Hotel, de Marianne Díaz Hernández
02/ 04/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más recienteEliana miraba sin ver las imágenes que reproducía el televisor encendido. Le costaba un esfuerzo ligeramente superior al que era capaz de realizar, el comprender en qué idioma narraba las noticias la rubia de la pantalla.
Estaba sentada sobre el grueso edredón que cubría la cama matrimonial, en el cual un monograma dorado sobre fondo vinotinto rezaba RH en letras cursivas. Ladéandose ligeramente hacia un lado y hacia el otro, introdujo sus manos bajo los muslos como si buscara darles calor. Lo cierto era que intentaba, mediante un esfuerzo de inmovilización, hallar un poco de tranquilidad en la turbación de sus pensamientos.
El idioma de la rubia resultó ser un portugués chapurreado, un excelente distractor de sus ideas si se esforzaba por entender lo narrado. Lo hizo. Había una guerra incierta entre dos países del Medio Oriente. Había crisis alimentaria mundial. Había un golpe de estado en cierto país latinoamericano.
Él debía haber llegado hacía ya dos horas. Su avión se habrá retrasado, se dijo, aunque no se creyó a sí misma al decírselo. Algo le decía que después de casi una década, él quizás se hubiera agotado de esa mecánica sin fin y sin sentido –encontrarse, una vez al año, en algún hotel, en alguna ciudad del mundo, previo acuerdo, para evadir la realidad de que hacía más de diez años que ya no estaban juntos, para olvidar que el futuro planeado por ambos no había podido ser-, y que quizás, el agotamiento se tradujera en dejarle saber, mediante su ausencia, que el juego había terminado.
Suspiró, cansada, y se frotó el rostro con ambas manos, intentando despejar su mente. En el fondo, la voz de la reportera continuaba dando noticias en un portugués que ya no alcanzaba a comprender.
Río de Janeiro, 1998.
Quizás todo había sido una mera casualidad. Era verdad que alguna vez habían hablado de conocer juntos el Cristo de Corcovado; era verdad que su pasión por viajar había sido siempre un punto a favor en el ranking de los intereses compartidos. El caso era que, después de casi dos años sin verse, se habían hallado uno al frente del otro en la barra de un bar de restaurante, en Río de Janeiro, un martes cualquiera, en medio de un calor insoportable que se colaba por las rendijas como vapor de agua. Ella no supo si el sudor que adhería las delgadas ropas a su cuerpo, se debía a la temperatura tropical o a la impresión, al nerviosismo que le causaba verlo allí, en el lugar menos pensado y en el momento más inesperado, después de que pensara que nunca más volvería a encontrárselo.
Y habían cumplido esa promesa, en las calles de la ciudad donde ambos vivían, en los lugares que solían frecuentar, en las reuniones con los amigos que aún conservaban en común, para venir a toparse el uno con el otro en un país desconocido y a miles de kilómetros de sus respectivos hogares. Se miraron, se sonrieron con un dejo tímido, como reconociéndose el uno al otro el hecho de que habían huido durante dos años para evitar ese momento, y el momento en cuestión venía a chocar con ellos de manera ineludible. Y apenas una hora después, ambos reían a carcajadas de las incoherencias del destino, desnudos, aún más empapados de sudor, sobre la cama de hotel de la habitación que ella alquilaba.
Se miraron de nuevo. Ella, el rostro enrojecido y sudoroso, el cabello desordenado, dejó caer primero las esquinas de su sonrisa. Se le quedó mirando, con un fondo de nostalgia, de tristeza, quizás de decepción. Ambos sabían que no era posible una reedición de lo que habían vivido. Uno de los dos –ya no recuerdan quién- lanzó al aire la propuesta: encontrarse, una vez al año, en algún hotel, en alguna ciudad del mundo, previo acuerdo, para evadir la realidad de que ya no estaban juntos, para olvidar que el futuro planeado por ambos no había podido ser. El otro la aceptó. Con toda probabilidad, no pensaron que funcionaría. Era seguro que cada cual creía que el otro fallaría, que se arrepentiría a mitad de camino, que un mes antes llamaría para cancelar –me he casado, tengo un compromiso ineludible de trabajo, quizás el próximo año-. Quién sabía. Si algo les había enseñado la vida, es que era impredecible y caprichosa. Cualquier cosa podía pasar a la vuelta del siguiente sábado, se dijeron ambos para sus adentros. Por qué no dejar que la vida nos sorprenda.
Mykonos, 2001.
Eliana apartó suavemente los visillos de encaje de la cortina doble que vestía la ventana. Frente a ella, después de una breve franja de arena, el mar azul zafiro se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sonrió a medias. Se estaba cansando de llegar siempre primero, se dijo a manera de broma. Aquello de viajar desde puntos opuestos del globo para encontrarse en otro punto perdido, parecía a veces la trama de alguna telenovela. Pero la realidad supera con creces a la ficción.
En aquella ocasión, ella acudía desde casa, desde Caracas. Dos meses atrás había estado por casarse. Había alcanzado a preguntarse si aquel año, después de apenas dos viajes, se rompería la tradición que no había alcanzado a convertirse en una. No llegó a averiguarlo, porque lo que se rompió primero fue el compromiso. Sonrió de nuevo, con leve amargura. El dinero de la luna de miel lo había invertido bien en aquel costoso viaje que estaba haciendo. El mar de un azul imposible y la belleza de la isla lo compensaban, sin duda. Sin embargo, el dinero no era su mayor preocupación a la fecha. Los estudios y el exceso de trabajo comenzaban a rendir frutos, los suficientes para pagar aquella habitación tres estrellas al otro lado del mundo, los suficientes para afectar su vida personal y romper un proyecto de matrimonio antes de que alcanzara a concretarse. La vida adulta era un frágil ecosistema, pensó, en el que cualquier mínimo desequilibrio puede desencadenar una catástrofe. La suya, en particular, era un ecosistema en constante desequilibrio, de ésos en los que el vuelo de una mosca era capaz de causar una tormenta tropical de proporciones apocalípticas.
A sus espaldas, el ruido de una llave la sacó de su abstracción. Se dio vuelta, deslizando una media sonrisa, para ver cómo Salvador entraba –sobre un hombro, el bolso de viaje con apariencia agotada, casi humana; en su rostro, una sonrisa emergía abriéndose paso entre el cansancio evidente que dejaba traslucir-. Ella se quedó allí, junto a la ventana, contemplándolo con su típica sonrisa a medias. Se regodeaba, se dijo a sí misma, en la expresión de su rostro. La expresión de quien llega a casa, extenuado, después de un largo recorrido.
Salvador dejó caer el equipaje y acercándose a ella, la rodeó con sus brazos, sujetando fuertemente su cintura. Sobre su hombro, mientras la abrazaba, alcanzó a ver a través de la ventana el mar azul tras la costa de Grecia. Sintió su cuerpo cálido, sus suaves brazos descansando en su cuello, la hermosa cabellera castaña justo junto a su rostro. Sintió su olor, el mismo de siempre, en su nuca y entre su pelo. Se preguntó una vez más qué habían hecho mal. Pero ya no había lugar para esa clase de consideraciones
Cruzó su mente la pregunta de si el fallido compromiso matrimonial de Eliana contenía una buena o mala señal respecto a las cosas que ya no podían ser. Podía significar que ella se había dado cuenta de que su lugar no estaba junto a otro hombre que no fuera él. Pero también podía ser un signo inequívoco del hecho de que ella ya estaba lista para emprender una vida lejos de su lado, aunque no funcionara en aquella ocasión en específico. En todo caso, ambos escenarios afectaban únicamente al mundo ficticio e inexistente donde todo esto aún podía tener repercusiones.
Todas estas cosas no las pensaba en ese momento; las había pensado en el avión que lo llevara de Nueva York a Grecia. En aquel instante sólo cabía en su mente el espacio que ocupaba el cuerpo cálido y liviano de Eliana entre sus brazos y contra su pecho, su respiración suave acariciándole el cuello.
Eliana se separó de Salvador y sonriéndole, le dijo:
-Debes estar cansado. ¿Cómo estuvo tu viaje?
París, 2002.
Salvador agitaba el azúcar en su café –el café más caro que me he tomado en la vida, pensó-, mientras observaba atentamente a la gente que pasaba por la calle. Era, dos en una, la primera vez que él llegaba antes que ella, y la primera vez que ella no le daba la dirección de un hotel para encontrarse, sino la de un café. Miró por tercera vez su reloj de pulsera. Ella tenía media hora de retraso. Nada anormal, considerando los vuelos trasatlánticos y las colas que también existían en Europa.
Estaba cansado por el viaje. Se preguntó por qué no le había pedido directamente los datos de la reservación. Le hubiera gustado darse un baño y esperarla en mejores condiciones. Miró de nuevo hacia la calle mientras tomaba un sorbo de café. No podía sino reconocer que el paisaje –con la Torre Eiffel recortándose contra el cielo, en la distancia– era magnífico. Pero él no le veía mayor interés a París. Era ella quien había determinado que ya era hora de hacer ese viaje tantas veces postergado mientras estuvieron juntos. Por un instante tuvo que darle la razón para sus adentros. Que no lo supiera. Pero estaba tan cansado, que desechó el pensamiento como quien arroja a la papelera un vaso plástico después de usarlo.
No notó que Eliana venía caminando por la calzada, hacia él, hasta que se hubo sentado frente a la mesa. Vestía un suéter verde, holgado, y una boina negra, y Salvador pensó que parecía una postal turística, de ésas que venden en las agencias de viaje y en los lobbys de algunos hoteles. Se dejó caer frente a él, sin decir palabra, sonriendo, con una leve exhalación que Salvador no pudo determinar si había sido emitida por ella, o si era sólo el sonido del aire al ser cortado por su cuerpo, ligerísimo.
Comenzó a contarle de su viaje, del motivo del retraso, del desastre que era el aeropuerto, con la voz con que una niña narraría una visita al zoológico. Pero Salvador estaba cansado, y la interrumpió para decirle Quiero llegar a alguna parte, por favor. Ella rió. Le preguntó si acaso estaban en una especie de limbo o algo similar, mientras se levantaba y lo hacía cruzar la calle con ella, y seguirla durante escasos veinte metros, hasta que se hallaron frente a la entrada de un hotel tres estrellas en cuya puerta resaltaba una flor de lis en metal bruñido. Ella empujó la hoja de madera y entró, seguida por Salvador con las maletas. Se detuvieron frente al mostrador. El recepcionista, con amabilidad forzada, los saludó, y Eliana en francés perfecto le dijo:
–Nous avons une réservation pour Salvador Ferreira et femme –y mirando de reojo a Salvador, en espera de su reacción, le sonrió con picardía, como un niño que aguarda el resultado de la broma que ha preparado. Salvador, aunque entendió a la perfección, trató de no darse por enterado, tan sólo por no darle gusto, pero la risa reprimida lo delató. Mientras subían el equipaje por las escaleras, ambos estallaron en carcajadas cuyo inconfundible acento latinoamericano se escuchó en los cuatro pisos del pequeño hotel.
Kiev, 2003.
Eliana repasaba, con su dedo índice, el diseño del mantel. Los pétalos lanceolados de la flor de lis se repetían con insistencia, en distintos tonos de verde, en la gastada tela de lino. Ella sorbía distraídamente un té ya no tan frío que tenía un vago sabor a durazno.
Él no llegaría esa noche. No habían encontrado cupo en ninguna combinación de vuelos que le permitiera llegar a Kiev ese día, así que le había tocado, una vez más, a ella, llegar antes, encontrar el hotel y registrarse. Tendría que pasar sola esa noche. Según sus cálculos él debía llegar a la ciudad en las primeras horas del día siguiente, quizás antes de que amaneciera.
Tomó un último sorbo de té, y dejando el vaso aún medio lleno se levantó y subió hacia la habitación. Era esa hora imprecisa en que la luz comienza a desvanecerse bajo los marcos de las puertas, y la noche en Kiev le transmitía un extraño estado de ánimo. Se sentía levemente desorientada, y le parecía que no tenía que ver con el hecho de estar en una ciudad que le era por completo desconocida. Era una sensación distinta; a aquélla ya había acabado por acostumbrarse. Ésta le deslizaba, como un susurro, la pregunta inoportuna de qué hacía en aquella ciudad lejana y ajena, esperando a un hombre que sólo estaría junto a ella un par de días y luego se marcharía de nuevo.
Agitó la cabeza como para sacudirse de encima esa interrogante, mientras hacía girar la llave en su cerradura. Empujó con un golpe de sus caderas la hoja de la puerta, y la cerró tras de sí. La habitación la esperaba, intacta, carente de vida. Se desvistió pieza por pieza, doblando cada prenda minuciosamente y poniéndola de nuevo en la maleta, y luego se metió a la ducha, mientras sus pensamientos colisionaban entre sí, produciendo en su cabeza una extraña sensación de vacío.
Permaneció largo rato bajo el agua, intentando lavar de su piel todo lo que fuera ajeno a la paz que pretendía obtener de esos días de evasión, y cubrió su cuerpo de espuma una, dos, tres veces, hasta quitar cada rastro de impureza y quedar así, blanquísima y con olor a jazmín, y sólo entonces salió de la ducha, se secó con cuidado y luego de ponerse un salto de cama de satén, ajustó el aire acondicionado, apagó las luces y encendió el televisor, y se metió a dormir bajo el grueso edredón.
Sintonizó una película cualquiera en inglés, una comedia romántica hollywoodense que le pareció haber visto tres o cuatro veces ya, y con la sensación de frío en su piel –resultado de la reciente ducha y del frío artificial de la habitación– se quedó dormida a los pocos minutos.
Eran alrededor de las tres y media del día siguiente cuando Salvador llegó al hotel. Abrió la puerta de la habitación en silencio, haciendo el menor ruido posible, y se encontró el cuarto iluminado débilmente por el resplandor intermitente del televisor encendido, con el volumen bajo. Se desvistió con cautela y en silencio, para no perturbar el sueño de Eliana, y deslizándose al baño se dio una ducha rápida y callada para quitarse de encima ese olor indescriptible que dejan los vuelos de avión. Cuando estuvo listo, apagó la luz del baño y abrió la puerta, quedándose un instante de pie, allí, contemplando. Eliana, en la cama, de espaldas a él, dormía, la respiración ondulando levemente su espalda cubierta a medias por el satén de su ropa. Tratando aún de no hacer ruido, se acostó junto a ella, sin dejar de mirarla, y posó con suavidad su mano derecha sobre el hombro desnudo, cuyo olor a jazmín flotaba en la habitación.
Ella, aunque dormida, murmuró una sonrisa en la oscuridad de la noche, y acercándose, se apretó al cuerpo cálido de Salvador y se dejó abrazar, sumiéndose en un sueño aún más profundo.
París, 2002.
De pie en el segundo nivel más alto de la torre, miraban la ciudad. No había postal, por magnífica que fuera, capaz de describir aquello, pensaba Eliana, mientras se aferraba a la mano de Salvador. La brisa hacía temblar levemente la estructura metálica y cada vez que ella sentía aquel leve estremecimiento, oprimía con fuerza; había algo entre temor y euforia dando vueltas en el centro de su pecho.
Él, por su parte, sonreía con esa sonrisa suya casi imposible de ver, cada vez que ella le apretaba la mano. Pensó con cierta tristeza en los años transcurridos, y en la primera vez que habían planeado juntos hacer ese viaje. En ese preciso instante que ahora vivían, el debía haber sacado de su chaqueta un anillo –un anillo hermoso, tan hermoso como ella, aunque de seguro no tan costoso como el que ese día habría podido costear– y debía haberle pedido que se casara con ella, allí, con la ciudad de fondo, para luego llevarla a pasear por el Sena mientras caía la tarde.
Se detuvo a mirarla por un instante. Ella contemplaba la ciudad, embelesada, como si ésta la hubiera hechizado y la mantuviera bajo su influjo. Él seguía mirándola a ella, que sonreía y le apretaba la mano a un tiempo. Ahí, se dijo, en el borde de sus labios que sonreían, estaba la felicidad. Pero él ya no podía atraparla, tan lejos estaba.
Quiso tener un anillo que darle en ese momento. ¿Qué habría contestado ella?, se preguntó. Y esa era otra de tantas preguntas para las que nunca tendría una respuesta.
Ámsterdam, 2008
Se acercaba la medianoche y ella aún no dormía. Acostada sobre el edredón –con las iniciales RH bordadas en dorado sobre fondo vinotinto– lloraba sin taparse el rostro ni secarse las lágrimas, en silencio. Algo indefinido, algo que no podía describir dolía demasiado, adentro, más de lo que se sentía capaz de soportar.
Él no había llegado, y ella, sin remedio, no podía obtener otra conclusión sino que aquel juego de diez años había terminado, que los escapes, los momentos, los días robados al tiempo, los escapes ficticios de la realidad que se habían inventado año tras año, se habían acabado, que él lo había decidido así. Era sólo un juego, se dijo. No era más que un juego.
A seis horas de distancia, un avión se estrellaba al aterrizar en Lisboa. A bordo de éste, un hombre, cuyo vuelo original se había atrasado, había logrado subir luego de discutir con quien fue necesario para lograr que le asignaran un puesto en ese avión. Porque una mujer lo esperaba, y él se había jurado, diez años atrás, que nunca más volvería a decepcionarla.
Del libro: Aviones de papel (Monte Ávila, 2011)
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