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Escena: Sala de nuestro apartamento en San Bernardino. No estoy seguro si corre 1973 o 1974, aunque para los efectos de esta crónica no creo que sea un dato importante. Mi mamá siempre ha tenido mal gusto para los muebles, así que me recuerdo sentado en un felpudo sofá “Rococó”, tapizado en una tela vinotinto con arabescos. Tengo mi inseparable vaso de Toddy caliente en una mano y Popy me hechiza desde un estudio del canal 8 CVTV; hoy día trastocado en VTV.
Pero no nos amarguemos la tarde y volvamos al Show de Popy. Yo no lo sabía, pero Popy era un payaso mediocre, desangelado y con muy mal carácter, aunque de eso hablaremos más tarde. Era una suerte de Krusty con peinado yanomami. Pero de niño uno no suele prestarle mucha atención al detalle y las canciones del payaso me gustaban y hasta me las sabía de memoria.
Ya para esa época, el pequeño Diony López, que así se llamaba el payaso, había abandonado su sueño de ser una estrella pop con el desafinado dúo “Los Dionis” y andaba en planes de relanzar su carrera. Su amigo Trino Mora, el inmortal intérprete de “Libera tu mente” le había dado una crucial sugerencia a López que le cambiaría la vida: “Tienes que lanzarte con un espectáculo infantil. Con payasos y todo eso”, le diría el rockero.
Diony, que si algo tenía era espíritu de emprendedor, le tomó la palabra a Trino e ideó y dio vida a un personaje que revolucionaría la televisión venezolana de principios de los 70: Popy.
Popy era un payaso extraño. Tenía más de mimo que de bufón de circo. Aparte del raro peinado indígena, usaba sombrero bombín negro, estridente franela a rayas y un chaleco sin mangas que le confería un aire de mesonero. El clown tenía la simpatía de un revólver. Él lo sabía y disimulaba su total ausencia de gracia y agrio carácter tras la fachada del “payaso pedagógico”. Así, en los muchos discos que logró grabar a lo largo de su carrera, se esforzó en plasmar a través de sus letras loas al correcto cepillado dental, a la sana alimentación y a la “necesidad” de un aparato tecnológico como el teléfono. Sus didácticas composiciones tenían impregnadas ese tono de monserga regañona a lo Madre Superiora que tanto fascinaba a los niños, entre los que me incluía yo.
Aquella tarde en que me encontraba en el sofá viendo El Show de Popy, Diony haría un anuncio que me llenaría de entusiasmo pero también de mucho estrés: ese fin de semana sería la inauguración de Popylandia; una heladería “temática” cuyo único tema era el payaso cascarrabias.
No recuerdo con exactitud los detalles de la campaña que le montamos mi hermana y yo a mi mamá para que nos llevaran a Popylandia. El caso es que funcionó y ese sábado, como a las dos de la tarde, ya estábamos en los sótanos del Beco de Chacaíto donde el emprendedor Diony había montado su heladería.
Creo que era la primera vez en mi vida que veía a tanta gente junta en un lugar cerrado. Las personas hacían fila y se arremolinaban en torno al local de Popy que más bien lucía como un quiosquito de helados EFE.
De pronto se oyeron unos gritos y una turbamulta de chamos, adultos y hasta abuelitas salieron de un costado de Popylandia persiguiendo y apiñando al payaso que comenzaba ya a sentir los rigores de la fama.
Traía a dos gorditos aferrados a una de sus piernas, lo que le dificultaba la huida. Un negrito bembón y con cara de malo, se le había encaramado a la espalda y le halaba el cabello como corroborando la veracidad de aquel prodigio de pelos. Una de las abuelas le había arrebatado el bombín de fieltro y se lo disputaba a empujones con otras doñas. Todo ese maremágnum venía en dirección a nosotros cuando grité:
-¡Mamá, ahí viene Popy!
Cuando desperté en la ambulancia, Popy siempre estaría ahí, dándome el empujón.
Del libro Tardes felices (Ediciones Puntocero, 2016)