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Hay dos miedos: el miedo a algo, y el miedo al miedo, ese que siempre llevas y que nunca vas a poder sacarte desde el momento en que empezó.

Rodolfo Fogwill

Yo sabía que estaba muerto, no sé cuándo lo supe exactamente, pero creo que me enteré rápido, es decir, casi en el mismo momento de morir. Eran casi las siete de la noche y yo iba cruzando la plaza La Concordia. Una pareja y gente del urbanismo ocupaban los bancos donde había luz, otras partes se veían medio oscuras, como siempre.

Distinguí a Nerio, pegado al obelisco y detrás de él a Lizandro. Su expresión decidida y la forma de mirarme, directo, hicieron que un chorro de adrenalina pura me alertara y di la vuelta enseguida para echar a correr en sentido contrario, pero ahí me encontré de frente con Tommy, que me cerró el paso. Con el rabillo del ojo vi que Nerio ya me había alcanzado y se encontraba a mis espaldas con la pistola en la mano. Conocía a esos malandros, porque nací y me crie en esta zona. Mi papá tenía una carpintería, y la dinámica de un negocio familiar, en pleno centro de la ciudad, obliga a conocer a todas las lacras del lugar.

—No te pongas plástico —me murmuró mientras clavaba el cañón de la pistola en mis costillas—. Dame los dólares, que estás pichao.

Traté de resistirme cuando sentí que me arrancaban el morral y la gorra.

—Tranquilo —susurró Nerio.

Su voz se apagó cuando saqué con fuerza los codos hacia atrás y lo golpeé en el pecho. Me giré para lanzarle una patada, pero no tuve tiempo. Un disparo en la nuca fue mi pasaporte a este limbo. Una bandada de murciélagos voló de un árbol a otro, asustados. El zumbido de ese aleteo se mezcló con otros disparos que Nerio me hizo en el pecho para asegurarse de que yo estaba muerto. Luego huyó veloz hacia la Baralt, Tommy corrió en dirección a la capilla gótica y Lizandro se esfumó vía Castán.

Percibí todo en un segundo. En medio de esa confusión, me quedé lelo al ver mi cuerpo en el piso. Hubo gritos y la gente que se hallaba en las aceras de la Misión, y otras personas que transitaban por ahí cerca, corrieron hacia donde sonaron los disparos. Al llegar, se arremolinaron, viendo mi cadáver tendido en el suelo; un charco de sangre empezó a formarse. Me palpé el pecho y la cabeza, no sentía ninguna herida ni vi sangre en mis manos. La gente comenzó a apiñarse en la plaza y en la acera de enfrente. Vi un grupo que se pegaba contra el muro del convento y sentí pánico, un terror visceral que me paralizó porque entendí que estaba muerto.

Me quedé clavado en el sitio. El escándalo de afuera y el caos dentro de mi cabeza me impedían pensar. No podía entender por qué era capaz de sentir miedo y tener la boca reseca, por qué sentía las tripas revueltas, con ganas de vomitar y de ir al baño al mismo tiempo. Eso no era posible si estaba muerto, pero sí lo era y sí estaba muerto.

Mamá llegó gritando, iba descalza, con una bata de dormir transparente por el uso y lavadas infinitas. Llevaba el pelo suelto y se lanzó sobre mi cuerpo llorando con una desesperación escalofriante. Mis dos hermanas llegaron con ella. Otras mujeres, tal vez identificadas con su desgracia, trataban en vano de despegarla de mi cuerpo, al que se aferraba desconsoladamente. Me acerqué llamándola, pero ella seguía gritando.

—¡Me lo mataron, mataron a mi Alfonsito, me mataron a mi muchacho!

—Mírame, mamá, estoy aquí —le dije tratando de tocarla, pero era como agarrar aire—. Mamá, estoy aquí —rogué, y mi voz se fue convirtiendo en un murmullo roto; ella no podía escucharme, yo ya no pertenecía a ese mundo.

Al fin lograron arrancarla del cuerpo, ella se debatía, contorsionándose como una bestia herida, tenía la boca ensangrentada y me recordó a un payaso sangriento que vi en una película. Algunos mechones de su cabello también quedaron teñidos con mi sangre, pero ella no se daba cuenta de nada. Solo gritaba mi nombre, enajenada, con su aspecto aterrador. Jamás imaginé que el dolor pudiera desfigurar tanto a una persona.

La policía apareció y comenzó a dispersar a los mirones. Hubo más gritos, órdenes lanzadas con autoridad de cuartel, preguntas y gente corriendo otra vez. Mis hermanas y unas vecinas, acompañadas por un par de policías, se llevaron a rastras a mamá, mientras otros funcionarios acordonaron la plaza y espantaban a los curiosos que se arremolinaban alrededor de ellos. Llegaron más funcionarios. Después de lo que me pareció una eternidad, vi cómo trasladaban mi cadáver hasta la furgoneta de la morgue. La plaza quedó sola, me senté en un banco y me eché a llorar.

Una cantidad absurda de imágenes comenzaron a revolotear dentro de mi cabeza, como una lluvia de fotografías.

En todos esos recuerdos estaba yo, las imágenes afloraban y se ocultaban en algún recodo de mi conciencia. Conocía a las personas que aparecían en esas reproducciones, pero no daba con el nombre de ellas. Mi memoria se convirtió en un pozo lleno de niebla. Hice un esfuerzo por retener aquellos rostros, pero otras presencias acudían en lugar de los que invocaba.

En un instante vi a Tatiana, mi hermana mayor, sonriendo, y supe que era analista de sistemas en un banco. No pude recordar cuál, ni cuándo comenzó a trabajar allí. Escuché puertas cerrándose, un perro ladrando en la distancia, el ulular de una ambulancia, mis amigos en la universidad riéndose mientras sacábamos fotocopias. Mi morral lleno de libros rodando calle abajo, luces de neón en una autopista desconocida. Vi a Soraida, mi otra hermana, volando con su cabello suelto, haciendo cabriolas para pasar por la ranura de ventanas de aulas llenas de frutas podridas.

Quise aferrarme a ese recuerdo, pero en su lugar emergió un obelisco negro, imponente, sentí terror y grité. Creí que iba a despertar en mi cama, pero regresé al taller de papá, porque esa tarde él me pidió que le llevara un dinero a mi tío Simón, que me iba a esperar en Teatros. Papá no podía ir porque debía entregar unas repisas en Caricuao. Era costumbre que, apenas el reloj marcaba las cinco de la tarde, él cerrara el negocio y subiera a la casa, que estaba en el piso de arriba. En ese mundo de noventa metros cuadrados viví estos veintidós años, con mis viejos y mis dos hermanas.

Me observé en el taller, dentro de un espejismo que me mantenía prisionero. Yo era el hijo menor y papá se sentía orgulloso de mí, a pesar de que me fui a estudiar Letras. Una vez me preguntó: «¿y esos no son estudios de marico? Cuidado con una vaina, Alfonso», dijo y me abrazó riéndose. El taller tenía un ruido extraño, era un diapasón repetitivo que iba en aumento. Miré a los amigos que lo acompañaban y a sus dos empleados. Me dio trescientos dólares delante de ellos, y me pidió que me apurara, porque mi tío ya estaba en el sitio. Uno de sus empleados estaba mandando un mensaje de texto en ese momento.

Dejé de sentir miedo en algún momento; no sé cuándo porque aquí no hay relojes que atrapen el tiempo, pero mis emociones se fueron apaciguando. Di vueltas por la plaza, veía niños que jugaban en los toboganes, vi parejas, vi a hombres y mujeres que transitaban apurados de un lugar a otro. Comprendí que nadie percibiría mi presencia. Eché un vistazo al cielo, el sol brillaba, incandescente, aunque no sentí calor, ni siquiera una leve sensación de calidez. No quedaba rastro de sangre en el piso, ¿cuánto tiempo había pasado desde mi muerte?

Comencé a deambular por los alrededores y llegué a mi casa, se veía oscura, aunque las puertas y las ventanas estaban abiertas. Había algunas personas que me parecieron familiares, pero solo fui capaz de reconocer a mis hermanas, Soraida y Tatiana. Me detuve, no recordaba dónde estaba mi cuarto ni el de mamá, pero no fue difícil encontrarla. La hallé acurrucada en su cama, en posición fetal. La contemplé. Tenía los ojos cerrados, aunque no dormía. Reparé en su cabello revuelto y el dorso de la mano sobre los ojos.

Me acerqué a la cama y ella se incorporó en el acto, presintiéndome. Su mirada vagó por el cuarto, y las lágrimas rodaron silenciosas por su rostro demacrado. En ese instante sentí su dolor, era una agonía al rojo vivo que me quemó por dentro. Grité, pero mi grito se perdió en esta dimensión sin fin donde deambulo. No soporté aquel desgarramiento y salí disparado. Soraida miró a su alrededor con ojos desorbitados y se santiguó, Tatiana se tapó la boca con una mano, en sus ojos había espanto. Salí huyendo de aquel lugar oscuro y doloroso, y nunca más volví.

Había escuchado muchas historias acerca de la gente que muere repentinamente, o de forma violenta, y se queda en el limbo atorada en dos dimensiones. No sé si esto es el limbo o el purgatorio. Tampoco sé si estoy atrapado en esta plaza, que cada vez encuentro más grande y cambiada. Hace poco descubrí que tiene parques oscuros con árboles inmensos. Encontré pasillos, escaleras empinadas y rutas que conducen hacia la iglesia gótica y a las mazmorras donde encerraban a todo aquel que el general Gómez consideraba una amenaza.

Bajé a la cárcel, atraído por los murmullos de fantasmas que aún recorren sus pasadizos oscuros, penando por los corredores. La cárcel es infinita, con tantas celdas como para meter presa a toda la ciudad, a todo el país si les da la gana, porque ese infierno se renueva cada día. Esta cárcel es una tumba maldita llena de espectros buscando una puerta que los lleve hacia algún sitio donde la muerte no duela tanto.

Vagando por un sendero de la plaza, hallé el muro de un convento que se extiende por toda la cuadra. Las puertas son inmensas, de madera, con clavos sobresaliendo, como una fortaleza perdida en la bruma. Una monja vestida de negro apareció de repente, tenía los párpados y los labios cosidos con hilo rojo. Iba rezando un Ave María, cautiva en un bucle eterno, sola, como todos los fantasmas. Seguí de largo, no quería verla otra vez.

En mi camino vi a una pareja de seres que no son ánimas, en otra oportunidad había visto a otros como ellos, etéreos, pero sin luz, y todos los fantasmas tenemos un brillo que nos traemos de la que fue nuestra vida. Algunos brillan más que otros, también hay legiones que tienen una luz negra, unas más brillantes, otras más opacas, incluso débiles, a punto de morir. Por eso sé que no son fantasmas.

Se me pasó por la cabeza la idea de que fueran entes creados con vudú, esa idea me conectó con el Gólem y me quedé perplejo pensando en la posibilidad de estar viendo personajes de ficción. ¿Sería eso posible? ¿Por qué no?, me respondí. Entonces traté de acercarme, pero desaparecieron de pronto y, por más que busqué, no pude ubicarlos. Desde entonces me propuse acercármeles cuando los viera de nuevo, y esa fue mi oportunidad.

A lo mejor logro escapar con ellos, me dije, con ese tipo de esperanza pueril que siempre nos decepcionan, pero no quise reflexionar, total, no tenía nada que perder. Los seguí, despacio. Lo único que quiero es salir de aquí. Quiero ir a cualquier parte donde pueda sentir sueño de nuevo, quiero dormir y volver a soñar, es lo que más deseo, porque los muertos nunca soñamos.

Los vi dar vueltas, curiosear, como si estuvieran haciendo turismo urbano. No sé si no podían verme, si no se percataron de mi presencia o yo no les interesaba, pero esta vez no se escabulleron. Salimos de la plaza y, después de caminar un rato, llegamos a la casa de una escritora, y corroboré mis sospechas. Los vi saltando a un océano de luz y los imité. Corrí con los brazos abiertos y me fundí en la blancura de una página.

Quedé enceguecido por un momento, y el ritmo oscuro de un tambor lejano comenzó a latir dentro de mi cabeza. Una fuerza me arrastraba hacia adelante y tuve la sensación de que a mi paso se iba rompiendo algo, sedas porosas o membranas transparentes, hasta que caí de bruces sobre mi propio cuerpo tendido en la camilla de un hospital. Tenía doce años y me había atropellado una moto. Eso fue en diciembre, andaba en mi bicicleta nueva y un motorizado me llevó por delante. Abrí los ojos, pensé que había soñado mi muerte, y supe, con una certeza lapidaria, que me matarían a los veintidós años cruzando una plaza.

 

Del libro Escalofríos urbanos (Edición independiente, 2025)

 

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