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El dolor de la sangre

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1

Lo mataron. Así dice el mensaje virtual. Lo envía Carla, la hermana mayor. Dice: Cariño, lo mataron. Mataron a su hermano en la casa de mamá. Lo colgaron de los pies en las vigas del patio central. No se sabe hace cuántos días. Recién hoy descubrieron el cadáver. Le estaré contando lo que decidamos. La internet está fallando mucho. Le escribo más tarde. La quiere, C. La pantalla del teléfono se estira, se agiganta, ocupa todo el espacio, arriba, abajo, al frente. Las letras se mezclan, se superponen, se reordenan de nuevo, y Martha lee y vuelve a leer.

LO MATARON

Las pantallas se multiplican, y con ellas el mensaje, las frases, las letras. Martha corre, va corriendo por calles repletas de gente que no la ve. Calles de aquí. Calles de allá. Y por fin la puerta marrón con sus ventanitas abiertas. Sí, se dice a sí misma Martha. Es la puerta de la casa de mamá. La puerta de antes, de cuando el papá vivía y venía a visitarlos, y ella tenía siete, casi ocho años. Ahora está en la sala y desde allí, a través de las paredes, ve el patio central con su brillante piso rojo, inundado de cera, recién pulido por aquella máquina redonda que años más tarde odiaría por pesada, por obligación. Y ya está allí, en medio del patio, y no quiere mirar al techo, a ese techo de gruesas vigas de madera que el papá instaló solo, sin aceptar ayuda, para no desperdiciar un solo centavo en ningún obrero. Y, entonces, Martha ve al papá colgando y la escalera en el suelo y él le grita que busque ayuda, y ella no puede moverse y los ojos del padre la miran con furia, pero ella es muy pequeña, minúscula, y un grito de la madre jala la mirada de Martha, y la ve, a la madre, llorando, tirada en el suelo de la cocina, aferrada a algo que no distingue; la sujetan las dos hermanas, Carla, la mayor, y Marisol, la segunda, y la mamá levanta su rostro y la mira, a Martha, con furia, y poco a poco se esfuma, y las hermanas se esfuman, y al girarse Martha se ve recorriendo aquella casa de nuevo. Va hacia el patio central, pero ahora es adulta. Otra vez no quiere mirar hacia arriba. Se repite a sí misma que ella lo sabía, que esa noticia llegaría tarde o temprano. Lo mataron, lo mataron porque él se lo buscó. Y ya no puede moverse. Y escucha a sus espaldas esa voz, la de su hermano, que la nombra y, entonces, despierta.

Martha se incorpora un poco, cruza las piernas y se recuesta en el respaldar de la cama. El ojo derecho le salta, las manos le hormiguean. Hace cinco años que ese sueño no la visitaba. Observa la habitación. Le gusta lo que ve. Las paredes, las sábanas, las cortinas, todo blanco. Sí, en esa habitación se siente segura. Le incomoda la sensación de un cuchillo cortando su tráquea. Busca agua, la tiene junto a la cama en un tomatodo en forma de lente de cámara antigua. Respira, se dice a sí misma. Puto sueño. Debería sacar cita con Sara. Necesita verla. Hace meses que no va a terapia. Agarra su celular y lo enciende. Una retahíla de mensajes se anuncia con pequeños silbidos. Le gusta silbar; le recuerda a su cantante favorita. LP. Salta de la cama, sale de la habitación, y con desgana toma el control de la televisión de cincuenta y tantas pulgadas y le da play a la lista de música. Comienza «Lost on you», mientras pone una cafetera con agua a hervir. Tal vez fue la llamada de su mamá la noche anterior. No debió permitirla. Pero no encontró la forma de callar a su madre mientras le describía cada una de las dolencias que la aquejan o le enumeraba los errores de Carla y Marisol, y por más que le había pedido mil veces que no le hablara de él, de su hermano, de Rodrigo, su madre no le hacía caso. Es eso, piensa Martha mientras se sirve el café con un toque de vainilla y canela, otra vez la he dejado invadirme con sus cuentos.

Abre la ducha y el agua fría la remece. Tendrá que apurarse. Se le fue el tiempo respondiendo los mensajes de la galería del Centro Cultural, las fotos llegarán en un par de horas y quieren verla antes de comenzar el montaje. La exposición la entusiasma a pesar del estrés. Fotografías de escritoras en lugares insólitos. Por primera vez solo mujeres. Hacerlas fue de lo más divertido de su carrera. Inolvidable fotografiar a la Pacheco, parada de manos con Machu Picchu al fondo, o a la Guerrero, en la cima del edificio más alto de Lima con la ciudad a sus pies. Treinta autoras, treinta fotografías insólitas. Luego almorzará cualquier cosa en el restaurante del centro y allí aprovechará para revisar el contrato de la revista Novias.com. La sesión promete aburrimiento, pero la paga lo vale. Estira su brazo buscando el jabón de maracuyá con semillas de linaza, pero no lo encuentra. Maldice. Se olvidó de comprarlo. Abre la puerta de vidrio y se inclina hasta alcanzar el jabón de manos que reposa sobre el lavabo. Por suerte también es de maracuyá. La espuma se desliza por la serpiente tatuada en su espalda. Damasco, su agente para el extranjero, la ha llamado. No quiso adelantarle nada, pero, al parecer, hay una nueva propuesta. Un olor la incomoda. No logra descifrarlo: es como si se hubiese deslizado por el agua. Es un olor agrio. Entonces recuerda el baño verde de la casa de su madre, lo recuerda ocupado por Rodrigo. Y en ese instante se da cuenta de que está jodida; de que, a pesar de la distancia entre sus dos países, él ha regresado a su cabeza y amenaza con quedarse.

 

2

 

El taconeo firme, acompasado con sus silbidos, anuncia a Martha. Llega tarde al Centro Cultural. La encargada de la galería la espera en lo alto de la escalera. Es bajita y sorprende con su voz gruesa. Lleva una sonrisa tatuada y sus mejillas rojas la delatan: quisiera decirle a la fotógrafa un par de cosas, pero elige darle la bienvenida y le asegura que no hay problema con los tiempos. Martha la sigue mientras imagina que dentro de ese cuerpo tan pequeño vive otra mujer. La encargada explica rápido, como si no necesitara respirar. Le muestra los cambios en la disposición original. Lo decidieron cuando comenzaron a distribuir en el espacio las fotos ya montadas en marcos blancos, negros y rojos. Martha está de acuerdo. Las fotos han quedado mejor de lo imaginado. Pintaron una de las paredes de rojo sangre. En el centro han colocado un cubículo transparente dentro del cual ya está armada una instalación con libros, cuadernos, plumas, lápices y otros objetos donados por las escritoras protagonistas de las fotografías. En otro espacio cuelgan algunas fotos que simulan hologramas de escritoras muertas en los últimos cinco años. La encargada le describe lo que aún falta por hacer y le promete que antes de medianoche habrán terminado con el montaje. Pero Martha, por momentos, no escucha. Se que da mirando la pared rojo sangre y cree leer LO MATARON en grandes letras negras. Se pregunta si no debería llamar a su madre, si el sueño que ha regresado después de tantos años no tendrá algún significado. Por un instante le preocupa recibir malas noticias. El sonido de su celular la saca de sus pensamientos. La encargada se disculpa, debe subir a la oficina, pero le asegura que la mantendrá informada del desarrollo del montaje. La inauguración al día siguiente será impecable, ella lo promete y se va.

Sara, su terapeuta desde hace seis años, no le ha con testado el mensaje. Martha busca una mesa libre donde estar sola y pasar desapercibida en el restaurante del Centro Cultural. Abre su tablet. Revisa algunos correos mientras se come una hamburguesa con doble queso, sin cebolla, y una porción de papas fritas. Cuando era niña abrieron cerca de su casa un lugar donde vendían hamburguesas gigantes. Por un tiempo fue el paraíso. Ese lugar es uno de los pocos recuerdos alegres que guarda de su hermano. ¿Seguirá abierto después de tantos años? Muerde la hamburguesa y el sabor la traslada a aquel mostrador ante el cual una que otra vez Rodrigo pidió un par de esos enormes panes rellenos de carne chorreante para llevar y compartir. Se regaña a sí misma por dar paso a los recuerdos. Ya no quiere pensar más en él.

Sigue abriendo sus correos y redes, todo al mismo tiempo. Generalmente, mientras trabaja, mantiene una decena de ventanas abiertas en su laptop o en la tablet, y hasta en el teléfono. Despacha algunos correos mientras se acaba las papas fritas. Pide una cerveza, que recibe sin mirar a la camarera. Solo la botella, se le oye decir mientras sus ojos y su mano de recha se desplazan entre las pantallas de la tablet y el teléfono. Una solicitud de amistad en dos de sus redes virtuales le llama la atención. Un tal RBB acababa de colocarle «me gusta» a una veintena de sus fotografías y publicaciones. Entra a revisar el perfil, pero no encuentra casi nada. Solo la fotografía de una camioneta futurista y ningún acceso a sus contactos o información personal. Le causa curiosidad, pero el tiempo se le ha acabado. Tendrá que correr para llegar a su próxima cita.

Damasco la está esperando en su oficina nueva: un espacio de paredes transparentes en un piso quince con vista al mar. La luz de la tarde atraviesa el lugar y le imprime un sello de libertad absoluta. Las fotografías que Martha le ha obsequiado se muestran ahora en la galería privada que funge de sala de reuniones.

Damasco, orgulloso, le muestra todo, hasta una pared del baño que ha diseñado utilizando fotografías minúsculas de todos sus representados. Ahora también manejo a gente de la televisión, le dice. Se ha dado cuenta de que puede abarcar todos los rubros donde se necesite un mánager, representante o algún intermediario. Martha se queda pensando en cuánto ha crecido Damasco. Lo recuerda solo cuatro años atrás con aquellos jeans desteñidos, el pelo largo y desgreñado, jurando que jamás cambiaría, y lo ve ahora con aquellos pantalones ceñidos a su delgada figura, el saco impecable de corte moderno y esos zapatos que no deben haberle costado menos de ochocientos dólares. Damasco le lee la mente. Mientras le sirve una cerveza helada, de las preferidas de Martha, le dice sonriendo, sí, querida mía, ahora me he vuelto un puto fashionista. Se le ve libre y exitoso.

Damasco comienza preguntándole si aún conserva la nacionalidad venezolana. Ella asiente distraída. Él insiste, pero ¿la tienes o no?, y ella le responde que sí, que claro, que jamás renunciaría a su nacionalidad. Sin embargo, piensa que hace rato que solo se mueve con su pasaporte peruano y que no recuerda si tiene el venezolano vencido. Damasco entonces se lo dice: la quieren en Venezuela para una sesión de fotos de la hija de un ministro. Las fotos aparecerán en una reconocida revista acompañando un especial sobre la vida de la muchacha, que tiene aspiraciones políticas. Lo llamaron directamente y le dijeron que ya habían revisado la trayectoria de todas las fotógrafas que representaba y que querían los servicios de Martha Rondón. Damasco le confiesa que quiso averiguar más, pero que, sutilmente, el hombre con el que conversó le solicitó que no hiciera más preguntas y le envió, de inmediato, un borrador de contrato con una propuesta económica imposible de superar. Damasco le asegura que ya averiguó todo y que la propuesta viene con todas las seguridades del caso. Martha se queda mirándolo. Piensa en el sueño. En Rodrigo. En su casa en San Cristóbal, la ciudad al occidente de Venezuela donde nació. Piensa en su mamá. En los años que tiene sin verla a ella, o a sus dos hermanas y a Rodrigo. Sobre todo a Rodrigo. Desea decir que no, que de ninguna manera, y se escucha a sí misma diciéndole a Damasco que quiere pensarlo y a él respondiéndole que solo puede darle veinticuatro horas, que logró negociar para que esperen a que la inauguración tenga lugar y ella pueda viajar sin problemas. Si acepta, saldrá hacia Caracas en dos días.

 

3

 

Martha conduce despacio hasta llegar al malecón. Encuentra un sitio libre y estaciona. Frente a ella, el mar de Lima. Sus lugares favoritos en esta ciudad siempre han sido aquellos desde donde puede encontrarse con la inmensidad del Pacífico. Hace varios años que adoptó la costumbre de acudir al mar cada vez que necesita tomar decisiones difíciles. Hoy es uno de esos días. Piensa en su madre. Tiene quince años sin verla en persona. Pero habla con ella casi a diario. Esta es una rutina que se impuso después de terminar una de las últimas etapas de terapia. Reconoció que, desde que salió de Venezuela, se había empeñado ferozmente en convertirse en una mujer totalmente distinta de las mujeres de su familia. Sabía que tenía obligaciones como hija, así que se propuso mantener la comunicación con su madre y sus hermanas lo más fluida y amable que le fuera posible. Lo había logrado con la madre y con la hermana mayor. Pero con Marisol, la segunda de la familia, la cosa se tornaba siempre difícil. Ella se negaba a usar los teléfonos celulares porque producen enfermedades espantosas. Solo hablaba con ella cuando estaba de visita en casa de la madre. Pero en los últimos años, Martha rogaba a todos los dioses que la madre estuviera sola. Marisol se había vuelto imposible. Una cascada de silbidos la saca de sus pensamientos. Uno tras otro los mensajes de su mamá entran sin pausa al teléfono. Martha, ¿por qué no me ha llamado? ¿Se olvidó que tiene madre? ¿Sabe qué día es hoy? Tengo algo que contarle. Llámeme.

Martha deja por un momento el teléfono sobre el asiento del copiloto. La luz de las cinco le parece preciosa. Respira hondo. Guarda el teléfono en su mochila. Cierra las lunas, se baja del auto, saca de la maletera su cámara y avanza hacia el mar por la grama. Toma fotos hasta que la luz ya no le gusta. Esta vista del mar es un regalo divino. Se sienta un rato, guarda la cámara en su mochila y se queda mirando aquellas aguas. ¿Volver? ¿Sería capaz de volver? ¿Qué querrá contarle su madre? Si fuese algo grave, no le hubiese mandado ese mensaje. No con esas palabras. Si algo malo sucediera, Carla sería quien le escribiera. Sí, como en el sueño. Carla siempre se hace cargo. Le gusta, sobre todo para después sacarlo a relucir cada vez que puede. Decide revisar el celular antes de volver al auto. Se topa con muchos mensajes nuevos.

Según lee, todo marcha bien en el montaje. Está quedando como ella lo ha imaginado. La encargada no toma buenas fotos, pero logra mostrarle los avances. Damasco le dice que han vuelto a llamar para informarle todo sobre el hotel donde piensan alojarla, y que es increíble. ¿En serio queda algún hotel de lujo en Caracas? Tiene que admitir que se ha desconectado del país. Incontables las veces que sus compañeras de colegio la invitaron a ser parte de los grupos privados en redes sociales. Pero Martha decidió que solo mantendría comunicación con su madre y sus dos hermanas. A las compañeras les dio alguna excusa. Decidió mandarle un mensaje a Damasco: ¿No te parece raro que quieran que yo viaje a Caracas?, ¿por qué yo? Su madre no había mandado otros mensajes. Estaba molesta. Era obvio. Pero no se lo diría de nuevo. Esperaría a que Martha la llame y se haría la desentendida. Martha se levantó y caminó hacia el auto. Llamaría a su madre desde casa.

Ya de camino al apartamento, y mientras se escucha la voz de Amy Winehouse, entra una llamada de Damasco. Martha activa el manos libres y contesta. La voz del mánager se apodera del auto. Damasco sabe cómo convencer a Martha. Listo, querida. Les encantaron las fotos que le hiciste a la primera dama el mes pasado. Las vieron y el ministro dijo que ese era el lente que necesitaba para las fotos de su primogénita. ¡La idea surgió de tus fotos! Fui directo, ¡ya me conoces! Les dije que necesitamos saber por qué te elegían, y el encargado de las negociaciones me lo contó todo. Uff…, madre mía, ese hombre ¡tiene una voz! Además, eres venezolana, y eso… ¡les encanta! Ah, por cierto, darling, lo de tu pasaporte no es problema, revísalo, y si está vencido, la embajada te entregará uno de inmediato y a costo cero.

Hacer las fotos de la primera dama fue una casualidad. No era Martha quien debía tomarlas. La fotógrafa de la revista se accidentó en la carretera regresando de la playa tres días antes y la llamaron de emergencia. La primera dama quería que fuera una mujer quien estuviera detrás de la cámara. En realidad, el equipo completo estuvo conformado por mujeres. La paga no fue buena, pero ahora la vida le estaba haciendo justicia. Y esta vez Martha sí estaba de acuerdo con los honorarios.

Martha abre una cerveza, se quita la ropa y la lanza a un cesto repleto, se pone una camisa de algodón y camina des calza hasta el sofá rojo de la terraza. Toma un par de tragos y marca. En la pantalla se ilumina «Llamando a mamá».

Mija, pensé que ya no iba a llamar. Marisol acaba de irse y Carla todavía no llega de la calle, y Rodriguito, pues usted ya sabe, hoy anda con los palos encima y mejor dejarlo tranquilo. Los palos, qué manera tan graciosa de decir que anda borracho, piensa Martha. Hace días que no tomaba, pero bueno, hoy estaba celebrando su cumpleaños. Mamá, estoy muy cansada, ¿será que podemos hablar mañana? Ay, mija, está bien, no se preocupe. Yo la entiendo, solamente quería escuchar su voz. Mija, ¿usted cuándo va a venir a verme? Mire que ya ha pasado tanto tiempo, y yo creo que, cuando usted se decida, ya voy a estar muerta. Mamá, no diga eso, usted sabe… Mija, Rodriguito ha cambiado; además, esta también es su casa. Mire que tuve un sueño feísimo. Vi la casa vacía y llena de mucho polvo y telarañas. Y yo entraba pero no había nadie. Y el polvo se metía en mis pulmones y me ahogaba. Quería gritar y la voz no salía de mi garganta. Quería correr y ya no podía moverme, y de las habitaciones comenzaron a salir perros negros, mija, salían lentamente y me rodeaban… Me desperté asustada. Yo siento que algo malo puede pasarme, mija, haga el deber de venir, pida vacaciones, unos días. Ya deje de ser la hija que, como dicen por aquí en la cuadra, tengo por teléfono. Porque eso es lo que dice la gente desde que usted se fue.

 

4

 

En la casa materna, Martha se ve niña, se ve muy pequeña. Corre riendo de una habitación a otra. La casa se asemeja a un laberinto. Las paredes y puertas parecen moverse de lugar sin ninguna lógica. Ella entra a la sala y, de pronto, pasa a la cocina, de la cocina al baño verde, del baño verde al patio de las vigas de madera y el piso rojo, y luego otra vez el patio del piso rojo y entonces el patio parece multiplicarse y Martha sale de un patio de vigas altas y piso rojo y entra a otro idéntico, y cuando trata de salir de nuevo, cae en el mismo lugar. Cada vez que entra o sale del patio está un poco más alta, un poco más adulta, un poco más vieja. Por fin se detiene. Ya no sonríe. No quiere hacerlo, pero mira al techo y se queda paralizada. Cientos de cuerpos colgados de las vigas. Su celular suena como un reloj despertador a cuerda. El sonido aumenta, aumenta, aumenta. Martha quiere apagarlo, pero no logra encontrar el celular en sus bolsillos. De pronto, el piso rojo se ilumina como una enorme pantalla y en letras rojas, enormes, se lee LO MATARON. Y entonces el sonido de los cuerpos moviéndose sobre su cabeza la aturde, y todos los cuerpos muertos se sueltan de las cuerdas que rodean sus cuellos y caen sin pausa sobre Martha, que se pierde bajo un cerro de huesos y piel humana.

Martha despierta y se percata de que su pijama está empapada de sudor. Se desnuda y va hacia el baño, pero se detiene frente al espejo que cubre por completo la pared junto al vestidor. No sabe bien qué busca, pero está allí, de pie, observando su cuerpo largo, sus piernas torneadas, sus ojeras de las últimas noches, su cabello ensortijado que le cubre los senos. Se queda viendo la mariposa tatuada en el vientre y la libélula en el hombro. Sin notarlo, un zoológico de colores se está instalando en su cuerpo. Debería cortarse el pelo. Así, largo, la hace parecer a su madre.

Después de tomar una larga ducha decide encender el celular. Sara le ha dejado un mensaje. Mira la hora y se da cuenta de que despertó muy temprano. Todavía tiene mucho tiempo antes de llegar al consultorio de su terapeuta. Termina de alistarse con calma. Sobre la cama deja listo el traje de saco y pantalón que se pondrá para la inauguración en la noche. Irá vestida con un esmoquin negro y zapatos rojos. Rojo puta, diría su mamá.

En el consultorio, Sara escucha serena y con mirada amable desde su enorme sillón aguamarina. Es una mujer gruesa, grande, de cabello rojo y senos inmensos. Le gustan los muebles a su imagen y semejanza. Pocos y grandes. Martha está terminando de contarle sus sueños. Todavía siente el peso de aquellos cuerpos. Sabe que solo fue un sueño, pero siente como si realmente hubiesen caído sobre ella y la hubiesen aplastado. Se queda en silencio. Se levanta y va hacia una mampara que da a una pequeña terraza. La abre. Respira profundo, y como si estuviera tomando impulso, se voltea rápida y con sus ojos negros, enormes, clavados en la psicóloga, por fin dice que tiene miedo de regresar a Venezuela, que son demasiados años, que no quiere ver a la familia, pero quiere tomar el trabajo, que es una oportunidad increíble, que sería injusto que ahora también pierda eso por culpa de ellos, que quiere librarse de esos malditos sueños, y que qué coño significan, y entonces Sara sonríe. Serena, le responde con otra pregunta, ¿no esperas que yo te lo diga, verdad, querida?

Martha se sienta y se queda un largo rato en silencio. La psicóloga se levanta y se sienta a su lado, le toma la mano y le habla muy suave. Martha, tú sola debes descubrir lo que esos sueños te quieren decir. Tal vez llegó el momento de volver. Anda, acepta y mira qué sientes al volver a tu país. No le digas nada a tu familia. No tienes que ir a verlos. No tienen que saber que estás en Caracas. Tal vez llegó el momento de hacer las paces con tus raíces. Puede que al hacerlo también logres liberarte de los sueños.

La galería del Centro Cultural está que revienta. Artistas, directores de cine, periodistas, modelos, políticos, actrices, músicos conocidos, contemplan las fotografías, comentan, ríen, copa de vino en mano. Martha los observa antes de hacer su entrada. El murmullo de la gente se siente suave como las olas del mar. Pero como un mar que arrastra piedras; que, cual agujero negro, no dudaría en tragársela al menor descuido. Damasco la sorprende con un abrazo. Luego la toma de las manos, la separa de su cuerpo, la observa metida en aquel esmoquin y, alharaquiento, le repite una y otra vez, ¡hermosa, mi amor, estás hermosa! Martha solo le sonríe, se acerca a su oreja y le dice: Damasco, arréglalo todo. Me voy a Venezuela.

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