordó una tarifa con un taxista.

El taxi se puso en movimiento. Antes de salir del área del aeropuerto, observó a su izquierda la estatua de un hombre en apariencia humilde, una suerte de soldado raso que llevaba una antorcha. Más que un soldado representaba a un recio campesino descalzo, con sombrero de faena y con un sencillo pantalón y camisa. Los pies parecían anclados al piso. Su pose mostraba valentía y firmeza de propósito. Creyó haberlo reconocido. Se confundió al principio porque recordaba haber visto, en sus lecturas previas, una fotografía de una estatua de Juan Santamaría que más bien se asemejaba a un soldado francés. Pero tenía que tratarse del mismo episodio dado que la foto del soldado afrancesado que había visto llevaba también una antorcha, a menos que, pensó jocosamente, los héroes de Costa Rica fuesen todos pirómanos. ¿Había acaso dos Juan Santamaría: el soldado francés y el campesino bien plantado del aeropuerto?

Tenía la afición de leer historia, en especial sobre aquellos países que visitaba. Había indagado sobre la historia de Costa Rica en las semanas previas al viaje, no obstante el agite emocional de esos días. Leía aunque le costaba mucho concentrarse por la magnitud de los pasos que él mismo tomaba con certeza a pesar de su carácter: amaba la libertad pero dudaba a menudo. Recordaba la narrativa de la lucha del pueblo costarricense contra el ejército comandado por un tal William Walker, una suerte de gringo-pirata que seguía la proclama del Destino Manifiesto, auspiciado por el poder del sur proesclavista de los Estados Unidos, y que quería tomar el control de la llamada Vía del Tránsito cerca de la frontera de Nicaragua con Costa Rica. 

Apenas dejaron el aeropuerto ya sentía la atmósfera del país ligera, limpia, amigable, como si un aire fresco le acariciara las fosas nasales y le purificara los pulmones contaminados de la amargura de Dora. El educado taxista, Marco Valverde, le daba referencias, un cuento por aquí, una historia por allá, sobre los lugares que atravesaban. Conversaron sobre fútbol y la fama de las mujeres venezolanas. Encendía y apagaba la radio de manera errática para oír comentarios incesantes sobre lo que llamaba la “mejenga”. Él se negó a hablar de política. Valverde le preguntaba de manera insistente sobre lo que estaba pasando en Venezuela: ¿era cierto que los pobres vivían mejor con Chávez? Y pensaba que uno de los daños colaterales del proceso venezolano era tener que llegar a un país para desconectarse unos días y tener que explicarle la realidad a la gente. A veces era preferible hacerse pasar por ignorante o evitar el tema: ¡que crean lo que quieran!; no voy a arruinar mis vacaciones explicando algo acerca de lo que más bien busco una tregua mental. Desviaba la mirada hacia el paisaje: qué lindas esas vacas, decía; parecen suizas. Observaba el camino permutarse ante sus ojos, deleitado de imágenes que ya le arrojaban tranquilidad a su espíritu. 

Se mareó un poco en las curvas de la vía hacia Jacó. La carretera era angosta y de dos carriles, ida y vuelta. En medio de ese sinuoso camino, se detuvieron en un sitio llamado La casita del café. Ya había dejado de hacer efecto la cafeína que tomó en el aeropuerto y se sentía un poco aletargado, tal vez en parte por las interminables curvas. ¿No hay una autopista más grande y directa?, le preguntó a don Marco que, de inmediato, cambió el tema y empezó a hablar del clima. Bebieron café chorreado con una linda vista desde el lugar. Luego de proseguir el descenso serpentino, que por algún motivo lo llamaban Monte del Aguacate, vino un cruce y se encontró con una recta interminable que difuminaba la unión entre el asfalto y el agua. Desde Jacó hasta Quepos la carretera estaba llena de inmensas palmeras y de letreros que proseguían hasta su destino final: Hotel Parador. Divisaba carteles solitarios que indicaban la distancia restante: 20km; 15km; 9km; 7km; 5km; 2km; 800m; 600m… Al final de una gran recta estaba el mar a su costado con las olas que golpeaban las rocas de forma sutil. El taxista lo dejó en la entrada, luego de que se identificara con el vigilante. Tras el chillido de la correa del aire acondicionado, el conductor se despidió con un “qué Dios me lo acompañe”. Habría de darse cuenta en sus vacaciones de que la gente en su hablar cotidiano lo llenaba de bendiciones, como si cayera una lluvia bautismal.

El Parador quedaba en Manuel Antonio, en la costa del Pacífico. Se alojó en la habitación 423. Para llegar a ella había que tomar un pequeño funicular de rieles enclavado sobre una estructura rocosa y marcar un código reservado a los huéspedes. Tenía un balcón que le permitía ver de un lado la selva, las montañas que acariciaban una pequeña bahía y, por el otro, el Océano Pacífico, como un gigante apacible. Encontró una cesta de frutas y flores de bienvenida, similar a la que recibió en su luna de miel cuando llegó a República Dominicana, lugar donde estrenó su relación de casado con un dengue que lo dejó tumbado bajo el calor del paraíso, recluido dentro de una elegante choza; presagio iniciático de lo que sería su relación con Dora, mientras ella, toda saludable e inquieta, lo dejaba solo mientras tomaba sol, bailaba aerobics en la piscina y montaba a caballo. Se preguntaba si las frutas en los hoteles abrían y cerraban ciclos, y si acaso ahora las enviaban a las habitaciones para divorciados. Luego cayó en la cuenta de su asociación de pensamientos prejuiciada. En el hotel no sabían nada de su situación conyugal, ni tampoco les interesaría. Apartó las flores y sacó una banana de la cesta al mismo tiempo que se echó sobre la cama. Se colocó las manos entrecruzadas debajo de la cabeza y se quedó mirando al techo. Convencido de que su proceso de sanación debía seguir una secuencia lógica, estaba dispuesto solo a entablar amistades. Si se precipitaba, podría caer en las fauces de una nueva Dora. Y no se trataba de que tuviese una visión prejuiciada de las mujeres, como si todas fuesen malintencionadas, al contrario: era completamente proclive a la igualdad de derechos entre los sexos, pero por la debilidad de su carácter reconocía que, si llegaba a entablar una relación indeseada, le costaría un mundo zafarse de ella. Por lo tanto, prefería recobrar su libertad, dejar que las nubes regresaran al lugar que les correspondía, como reza su lema de vida. Estaba dispuesto, en ese viaje de curación del espíritu, a encontrarse consigo mismo, lograr de nuevo el equilibrio, como cuando se abandona una cárcel de máxima seguridad.

 

De la edición de Uruk Editores, 2016

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