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Sofá para ratas

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—Resulta que la única rata que sabe cocinar en el universo es Ratatouille, o sea, una rata que ni siquiera existe. Yo por supuesto no sabía esto cuando pensé en abrir un bar para ratas, y más bien la mencionada película había sembrado en mí, inconscientemente, la ilusión de que no sería tan difícil. En fin, la cosa es que me costó burda encontrar un chef para el bar.

«La cocina de mi bar está basada en una estafa como todo buen negocio. La gente acude solo para sentarse. Y después que están sentados empiezo a venderles de todo sin que ellos se den cuenta. Verás, en la alcantarilla la comida es muy abundante… basta con que te agaches, metes la mano en el agua sucia y… ¡zas! un pedazo de carnita marinada o como mínimo un huesito con cartílago. Y el que se quiera embriagar, bueno, tiene que escarbar un poquito más, pero cualquier cosa se fermenta allí abajo y rapidito con ese calor. En principio lo único que ofrecía era una silla y un tapete, que no es más que papel de algae. Ellos se relajan. Comienzan a hablar, hablan conmigo y con el de al lado y a veces hasta me comienzan a seguir. No sé si sabes pero estoy comenzando un culto. A ti te estoy hablando, bachaquito arrastracobija. Aquí está mi tarjeta por si sabes de alguien que se quiera unir, no seas arrastrado, aquí está el código qr. La gente dice que es un culto aunque yo creo que no.

—¿Tú crees que no?

—Sí. Yo creo que no.

—Pero todos los líderes de culto dicen que lo que tienen no es un culto.

—Exactamente.

«¡Ehem! Todos los ingredientes que utilizamos en el bar son de fuente local, es decir, todo lo conseguimos allí mismo, en la alcantarilla. O sea, no nos cuesta nada, lo único que me cuesta a mí el plato es lo que le pago al chef por hacerlo. Es por eso que el menú del día va variando, depende de lo que consigamos. Y la estafa se agranda cuando conseguimos algo que normalmente no se ve en la alcantarilla, porque, bueno, la gente paga el doble y hasta el triple cuando de exquisiteces se trata.

«La primera vez que vendí un plato, el cliente me dijo que era la primera vez que comía sentado. Fue allí que supe que estaba vendiendo muy barato y fue allí y en ese momento que se me abrieron las agallas para no cerrarse nunca más. Ya no volvería a ser el mismo. Allí, justo allí, me convertí en la rata capitalista que soy hoy. Fue allí que me di cuenta que una vez sentada, esa rata era mi rata y podía venderle lo que quisiera. Literalmente lo que quisiera. Podía venderle una foto de mi mamá en pantaletas, por ejemplo. Pero por supuesto recurrí a vender cosas más prácticas.

«Luego comenzaron a hablarme. Y no del clima o de cualquier cosa mundana. Me contaban todos los detalles de su vida que nadie quería saber. Me hablaban desde la rabia, desde la desesperación, pero sobre todo desde la soledad. Y me di cuenta que no necesitaba vender nada tangible. En esa silla mágica donde yo tenía atrapada a mi víctima podía venderle algo tan inmaterial pero tan valioso como un consejo, algo tan simple pero tan invaluable como una idea. Me empecé a enfermar, a enfermar de ideas. Ideas con o sin valor pero siempre con un precio. ¿Cuál es el precio? Esa era la pregunta que me quitaba el sueño. Ya sabes que normalmente la oferta y la demanda dictan el precio pero en ese lugar… yo era el único oferente y mi víctima un arco vacío que no tenía más remedio que aceptar lo que fuera que le tirara.

«Entre esas víctimas aleatorias estaba Ramsés, que una vez me contó acerca de su sueño frustrado más profundo… soñaba con ser chichero. Literalmente soñaba que jugaba entre montañas de arroz licuado y paraba a mamar de latas de leche condensada. No había otra aspiración en mi vida que esa. Ni siquiera pensaba en mujeres, tener familia ni carrera ni perro ni gato. Yo quería ponerme mi bata blanca, tener un carrito con un nombre pintado a mano que dijera algo así como “Mister Chicha” o “Chicha Manía”, un termo rojo grandote marca Thermus y un paraguas por supuesto también rojo que me protegiera de las inclemencias del clima. Revolver y vender chicha todo el día. Mamar del pote de leche condensada mientras nadie estuviera mirando. Contar billetes e irlos a depositar al banco. Joder a la gente con el vuelto…, me confesó.

«Yo no sabía cómo consolar a ese ser frustrapado y no se me ocurría nada que venderle. Las frustraciones del hombre le enferman el alma. Y yo con licor de semeruco no le iba a solucionar nada… hasta que se me ocurrió ofrecerle el puesto de chef. Que no era para nada como ser chichero e implicaba ser, más o menos, mi esclavo, pero por lo menos algo podía batir. Le pedí al Tibu que me consiguiera un thermus rojo y por lo menos con eso meter la cova. Cuando se lo dije Ramsés me miró con cara de en serio eso no se parece en nada a vender chicha maricón. Por supuesto, no debí empezar mi proposición así: Ramsés, yo puedo ayudarte a cumplir tu sueño…

«Pero bueno, después de que me miró como por tres minutos seguidos con ojos psicotrónicos y vio que yo, ni me inmutaba (la verdad sí estaba algo cagado, o al menos me sentía incómodo, pero tengo el don de que casi nunca se me nota en la cara lo que estoy sintiendo, creo que es por los ojos de pescado), dijo ¿sabes qué? yo le echo bolas. ¿Qué hay que hacer? (Uno pensaría que primero preguntas qué hay que hacer y después dices si le echas bola o no… pero te estoy diciendo que desde atrás de la barra soy como un dios y a los clientes no les queda más que alabarme) Le dije… muy fácil, recoge todo lo que encuentres en la alcantarilla que sea o parezca comestible y lo metes en el thermus hasta que se llene. Luego llegas a la cocina y te vas a encontrar tres potes. Vas sacando del thermus, y en el pote rojo, vas a tirar todo lo que sea proteína, o sea, avispa, cucaracha, sapito, cloacat, tuqueque o larvae.

—¿Cloacawhat?

—Cloacats. Son como la versión gatuna de un chihuahua. Unos gatos infernales que parecen habitar sólo en la cloaca. Pero solo nos comemos los ojos.

—¿Y eso por qué?

—La carne es… incomible. Es como si absorbiera toda la hediondez de la alcantarilla. Lo único amable, tanto en apariencia como en sabor, son los ojos. Una verdadera exquisitez. Normalmente son azules, igual que su pelaje, su pupila elongada rectangular que en un cloacat vivo está dispuesta, normalmente de forma horizontal, se vuelve, al cocinar, depósito de una babita aromática que sabe algo así como a humo de ángel. El cuerpo del globo ocular, en cuanto a sabor y textura, algo parecido a las ostras, quizás, con una atracción añadida, explota en tu boca como un tomate cherry. Perdón. Se me hizo agua la boca.

«En fin, ¿por dónde iba?

—Eh, algo de unos potes.

—Ah, sí. Continué con las instrucciones, en el pote transparente, todo lo que sea algae o fungi y en el pote blanco lo demás. Luego de que tengas todo clasificado busca en el pote blanco lo que no sepas qué es o no hayas visto nunca en la alcantarilla, y si tienes suficiente, ahí está el especial del día. Tíralo en un plato. Si está vivo mátalo y le pones nombre (ya sabes que si le pones nombre primero ya no lo vas a querer matar).

«La creatividad no era el fuerte de Ramsés, aparte, no había cocinado nunca en su vida, así que los platos resultaron bastante básicos, pero mi sistema tripotario funcionaba. Lo del helado de tuqueque fue una casualidad. A Ramsés se le había congelado una infusión de algae sin querer y me dijo, patrón qué hago con esto. Yo le dije, vamos a venderlo como helado. A falta de palitos de polo, en la alcantarilla hay bastante alambre de tripa de pollo, y la vaina terminó por parecer un helado de manzanita turbia con un toque industrial-chic. Resulta que cuando se lo está comiendo el comensal, valga la rebuznicracia, al haberle dado ya unas cuantas lambetadas, la infusión transparentada dejó revelar que justo en el centro tenía congelado un tuqueque. Pero esto fue recibido con entusiasmo por el comensal, Erasmo, que parecía un niño buscando con ansias llegar al final del bati bati para por fin poder comerse el chicle-piedra. Así que fue un tremendo éxito este lindo accidente y decidimos hacerlo más a menudo. No a todos los helados se les incluía el tuqueque, para que no se perdiera el efecto sorpresa.

«Luego de esto, Ramsés y yo decidimos ponernos creativos con los platos. Él se quedaba, al cerrar el bar, unas cuantas horas en las que nos poníamos a licuar, batir, emplatar y hacer reguero. Terminábamos, los dos, todos empanizados y muertos de la risa. En esas horas extras no pagadas de pura inventadera y cero ingenio culinario, pude ver retratada la felicidad en la cara de Ramsés. Le dije ¡apuesto a que batir chicha no es ni la mitad de divertido que esta vaina! Sin embargo, tras unas veintisiete secuencias de pruébalo/está malísimo nos dimos cuenta de que los dos éramos malísimos chefs, y que cada idea que se nos ocurría era peor que la anterior. Y de ahí en adelante hacer reguero dejó de ser una obsesión por reinventar el agua tibia y se convirtió en un juego de niños que ocurriría cada vez con menos frecuencia hasta que ya no ocurrió más. Y yo cagado pensando que, ya extinguido el éxtasis, Ramsés me fuera a renunciar, o, peor aún, cobrarme las horas extras. No dormía pensando en lo que yo respondería. ¡Pero si la estábamos pasando bien! o un nadie te obligó a quedarte bien tajante… pero todo eso sonaba muy confrontativo y déspota. Y descubrí cuál era el problema y por qué no podía dormir. Me había hecho amigo de mi empleado.

«¡Rata capitalista que se respeta no tiene amigos! O eres mi cliente o eres mi enemigo. Y si no eres ninguno de los dos, ¡para mí no existes! De más está decir que tuve que despedir a Ramsés y contratar a alguien con quien no tenía la más mínima afinidad y a quien no le tenía ningún respeto. Le asigné un salario justo por debajo de la línea de la marginalidad para asegurar la propiedad de su alma y, para una buena fijación del síndrome de Estocolmo, le dejaba comer en platos y sentado. Nunca le regalé una sonrisa ni le dejé disfrutar de su trabajo. Sólo le prendía el ventilador justo cuando estaba a punto de desmayarse. Bien estocolmado y limpiándose el sudor, terminaba por darme las gracias… Tampoco me aprendí su nombre, no fuera a ser que un día lo consiguiera muerto del cansancio y me tocara pornerlo en un plato, como especial…

 

De la edición de Perpetuum Editores, 2025

 

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