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No es la primera vez que afirmo que Adriano González León dejó a las generaciones posteriores a los sesenta esperando por lo que suponíamos sería la obra novelística que necesitábamos para dejar de pensar sólo en Gallegos, en Meneses, y en Enrique Bernardo Núñez como los grandes narradores del siglo XX venezolano. Aparte de que dudo cada vez que leo o releo sus declaraciones cíclicas en las que el autor trujillano ha renegado de, o dejado de lado (implícita o explícitamente), toda producción narrativa que se haya producido en el país después de los años sesenta. Cómo olvidar su voz de alerta a finales de esa década conminando a los narradores venezolanos a la práctica de “las audacias sintácticas del costado joyceano” (1968)
De sus elogios a escritores posteriores a los de esa época, apenas recuerdo alguna breve alusión a tres nombres: José Adames (por Préstame tu máquina, 1976 ), Israel Centeno (por Calletania, 1993) y Oscar Marcano (por Lo que François Villon no dijo cuando bebía, luego intitulado Sólo quiero que amanezca, 1999). Es posible que existan otros de quienes haya resaltado algo, aunque sea de paso, pero lo que mayor resonancia siempre causó en mi recorrido por la narrativa venezolana (como lector, como narrador y como crítico) fueron sus recurrentes asimilaciones al síndrome de la negación que casi de modo fatídico ha marcado a nuestra narrativa desde sus inicios: esa curiosa enfermedad que nos lleva cíclicamente a valorar individualidades negándonos colectivamente como país de cuentos y novelas que puedan competir en el espacio literario latinoamericano y mundial.
Es decir, tengo de Adriano González León no menos de tres concepciones encontradas, si bien difíciles de conciliar, no imposibles de convivir. Primera: a partir de esa maravilla que -cómo dudarlo- es País portátil (1968), en mi humilde juicio de narrador, Adriano nos quedó debiendo una más amplia obra novelística que solidificara aquel empujón generado al cierre de la década violenta por el Premio Biblioteca Breve. Dos: González León fue hasta cierto momento reacio a creer que pudiera haber narradores tan importantes como los que emergieron a partir de la aparición de los grupos Sardio (1958-1961) y El techo de la ballena (1961-1965), aunque en los últimos años sus criterios a ese respecto han cambiado; ha sido más optimista sobre la nueva narrativa venezolana. Tres, muy a pesar de esas dos obsesiones (nada extrañas por cierto en buena parte de los escritores venezolanos) ha sido imposible para cualquier lector, narrador o crítico nacional negar la presencia, la fuerza y la convicción que hay en los textos de Adriano. No voy a referirme a su novela primigenia, País portátil, para mí, casi única en su repertorio, pues no comparto que sea similar, parecida o equivalente a Viejo, su intento último en el territorio de la narrativa extensa, 1995, loable, pero bien distante de la primogénita).
Una vez que he dejado claro lo que nos debe (o nos debía) Adriano, paso a detenerme en lo mucho que también le debemos (aunque otro negador recurrente, José Balza, no lo haya incluido en aquel “pequeño volumen de mil páginas, con letra grande y acentuados espacios en blanco…” en el que según el autor de Percusión, 1982, cabía toda la historia de la narrativa nacional escrita hasta 1971). Dejo entonces de lado esa primera novela mítica de la que se ha dicho bastante, para detenerme en su primer libro de cuentos: Las hogueras más altas (1957). Soy adicto a buscar en los narradores venezolanos sus aportes al cuento, a partir de un primer o segundo libro, si los hay, porque creo que allí ha germinado buena parte de una historia sólida que alguna vez habrá de escribirse sobre la narrativa nacional.
Explicaré en esta nota por qué incluía yo mismo a Las hogueras más altas en una lista de veinte libros de cuentos imprescindibles en la narrativa venezolana del siglo XX (Universalia, 3, enero-abril, 1991, USB). Digamos de entrada que hay apenas una distancia de cuatro o cinco años entre “En el lago” (1956, primer cuento de Las hogueras más altas) y “La mano junto al muro” (1951, de Guillermo Meneses). Y cómo dudar del parentesco entre ambos, si los dos respiran justamente por eso que Adriano denominaba “el costado joyceano”. No obstante, sólo admito que ambos cuentos son parientes. Las imágenes difusas, los sentimientos de duda del narrador, la bipolaridad de planos, el monólogo interior, son rasgos similares que hacen pensarlos como parte de una misma familia narrativa. Si se me permitiera opinar como crítico, sería capaz de afirmar que, aparte de Antonio Márquez Salas con “Como Dios” (1952) y José Balza con “La mujer de espaldas” (1986), González León resulta un narrador muy cercano a Guillermo Meneses, pero, eso sí, sólo en lo que se refiere a las técnicas narrativas. Pues por otro lado, también hay que decir que el lenguaje de la narrativa de Adriano resulta más cargado de giros poéticos; su regusto por la imagen lírica creo que es muy particular en nuestra narrativa. Y entonces repito una idea que muchas veces le escuché a él mismo, en sus tiempos de profesor-leyenda en las aulas de Escuela de Letras de la UCV: una buena obra literaria es estructura y es lenguaje, la estructura se puede conseguir con cierta facilidad, lo difícil para el escritor es elaborar su propio lenguaje, un discurso que en algo lo haga distinto, particular, único. Ése ha sido su principio y hoy, al releer su obra, creo firmemente que AGL ha sido fiel a su propia prédica. Porque justo el estilo altamente atractivo e imaginativo, que precisamente es la columna vertebral de País portátil, ya se había permeado en las páginas de su primer libro de cuentos.
Sin duda que ya a partir de ese breve compendio de seis textos, AGL debería ser catalogado como uno de los narradores más líricos de nuestra contemporaneidad, superando incluso los loables intentos de algunos de las décadas anteriores, como Arturo Uslar Pietri, Antonio Márquez Salas, Gustavo Díaz Solís y Oscar Guaramato, para referir otros cuatro autores emblemáticos con los que podría relacionársele. Porque en Las hogueras más altas el tono lírico se depura y los cuentos se desprenden definitivamente de la tipología del poema. Tanto que alguna vez Luis Alberto Crespo, asomaba la posibilidad de que los textos de este libro no fueran cuentos sino poemas en prosa (Papel literario, 23-09-2000). Son obviamente relatos que entran en la tipología de los “cuentos líricos”. En ese libro, tras las historias que ocurren por lo general en escenarios casi fantasmales, los incendios “huelen” a candela (“… el fuego subía sonoro, sembrando de chispas rojas el cielo despejado y brillante.”) y la sequía reseca las páginas sin dejar de lado lo narrativo (“… cuando los árboles eran despedazados por la sequía, cuando las paredes de la casa amenazaban rajarse”). Los fantasmas de la niñez y de la adolescencia se perciben tras la niebla de un pueblo de montaña (“hombre y animal surgían de pronto sobre la calle… llenándolas de una grasienta representación fantasmal.”). Se palpa la negrura del petróleo “En el lago” y sus incidencias en la duda que sacude a los dos pescadores que arrastran una tabla sobre la que yace un hombre, no saben si muerto o medio muerto; Dorila Márquez, protagonista de “Los fuegos invisibles”, carga casi como penitencia vital una forzada castidad eterna en la que su infierno personal se trueca en deseos para materializar una venganza que se concreta de dos maneras: primero la sequía que inclemente cuartea y devasta las tierra e impide la prosperidad de las siembras; después, una lluvia incontenible que remata. Cómo no acompañar a Salvia (personaje del cuento “El enviado”) en su obsesión por odiar a los santos barbados (“viejos oscuros” los llama ella) ante quienes está prohibido bailar, y, por otra parte, venerar, a un santero sucio, borracho, desarrapado, Simón Soler, hasta el punto de igualarlo con San Juan, el bautista, y terminar cortando su cabeza después del acto sexual al que él la ha obligado.
En Las hogueras más altas hay además unos fantasmas persistentes que no dejan de hacernos pensar en la narrativa del mexicano Juan Rulfo. Aparece incluso la obsesión de un personaje (Mateo Galbán) por llegar a desentrañar su origen a partir de las palabras de la madre, similar a la causa que sirve de estímulo a Juan Preciado en Pedro Páramo (1955), novela de “murmullos” como los que se captan en tres cuentos de AGL: “Las voces lejanas”, “Fatina o las llamas” y “Los antiguos viajeros”, todos plenos de visiones fantasmales, de personajes marcados por el resentimiento, la culpa y la nostalgia, respectivamente.
Y que quede claro, emparentar a Adriano con éste u otros autores, no implica que estemos hablando de calcos o de influencias no declaradas. Ningún escritor es ajeno a su contexto y al modo (a veces imperceptible) como éste lo empuja hacia una estética determinada. Pero ello sólo significa que, para nuestra fortuna, Adriano convive a mitad de la década de los cincuenta con una estética impregnada todavía de un gusto particular por llevar el lenguaje narrativo más allá de la simple intención de contar historias rurales o urbanas (“Todo relato normal es obvio. A nadie encanta ni turba… Y el ejercicio de la palabra es la poesía.”, afirmó en una entrevista con Julio Ortega, ver http://sololiteratura.com/adrianogonzalezleon.htm). Desde esa perspectiva, recuerdo su prédica de profesor ameno y contundente en el valor de la escritura para los estudiantes de Letras (con lo que también lo percibía muy cercano a ciertas actitudes de Oswaldo Trejo): no es la anécdota lo que de por sí importa sino las palabras para relatarlas, cualquiera puede echar un cuento, lo importante es cómo. Para su manera de escribir “cuenta fundamentalmente el pálpito del idioma” ( de nuevo, son sus propias palabras, en otra entrevista de 1998 para la periodista española María Luisa Páramo (www.ucm.es/info/especulo/numero8/adriano/htm). Y sin duda que esta concepción del autor se continúa en su siguiente libro de cuentos (Hombre que daba sed, 1967) y en su novela inicial.
En fin, para justificar mi propio reclamo hacia el autor sobre quien escribo estas líneas, en el sentido de que nos dejó esperando por una más amplia obra novelística, concluyo como sigue. A lo mejor ha sido más suerte que deuda el hecho de que haya salido de Adriano un solo País portátil. Total, en novela tampoco podemos hablar de Rulfo más allá de Pedro Páramo. Meneses fue novelista de amplia obra pero no es fácil aceptar que haya superado a El falso cuaderno…
Así que, para fortuna de la narrativa nacional, hay un lenguaje narrativo venezolano llamado Adriano González León. Aunque aparentemente pocos, sus textos no dejaron de ser definitivos. Si hay algo de verdad en la premisa según la cual los textos literarios se vuelven clásicos cuando mantienen la frescura primigenia, independientemente de las épocas, de los lectores y de las condiciones en que se los lea, entonces bien vale cerrar estas líneas señalando que, desde su primer libro, las imágenes de Adriano González León tienen la virtud de hacernos percibir los olores, los sonidos, el colorido reseco de paisajes golpeados por la carencia de agua, el fluir de las lluvias, siempre presente en sus memorias de la zona rural donde compartió con un abuelo (mítico en toda su narrativa) el encanto del montañés siempre asombrado por la presencia del mar, según el mismo ha dicho en la entrevista a María Luisa Páramo.
Suficiente para pensar que los juicios pesimistas que pueda haber expresado sobre la narrativa venezolana nada tienen que ver con la calidad de su propia producción. De modo que para mí, como lector, ha sido mucho más que convincente; como narrador, envidio su producción y, como crítico, creo que no ha sido distinto de la mayoría de los escritores venezolanos al contribuir a delinear el rostro autoexcluyente de nuestra narrativa. Además, me parece que es el narrador andino que (con Ramón Palomares en poesía) más ha contribuido a perpetuar en la escritura nacional la fisonomía lingüística, histórica y paisajística de la montaña trujillana. Nada menos.
Publicado en ocasión de cumplirse 35 años de País portátil en 2003