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Memorias de un venezolano de la decadencia

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CAPITULO 1

23 de mayo de 1899 — La Invasión — Tocuyito — Valencia — Los Valles de Aragua — Castro y su oratoria — Los dos héroes.

UNA MAÑANA, a comienzos del año 99, cuando atravesaba la antesala del presidente Andrade el general Pedro Ducharme, para concurrir a la entrevista a que le tenía citado, llamó su atención un hombrecillo impaciente, con la cabeza muy grande y las mandíbulas muy salientes, que se agitaba en su asiento después de una larga espera para ser recibido… Llevaba un traje de levita gris claro, “flor de romero” —ese matiz predilecto de las gentes del interior— bastante deteriorado, y revelaba en su agitación y en sus maneras un poco de mala educación y además la tremenda energía de unos ojos vivaces, inteligentísimos, que a ratos se velaban en una soñolencia india y sensual.

Cuando Ducharme partía, una hora después de su conferencia con el Presidente de la República, el hombrecillo, colérico, le salió al encuentro:

—Vea usted: usted llegó mucho después que yo; ya le recibieron y le despacharon, y a mí me tiene aquí este “muérgano”, ¿no?

Hablaba con ese acento peculiar, cantarino, de las gentes de la Cordillera, cuyas enes quedan vibrando al fin del período y que forman sus oraciones siempre en forma dubitativa, como si desconfiaran de la propia trayectoria de sus palabras…

Ducharme, un hombre perfectamente bien educado y flemático, se tocó el ala del sombrero y pasó.

Detrás quedó el pequeñín, colérico, midiendo la antesala con sus pasitos acelerados e inquietos.

La revolución que pacientemente había tramado el general José Ignacio Pulido, a más de la excelente organización que el viejo veterano de la Guerra Larga le había dado, contaba con todos los elementos psicológicos y con los materiales. La elección de Ignacio Andrade, por voluntad del caudillo Crespo, había sido una burla al Nacionalismo en las urnas electorales en 1897. Crespo impuso a su protegido Andrade, trayéndole desde la presidencia del Edo. Miranda, que le confiara a raíz del triunfo liberal del 92, para hacerle, contra viento y marea, su sucesor y su testaferro. A la consideración pública, junto con Andrade se presentaba la candidatura liberal del Dr. Juan Francisco Castillo. Sólo que a Crespo, el “boss” de chafarote, el “gran elector” de lanza, conveníale menos este personaje. Y así evadió, en su célebre carta del 8 de junio, dirigida al doctor Castillo, la posibilidad de un candidato de transacción. El general Hernández, empujado por la burla eleccionaria, hacía una revolución, inerme de recursos ofensivos y defensivos. Cayó prisionero en El Hacha. Días antes, en la refriega de La Mata Carmelera, el caudillo llanero, ya en camino franco hacia el despotismo militar, había recibido en el corazón una bala misteriosa… La muerte de Crespo y la prisión del jefe del Nacionalismo, dejaban a Ignacio Andrade libre de la férrea superintendencia de su protector y en condiciones para abrir una era de regularización política. El representaba para Crespo, conocedor de los rebaños humanos y de los ganados cerriles, por un instinto sagaz de pastor, el “buey madrinero”. Muerto de repente el caporal, surgió en él —si es que fue extraño al crimen de La Carmelera, como todo parece indicarlo— la ambición de predominar para el futuro a la cabeza del partido de minoría militarista, que era el más efectivo, si bien despreciado y hasta repudiado por los hombres de doctrina de ese partido y rodeado de la desconfianza que los amigos de Crespo se apresuraron a extender en derredor de su nombre como una zona de aislamiento donde debían prepararse las combinaciones inmediatas. No tenía amigos Andrade, ni prestigio… Comprendía que iban tarde o temprano a sacrificarle en el seno mismo de la Causa, que se compactó por un instante, en las últimas horas de Santa Inés y en las postreras tertulias de la Casa de Mijares ante la ola arrolladora del Nacionalismo —embrión de un partido popular, cubierto de adherencias sospechosas que le entorpecían y le desfiguraban— y devolvió desconfianza por desconfianza e hipocresía por hipocresía. En este duelo de Tartufo contra Tartufo, ya era fácil de prever, mediante una fórmula algebraica, cuál sería la solución. Andrade se dedicó a poner en práctica sus manejos personales, su doctrina política, aprendida a través del crespismo. Quitó algunos Presidentes Constitucionales de sus Estados para poner gentes suyas; apeló a las funestas “enmiendas de la Constitución”, que han costado y seguirán costando tantos desastres; y no contento con haber vencido en unas elecciones fraudulentas al adversario, descartando de paso al copartidario doctor Castillo, que gozaba de mejor concepto popular, trató de fundar su perdurabilidad en aquel acuerdo del 22 de abril que, a pretexto de la autonomía de los 20 Estados, convertíale en dictador. Veinticinco miembros del Congreso se irguieron contra aquella nueva violencia, ¡Veinticinco postreros nombres que irán a sumergirse para siempre en esta gran charca de nuestro Parlamento, en el fondo de ese pantano que desde hace cinco lustros sólo constela su inmóvil superficie con limo venenoso, con vegetaciones urticantes, con lotos nefastos que revientan un instante su promesa a flor de agua y arrastran las flotantes raices en el fango turbio de las grandes profundidades morales! Tocábale a este hombre, vástago de una familia de Libertadores, enterrar el feto parlamentario de 1899 antes de sepultarse entre las ruinas de la República. Y en la zona aisladora, propicia, nebulosa; en la penumbra de aquel umbral; entre dos crepúsculos perfilábanse sombras inquietantes que una mano diestra iba agrupando en silencio.

Así el general Pulido compactó a los hombres de Caracas que tenían influencias y a los militares de la provincias que tenían mandos efectivos… El gobierno no era sino una vasta complicidad que comenzaba en la secretaría del Presidente Andrade e iba a tratar de anudar su cabo extremo en la frontera del Táchira. La cola de aquella conspiración se hizo cabeza a la hora de la acción. No es incomprensible, como se ha venido diciendo; fue una cosa lógica, naturalísima, fatal… Entre la maraña de estas combinaciones sólo los que simplifican y acometen aprovechan el trabajo laborioso, castoril y sin personalidad de los preparadores lentos. Ni suerte, ni extrema capacidad. Fue lo que debía ser y lo que será siempre: Oportunidad. Y además, decisión, valor, impulso heroico de aventura. El guerrillero oscuro de Capacho Viejo tenía de su parte la fuerza simplificadora y la doctrina del que pega primero. Por qué se lanzó él, no es la pregunta, sino por qué no se lanzaron los otros, los que estaban a la cabeza de un ejército que meses después se iba a derrotar sin combatir o a replegarse con una sospechosa estrategia o a unirse, flamante y sin disparar un tiro, desde los Valles de Aragua hasta Caracas, en una desconcertante marcha triunfal… El Nacionalismo militante, con su jefe prisionero, tomó vigorosamente en sus hombros, como un San Cristóbal idiota y formidable, al pequeño infante atrevido, y pasó con él la corriente. La cuestión militar se tornó de súbito en maniobra política; y el Presidente Andrade, traicionado, befado, escarnecido, perdiendo la cabeza, y la máscara con ella, apenas tuvo al oficial adicto que le llevara con un resto de tropas leales a embarcarse en La Guaira. Así concluyó el primer cuadro de la farsa.

En la madrugada del 23 de mayo de 1899, un grupo de sesenta individuos encabezado por Castro, cruzó la frontera y se lanzó resueltamente a invadir el centro1. Al otro día, en la La Popa había vencido un batallón del gobierno, al mando del general Ramón N. Velasco y del coronel Antonio María Pulgar, quienes murieron en la acción. Después de recorrer el distrito Junín, creyendo erradamente que el enemigo venía a su encuentro por Mucuchíes, voló a cortarle el camino de la capital tachirense, si bien dándose cuenta del errado movimiento desde las alturas de Palo Gordo, contramarchó a Táriba y fue a situarse por la vía del Espinal y la Vichuta, en Las Pilas, núcleo de los caminos que podían darle acceso a San Cristóbal. Sólo entraron al fuego dos batallones de Castro. Una hora de pelea: treinta muertos, cincuenta heridos. Los comandantes de estas fuerzas, uno, Pedro Cubero, quedó en el campo; el otro, Leopoldo Sarría, herido y prisionero. En el parte de batalla no se menciona el número de la fuerza vencida. Para el 17 de junio, en el páramo de El Zumbador, otro triunfo importante, pero costoso para ambas partes, marcó la marcha rápida y victoriosa. Acciones de mayor o menor importancia fueron, además de Las Pilas: San Cristóbal, Cordero, Tovar, Parapara, Nirgua… Tuvo refriegas afortunadas y escapó diezmado; parecía “una huida hacia el centro”; y cuando se esperaba el merodeo dilatado y las evoluciones tortuguescas de estos caudillos de la decadencia, que suelen prolongar sus maniobras militares con una de marchas y contramarchas, el pequeño ejército, la montonera más bien, saludó con el alarido audaz de sus cornetas, al amanecer del 14 de setiembre, las sabanas de Barrera, a cinco leguas de Valencia, en las propias barbas de una fuerza de tres mil quinientos hombres, comandada por jefes en quienes se suponía una capacidad extraordinaria, y que lanzando sus tropas por el angosto paso del río, a la entrada de ese pueblecito que marca la etapa más siniestra de nuestras guerras civiles, apenas retiraron con la fuga la sospecha de una traición y la agonía de mil quinientos hombres sacrificados…

Del lado del cementerio del pueblecito, por la vía del Alto de Uslar, por donde lógicamente se esperaba el ataque, no asomó un hombre ni sonó un tiro.

La llamada batalla de Tocuyito comenzó por una derrota y terminó con la infidencia de un paseo militar hasta Caracas. En La Victoria se incorporaron a las tropas rebeldes las del gobierno. Bastó que arrancara el vagón donde iba el caudillo revolucionario hacia la capital, en amor y compañía de los generales vencidos sin combatir, para que todo el armadijo oficial se abatiera en estrado a las plantas de los triunfadores y fuera una la alegría y una la esperanza de vencedores y vencidos.

Era el 23 de octubre de 1899. Cinco meses justos que ese grupo aventurero había atravesado la frontera.

La Casa Amarilla se llenó de rameras, como una tienda bárbara. Se desocuparon museos y comercios y bibliotecas para instalar cañones y para alojar tropas. Los caballos pastaban en las plazas. Los granujas cantaban a grito herido en las bocacalles, sujetándose las bragas, el himno en boga:

“Tachirenses: se acerca el momento de empuñar con denuedo el fusil; nuestro Jefe nos dice: adelante! La consigna es vencer o morir!”

Pero ya no había fusil que empuñar. Bastaba la fusta. O algo más recio y vil: una verga de toro como funda de la vaqueta del máuser. La horda cayó, rapaz, enloquecida y hasta ingenua, sobre la vida civilizada… Mataron y robaron; la ciudad trivial quiso devolver en burla lo que recibía de azotes. Al sablazo respondió la carcajada; al atropello, el mote desdeñoso. Uno que otro lance; una que otra rebeldía… Después la risa se fue tornando mueca, y el desdén zalema.

El hombrecillo de la levita gris que Ducharme encontró en la antesala de Andrade acababa de subir, todavía rengo y lívido a causa de su pierna rota, las cuatro gradas del estrado en el Salón Elíptico del Palacio Federal… Había un gran silencio. Testas canas, bigotes fanfarrones, caras feroces en cuyos ojos brillaba una chispa de malicia, rasos negros listados de morado episcopal, antiparras sabihondas y generaletes de botas y espadín. El hombrecillo movió rápidamente de uno a otro lado la cabeza de frente amplia, midió en súbita ojeada todo el auditorio y balbuceó con entonación de maestro de escuela, que lee un discurso de exámenes rurales:

“Hace hoy cinco meses que nuestras armas victoriosas en La Popa y Tononó dejaban presentir que el ejército del Táchira marcharía de triunfo en triunfo a la capital de la República: hemos vencido, hemos dado amplia reparación a las instituciones y a la honra nacional, sellando el proceso harto vergonzoso de nuestras guerras civiles…”

Algunos rompieron a aplaudir. Castro continuó, entusiasmado:

“Podemos decir que la campaña armada está terminada ya, pues que se ha inaugurado un gobierno que es el renacimiento de la República y cuyo programa puede sintetizarse así: nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos”…

Las aclamaciones fueron delirantes. Todo el mundo sentíase “nuevo” y los vencidos del día antes renovábanse en la esperanza de que se les contara para los nuevos ideales y los nuevos procedimientos. Lo único viejo, según el criterio público, era el fugitivo Andrade y los cuatro gatos que le acompañaron en la caída…

Luego pedía el consabido “concurso a los hombres de buena voluntad”, y finalizaba el párrafo con la amenaza inevitable: “y si por desgracia para la patria quisiera el destino que, a pesar de mi mejor disposición para hacer la felicidad de todos los venezolanos, injustificadas y nuevas conmociones vinieran a entorpecer la marcha serena de la administración, os declaro con la sinceridad que me es ingénita, que sucumbiré en la lucha sin desviarme una línea del camino del honor y del deber”

Como sacudido por las aclamaciones de la gente hosca y armada y de los carneros de Panurgo, que balaron, felices, el hombrecillo sacudió la testa terca con una tenacidad de gallo dispuesto, y volvióse a sus hombres:

“Soldados del ejército liberal restaurador! Esta es vuestra obra: debéis estar orgullosos de ella y prontos a cuidarla para que os hagáis dignos del alto renombre que habéis conquistado en la Historia”.

Era su alocución. Había en el aire una comicidad trágica. Por los lienzos colgados del muro donde el rostro lívido de los Libertadores parecía desencajado en una angustia mortal, cruzó una sombra; en la calle relinchó un caballo. Los policías repartían las hojas sueltas de la “alocución” con la peinilla terciada.

Habían llegado los bárbaros otra vez.

Tras de Cipriano Castro, cuya voz se engolaba en párrafos heroico sentimentales, mezcla de lugares comunes y de vastas promesas absurdas, hacía fondo un hombre corpulento de occipucio aplastado y ojillos socarrones, que plantaba sus dos patazas armadas de espuelas sobre la alfombra, con la pesadez de una avutarda. Y en una de las pausas del discurso, aquel hombre susurró al oído de un edecán que aplaudía y gritaba como un energúmeno:

—¿Pues cómo le parece, que don Cipriano me ha hecho llorar, no?

Era Juan Vicente Gómez„

Castro le oyó; volvióse de súbito y le miró a los ojos.

Una fanfarria cucuteña tocaba el Himno Nacional.

 

1Ya estaban tomadas, antes de invadir Castro, casi todas las poblaciones del Táchira, excepto San Antonio y San Cristóbal.

 

Primera edición Editorial Elite, 1937

Capítulo tomado de la edición de Biblioteca Ayacucho, 1990

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