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Medina tiene varios años casado cuando advierte, un poco repentinamente, aunque las señales estaban frente a él desde hacía ya tiempo, que su esposa no quiere hacer el amor. Ella interponía diversas excusas que al principio no lo parecían: cansancio, dolores de cabeza, y, lo peor de todo porque lo sumía en una vaga culpa, dolor al momento de la penetración. Ahora se pregunta cómo no lo notó antes. Pocos meses atrás se han mudado a un apartamento al sur de la ciudad (es una extravagancia mencionar los puntos cardinales en la ciudad; son referencias que nadie utiliza, pero a él le gusta saber dónde está el norte y el sur y el este y el oeste de la ciudad, como si superpusiera un mapa secreto a las calles cotidianas). Un edificio de tres pisos (cuatro, si se cuenta la planta baja), seis apartamentos por piso; tres habitaciones pequeñas, un baño, una cocina estrecha y una terraza minúscula que se abre a una avenida que conduce a un barrio de reciente creación y en el que nunca ha estado. Es una mejora con respecto a la casa anterior, pequeña y estrecha, pero al mismo tiempo esta ubicación lo aleja de casi todos sus amigos y de los sitios que frecuentan tanto él como su esposa, juntos o por separado, y a los que podían ir caminando. ¿Qué ha pasado en estos meses?, se pregunta. ¿Cómo es posible que su esposa no quiera hacer el amor con él, si hacer el amor siempre ha sido lo más fácil y placentero de su vida en común? No lo mejor, porque lo mejor ha sido la mutua compañía, pero sí el ejercicio de un placer alegre y natural que no se ha agotado en la rutina. Al menos no de parte de él; Medina no siente que haya nada rutinario en su forma de hacer el amor, aunque tampoco es que se dedique a inventar nuevas posiciones cada dos semanas.
Ahora, cuando comprende que algo pasa –y recordará este momento años después cuando un amigo que todavía está por conocer comente que cuando en una relación alguien pregunta qué pasa, es porque ya nada pasa–, también se hace consciente de una profunda urgencia sexual que se ha venido acumulando durante semanas, tal vez meses, sin que llegara a su conciencia, sin que hubiera podido ponerla en palabras, condición indispensable para que las cosas comiencen a ser ciertas para él.
Por eso se dispone a hablar con su mujer. Está convencido de que hablando lograrán entenderse, de que hablando podrán desentrañar lo que en ese momento se presenta como un enigma, encontrar la raíz del problema, se dice, avanzar hasta la causa agazapada bajo capas de vida en común y acciones intrascendentes.
Las cosas no suceden así, sin embargo. Su mujer no entiende de qué le habla. Él lo plantea con calma, con palabras medidas; está dispuesto a comprenderlo todo, dice. Ella reconoce que sus relaciones no son tan frecuentes, pero no ve nada extraño en eso; tienen casi seis años casados y es normal que las relaciones sexuales se hagan más espaciadas; por otra parte, está muy ocupada como asistente en un laboratorio del hospital central y en las noches y fines de semana en el montaje de una obra teatral en la que es actriz protagónica. Él, a su vez, reconoce que dedica mucho tiempo en las noches y las mañanas a escribir una novela, y estaría dispuesto a aceptar los argumentos de su mujer si esta no mirara en cualquier dirección menos a sus ojos. Hay algo inquietante en esta actitud inusual. Algo que no tiene explicación, o, mejor dicho, solo tiene una: su mujer miente. ¿En qué miente? No lo puede precisar. Al poco rato piensa que con seguridad sí hay otras razones para las miradas errantes de su mujer, aunque de momento no se le ocurra ninguna y sonríe y se levanta y se sirve otra taza de café.
Tal vez porque efectivamente estaba escribiendo una novela y esta le ocupaba casi todo el pensamiento –las horas de sentarse a la pequeña mesa con un cuaderno grande, pesado y de feas tapas azules, los minutos que consumía en el baño, al levantarse de la cama en la mañana, el par de horas que pasaba dando vueltas por el apartamento, o sentado en una silla de mimbre en la terraza viendo pasar automóviles y autobuses veloces, mientras esperaba que su esposa llegara de los ensayos o del hospital –o simplemente porque resultaba más cómodo aceptar la razón más simple, a saber: el cansancio, la rutina, las ocupaciones–. Durante un par de semanas no se preocupó ni volvió a tratar el tema. Se acostaba al lado de su mujer y se daba media vuelta, dándole la espalda, o volvía a girar y sus caras se miraban (solo que en realidad no se miraban porque mantenían los ojos cerrados), a veces sus rodillas se rozaban y él sentía que entre las piernas le crecía una erección que siempre lo sorprendía, como si fuera una reacción impuesta, algo que en realidad no le correspondía puesto que había decidido que nada extraño pasaba y esas manifestaciones hormonales estaban demás. Y sin embargo, allí estaba su pene latiendo como un forúnculo inflamado.
En la desolación de la madrugada, al final de la segunda semana que ha ido transcurriendo como un plazo que no se ha fijado de ninguna manera pero igual corre inexorable, comprende que es él el que se engaña: algo está muy mal en su relación. Con cuidado, levanta la sábana que la cubre. Mira a su mujer, o al menos lo intenta; la imagina, más bien, puesto que la habitación es oscura y la piel de su mujer también y no es mucho lo que puede ver, en realidad: el contorno de un pecho, apenas entrevisto, y el difuso perfil de su rostro en contraste con la blancura de la almohada. El resto no es más que ausencia, negro en lo negro. La contempla con intensidad, como si quisiera, o pudiera, extraer una verdad inédita. ¿Tendrá un amante?, piensa. ¿Me habrá dejado de amar? ¿Me habré convertido en un marido aburrido, soso, predecible, intolerable?
Sale temprano de casa, antes de que su mujer despierte. Es sábado, pero su jefe ha convocado una reunión con el equipo de redacción. Están presentes tres periodistas (él es el más joven, los otros dos ya ejercían cuando él aún no había nacido), un fotógrafo y el jefe, que se dedica durante todo el tiempo que están sentados a una larga mesa a contar chistes y anécdotas graciosas sobre personajes políticos que estuvieron activos treinta o cuarenta años atrás y que a él le resultan por completo desconocidos. El buen humor de su jefe le resulta incomprensible y vagamente ofensivo. Luego de tres horas en las que no logra enterarse del motivo de la reunión, su jefe se levanta y dice que tiene que asistir a un almuerzo con el gobernador. Siente –tal vez siendo injusto, como pensará algunas horas más tarde– que estos viejos se han estado burlando de él, que lo han hecho venir, dejando a su esposa dormida, ya visible en la claridad de la mañana pero no menos accesible a sus preguntas y sus dudas, para burlarse de su juventud y su inexperiencia.
Capítulo tomado de la primera edición de Monroy Editor, 2022