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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Llévame esta noche

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Usted no será un fantasma hasta que llore a sus muertos caminando por las calles de Salamanca. Eso, Lucio Cavaliero, no lo he dicho ni pensado en pleno dominio de mis facultades; alguien me lo susurró en lo que tal vez haya sido un sueño.

Cuando se vive solo y las semanas se suceden sin ir al trabajo ni tener obligaciones en el exterior, lo imaginado tiende a confundirse con lo real. Además, se trata de Salamanca: tú mismo me advertiste que en esta ciudad es fácil pasar a la Otra Orilla para verse metido en situaciones así. En el sueño ―supongamos que lo fue― subía por la calle de Jesús y, allí, a las tantas de la noche —o sería de madrugada porque la cuesta estaba solitaria—, aterido, con las manos en los bolsillos y mirando el pavimento, tal cual lo cuento, sentí que al lado me pasaba una persona. Sería un viejo más viejo que yo; la memoria o la fantasía me lo plantean con arrugas, canas, gorra; y esa sombra, un poco después de cruzarse conmigo, sentenció: usted no será un fantasma hasta que camine por las calles de Salamanca llorando a una madre muerta.

¿Me desperté en ese instante? Para despertarme debería haber sido un sueño, y no me consta. Habré seguido de largo, juzgando que el desconocido pensaba en voz alta y no se refería a mí. La voz era cavernosa, para nada de jovencito, por más que estuviésemos en Salamanca y aquí sobren los estudiantes. En voz alta, como los locos; sin sentido, excepto el de habérseme convertido en obsesión. Lo de la calle de Jesús daría miedo si fuera yo capaz de tramar catecismos, pero no ignoras que los detesto. La Jesús la rebautizaron los exorcistas —alguien me lo explicó; ¿tú?—. Ni fatal me parece la calle, ni audaz me considero; destaco los antecedentes del sitio.

Voy a lo mío, que es una madre. Pensé en lo que oí y me sentí aludido: algo significaba. A lo mejor —o a lo peor— hay cosas en la vida que no se lloran lo suficiente.

Un maullido de gata, rojiza la pelambre, me detuvo en una esquina, cerca del Mercado. Miré a la plaza del Ángel en medio de mi aliento, diluido en el frío. Joder, si apenas empieza el otoño: ya me has dicho que en Salamanca todos son extremos. Espero que en Figueira da Foz el buen tiempo se mantenga.

Existen muchos tipos de noche. La del hombre viejo tenía otras dentro y me quería: era la noche de las noches, más ojos que estrellas y menos estrellas que una ceguera que sentí o supe que me quería como a un hijo o a un pariente desprotegido.

Voy en zigzags. Atravieso la plaza Mayor. Decir que no se veía ni un alma no es exagerado. Luego, avanzo casi a trancos, lentamente: en los sueños, sobre todo en los inseguros, los que ni siquiera lo fueron, le seguimos el rastro a la melancolía. Callejuelas oscuras; esta noche, más que nunca. Una bombilla parpadea en una ventana y los breves lapsos de penumbra, de luz desvaída, me permiten llegar a la plaza de la Constitución. Me siento en casa, pese a que todavía no lo esté. Abro el portón del edificio. El ascensor está dañado: te lo había avisado en cuanto llegué a Salamanca y tomé posesión de tu ático. Me reviento escalón a escalón: sospecho que el esfuerzo me ayuda a empaparme de realidad. El ejercicio me saca del letargo. Abro la puerta y, sin encender las luces, voy a la terraza. Ver allí la Torre del Aire me serena; disuelve la sensación de haberme topado con un espectro castellano, acaso escapado de la iglesia de San Cebrián.

Junto a la Torre miro el cielo, la vasta comunidad de sombras que en Salamanca llaman ciudad y han estado en este lugar desde hace tanto, con sus licenciados, pícaros, putas, clérigos, mendigos; este parto de los tiempos que uno termina por amar sin lograr poseer, mientras el río, allá abajo, fluye. Los ríos solo saben ser agua y limar piedras.

Me hago a la idea de que la Soledad, con la mayúscula de rigor, es la hora que agregamos al molino del día, el veinticinco donde el cupo era de veinticuatro: un vacío que respira satisfecho. Estar es su verbo.

¿A qué viene todo eso, Lucio? Siempre me has pedido que cuente mis historias. Ponlo por escrito, David, repites. Estoy en el apartamento de tu padre ―«piso», dicen acá― y, con esta vista, ¿cómo no hacerte caso y redactar lo que si estuvieras presente estaríamos conversando? Si hasta la mesa parece que la hubieses dispuesto para que no haraganee y comience a teclear mis letanías; qué importa que sea jubilado, ¿no? Tenme paciencia: sospecho que cuando acabe de contarte el último viaje que hice a Venezuela todavía será de noche; solo que por ella habrán transcurrido el mes que tú y Beatriz están pasando en mi casa de Portugal, los países en los que vivimos —ganados o perdidos—, los inviernos, los otoños, los suplicios veraniegos de las Grandes Praderas o el marasmo de agosto en Nueva Inglaterra, las mujeres con las que nos hemos acostado y, hasta el sol de hoy, las excesivas veces que he escuchado lo que Purcell nos dice sobre la Reina de la Noche, pavanas a lo divino de Cristóbal de Morales y, vergüenza de las vergüenzas, los ecos adolescentes de Chet Baker mientras se pincha o atormenta pajaritos del trópico. Prometo ocuparme de cada una de esas cosas: elogiaré mi necedad sin moralina, única forma de recobrar la inocencia antes de despedirme.

La idea fija de Purcell te la debo: lo primero que hice cuando me instalé en tu piso, fingiendo que iba a escribir, fue obedecer tus instrucciones y escuchar tus discos. Me imagino que no le pertenecían a tu padre; los suyos son los de vinilo; la mayoría de ópera italiana, como era de esperar en un Cavaliero. Los compactos que tengo enfrente mientras escribo son tuyos: muchos los fraguaste; la letra garabateada en rotulador encima de ellos es la de Lucio, Alférez Mayor de la Ínsula de Manhattan, Príncipe de la Toscana, Marqués de Salamanca y Patriarca de Mystic, Connecticut. ¿Dónde más tienes residencias? Idea fija: la mitad son de Purcell o contienen siquiera una pieza suya. El que escucho hasta el vértigo es el que titulaste Queen of Night. Diferentes sopranos, tenores o contratenores; dieciséis versiones de la remisma canción, sin omitir un disparate de Nyman. He pasado temporadas aficionado a Purcell, pero tú me ganaste. Me habías dicho que te hacías samplers para escribir: no identifico a qué libro corresponde Queen of Night, a no ser que te hayas guardado un manuscrito con el que pretendes sorprenderme. No seas ingrato: soy tu más fiel crítico. Bueno, lo fui en mis tiempos de scholar: me he regenerado y me conformo con ser amigo tuyo… Otros discos los reconozco. Aquí está el del Libro de 2012; no lo descubro porque lo haya leído —ingrato, repito: esas historias andas escondiéndolas—, sino porque me hablaste de lo que escuchabas mientras escribías: el Lamento de Dido, la música para el funeral de la reina María. Allí están los discos de Retrato de un caballero, Las cenizas de Octavio, Postales de Narragonia, Silva de sirenas; hace años me los copiaste, y los pasé a la Dell. Soy el hombre de las portátiles: mi vida se aloja en unos cuantos discos duros.

Aquí y ahora, en esta Salamanca de todas las noches, Queen of Night es como una posesión benigna. No puedo deshacerme del espíritu cuando leo en el periódico las malas noticias de Venezuela o reconstruyo la última vez que allá fui. Esta noche y aquellas son una en el persistente avance de las cuerdas o el órgano; no un simple continuo, sino la cíclica insistencia de las mareas, las fases de la luna, los perros de Salamanca que le aúllan, el cangrejo antediluviano que se desplaza en las aguas del arroyo, bajo la apagada blancura de la muda esfera: esplendorosa reina. Me desfilan por la memoria los años en las Grandes Planicies o en el sur de Connecticut. La Caracas que perdí para siempre; el Portugal que recuperé, adonde irán a parar mis huesos en una extraña perversión de mi vida: estaré enterrado en su lado europeo, habiendo nacido en Venezuela; a mi madre, en cambio, el polvo de Caracas la hizo suya.

No sé si te he contado lo difícil que es gestionar una exhumación allá. Cuando tramité el entierro, en mayo de 2013, me dijeron que tenían que pasar dos años para poder solicitar el traslado. Estaba convencido de que lo haría, de que la cremaría y dispersaría sus cenizas en la bahía de Funchal, que era lo que más le gustaba: por algo se compró casas en la Penha de França y la Rua do Bom Sucesso; desde sus alturas dominaba el paisaje de la ciudad, el puerto, el océano suave que se tiñe de colores. No morir en su isla le hizo la agonía insoportable. Se le había ocurrido alquilar sus propiedades a unos holandeses que estuvieron a punto de llevarla a juicio cuando les suplicamos que rescindiesen el contrato. Ni hablándoles del cáncer se ablandaron. Para colmo mi padre tenía el plato lleno con lo de mi abuela, en Figueira da Foz, y mi madre en esos meses, sin que odiase al marido ―espero que no lo haya hecho―, derramaba sorna cuando lo mencionaba. Tuvimos que contentarnos con Caracas, en un apartamento que al menos era suyo. Pasaron los dos años; a distancia me amilanó la burocracia venezolana. Cuando comprendí que no habría cremación si no me presentaba, me di cuenta de que tal vez no valiese la pena. La vida nos carga de suficientes angustias como para estarnos flagelando con símbolos; y volver a Venezuela era para mí hacer agonizar de nuevo a la difunta. Me refiero a lo que llevamos dentro que es madre de uno.

Isabel y Fernando casados para siempre en su medallón, en la fachada de la Universidad. La reina de Salamanca no es Isabel, sino la luna: la miro con los dedos en el teclado. La luna me obliga a pensar en sombras que se olvidan sin derecho a exhumación.

Me pregunto si seré un fantasma. Mi alma croa encima de las calaveras.

 

 

BASTA DE afinar el instrumento: aunque no la entienda, contaré mi historia. Como conviene a quien escribe en las riberas del Tormes, cuna de Lázaro, me dirigiré a Vuestra Merced, don Lucio Cavaliero. Mis adversidades y estupideces compendian las del ser humano.

¿Te ha pasado que subiendo del aeropuerto a Caracas presintieses que en el avión te sirvieron un plato de arena? Era mi impresión en el taxi. Cerca de un barranco vi una valla publicitaria vacía: me acordé de aquello que me refirió tu suegro, que en paz descanse… Decidió hacerse amigo tuyo cuando leyó los graffiti que dejabas en los baños de la Escuela de Letras. Cosillas a la Rimbaud como «Y Caracas me trajo la espantosa risa del idiota». Dejar una frase así en la valla me habría parecido adecuado.

Subía, y el movimiento interno era el contrario: me precipitaba. El golpe de humedad tropical en la cara cuando uno sale del aeropuerto nunca me fue grato; tampoco avistar las rancherías, aquellos sórdidos casebres haciendo equilibrios en los cerros, a punto siempre de caerse a la menor lluvia. Casebre es la palabra que usaba mi padre cuando les describía a los amigos de Figueira da Foz la miseria, la suciedad, la fealdad del trayecto. Lo oía dar detalles más deplorables aún, disuadiendo al vecino que quería visitar a un amigo en Venezuela; entonces me atrevía a interrumpirlo: si tanto te repele el país, ¿por qué me hiciste nacer allá? No fue idea mía, contestaba él… En efecto, Lucio, mi madre era la de la superstición venezolana, la que defendía la decisión de acampar en esos predios y no en São Paulo o Providence ―preferencias de su marido―. Papá se vio forzado a dejar Portugal cuando mis abuelos lo expulsaron de casa, por lo del matrimonio (según supe, dejó a su novia formal al conocer a mi madre en unas vacaciones madeirenses). Expulsado de casa y del negocio familiar: en ese entonces, a su edad, estar desempleado era mortal; la patria quería soldados en las colonias, y él no era partidario de irse a disciplinar las Áfricas. Durante sus últimos días también me confesó que la PIDE, la policía política de la dictadura, lo investigaba por supuestas actividades subversivas (que no eran serias: había sido amigo de un par de criptocomunistas en las aulas de Filosofía de Coímbra; ni siquiera los había vuelto a ver desde la graduación. Pero igual andaba fichado por el Estado Novo). En fin, un alto en Venezuela, no más de tres, cuatro años. Lo cierto es que la mujer se encariñó con Caracas, y hasta supo lo que significaba tener cierta independencia: montó una peluquería con un par de amigas portuguesas. La vida venezolana le gustó. Ella, incluso, mantenía a la familia mientras papá una y otra vez fracasaba en lo de regentar hoteles y chalés, que era lo que aprendió en Figueira da Foz, tradición de los Sousa. En Suramérica sufrió; no quería sino regresar a Europa. Caracas fue una melcocha de bondades financieras para algunos y temas desagradables para otros: tres veces asaltaron a mi viejo, de pistola o cuchillo al cuello. Claro que no era nada comparable con los miles de asesinatos que empezaron a engordar estadísticas hacia el año 2000. Los cincuenta, sesenta y setenta habían sido otra cosa; el dinero circulaba, hacía felices a mi madre y sus amigas. Todo el que tuviera una moderada cultura del trabajo flotaba. No voy a repetir lo que hemos conversado sobre los miles de extranjeros que llegaban. Fíjate en tu padre, el doctor Cavaliero, que se desentendió de su Toscana.

La memoria tiene una rara noción de la línea recta. Los casebres venezolanos me habían parecido horrorosos desde que me fui a estudiar a Portugal por primera vez. Cada regreso más difícil. Cuando me largué a hacer el posgrado en los Estados Unidos el recuerdo del camino entre Maiquetía y Caracas me frenaba, me impedía comprar pasajes para visitar a mis padres; a estos los veía cuando estaban en Madeira o Figueira da Foz, o en las pocas ocasiones en que se quedaron conmigo en Boston o Lincoln. Había otros motivos, naturalmente, para temer mis Vueltas a la patria, pero el disgusto que suscita la carretera que trepa por las montañas desde el Caribe hasta unos mil metros tocaba la fanfarria. Busqué excusas para no aportar en Venezuela en las vacaciones: charlas en Londres o Barcelona; unos amigos que tenían una cabaña cerca de un lago, en Quebec; clases de verano en Tolosa; Helen proponía que fuéramos a pasar unas semanas con sus padres ―antes que fallecieran― y yo no me negaba. Todo menos volar a Caracas. La enfermedad de mi madre me obligó a hacerlo.

La ciudad fue clavándome sus imágenes dondequiera que el nervio óptico y los recuerdos se juntasen. Había una riña: cada edificio seguía en su lugar, igual que a mi partida, solo que revestido de una piel oscura, como corroída por la lepra, a jirones. Rascacielos, parques, estatuas, puentes, el río color de mierda: idénticos a los del inventario mental privado; idénticos y arruinados de alguna manera. Viejos los edificios, cariados, pelándose por falta de mantenimiento, renqueando de la manera inmóvil como la arquitectura lo hace si uno sabe mirar. El ruido, el tráfico, el calor. El Guaire no olía mal: apestaba. En el hombrillo de la autopista había bolsas de basura abandonadas. Los zamuros de mi niñez eran puntos negros en el cielo, perdidos en el fulgor del trópico; ahora se volvían transeúntes, posados en las barreras que separaban la vía del canal del río: alguno se refocilaba en la basura; los demás estaban tan hartos que digerían impasibles, sencillamente chatos, asquerosos, carentes de la siniestra gracia de los buitres africanos. Invasión de zamuros: me costaba pensar mientras avanzábamos hacia el este de la ciudad. A un lado y otro iba reconociendo Bello Monte, el CCCT, Chuao. Pordioseros mugrientos bajo los puentes, dormidos al lado de pancartas que despedían al Comandante Eterno.

El roce con Santa Sofía y San Luis, la llegada a El Cafetal me lanzaron una perdigonada. Recuperé direcciones: dónde vivía algún amigo del bachillerato; el profesor que me había invitado a cenar en su casa para celebrar mi primera publicación o la defensa de la tesis de licenciatura. La localización del cine en Caurimare. Por momentos había sido feliz en El Cafetal. La novia de mi adolescencia: novia no, pasé demasiadas horas frente a su apartamento, contemplándolo desde la calle; nunca me atreví a declarármele; yo era del gremio de los tímidos. Perdí la virginidad dos calles más abajo, donde otra chica, a quien ayudaba a estudiar para no sé qué examen; ella, aprovechando que no estaban los padres, tuvo la iniciativa. Abelardo de mí: la pedagogía con erecciones resulta. Sacó magníficas notas. Luego me enteré de que sabía tanto como yo de la materia: la clase privada era buena excusa. El romance duró hasta que acabó el año escolar; dos meses después, me fui a estudiar a Coímbra.

El Cafetal se parecía a lo que de él retuve en mi ausencia; no obstante, nada brillaba. La urbanización había envejecido con menos suciedad y deterioro que otras partes de Caracas, cierto. Solo menos: el trópico, de por sí, es un reto para los edificios, en medio de la humedad hostil y juntas de condominio quebradas; casi cada muro, cada pared, cada balcón manchados, salpicados de vitiligo.

Sorprendí al taxista espiándome. No le sostuve la mirada. Sospeché que sabía de mí: Felipe, mi vecino, lo había contratado y si Felipe seguía siendo hablador le habría dado más que mis señas físicas. Se me confirmó la sospecha a la entrada del edificio; el hombre me dijo algo como que sentía mucho lo de la enfermedad de mi «mamá». Mientras se lo agradecía, me registré el bolsillo e hice equilibrio con las maletas.

―No se preocupe, don David. El señor Felipe me pagó.

Con lo agobiado que andaba olvidé el detalle, adelantado por Felipe. Insistí en dejarle al hombre una propina, un billete de veinte dólares que Higinio ―ese era su nombre― vio con sorpresa y horror. Se lo di en la calle, a la luz del día. Empezó a mirar en todas direcciones.

―Tenga cuidado, mi don, en este país no se enseñan dólares.

¿Habrían promulgado algo revolucionario los chavistas? Me percaté de a qué se debía el miedo: dos tipos en moto conversaban, estacionados.

―Entre rapidito. Yo espero a que esté dentro.

Cuando Felipe había oído que pensaba venirme con cualquier taxista de Maiquetía puso el grito en el cielo y me preguntó si estaba loco. Acabarás secuestrado, cómo se te ocurre, tanto doctorado encima y me sales con esa vaina: parece que ganaron los genes; retrocediste a portugués. ¿Cómo se cura eso?

Higinio llamó por teléfono a alguien que supe que era Felipe y este, desde su apartamento, abrió el portón del edificio. Como pude, me despedí del taxista, cargué las dos maletas y con la espalda empujé la hoja de metal.

Higinio no dejaba de arrojar vistazos a los motorizados. Se metió en el auto y arrancó en cuanto llegué, acabado el jardín, a la segunda puerta del edificio.

Me asusté al abrir: había un hombre armado.

―Buenos días, patrón ―oí que decía el del uniforme―. ¿A qué apartamento va?

―Al 7A.

―¿Usted es el hijo de doña Alicia?

Asentí. El guardia ablandó la expresión.

―Pase. Déjeme ayudarlo.

Que me ayudase a cargar maletas haciendo malabarismos con la escopeta me puso nervioso. Hasta el ascensor, le dije, fijándome en el broche de la compañía de seguridad. El logo era una rama dorada; el nombre del guardia, Erebio Nix. La rareza me confirmó lo que había supuesto por el acento extranjero y la negrura de la piel: ¿trinitario? De las Antillas era; nunca supe de cuál. Thank you… Merci. Durante mi estadía en el edificio hice el amago de comunicarme con él en inglés y francés; no me comprendió: hablaría papiamento.

Recuerdo su cara solemne aquella vez, mientras las compuertas del ascensor se cerraban para llevarme a la séptima planta.

 

 

FELIPE ME esperaba. Pese a habernos contactado por Skype, las barbas rubias y los lentes alteraban mi versión de sus facciones, que databa de mi niñez y adolescencia. Pero lo reconocí. Ya a la voz me había acostumbrado por frecuentes conversaciones telefónicas desde que mi madre empeoró y él me relevó como hijo.

―Gallego.

Fue lo que le dije cuando lo abracé. Nos fastidiábamos lo mejor que podíamos; el apodo lo aceptaba cuando venía de mí. Yo tenía que resignarme al «portu» o, cuando todavía no éramos ni adolescentes, al «portugués pata al revés». Lo de la rima tonta se le pasó cuando teníamos doce o trece y a mí me dio por leer. Un día le retruqué que aquello de pata al revés era una jitanjáfora; me miró, perplejo: no sé qué es eso. Porque eres gallego, concluí. Fue la última vez. Pero del portu no se abstuvo.

A mi llegada no me llamó sino por mi nombre: demasiados asuntos con que lidiar.

―Coño, David de Sousa, menos mal que estás acá. Mi mamá, que no es tan católica, no hace sino rezar para que la tuya no se nos vaya sin verte.

No había reproche. Las circunstancias eran complicadas; me comentó lo abrumados que se sentían por las combinatorias, la mala suerte.

En marzo del año anterior, cuando le extirparon a Alice el tumor del colon, se sabía que la metástasis se había propagado al hígado de una manera intratable. O sí que lo era ―sentenció Andrés, el novio de Felipe, último experto a quien acudimos―, con una quimioterapia que se limitaría a demorar lo inevitable. Confirmó las tres opiniones que precedieron a la suya: cuarto estadio. Tomados ambos lóbulos del hígado, la terapia sería intensa; la debilitaría de tal modo que el corazón no aguantaría: doña Alicia arrastra una historia cardíaca complicada. (No me lo tenían que recordar, con el baipás coronario hacía unos años). Además, David, piensa que tu mamá no es ninguna jovencita. Cierto: a sus setenta y tres se sentía afortunada, viniendo de una familia donde la longevidad se hacía añicos a los sesenta. ¿Qué opciones había?, le pregunté a Andrés por teléfono. Me respondió que arriesgarse a la quimio prolongaría su vida algunos meses, no más que algunos…, aunque podría precipitar reacciones de todo tipo.

¿Cuántas horas nos habremos torturado mi padre y yo discutiéndolo, hasta que decidimos no hacer nada? Cuando él o yo decíamos «nada» él se ponía a llorar; significaba ahorrarle a mi madre la temporada de oncólogos: ella no dejaba de recordar la infelicidad de su propio padre durante el tratamiento; los vómitos turbios, gritados; las diarreas que le mordían las entrañas; en las últimas semanas la boca llagada, sangrante. Cuando mamá quería contar una historia de terror, evocaba los días en que hizo de enfermera de mi abuelo Jacinto para ver que se moría como nos morimos todos. Es más misericordioso que alguien nos mate de una vez, declaraba exaltada. El cáncer era lo más lóbrego que le pasaba por la cabeza. Cuando supo que Hugo Chávez se moría de uno, con lo que llegó a odiarlo por acabar de desbaratar la Venezuela que ella tanto quería, la oí decretar, por teléfono, intérprete de la voluntad divina: Deus sabe o que faz. Fue antes que averiguásemos lo del colon.

Averiguásemos: el nosotros no la incluía. Mi padre y yo. Él llevó a su mujer a la Clínica Santa Sofía cuando empezó a quejarse de ciertos malestares. La acompañó después a los exámenes, los cuales evidenciaron que la tendencia a la anemia se agudizaba. Se entendió en cada oportunidad con los médicos. Me llamó un día y me dijo David, ¿estás sentado? Allí me descargó en la conciencia los meses de insomnio que se me avecinaban, las penurias logísticas, los ardores de estómago por úlceras reabiertas (olvidadas no estaban; mi relación con Helen en esa época se veía tan etapa cuarta como el cáncer de mi madre). Entre conversaciones, repasando detalles, telefoneando yo a cuanto médico consultaba primero él, para recibir con mis propios oídos la sentencia; entre monólogos pesarosos de papá, de los que iba recuperándose con el paso de los días, decidimos ambos no revelarle nada a Alice, porque bien que la conocía él como su mujer y más que bien yo como madre. Nos turnábamos en los toma y daca. A veces, él la emprendía:

Não julgas mais correto, e até mais cristão, lhe dizer o que tem?

Mi respuesta:

―¿De qué cristianismo hablas, papá, si sabemos que va a maliciar que Dios la castiga?

Luego me tocaba dudar. Para disculparme, le hablaba en su lengua:

Pois é. Acho que fazemos um grande erro…

Su respuesta:

Mas não fazê-lo seria terrível.

Exacto: mayor error no cometer el que cometíamos. Cualquier alternativa estaba mal; cuestión de grados. Aquello tenía sentido, no parecía salido de mi viejo, cuyos años de estudiante de Filosofía habían sido devorados por el prosaísmo de la administración de chalés. Sentido tenía, y remató: tu mamá no sabe de placeres, excepto peinar a las amigas, juntarse con ellas para el rosario o el croché. Vivir es no saber cuándo dejas de hacerlo; en el momento en que le anuncies su muerte, la matas. Mejor le damos a entender que se recupera de la operación del colon. Los médicos coinciden en que no habrá dolor hasta el final.

Yo también lo había oído de cada uno de ellos.

No se equivocaron ni los de Caracas, ni los de Lincoln, ni los de Coímbra. Luego de la operación mamá tuvo ocho meses de relativa normalidad, pensando que el tumor no había sido maligno. Papá se encargó de mentirle; era, después de todo, su marido. En noviembre, Alice ―«doña Alicia», como le castellanizaban el nombre― empezó a recibir clientas en uno de los cuartos del apartamento de El Cafetal, travestido en peluquería al jubilarse. Imprescindible el contacto con las viejas compinches. En diciembre las atendió; recibió allí regalos de Navidad. Enero vino asesino y unos dolores de espalda la tendieron en la cama. Nos enteramos papá y yo de que el mal avanzaba. Con pavor, oímos la explicación de Andrés: el cáncer se había instalado en la columna. Para abril de 2013, en vísperas de mi partida a Venezuela, unas placas delataron cuatro vértebras y media inexistentes; no eran huesos en ese momento: sustancia fofa, incapaz de sostener a nadie. Sin calmantes no había lucidez.

Desde Nebraska, por teléfono, seguí los episodios de la historia. Papá, que no era un chiquillo, tampoco podía mover a su mujer. Me sentía desvalido; las clases solo terminaban el 30 de abril: les prometí que estaría con ellos al día siguiente de acabado el semestre. Incluso le pediría a un asistente de cátedra que supervisara los exámenes finales. Decidimos que lo sensato sería alquilar una silla de ruedas, contratar a una enfermera. Alice barruntaba que lo que le habían sacado del colon dejó semillas, grãos. Ninguno de los médicos se lo dijo así; tenían claro que debían entenderse con el marido, y el marido le transmitía a la paciente la versión necesaria. Mamá no era una mujer moderna; además de no entender de medicina, les tenía pánico a los médicos: agradecía los intermediarios. Pero tonta no era; al mes de la parálisis habría comprendido que la verdad se la dispensaban a cuentagotas.

 

Primera edición Seix Barral, 2020

Tomado de la 2da. edición ampliada de ABediciones, 2022

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