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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
Corría el año 1967 cuando un rumor circuló por la Escuela de Periodismo de la UCV. Adriano González León, uno de sus más conspicuos profesores en un territorio donde reinaban Héctor Mujica, Federico Álvarez, Jesús Sanoja Hernández, Orlando Araujo y Pedro Espinoza, estaba perdido de las aulas. Al joven docente, autor de Las hogueras más altas, libro de relatos que había emocionado al Premio Nóbel de literatura Miguel Ángel Asturias, no se le conseguía por la escuela porque, al decir de algunos, estaba escribiendo una novela.
Adriano, por supuesto, no recuerda dicha desaparición. Recuerda sí, las viejas tardes en el Frisco, aquella pastelería bar-restaurante, demolida por la Caracas frígida, donde pasaba gran parte de su tiempo componiendo pasajes de lo que sería la saga de sus ancestros, los doctores y generales, de sus tías humilladas en “el último estado feudal del mundo, en pleno siglo XX”, que inmortalizaría en la familia Barazarte. Relaciona más bien su supuesta desaparición con una oferta recibida en un ágape: alguien le pregunta qué está haciendo y él le responde que está encaminado en una novela, pero que debe redondearla y necesita desesperadamente aislarse de esas tertulias que le han seducido toda la vida. De los amigos, la francachela y el trago. Adriano solía escribir en los bares desde los catorce años, “como los grandes poetas del siglo XIX”. Entonces, un personaje admirable que estaba a su lado, escucha la confidencia: “necesito un lugar tranquilo que me impida sucumbir a las tentaciones”. Y ocurrió lo inesperado. El personaje admirable le dice: “No se hable más del asunto. Yo te entrego una cabaña en Pipe para que acabes esa novela”. Era Marcel Roche.
Y así se hizo. “Me iba a las ocho de la mañana por la carreterita hasta el IVIC. Trabajaba sin parar hasta el mediodía. Escribía, leía, pensaba. Luego me iba al comedor, almorzaba con unos tickets que me había dado Marcel y regresaba a la cabaña. A las seis volvía a Caracas. Estuve dos o tres meses en eso. Creo que ese fue el tiempo en que dicen me perdí”.
Insólitamente triste y cabizbajo
Una mañana se levanta y se prepara para su ida al IVIC. Busca la carpeta con los originales. Algunos borroneados a mano, algunos ya pasados a máquina (todavía conserva la Olivetti donde escribió la novela: Mary Ferrero, su mujer para entonces, se empeñó en conservarla después del premio y no permitió que la tocara nadie). Entonces resulta que no la encuentra. Voltea la casa y nada. Terrible. Había extraviado los originales. Meses de trabajo echados por la borda. Meses de los que estaba muy orgulloso porque había logrado la estructura que quería darle al libro. A Adriano nunca se le había hecho difícil escribir, dar con las imágenes. Al contrario. Proliferaba como un pólipo con las palabras. Difícil se le había hecho modelar lo que sería su apuesta: el juego de los tiempos, la arquitectura del libro, montar y entrelazar las diferentes memorias de los personajes, ponerlas a contrastar. Jugar con el hecho sinfónico del vocablo que a su juicio brinda mayores espacios, dado que lleva de la temporalidad inmediata y violenta de los años sesenta, a esa suerte de nostalgia y recordación del pasado.
En vez de irse a Pipe, se va al Chicken Bar, que ya comenzaba entonces, a buscar los borradores. Ya Sabana Grande era el centro de toda la actividad creadora de la ciudad. Pregunta en El Viñedo de la calle El Colegio, en la librería Cruz del Sur. Pregunta en cada lugar y nada. Nadie había visto la carpeta. Entonces le entró la desazón. Andaba apesadumbrado, vencido. La gente le preguntaba si estaba enfermo. Hablaba muy poco y, cualquiera que lo conozca, que lo haya visto una sola vez, comprenderá que el tono afligido o sombrío no forma parte de su temperamento. Internamente averiado, deambulaba cabizbajo por las calles. “¿Tú sabes lo que fue haber perdido más de media novela sin poder contarle a nadie, ni siquiera a Mary, tragándomelo yo solo?”.
Pasó como mes y medio con ese sufrimiento. Había dejado de ir al Frisco. Por ninguna razón en particular. Pero un día cualquiera, sale del baño turco y con aquella tristeza decide pasar por allá. Se sienta en la barra y pide media botella de vino. Entonces viene el alemán y le dice: “Doctor, tenía tiempo sin venir”. “No, es que estaba de viaje por el interior”, contesta Adriano. “Hace mes y medio que le tengo esta carpeta que se le quedó por aquí”. “¿Cómo?”, dice Adriano. Casi se cae de la silla. No sabía qué hacer, si besar al alemán, emborracharse ahí o correr a emborracharse en el Alto Escuque, donde nacieron sus ancestros. Si salir corriendo, embalarse a gritar su alegría por el mundo, o hacerse devoto de San Juan Bautista, el patrón de su ciudad. Optó por lo primero. “Déme media botella más, no joda”. Y llamó a Mary y a los amigos, y desembuchó su desgracia y su suerte renovada, y celebró el reencuentro, la salvación de Andrés Barazarte, el vomitado por la niebla.
El marco, los días
Anochecía aquel 1 de marzo de 1968. En Vietnam, los aviones estadounidenses bombardeaban las cercanías de Khe Sanh. El expresidente Rómulo Betancourt, a sus sesenta años, se casaría el próximo domingo con su médico, la doctora Reneé Hartmann, mientras la televisión anunciaba el regreso triunfal del Indio Araucano con el hit ¿Quién se quiere casar? Las jóvenes parejas se restregaban y daban embates formidables dentro de los Hillman, los escarabajos, los Ford Taunus en el autocine Los Chaguaramos viendo Belle de jour de Buñuel, y míster Blaiberg, único sobreviviente a la fecha de un transplante de corazón, agradecía públicamente a Christian Barnard el poder contarla, a dos meses de haber sido intervenido por éste en Ciudad del Cabo.
Por esos mismos días y para variar, el periodista Germán Carías era puesto preso por tercera vez en su vida, esta vez por una serie de reportajes que develaban un tufillo nauseabundo en el poder judicial. El juez Cumare Navas era el factor del auto de detención, y una radiante Peggy Kopp recibiría de Mariela Pérez Branger la corona de Miss Venezuela. Gaby, Fofó y Miliki empalagaban a los niños con su Hola, don Pepito, Miriam Makeba causaba furor con el Pata Pata y el pollo era regulado a Bs. 4,10 el kilo.
Pero ésa no sería una noche normal para Venezuela. Nuestro mundo cultural esperaba el resultado de las deliberaciones de un jurado que, del otro lado del océano, decidiría el nombre del ganador del Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, galardón de un significado excepcional en el ámbito de la literatura hispánica contemporánea, el cual se hacía ya legendario por el impulso que había dado al llamado boom de la literatura latinoamericana. En éste se hallaban entre otros, Carlos Barral, el gran crítico catalán José María Castellet y Mario Vargas Llosa. Y era que ese joven abogado trujillano, profesor de literatura, de 37 años, había amanecido entre los cinco finalistas con su novela inédita: País portátil.
Contrariamente a lo que puede pensarse ahora, el Biblioteca Breve no era un premio más. Era el galardón más importante para la nueva literatura en nuestro idioma y Seix Barral se contaba con otros destacados editores europeos y americanos: Gallimard, Einaudi, Rowohlt, Weidenfeld & Nicolson, McCIelland & Stewart, Meulenhoff, Arcadia, Otava, Bonnier y Gyldendal, entre los impulsores de dos importantes iniciativas que rebasaban el marco lingüístico y cultural hispánico: el Prix International de Littérature y el Premio Formentor.
En la primera convocatoria, en 1958, el premio lo había ganado Las afueras de Luis Goytisolo. Luego Nuevas amistades de Juan García Hortelano. En 1960 fue declarado desierto. En 1961 era premiada Dos días de setiembre de J. M. Caballero Bonald. En el ´62 recibía el galardón La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, ópera prima de un autor de apenas veintiséis años. En 1963, Los albañiles, del mexicano Vicente Leñero y, en 1964, otra primera novela, Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. En 1965, Juan Marsé ganó con Últimas tardes con Teresa y en 1967 lo había obtenido Carlos Fuentes con Cambio de piel.
Para Víctor Seix, director entonces de la Editorial, la misión del premio era estimular a los escritores jóvenes para que se incorporasen al movimiento de renovación de la literatura europea. Para Carlos Barral, la obra premiada debía contarse entre las de una auténtica vocación actualizadora, ya que Biblioteca Breve se había propuesto presentar al público de lengua castellana obras representativas de la más moderna narrativa francesa, inglesa, italiana y alemana.
Los lauros, la gloria
Esa noche, impacientes, Adriano y su esposa, Mary Ferrero, habían aceptado la invitación a esperar la noticia en casa de la periodista Miyó Vestrini. La tensión era inenarrable. Corría el vino blanco, corría el whisky de ocho años. Para bajar adrenalina, se rieron de los Beatles. Del viaje que acababan de emprender a la India en busca de la conciencia absoluta en la escuela de Maharishi Mahest Yogui, donde se graduarían de gurús por cuatrocientos dólares cada uno.
Los más piadosos aseguraban que lo difícil ya estaba hecho, pues entre los finalistas lucía nada más y nada menos que el nombre del inmenso novelista uruguayo, Juan Carlos Onetti (confundiéndolo con su hijo Jorge, que era quien verdaderamente participaba en el premio). Aunque festivo y ocurrente, Adriano estaba hecho un mar de nervios. Porque siempre dio mucha importancia a los títulos, temía particularmente a uno: Trágame tierra, de un extraordinario narrador nicaragüense cuyo nombre no recuerda, y que no es otro que Lizandro Chávez Alfaro, quien acaba de publicar su última novela, Columpio al aire (1999). Retraído, Adriano evocaba el último párrafo de la obra y los momentos en que no hallaba cómo resolver. Andrés Barazarte había concluido su ruta en tiempo real desde Chacao a Pérez Bonalde en diferentes vehículos: el Volkswagen que se daña, el autobús, el carro por puesto y el taxi. Su memoria había reconstruido el tiempo de sus antepasados, los cuales también recuerdan y cuentan los avatares de una estirpe que radiografía la violencia venezolana desde el siglo XIX, el nefasto tiempo de los caudillos, de las luchas fratricidas, en contraposición con la violencia guerrillera de los sesenta. Andrés ha arribado con el maletín y el complejo de culpa de haber llegado tarde. Encuentra la nota de Eduardo y llegan los digepoles. “¿Cómo remato?”, cavilaba Adriano. “¿Cómo termino la novela?” “¿Con qué frase?”. “Presiona el disparador”, repone Alfonso Montilla, su amigo de siempre. Adriano se le queda mirando. Mary se le queda mirando. “Claro, viejo. Si llegaron los digepoles y no le queda más nada y tiene una ametralladora a la mano, pon ahí: “aprieta el disparador”. Así se rubricó la última frase del glorioso final de la novela.
En la radio sonaba el Limón Limonero de Henry Stephen. Concluye y luego de unas cuñas le sigue La Bámbola de Nancy Ramos. De pronto dan las once de la noche entre sorbos y temores. Manuel Caballero apunta: “A esta hora llega el cable a El Nacional”. Todos se quedan lívidos. Aprietan los vasos. “Voy a llamar”, dice. Adriano se muerde los labios. Contrae los dedos de los pies. El historiador se aleja, coge el teléfono, marca y habla. Corta. Viene pálido, con semblante calcáreo. Se le va encima al novelista y grita conmovido: “¡Coñ…, Adriano, la pegaste!”, y en vez de abrazarlo lo alza y lo tira para el techo.
Lo que siguió fue grande. Alegría, abrazos, lágrimas. Choque de copas. Paseíllo por Sabana Grande. Encuentro con los amigos. Miguel Otero Silva y Luis Alberto Crespo buscándolo conmovidos con una botella de Dom Perignon. Gente gritándole a su paso, arrancando hojas de los árboles y echándoselas como laureles. Júbilo en La Macía. Discursos, festejos, historia. Vigencia de una novela que tocó las fibras de la venezolanidad.
Publicado en ocasión de cumplirse 35 años de País portátil en 2003