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En aquella altiplanicie de nuestros Andes, el pueblucho, un nido de cóndores, erguía al cielo, no dubas deleznables sino murallas de piedra, como prolongación labrada de la montaña.
Eran varias calles, casi rectas, casi anchas, de naciente a poniente, cruzadas por vías semejantes de norte a sur: un tablero de ajedrez algo asimétrico.
Los caserones, cuadrados, pétreos, fuertes, suerte de fortalezas, recordaban los casones y palacios de ciertas ciudades de la Italia de los Sforza, de los Médicis, de los Strozzi, de los Pitti, palacios y casones que erigían aquellos señores para guarecerse de las rivalidades artimañosas y sangrientas de otros señores o de las oceánicas embestidas del popular revolvedor, como se diría en lenguaje de la época.
Era una de aquellas ciudades españolas de América, ciudades chatas cuyos techos rojean al sol, con un penacho verde, aquí y allá, de hierba nacida entre las tejas; una de aquellas ciudades fundadas por nuestros rispidos abuelos de la Península, en el corazón de los Andes, al frente de las sierras nevadas, y que sin gran porvenir, lejos de las costas comerciales, civilizadoras e itinerantes, vegetan en la paz del señor y rumian sus recuerdos, llenas de orgullo incomprensible y despreciando cuanto ignoran.
Había dos cosas altas en aquel lugarejo andino: la torre d iglesia mayor y el espíritu del padre Irástegui, — el alma del cura sobre todo.
No era este padre Irástegui clérigo de misa y olla, ni abate cubierto de polvos y postizos lunares, ni pastor evangélico lleno de unción que corre tras ovejas descarriadas, el cayado y las bendiciones en la diestra, el perdón en ojos y labios. Era más bien por su carácter un ente redivivo de épocas muertas: pudo ser legado pontificio en tiempos de León X o Julio II, ceñir el capelo cardenalicio y portar la púrpura de los príncipes eclesiásticos en el pontificado de Hildebrando o de Inocencio III, o por el monarca de las Españas gobernar a Napóles de virrey o a México o al Perú. Prócer de estatura, magro de carnes, aguileña la nariz, fina la boca, mate la piel, las muñecas dos hacecitos de nervios y dos brasas los negros ojos: así era. Imperativo, cesáreo, hasta sus dulzuras tenían pregusto amargo. En medio de la democracia ascendente de la behetría, ¡qué anacronismo! En medio de los comadreos de vecindario, ¡qué aislamiento! En medio de las familiaridades circunstantes, ¡qué envolverse en la negra loba y qué mirar desde la altura!
Aquel clérigo altivo no inspiraba ni amor ni odio: infundía respeto. Su autoridad moral, consolidada por toda una vida austera, benefactora, enérgica, vivida en casa de cristal, ¡quién iba a contestársela, máxime cuando él la estaba ratificando constantemente, a cada ocasión propicia!
De él se referían cosas que lo aureolaban de prestigio.
Una tarde, por ejemplo, recostada la silla de vaqueta con tachuelas de cobre a la pared de su huerto, en la solitud de la calle lugareña, leía el padre Irástegui, repantigado en la silla, no el breviario sino sus clásicos latinos, a Horacio, cuya filosofía emoliente y regalona no aceptaba, pero de cuyo lenguaje pulcro, de cuya transparencia comedida, de cuya gracia patricia estaba enamorado. Un hombre pavorido, chorreando sangre de la mano siniestra, desembocó a toda carrera y abalanzándose al clérigo le suplicó:
— Ampáreme, que me mata.
— ¿Quién? — preguntó el sacerdote.
— Juan Vicente Gómez, el romo, — repuso el perseguido.
Juan Vicente Gómez, «el romo», era camorrista, borracho, asesino temeroso.
— Entre usted, dijo el cura, indicando con un gesto el zaguán.
Apenas hubo penetrado el herido apareció el persecutor, echando espuma por la boca, ebrio, furioso, el machete en la mano.
El cura continuó leyendo.
— Padre, exclamó el forajido sin poderse contener, por aquí ha debido de pasar un hombre corriendo. ¿No es cierto?
— No sé.
— Cómo no, padre; vea el rastro de sangre: va herido.
— No sé.
— Y ha entrado en su casa: mire la sangre en el zaguán.
— Le he dicho a usted que nada sé; ahora le prohíbo que me siga usted preguntando.
El miserable, por toda respuesta, quiso colarse en la casa y huerto del sacerdote; pero el sacerdote, rápido como un relámpago, se había puesto en pie y, blandiendo la silla con ambas manos y cubriendo la entrada, gritó:
— Largúese usted, asesino.
Y el asesino, aunque a regañadientes, se fue.
Otra vez corrió por el pueblucho la noticia, nada inverosímil en aquel lugar, de que a dos presos políticos, detenidos por fútiles motivos que encubrían el odio personal de un mandarincito minúsculo, los estaban dejando morir de inanición.
El padre Irástegui amotinó al pueblo y a la cabeza de la ciudadanía se dirigió a la cárcel, en son hostil, reclamando a los reclusos. La autoridad civil, ante la disyuntiva de asesinar a la muchedumbre o sufrir un asalto, capituló. Los presos fueron libertados.
***
Al padre Irástegui se le había ocurrido, años atrás, fundar en aquel rincón de los Andes un colegio; pero no un colegio más, no un colegio así como así, sino una especie de plantel de ciudadanos, un instituto de vida estable con rentas propias y porvenir asegurado que pudiera servir a la difusión de altas teorías morales y sociales, a cubierto de toda mutación. Parte cuantiosa de su haber la invirtió en aquella empresa; es más: mendigó, él, tan soberbio; se barajó con gente maleante, él, tan adusto y solitario; cobró diezmos a los agricultores, como en tiempos de la Colonia; estableció una lotería, a usanza pontificia; fue a la capital de la República; puso en movimiento al arzobispo; se apoyó en los diputados de su provincia; interesó a todo el mundo; removió obstáculos. Por fin triunfó. Aquella voluntad se había salido con las suyas.
Fundó el padre Irástegui el colegio empezando por el edificio que hizo construir. El establecimiento del padre Irástegui podía vivir: nacía rico. El sacerdote puso la administración de bienes pertenecientes al instituto en manos de una hábil Junta y se reservó la dirección del plantel.
Desde entonces tuvo un alto objeto aquella energía inteligente y bienintencionada: consagrarse a arrancar la bestia del hombre e ir formando con el ejemplo y la doctrina caracteres y ciudadanos, mérito grande en un país de ignorancia, donde se carece en absoluto de valor cívico, en donde pocos conocen sus derechos y nadie los defiende.
Sus discípulos lo veneraban y hasta tres o cuatro, más perspicaces o más agradecidos, lo querían con ternura al par que con respeto. Por primera vez el padre Irástegui sentía afecciones y no sólo respeto en torno suyo. En retribución y sin darse cuenta, de la propia aspereza del sacerdote fluía el amor, porque el padre Irástegui se parecía a ciertas frutas del trópico tales como la guama en que una cascara áspera encierra un corazón todo dulzura.
De entre los tres o cuatro discípulos amados había uno que era el San Juan del sacerdote: el predilecto. Ya era bachiller, o mejor: estaba a punto de serlo. Iría a Caracas a obtener su título académico y a continuar sus estudios hasta doctorarse. De condición humilde, huérfano, desamparado, lo había el padre Irástegui no sólo instruido sino vestido y alimentado gratuitamente; y ahora, de su peculio lo enviaba a continuar estudios, pensionándolo en la remota capital.
A medida que se iba aproximando el día de partir, mostraba más y más su afección el sacerdote a su discípulo.
Sentados ambos una tarde en un banco de madera, al pie de esbelta araucaria, en el jardín del colegio, dijo el sacerdote a su alumno:
— Hijo mío: usted aprovechará su tiempo y será un hombre de saber y de virtud, útil a nuestro país. No lo dudo un momento. La felicidad le sonreirá porque usted la merece. Que vuelva usted a radicarse en nuestra provincia, como yo deseo, o que se quede usted por allá, si puede irle mejor, todo es igual siempre que usted no se equivoque en la vida y encuentre el camino que le conviene, siempre que pueda hacer y enseñar el bien a los hombres, nuestros hermanos. Pero a donde quiera que Dios lo lleve, — prosiguió el sacerdote, emocionándose con sus propias palabras, — no olvide usted esta provincia que es la suya, ni este colegio donde ha pasado su primera juventud, ni a este pobre sacerdote que le ha enseñado a usted lo poco que él sabe…
El padre se llevó el pañuelo a los ojos. Era la primera vez que se veía llorar a aquel hombre.
Pocos días después, una mañana, llegó el momento de la partida.
Un peón caminero, mestizo peliparado, conduciendo del diestro una mula ensillada, vino a buscar al joven. Casi al momento del adiós, el padre Irástegui llamó a su discípulo, delante de todo el colegio, y le dijo:
— Suba usted a mi despacho y tráigame el paquete que está sobre una silla, junto al escritorio.
Cuando estuvo de vuelta, le ordenó:
— Ábralo.
El discípulo obedeció.
Del paquete salieron viejas y míseras prendas de vestir.
— ¿Reconoce usted eso?
Por toda respuesta el joven rompió a llorar y abrazó al sacerdote.
— Bueno, amigo mío, sermoneó el cura, separándose de los brazos de su discípulo y en tono casi conminatorio: no olvide que usted vino a esta casa con esos zapatos y esos calzones rotos. No olvide que a mí me debe lo que es y lo que sabe.
Cuando el viajero hubo partido, el sacerdote se volvió a los dos o tres predilectos que lo rodeaban y que parecían extrañados de aquella escena.
— Le acabo de dar, dijo, la mejor lección de la vida. No quiero que vaya a imaginarse que Dios me ha puesto en el mundo con el exclusivo objeto de que sirva a mis discípulos de Providencia.
Del libro Cuentos americanos (Viuda de Rodríguez Serra, 1904)