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Las mujeres de Houdini

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Otro de los actos más impresionantes del señor Houdini, el que más espectadores obtuvo, fue el acto llamado “Caída al Vacío” (1.915), más conocido como “Shock in the Air.” Consistía en realizar una caída libre, de cabeza, sin ningún medio de protección, ejecutando un salto desde lo más alto del Empire State, a una altura de alrededor 999 metros por encima del nivel del mar. Lo más insólito consistía en el rebote al llegar hasta aproximadamente de 50 metros de altura, saludando a la multitud y desvaneciéndose lentamente en el aire. Un dato interesante es que este número sólo se realizó en una ocasión dada su alta complejidad técnica y, porque además, la ilusión fue considerada por las autoridades como un acto ilegal, pues ponía en duda las leyes de Newton y la Teoría de la Relatividad de Einstein.

***

No se encontraron a la hora señalada ni en el lugar marcado porque él la atajó mucho antes, cuando Lía caminaba hacia la Rue de Mont Thabor por una acera estrecha y sola. Era una previsión que Marcel había mantenido en secreto por si las coordenadas del récipe hubieran sido develadas. Así que no esperó las cinco de la tarde ni tampoco acudió a la capilla de Sacre Coeur como estaba previsto.

Le interceptó el paso cuando casi llegaba al hotel y para Lía fue un alivio. Había pasado toda la mañana con la sensación de estar siendo observada así que al topar con Marcel frente a ella, suspiró como si verlo fuera un bálsamo, al menos momentáneo y fugaz.

Porque tenerlo allí, a él y a su mirada de cine clásico, la hacía temblar.

Como desde hacía cinco años y cada vez que acompañaba a Isaac a París, la presencia de Marcel, invariable en el Hotel Mont Thabor, le resultaba tan inquietante que le daban ganas de salir corriendo y desvanecerse para no confrontar sus deseos nunca más.

Pero había llegado la hora de no escapar. De darle la cara a su inquietud y a los hechos y enfrentar las consecuencias, cualesquiera que fueran.

Lía había muerto y había regresado. Fue de paseo al otro lado de la vida con una momia celosa, recorrió con ella una vereda verde y solitaria, se vio a si misma inconsciente sobre una cama, con Isaac llorándola antes de tiempo y entendió, a su vuelta, que era la hora de un pequeño paréntesis antes de que su guerra personal continuara.

Ese intervalo se llamaba Marcel Gabay, y la tomaba del brazo mientras caminaban rumbo a una estación de metro, la más cercana, para alejarse de la calle.

Era el momento de escoger entre la farsa y los acontecimientos. Tomaron el subterráneo callados y sin mirar a los lados, separados, como si fueran dos extraños. Se apearon en la estación de Montparnasse; él primero, luego ella. Y salieron a la luz de la calle como dos peatones furtivos, cerrando sus abrigos hasta el cuello para evitar el viento frío que soplaba con más fuerza en ese barrio.

Llegaron a una vieja construcción de la Rue Odessa, el antiguo arrabal de los inmigrantes rusos, y Marcel abrió la puerta. De inmediato, una ráfaga de hedor a viejo y a humedad salió expelida y enrareció el aire. Subieron un solo tramo de escaleras de madera vetustas y rotas y llegaron a una habitación con baño.
Los dos se sentaron en el borde de la cama y Lía esperó a que Marcel comenzara a explicarse.
Primero, le enumeró los pormenores de su vida durante los cinco meses recientes; sus rutinas, el destino de sus compañeros españoles republicanos a lo largo y ancho del mundo, y su decisión de abandonar su empleo como médico del hotel pues también él tendría que marcharse -como todos los demás- y finalmente pasó al tema que los había convocado allí.
Marcel se había alistado en un grupo incipiente que pretendía organizar una resistencia seria para cuando el cerco de los nazis no les dejara respiro. Había ya algunos cuantos judíos como él preparándose para lo peor.
-Pero los franceses piensan que ese momento no llegará jamás -dijo Lía con cierta ingenuidad.

-Pero va a llegar irremediablemente. Y será, a mis treinta años, mi segunda guerra personal. Franco y Hitler. Hitler y Franco.

-Y yo qué puedo hacer

-Puedes salvar algunas almas.

-¿De qué manera?

-Eso te lo explicaré después. Después de que te diga que te quiero.

Lía bajó la mirada. Sentía vergüenza de corresponder a aquel hombre a quien apenas conocía, a quien sólo había visto quince días cada año, desde hacía cinco.

(Sara, con los ojos cerrados sobre la azotea mientras la noche trascurre, transita este episodio con su imaginación cinemática y fértil. Hace vanos intentos por dilatar el momento en que Lía y Marcel, a la postre, no puedan evitar ni un minuto más que sus dedos se atraigan como guiados por un imán incorpóreo y comiencen a desnudarse entre los dos, sobre la cama escueta de la habitación con baño. No puede cerrar los ojos para borrar esta imagen que le enturbia el espíritu porque de hecho ya los tiene cerrados. No puede abrirlos tampoco para acabar con el pasado porque se siente anudada a él, y además, con ello, dejaría campante a las tinieblas y ya se había propuesto adivinar la clave de los siete días muertos. Le quedaba claro, eso sí, que las historias ni comenzaban ni terminaban con ella misma, aunque así lo hubiera deseado).

A pesar de la vergüenza de Lía, los amorosos hicieron lo que era inevitable y se acostaron sobre el catre tiernamente. Lía se sentía demasiado blanda para resistir lo que añoraba desde hacía cinco años, desde que, sin remedio, se había enamorado de Marcel.

Él no era médico, era enfermero. Ése había sido su rol durante la guerra civil en España; combatiente y enfermero en el frente. Con la vasta experiencia de la guerra española, de haber lidiado con heridos, derrotas, muertos y muertos de miedo, sabía de medicamentos, suturas, epidemias, infecciones y fiebres.

Después, como tantos otros soldados del bando perdedor, se había refugiado en Francia para salvar el cuello. Y un compatriota le había conseguido el empleo en el Mont Thabor, en agradecimiento a sus oficios para curarlo de la muerte.

Se desnudaron y él comenzó a recorrerla con avidez contenida. Ella se estremecía sin decir ni una palabra pero dejándose estar. La besó por todos los rincones sin avaricia, sólo con amor, y ella, a pesar de su pudor respondió a las caricias como una hembra en celo.

Permanecieron abrazados varios minutos que parecían largos y breves, saboreando el final.

Repentinamente, Lía sintió de nuevo la presencia invisible de aquella mañana, la mirada oculta sobre sus hombros, y pensó que en esta ocasión, sí era el alma de la momia acechándola por segunda vez. Pero Marcel la tranquilizó con su calma seductora y la besó en la frente como a un niño asustado.

(¿Seré yo, desde el porvenir, la manifestación subrepticia que ella respira y teme? Se preguntaba Sara mientras seguía adivinando frases y emociones.)

-Hay tres niños judíos que deben salir de Francia en breve. Será además un experimento.

-¿Por qué? -quiso saber Lía, inocente de las dimensiones del drama que pululaba detrás de su historia personal.

-Porque sus familias así lo han dispuesto. La tragedia de los judíos en la Europa ocupada es un hecho… y quieren resguardarlos lejos antes de que sea imposible.

-¿Y a dónde los llevarán?

-A Suiza. Los llevaremos a Suiza.

-¿Los llevaremos?

-Tú, Antonio y yo.

Lía se recostó de la pared que colindaba con el camastro. Se cubrió los senos con la sábana blanca y sonrió. Era obvio que acababa de ser convidada a las filas de un equipo de juego clandestino.

-¿Por qué yo?

-Porque te quiero para mí durante una semana completa.

-¿Y quién es Antonio?

-Un buen amigo. Antonio Puig, un caricaturista español, otro derrotado del fascismo, como yo.

-¿Y por qué tres niños y no diez o dos?

-Porque para sacar a estos niños de Francia, sus familias han de pagar y están dispuestas a hacerlo. Para demarcar una ruta, una red, complicidades y amigos, que serán vitales en el futuro cercano. Y porque necesitamos ese dinero para abastecer a nuestro grupo.

Lía permaneció callada, pero Marcel intuyó sus curiosidades subsiguientes.

-Una imprenta modesta, dinero en efectivo para conseguir pasaportes falsos, armamento y un largo etcétera.

-¿Y yo qué le digo a Isaac?

-Tú no vas a decir nada. Vas a desaparecer siete días.

-¿Y si la respuesta es no?

(Aquí Sara ruega al cosmos que Lía diga que no, a pesar de saber perfectamente que su abuela desapareció esos siete días y que seguramente escapó con el Doctor Gabay.)

Marcel no respondió nada. Permaneció en silencio aguardando que fuera ella misma quien respondiera su propia pregunta.

No iba a decir que no. En primer lugar porque sabía bien que ella deseaba esos siete días tanto como él; y porque también estaba segura de que su riesgo significaba, tal vez, la salvación de tres vidas inocentes, como la de su hija Helena, Helenita. Y de muchas más, a futuro.

Isaac movería cielo y tierra para encontrarla, sufriría. Pensaría lo peor. ¿No era injusto?

Cuando la noche comenzaba a yacer sobre Montparnasse, emprendieron juntos el trayecto hacia las canteras bajo la ciudad. Iban al encuentro de Puig. Se infiltraron al submundo de unos túneles lóbregos, a veinte metros bajo tierra, a través de una alcantarilla de la calzada. Bajaron unas escalerillas que parecían interminables y aterrizaron en un universo estrecho, de piedra, a oscuras. Marcel iluminó el camino con una linterna pequeña pero suficiente para guiar sus pasos. Deambularon por entre las paredes rocosas de unas catacumbas, pasaron de largo un par de placas y lápidas conmemorativas sumidas en los peñascos cuyas esquelas Lía no tuvo tiempo de leer y llegaron a una pequeña puerta de madera –en mitad de los riscos- que indicaba “Avenue de l’observatoire.” La franquearon y finalmente apareció Antonio Puig, el dibujante republicano, frente a ellos. Estaba de pie como una Virgen de la Roca, rodeado de pedruscos, empolvado e impaciente.

Parecía tímido a primera vista pero sus ojos delataban un temperamento audaz y gracioso. Era un poco más joven que Marcel y estaba bebiendo de una botella color azul profundo un licor con olor a frutas. Les extendió de inmediato el sifón como si brindara.

-A que queréis un chupito -dijo repentinamente festivo.

Marcel y Lía bebieron un sorbo y se sentaron los tres sobre un plano de la piedra. El trago de alcohol no menguó la angustia de ella, ni su miedo, ni el acecho de una contrición repentina. Para un ama de casa criolla, habituada a una vida provinciana y común, el riesgo que les proponía el español era impensable.

Ella había enfrentado el poder militar de su padre casándose con Isaac Brandao. Pero eso era apenas una rebeldía menor. Esto era una historia grande, de peligro descomunal. Niños ajenos, una mujer y su amante y un comunista español. Y todo urdido desde aquella miserable fosa de piedras decrépitas y profundas como una metáfora de la degradación.

Antonio les simplificó el encargo explicándoles que entre los tres llevarían a los niños de distintas edades a través del sur de Francia hasta llegar a Suiza donde alguien estaría esperando a las criaturas. Todos tendrían pasaportes falsos al igual que los pequeños y serían la viva imagen de una familia perfecta. Un padre, tres hijos, una madre y el chofer. Sería una tentativa definitoria.

Harían un alto en un modesto pueblo de montaña llamado Le Chambon, en donde un pastor y su mujer los alojarían y luego les harían de guía hasta la frontera con Suiza. Los religiosos ya tenían una pequeña red de salvamento en diversos puntos hasta llegar al otro lado de la línea divisoria, y en esta ocasión la pondrían a prueba.

Puig conocía bien al presbítero pues éste había guarecido ya a numerosos republicanos españoles refugiados. Confiaba en él, era un buen hombre, y estaba decidido sin tregua a salvar a las almas de Dios.

Lía miró a Marcel llena de dudas. Pero él asintió y con ello, todo era coser y cantar. El mundo, su mundo estaba a salvo.

La mirada sibilina de Puig se ancló sobre la pareja. Detalló la complicidad de los enamorados y terminó de beberse su licor de frutas. El pacto estaba lacrado.

Esa noche, de regreso a la habitación de Marcel, volvieron a hacer el amor. La pasión y el miedo se asemejaron tanto durante aquella velada, que Lía no logró discriminarlos. Las consecuencias fueron las mismas: la mente obcecada y desierta, el temblor en las manos, y la urgencia de arrinconar las emociones.

Mientras cenaban una baguette con queso (la mermelada hubiera sido un milagro), Lía fluctuó de nuevo. No podía darse el lujo de morir porque con ello estaría acabando con la vida de dos seres amados: su hija Helenita y su esposo santo. No podía desampararlos.

Marcel la disuadió. Ella no iba a morir, nadie iba a morir. Sólo salvarían a tres niños inocentes, colaboraría en el experimento y luego ella regresaría a su rutina, a su vida y finalmente a su país.

A la mañana siguiente, antes de partir, Lía sintió como si comenzara a caer por un precipicio. El vacío en su estómago tenía la misma dimensión que el vacío de un acantilado. Empezó a sudar frío y algo del rosa de sus mejillas menguó por el resto del día. Le brotaron ojeras opacas bajo sus ojos de albahaca y debió maquillarse con esmero para disimular su angustia.

Se aperó con un tailleur elegantísimo que ya estaba allí dispuesto para ella y Marcel hizo lo propio con un traje de lana.

Estacionado en la esquina, ya los esperaba Antonio, ataviado como un chofer de lujo, con librea incluida y tres niños pálidos y alegres en el asiento de atrás de un Delahaye color gris plomo, resolviendo tres garabatos indescifrables que Puig había dibujado para distraerlos durante la espera.

Los chicos se debatían, lidiaban con las líneas para completar un carnero volador, un unicornio o un ángel de madera.

Cuando abordaron el auto, Lía se presentó como “la mami” y los niños se turnaron para identificarse.

-David -dijo el mayor de los tres-. Y ya tengo diez años.

-Je suis Arielle -dijo parca una niña de rizos muy rubios y ojos café, mientras le clavaba la mirada a los zapatos de tacón alto de Lía y al sombrerito que coronaba su cabeza con un tul de lunares.

-Yo me llamo Regine Soffer y tengo seis. Y creo que en este figurín lo que se ve es un niño con alas muy largas.

-¿Y cómo es que hablan español tan bien?

-Porque nuestra madre es española y nuestro padre es francés -aclaró David con el tono de un catedrático experto.

-¿Pero sabéis que desde hoy y hasta que lleguemos a Suiza, tendréis otros nombres y estos serán vuestros padres de viaje y yo vuestro chofer?

-Apuesto a que sí lo saben -dijo Marcel.

Lía observaba a los niños con detenimiento. Le producían tanta añoranza que estuvo a punto de echarse a llorar recordando a Helenita, en Caracas, al cuidado de dos niñeras y de toda la servidumbre de su casa holgada. Pensó en lo terrible que sería no poder volver a verla nunca más por culpa de su locura. Se le antojó regresarse al Hotel Mont Thabor, olvidar toda aquella empresa y borrar para siempre su atrevimiento. Pero ya no era posible.

(¿Por qué no? ¡Sal de ese auto y corre, mami… huye de esa historia como en la Rosa Púrpura del Cairo…! Sara dixit).

Arielle hablaba poco o nada. Después de detallar el atuendo de Lía, sólo estuvo atenta al paisaje del camino y a las señales de la vía. Los otros dos en cambio, estuvieron conformes con llamar “mami” a Lía siempre que hubiera gente extraña alrededor.

Hablaron de la escuela, de los deberes, de sus fiestas de cumpleaños y los regalos que habían recibido recientemente como obsequios de Purim. Golosinas y “orejas de Amán” en homenaje a la valerosa Reina Ester.

Alrededor de siete horas de trayecto, durante las cuales Monsieur Puig no dejó de cantar canciones infantiles a coro con los niños. (A Sara esta imagen le recordaba “La Novicia Rebelde”), imitar ruidos de animales feroces y domésticos, hacer adivinanzas y recitar trabalenguas.

Un camino, una distancia, unas horas en las que la singular familia discurrió sin contratiempos, como si alrededor nada pasara. Como si no estuvieran muriendo, simultáneamente, otros hombres, otros niños, otras familias felices en algún lugar próximo.

(El General Charles De Gaulle se prepararía, apenas un año más tarde, para dirigirle al pueblo francés, a través de las ondas de la BBC, un mensaje desesperado: resistir. Resistir la invasión nazi. Resistir a la humillación. Resistir.)

Pasaron por Lyon y justo cuando el paisaje ya comenzaba a ser tedioso, Lía ya mareaba y Marcel se sentía aturdido por el coro desafinado, llegaron a Le Chambon-Sur-Lignon. Era una comuna pequeña, ubicada en el Alto Loria, al sur de Francia, zambullida en una campiña ahora deshojada, al descampado, abierta y esperanzadora. Allí, en la capilla del lugar, los esperaba ya el pastor André Trocmé de la iglesia reformada de Francia, su esposa Magda y su asistente, el pastor Edouard Theislos. Ellos serían los responsables de fungir como guías en el trayecto de 300 kilómetros hasta la frontera suiza.

Los alojaron en la casa de una finca restaurada del siglo XIV, en tres grandes habitaciones, cálidas y frescas, de pisos de madera y ventanas generosas, desde donde se podía ver la campaña, los bosques y en la lejanía, algunos castillos medievales.

La granja era propiedad de unos hugonotes protestantes –como la mayoría de los habitantes locales- llamados Pierre y Adele, de rostros sonrosados y mirada amable. Formaban parte de la comuna de fieles de la Iglesia del Pastor Trocmé. Hablaban poco, pero eran muy serviciales y comprensivos y tomaban su tarea de recibirlos y acogerlos como anfitriones genuinos. Su silencio no era displicente. Era mera prudencia.

Chambon-Sur-Lignon era en sí un poblado lleno de generosidad, nobleza y discreción.

Antonio parecía disfrutar de unas vacaciones más que encabezar la primera misión de su lucha francesa; celebraba cada mínimo detalle de belleza o confort con el entusiasmo de un niño, acompañado siempre de una botella de licor y si posible, de un cigarro.

Los niños estaban muertos de hambre y Lía se ocupó de procurarles frutas de la cosecha local mientras llegaba la hora de la cena. Los abrazaba tierna mientras ellos la llamaban “mami” cada vez que alguien traspasaba su espacio privado. Se sentían cómplices de un secreto supremo, de un juego cuyas reglas estaban claras aunque fueran un poco extrañas.

(Aquí Sara evoca el patético film “La Vida es Bella”, de Roberto Benigni.)

Lía bañó a las niñas como si fueran la suya. Las peinó con paciencia y enroscó sus tirabuzones como si tejiera una toca. David ya sabía arreglárselas solo. Al final del día, ya estaban instalados en las habitaciones amplias, tapizadas de gobelinos floreados y techos a doble altura.

Lía y Marcel ocuparon la tercera, la mediana, en silencio y con discreción. Todos partirían al día siguiente hacia la frontera suiza, con sus dudas, sus recelos y sus expectativas.

Esa noche, en la sobremesa, comentaron sus miedos y aprehensiones y el Pastor Trocmé –tan delgado y miope- les relató cómo se preparaba su comunidad para los tiempos que vendrían. Resultaba singular constatar que en la capital nadie se atreviera a creer que Francia podría sucumbir a las garras alemanas. Y sin embargo, en la campiña, la realidad parecía más clara y más próxima.

Antonio, por su parte, pensaba abandonar París y tal vez integrarse a los maquis que comenzaban a organizarse. Marcel, en cambio, confesó haber recibido de una antigua amiga judía la invitación a sumarse a la armée juive de combat para enfrentar el mal en la Europa ocupada y por ocupar… Todavía no lo había conversarlo con su “esposa”, quería su visto bueno. Todos miraron a Lía tratando de adivinar su respuesta. Ella escabulló el compromiso con disimulo.

-No lo sé… No lo sé aún.

Pero todo era incierto. Todo eran planes y esperanzas. Y con esos sueños, cada quien se retiró a descansar.

(En este instante, Sara hace un alto, se incorpora y acaba con el recuento de esa jornada, lo deja trunco. No quiere ver lo que ocurre en el interior de las recámaras que ocupan los recién llegados y en especial, cómo se desarrolla esa noche dentro de la estancia de Lía y Marcel. No quiere imaginarlos cogiendo nuevamente, desnudos y sensuales, agitándose, espasmódicos, gimiendo de júbilo; y no lo hará más. Así que camina sobre el tejado, da un par de vueltas, cuenta hasta cien y regresa a su posición inicial. Duda por un instante: No sabe si quiere seguir revolviendo en el pasado de sus antepasados o si es preferible dejar de hurgar y que el olvido se lo lleve todo para conservar el recuerdo de “la mami” intacto e ileso.)

Pero Sara se extiende de nuevo sobre el friso y cierra los ojos. (De un salto ya está el momento en que los viajeros están a punto de traspasar la frontera.)

Del otro lado pueden verse unas vacas graciosas pastando y unas casas tirolesas de madera. Ellos llevan en el auto tres niños que admiran los animales a lo lejos moviendo sus colas como si fueran parte de una escenografía cinematográfica. Esos niños bien podrían ser robados. Y por supuesto, como corresponde a las fronteras, la policía los detiene justo antes de atravesar la línea invisible.

Antonio le hace bromas al gendarme –en los tiempos que corren, ¿quién querría tener más bocas que alimentar?-.

El guardia joven y malencarado mira dentro del auto: los tres niños mudos y una sonrisa de Lía.

-Passeports -dice mientras extiende su mano recia y grande hasta dentro del auto.

-¿Que ferez-vous en Suisse?

Marcel responde: On va visiter la famille.

Y Lía sostiene la sonrisa. Y Marcel entrega los seis pasaportes. Y el tiempo se detiene en ese instante preciso. Los relojes se derriten de miedo. El guardia revisa las fotos, coteja con los personajes de carne y hueso. El ensayo debe tener éxito.Y nadie respira demasiado no vaya a ser que algún gesto, alguna mueca impertinente los delate y de pronto Arielle, la niña casi muda irrumpe, con una indignación imprevista.
-¡Monsieur!
Todos, el guardia y los pasajeros, clavan sus ojos en la pequeña niña rosada. Dentro del auto el miedo va a estallar. Va a estallar.
-Il se fait tard! -le extiende al mismo tiempo la estampa del unicornio o del carnero volador o del niño con alas largas.
Al militar hijo de puta no le agrada el dibujo. Ni siquiera lo entiende.
Seguramente no dudará, dentro de poco, en congraciarse con el ejército invasor.

Pero los deja pasar.

 

Capítulo 7: Caída al vacío, tomado de la primera edición de Ediciones B, 2012

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