La voz del texto, de Ana Teresa Torres

31/ 01/ 2013 | Categorías: Herramientas, Lo más reciente, No ficción

«Voy a escribir esto», «escribí aquello», «me gustaría escribir tal cosa»… Alguien enuncia una proposición, un acto, un deseo. Después, unas hojas impresas en caracteres alfabéticos aparecen como consignación de lo enunciado, y el enunciante se ha transformado en escritor, ha producido un texto y se considera autor del mismo. En un sentido estrictamente literal el acto literario se desarrolla a partir de un sujeto que se propone escribir un texto, cuya proposición es la escritura en sí, y dentro de lo que se me ocurre llamar la pasión del lenguaje, es decir, la afirmación del lenguaje como hecho autónomo.
Sobre la naturaleza de este proceso pueden, evidentemente, hacerse un sinnúmero de consideraciones. Intentaré aquí una indagación personal acerca de la relación del escritor con su texto, y particularmente con quien considero protagonista del mismo, la voz. Comenzaré por una afirmación evidente. El texto tiene voz. El texto es una locución dirigida por un emisor a un receptor. Es, si se quiere, y aunque no se quiera, una propuesta comunicacional. Con la salvedad de que el lenguaje humano es equívoco y polisémico, por ello se desliza por los significantes, disloca sus significados y reinstala al emisor y al receptor por efecto mismo del discurso.
No importa qué diga, ni siquiera si quiere decir o no, ni a través de qué artificio literario lo proponga, el escritor no puede callar la voz del texto, a no ser que cancele la palabra. Dicho de otro modo, a menos que suspenda el acto de escribir. Una vez que el enunciante se ha entregado al acto de producir una enunciación, no puede escapar del discurso, aun cuando utilice significantes que no aparezcan registrados en el diccionario. Viene al caso recordar el célebre capítulo 68 de Rayuela de Julio Cortázar en el que el sentido se desprende del sinsentido.

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia.

La escritura produce una voz, a la vez que una voz está produciendo la escritura. ¿A quién corresponde esa voz? ¿Quién la sustenta? ¿Quién es el amo del discurso? ¿Quién es el sujeto de la escritura? La voz del texto literario no es, o no debería ser, la del autor. La presencia autoritaria de la voz autoral se aviene bien con el texto documentado, erudito, científico, académico. Allí alguien dice y quiere decir algo. Pretende transmitir un saber sancionado y que su receptor entienda aquello que quiso ser dicho. Discurso universitario, lo llama Lacan. En el texto literario, más que en ningún otro, el lenguaje dice más allá de lo que dice. Se desata y se anuda al desplazamiento de los significantes para entrar en el equívoco, en el desconocimiento, en la ambigüedad que toda escritura comporta, y que permite la polisemia, la interpretación.
Asumo que todo escritor se ha preguntado alguna vez por qué escribe, y por qué su texto. Cabe, por supuesto, una respuesta inmediata y simple. Adjudicarlo a una suerte de destino, a una respiración indispensable, a una vocación, una forma de vida. Pero estas son respuestas del autor. El autor y el escritor son personajes distintos, creo yo. Autor es una persona, un hombre o una mujer, que tiene un nombre, una condición definida, un sujeto social, en suma, que vive en cierta época y durante un cierto tiempo, dentro del cual ha ocupado gran parte de su vida en producir libros, y que se considera ante sí mismo y ante los demás como
dueño de esa producción por la cual puede cobrar royalties, firmar ejemplares, pasar a la historia de la literatura o ser definitivamente ignorado. El escritor, si bien depende del autor para existir, y por lo tanto escribir, es un desdoblamiento en el cual quisiera profundizar.
El autor es un sujeto de la conciencia. Es alguien, en el sentido literal de la palabra, capaz de determinar una voluntad y de llevarla a la práctica para consumar el acto material de la escritura. El autor es quien decide si el escritor podrá ejercer su acto, cuándo, en qué forma, y qué hará con su producto. El autor, en cierto modo, es quien da la cara, quien se responsabiliza de lo ocurrido, y quien, en última instancia, recibirá los premios y castigos. Pero el autor no es nada sin el escritor. El autor es la voz del escritor, su vehículo con el mundo, y paradójicamente no es el dueño de la voz del texto. De modo que en este primer desdoblamiento autor y escritor aparecen imbricados pero distintos, y el autor, inmediatamente que se pregunte a sí mismo, tendrá que reconocer en sí la existencia de un otro que escribe, o si se quiere, de un otro-que-es-en el texto. Ese otro es el sujeto de la escritura.
El autor lo reconocerá cuando se desdoble en lector. Es decir, cuando de emisor se trastoque en receptor. Al dislocar su posición en el discurso aparecerán las manifestaciones del sujeto de la escritura, que a diferencia del autor, es inasible, o asible fragmentariamente. El autor-lector se convierte en un otro a quien le es dirigido el texto, y desde allí aparecerá la primera manifestación de su voz: la extrañeza. Una vivencia de sorpresa, de alteridad, de no identidad, experimentada bajo la pregunta, ¿por qué escribí esto?, que no tiene nada que ver con la relectura autocrítica.
Ese desencuentro con el texto, esa sensación fragmentaria pero contundente que nos separa de lo que en algún momento escribimos, ese hiato entre el autor y su palabra, nos pone en presencia del sujeto de la escritura y nos coloca en un suspenso de la identidad. Pues si bien estamos seguros de ser nosotros mismos los autores, el texto nos interpela y nos deja en un hueco incómodo que quisiéramos rellenar aludiendo a nuestra capacidad ficcional, que en otros tiempos se llamó inspiración. Pero no importa cómo lo llamemos, la voz del texto nos habla, y desde su discurso nos demanda una respuesta que no tenemos. ¿Por qué escribí esto?, pregunta que también el autor recibirá de los críticos. Diga cómo es cierto que usted pretendió tal cosa. Diga usted cómo es cierto que su novela quiere decir tal otra. Y el autor, más o menos entrenado en responder entrevistas y cuestionarios, irá cumpliendo con esta solicitud, pero siempre con la misma incómoda e inconfesable pregunta. ¿Por qué escribí esto?
Y sin embargo, los lectores, tanto los críticos especializados como los lectores de afición, son de importancia fundamental. Ellos son el otro del autor. Ellos asumen la posición de constatar que el texto habla, y de comunicar cuál es la voz que han escuchado. Para sorpresa nuestra esa voz tenía registros desconocidos. No me refiero, por supuesto, a la banalidad narcisista de encontrar en el receptor una respuesta de aprobación o desaprobación. Estas, en todo caso, serían preocupaciones del autor. El otro-lector es una presencia concreta y manifiesta de lo que en algún momento, en la soledad de la escritura, hemos experimentado ante una frase cualquiera, el uso de un adjetivo, la aparición imprevista de un personaje. Ese pequeño desconcierto, rápidamente conjurado para seguir adelante con nuestra tarea, ese dedo que nos señala desde la página y nos pregunta ¿quién eres tú?
El texto, pues, cuestiona nuestra identidad porque no podemos dar cuenta de él. Porque lo queramos o no, la escritura se nos ha ido de las manos y ha adquirido un carácter ajeno, ha evidenciado nuestra disociación, el otro que somos. Inmediatamente surge la tentación autobiográfica. El otro-lector nos conminará con sus interrogantes, diga usted cómo es cierto que alguna vez vivió esa anécdota, que su texto refleja sus experiencias, que tal personaje lo encubre a usted. El autor, por supuesto, contestará que sí o que no, o que más o menos, pero por convincente que sea su respuesta la extrañeza no cesa. Cito una referencia personal.

Largo viaje en sí-misma, la novela tiene diseminadas a lo largo de su contenido una serie de referencias al mar, lo que refuerza su aspecto mítico… «Única sobreviviente del naufragio», la narradora nos cuenta la historia de su familia, cuyos diferentes miembros, a lo largo de las generaciones, sufren fracasos personales. En la novela, la recurrencia de la noción de fracaso (…) está relacionada con la imagen del naufragio.1

¿Escribí yo esas referencias al mar? Sí. ¿Hay en la novela mencionada, El exilio del tiempo, una recurrencia de la noción de fracaso? Sí. ¿Está construida la novela como un viaje? No lo había pensado cuando la escribí, primera sorpresa, pero me parece plausible. ¿De qué naufragio he sobrevivido, entonces? De ninguno, y sin embargo, alguien que no me conoce, solo conoce la novela, afirma que sí. ¿Y cómo negarlo si en una hoja de papel yo escribí «el narrador se convierte en un personaje más, apenas un sobreviviente que intenta resaltar entre los personajes-náufragos»2. ¿Por qué escogí esa metáfora entre las infinitas posibles? ¿Por qué la existencia es un viaje en el agua en el que puede morirse o sobrevivir? ¿Es una angustia de nacimiento la que subyace en esa elección? ¿Fui yo la víctima de un naufragio en otra vida, en un sueño que no recuerdo, en una fantasía que me es inconsciente? ¿Qué importa?, diría alguien. Y sin embargo, sí, porque en ese naufragio no me reconozco, no estoy. Porque en esa escena no me identifico ni como protagonista, ni como testigo, ni siquiera como cronista, y un otro-lector me dice que le resulta recurrente, y al releerme la recurrencia se me hace evidente, asfixiante, sobrecogedora. Y si es autobiográfica debo decir que he vivido sin saberlo.
La idea de que el novelista recoge un montón de piezas para reconstruir un nuevo ser (Pinocho, Frankestein), pertenece, creo, a la técnica. Cada novelista tendrá la suya y podrá relatarla con todo detalle. Sin embargo el rompecabezas no logra, por sí solo, dar la vida literaria. Sin embargo, ¿qué es un personaje? ¿Cuál es su materia?
Mi mayor ambición literaria es la de crear un personaje que acaparase toda la novela. Con una voz única que se comiera todo el texto. Con una consistencia tan sólida que pareciera ser absolutamente real. Sin embargo, apenas lo concibo, se desvanece. Apenas lo intuyo, se fragmenta. Se deshace sin darme la oportunidad de intentarlo. ¿Quién es ese otro? Por su inalcanzabilidad, su imposibilidad, su presencia lejana, lo reconozco como deseo. El deseo de la escritura. Desear ser-en-el-texto. El texto es una realidad, en una otra escena, que a pesar de su débil materia de papel, aparece como más absoluta. Quizás sea esa la condición del escritor, la que lo diferencia del resto de sus congéneres: la convicción de que en otra escena existe una realidad menos precaria que la propia. Convicción que para mí, y hablo muy personalmente, se origina en la credibilidad que tuve para con los primeros personajes literarios que conocí. En la incontrovertible certeza que se desprendía de los cuentos de brujas y príncipes, en la autenticidad evidente de las aventuras de mis héroes adolescentes que añoro cada vez que una mirada reservada y escéptica invade y perturba mi lectura. Nada me aleja más de un libro que la imposibilidad de creer en él. Nada me aburre más que escuchar en el texto la voz del autor, porque él o ella son, al fin y al cabo, tan inconsistentes como yo.
Quien es-en-el-texto no es el yo del autor sino la voz del sujeto del inconsciente en la relación con su deseo. Y el deseo mueve el texto. Si bien es mudo, habla, y su voz aparece en la fragmentación de la cadena significante, en aquellos momentos privilegiados en los que el autor calla. O si se quiere, cuando su voz es acallada por el otro.
Ese otro es el protagonista de otra escena en la que existe dentro de un estatuto de realidad diferente a esta escena en la cual el autor vive su vida insuficiente. Esa otra escena está más allá de nuestros afectos y odios, de nuestras alegrías y dolores, de nuestros proyectos y preocupaciones, de la satisfacción y el sufrimiento. Es la escena del goce de la escritura. El otro del texto tiene el privilegio de visitarla, allí donde todo puede ser conjurado y reeditado, porque
si bien en el texto no todo es posible, nada es en la escritura irrevocable e irreversible. El lenguaje es circular, infinito, inagotable, y si el relato termina es solo porque muere el autor. Atravesar esa escena es el goce del texto. Asir por un instante el relámpago, el brillo mortífero del goce de la palabra. En ese destello el sujeto de la escritura conoce a su fantasma. Ese otro sin roces con la existencia, cuya condición es la de surgir, y al mismo tiempo perecer quemado en el texto. Un sujeto que no es esclavo de las preocupaciones cotidianas que asaltan al autor, porque no tiene un mañana, no suena para él un teléfono de rutina, no está encadenado a los otros seres a los cuales se ama y se odia, imprescindiblemente. El sujeto de la escritura carece de herencias; no tiene, tampoco, desenlaces. Es en ese momento del texto y nada más. Su presencia tiene la condición de acercarnos al otro del deseo, tocarlo brevísimamente, convertirnos en alguien ajeno, extraño, enigmático, y a veces, opuesto, enemigo e insaciable.
Por eso, a la pregunta inevitable que el otro-lector nos hará acerca de tal o cual personaje, al rastreo de su constitución, responderemos hurgando en la memoria, tratando de encontrar dónde o cuándo conocimos a alguien que nos sirvió de modelo. Dónde leímos aquello que nos guió hasta ese ser ficcional. Y probablemente diremos algo más o menos acertado, más o menos revelador. Un autor debe profesionalmente aprender a dar esas respuestas, con tal de que sepa que no son ciertas.
Vuelvo a una referencia personal.

En la novela de Ana Teresa Torres, simbólicamente, se trata del tiempo. Este último, en el papel protagónico que alcanza, está representado por la figura alegórica del viejo señor Laing, este anciano «sentado en su escritorio, que escribía siempre una palabra inconclusa, y cuya biblioteca contiene referencias místicas».3

El señor Laing, como figura alegórica del tiempo, es una proposición muy aceptable. Lo que no logro saber es ni por qué le puse ese nombre, ni por qué le di una brevísima aparición en una novela que por su contexto no lo incluía, a alguien que no existió nunca para mí, y mucho menos por qué lo envolví en una atmósfera misteriosa, que, a su vez, me trae reminiscencias de algún libro de aventuras para jóvenes de una escritora Blyton, cuyo primer nombre he olvidado. Y todavía más improbable es saber porqué escribí que «el tiempo era como el señor Laing». Ese personaje, muy secundario, señala desde el texto algo desconcertante de lo que no puedo dar cuenta. Y subraya que ese tiempo en el que transcurre su corta vida de ficción, es una escena a la que me he asomado, en la que he transitado como una niña ávida de conocer los secretos de la vida. Escena de la que he sido devuelta, para ser una autora que relee un fragmento sin comprenderlo. El señor Laing, en este texto que ahora escribo, me parece una travesura del sujeto de la escritura para recordarme que no soy del todo dueña de lo que firmo. Y es esta la segunda experiencia que quería consignar. Después de la extrañeza, hay un vacío. Ya la pregunta no es ¿por qué escribí esto?, sino, ¿quién soy?
El autor es alguien con la propiedad de liberar al sujeto de la escritura. Ocurrido lo cual se verá llevado a refrendar ese producto, a medias propio, a medias ajeno. Tendrá frente a sí, en las páginas del manuscrito, un ojo que lo mira y desnuda su impostura. El autor, por obra de la escritura, muestra su vacío. En el texto la voz que habla no es siempre la suya, puesto que no siempre sabe lo que dice, y mucho menos por qué lo dice. Desde afuera releerá cuántas veces quiera lo escrito. A fuerza de hacerlo empezará a amarlo, a odiarlo, a reconocerlo, en fin, como propio. Lo colonizará hasta pensar que siempre fue suyo. ¿De quién más? Pero estará condenado a asumir ese mínimo vacío, esa cámara indiscreta que ha captado a un extraño dentro de sí. Serlo, por un instante, es el goce de la escritura.

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1 Nathalie Barra. «El exilio del tiempo» de Ana Teresa Torres en la narrativa venezolana actual (1990).
Memoire de Maitrise d’ espagnol, Mention Études Latino-américaines, Université de Provence, 1994.
2 Ana Teresa Torres. «El exilio del tiempo», Dos novelas. Mérida: El otro, el mismo, 2005, p. 163.
3 N. Barra. Op. cit.

Del libro: El oficio por dentro (Alfa)

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