Cuentos
Todos los cuentos publicados
Buscar
Todos los cuentos publicados
Capítulos de novelas disponibles
Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar
‘Cause she’s a cruel mistress
And the bargain must be made
But oh, my love, don’t forget me
When I let the water take me
What the Water Gave Me — Florence + The Machine
Romina tenía nueve años cuando ocurrió la tragedia en Santa Lucía, el día en que la novia no volvió a salir. La pobre novia, lloraban en el pueblo, y Romina veía sus muñecas de papel y los corregía en la voz agudísima de sus personajes: que no era pobre, que se llamaba Marielba, y su espanto yacía para siempre en el crepúsculo del agua.
A pesar del tiempo, todavía le cuesta sostenerse la mirada en los reflejos de los ríos, pero lo hace, y espía, por el morbo secreto de ver una vez más las manos, las manos arrugadas, las yemas mordidas por los peces que…
Tenía nueve años. ¿Qué cosas de la vida se retienen a esa edad? El cuerpo de acordeón de los guajolotes; los nombres de las flores del jardín: corona de Cristo, amor de un rato, flor del desierto; los dibujos con ramas en la tierra; la textura del excremento de los chivos bajo los pies, porque Romina se la pasaba descalza y corriendo, y el día que conoció a Marielba llegó a casa de la abuela con gusanitos de bosta dentro de las uñas.
La novia había estado examinando el árbol de guapinol que daba sombra en el patio, sus dedos largos acariciaban los túneles del comején tejidos sobre la corteza. Traía puesto un sombrero por el que bajaban dos cortinas de cabello negro, tan negro como el plumaje de los zanates, ¿tal vez la habían alimentado con la carne del pájaro para que su pelo no encaneciera nunca? A Romina le pareció que su piel brillaba como los dientes del elote.
—Hola —le dijo con una sonrisa al reparar en ella—. ¿Cómo te llamas?
Se acuclilló para estar a su altura y eso le gustó a Romina. Los adultos siempre la saludaban desde arriba, obligándola a echar la cabeza hacia atrás hasta que el cuello dolía.
—Ro-mi-na —le contestó, acentuando cada sílaba y cambiando el balance de una pierna a otra.
—Un placer, yo soy Marielba.
Ma-ri-el-ba.
El timbre de su voz también le gustó: sonaba como el susurro de la brisa en una superficie líquida.
En el sueño recurrente donde estaban ancladas ahora, sin embargo, Marielba era una gárgara, una bolsa atascada en la hélice de un ventilador.
Comenzó a soñar con ella meses después del entierro. Estaban ambas en el medio de un baño blanquísimo sin puertas, sin ventanas, sin mobiliario, salvo por la tina —blanca— donde Marielba se abrazaba las rodillas y modulaba con su boca hinchada de muerte palabras que se perdían entre accesos de agua. Estaba desnuda y cenagosa porque así la había visto Romina cuando sacaron su cuerpo del río.
La primera vez que la encontró goteando en su subconsciente no sintió miedo. Al contrario, propinó palmaditas suaves en la espalda de la novia y se frotó los dedos cuando la baba del pantano se le adhirió a la piel. Una baba tierna. El vómito prístino de Marielba olía a formol y sus párpados sin pestañas se agitaban sobre las cuencas, carnosas y atravesadas por múltiples nervaduras como la cáscara de las almendras.
*
El primo Emiliano no estuvo en el velorio, tampoco en el funeral. Apenas dio instrucciones a su madre sobre la ropa que debían ponerle a su mujer y los contactos de sus familiares para que pudieran asistir al servicio porque no era posible repatriar los restos. Después se calzó unas botas altas y tomó el rifle que se usaba para despedir el Año Viejo. Desapareció tres días en el bosque. Romina lo vio regresar al amanecer del cuarto día. La ropa manchada de tierra, las noches convertidas en círculos debajo de sus ojos, el cabello en espera de una caricia fantasma.
Y el cadáver del conejo balanceándose en la mano derecha.
El primo Emiliano solo le había confiado sus palabras a ella:
—Nuestro dios no necesita sacrificios —empezó él y el eco de su voz sonó estancado después de pasar tantas horas en silencio.
Estaban sentados bajo el árbol de guapinol, el aroma de las tortillas calentándose en el comal salía en hilitos por las ventanas de la cocina. Romina vio por el rabillo del ojo un recuerdo de Marielba girando sobre las raíces con un vestido de media tarde mientras le contaba que en su país la gente se echaba sal por encima del hombro para espantar la mala suerte. Romina había pensado en cómo las abuelas del pueblo también protegían sus casas con sal, pero para alejar brujas negras.
—No hay un juicio para aceptar a alguien en el Mitlán. Nuestro dios no necesita nada —repitió Emiliano—, pero solo quiero asegurarme, para que ella me espere.
—¿Por qué un conejo? —preguntó Romina.
—Porque el conejo ayudó a Quetzalcóatl —sonrió Emiliano.
Fue una sonrisa rota que no llegó a revivirle las pupilas.
*
El animal muerto apareció en el suelo del baño. Un pétalo pútrido mecido por una brisa invisible sobre las baldosas. Romina vio a la novia arrodillada frente a él, todavía en su forma de dama pantanosa.
Era la misma postura que le había ofrecido al río: Marielba había reverenciado las aguas que le darían el bautizo de la familia. En Santa Lucía, la tradición mandaba que las novias fueran conducidas al lecho del río para cambiarse la ropa. Las madrinas las escoltaban en caravana junto con el resto de los familiares, incluyendo al novio, aunque los hombres solo podían presenciar el ritual desde lejos. Latas de aluminio amarradas con cordones en la parte posterior de los carros tintineaban para anunciar el paso de la comitiva. La tierra se regaba con chorritos de licor y las bocinas ponían música a todo volumen. Las mujeres entraban con sus huipiles al agua y se tomaban de las manos, dejando a la novia en el centro. La madrina y sus compañeras procedían a bañarla entre risas y chapoteos. Nadie la perdía de vista hasta que emergiera con el cambio de ropa proporcionado por la madrina: el vestuario que, cual piel nueva, les haría reconocerla como parte de la comunidad.
De tanto en tanto le daban tragos de mezcal clarito. Que si para el frío, que si para aguantar las piernas en la tornaboda, que si para el carácter, más, más, más. Y cómo estás. Contenta. Y qué quieres. Que el novio no se me escape. Échele, échele. Las bromas no ablandaban a la novia. En mi pueblo bebemos ron y cocuy. ¿Quejeso? Usted sírvame otro poquito, tía. Que yo también quiero, dijo Romina, pero como estaba muy chiquita la calmaron con un barrilito de naranja. Se jalaron dos botellas y Marielba como si nada.
Otro cantar era Emiliano, con quien los hombres trataron de hacer lo propio. Tu mujer está muy guapa. Qué suerte tienes, gallo. Y eso que estoy feo y chocante, rio el novio, demorándose con cada sorbo y dejando que el alcohol amansara a sus tíos.
El aire tenía un gusto a menudo y el río cantaba bajito. Las lluvias habían revuelto el agua antes, pero sin incidentes. Por eso nunca pensaron que pudiera traicionar la belleza, pero los ríos viejos arrastran voluntades profundas en su cauce.
—Voy a nadar un poquito —avisó Marielba.
Emiliano se giró en la distancia, como si respondiera a un llamado interno, y encontró la mirada de su novia en la orilla.
—No te alejes mucho —articuló con los labios, apretándose la mano.
Marielba sonrió al leer el mensaje y apretó su propia mano con cariño, el pulgar frotó las venas verdes del dorso.
—¿Podemos ir contigo? —preguntó Romina, hablando detrás de sus muñecas. La humedad había chorreado la pintura de las caras y las bocas sangraban el grafito, tristes.
—Mejor espérame aquí. Voy un momentico a lo hondo y regreso. Me da miedo que te lleve la corriente. Espérame aquí y luego nos ponemos a jugar, ¿sí?
No.
—Sí —contestó la muñeca triste de Romina.
Las mujeres vieron que nadaba bien y se relajaron, concentradas en la comida. Romina la vio hundirse desde una piedra.
Jamás volvió a salir.
*
Grandes raíces de manglares y árboles milenarios habían hecho cuevitas nudosas en el río de Santa Lucía. Gargantas acuáticas que habían estado esperando a la novia. Patada, brazada, succión. Patada, brazada, trampa. Patada, brazada, adiós.
La pobre novia, lloraron en el pueblo. Hubo vigilias, hubo chismes, porque las extranjeras quieren hacer lo que les viene en gana, ¿no, patroncito?
Los rescatistas tardaron semanas en localizarla. En su desesperación, la familia del novio quiso buscar a un brujo para averiguar su suerte y, en respuesta, el primo Emiliano encerró las pertenencias de Marielba en su habitación para que nadie las tocara.
Como muestra de solidaridad con los deudos, se mandó que la tradición también durmiera bajo el agua para otras novias.
A Romina le prohibieron visitar el río por un tiempo, pero la niña no hizo caso. Una tarde, mientras la abuela no la vigilaba, se escabulló fuera de la casa, se acercó al río, puso sus muñecas de papel en la orilla y posó la palma de su mano en la superficie.
De las profundidades subieron burbujas que reventaron con hedor a fermento. Los ojos de la niña advirtieron el movimiento, vieron la palma de otra mano que encontró la suya. Una palma arrugada y mordida por los peces.
Romina gritó tanto que alarmó a los vecinos y su abuela terminó dándole nalgadas por desobediente.
*
Las arañas llegaron un par de años después. Pequeñas, rápidas y diligentes, echaron nido en la boca de la novia y tejieron para ella un velo intrincado que la cubrió desde la coronilla hasta los pies. Al moverse por el baño blanco, que había aumentado de tamaño y texturas, los pasos hacían faldear el velo y producían un sonido pesado y filoso como las hojas del tlachicón.
Romina ya no tenía espacio para soñar. Estaba allí, en el suspenso de ser un contenedor para aquella joven que recibía en su noche albina los regalos de un amante que no era capaz de olvidarla. Liebres, águilas, iguanas y palomas acompañaban ahora al conejo engusanado que había sido el primer tributo, devuelto a una media vida por el toque de su dueña. Romina consideró contarle todo a Emiliano, pero, cuando al fin se armó de valor, se topó con que el primo finalmente iba a darle gusto a la madre y le concedería otra oportunidad a la idea de formar familia.
Creyó que tal vez aquella fuera la solución: si el primo Emiliano se abocaba a su nueva mujer, la novia ya no tendría motivos para extender su reino en la cabeza de Romina, quizá la dejaría ir.
Pero eso no sucedió. Los animales continuaron brotando de las baldosas y las paredes del baño, marchitos y lívidos, hasta que el tacto de la novia les devolvía una existencia sobrenatural. Ella los adoraba a todos. Romina podía sentir la devoción y la calidez que emanaba de Marielba hacia todas sus criaturas, como si amarlas fuera un modo de seguir amando a Emiliano. A veces, la intensidad de sus sentimientos le hacía despertar llorando y entonces pensaba que era egoísta por desear que se terminara, por querer que le regresaran sus sueños.
Ella podía seguir gestando ese no lugar para Marielba y Emiliano, sostener ese límite que, no obstante, ninguno podría cruzar.
*
Se matriculó en la escuela de Arte. En su tercer año podía pasarse horas estudiando detalles en las obras de Tanning o pensando en las arañas de Bourgeois y Maar, tratando de hallar las imágenes que su inconsciente, ocupado por la novia, no tenía manera de producir. De las muñecas de papel pasó al teatro de marionetas, y allí acabó por inclinarse hacia el submundo del Lambe Lambe.
El cierrapuertas del salón de usos múltiples lanzó un quejido metálico al retraerse para permitirle la entrada a alguien. En el panel de cristal estaba pegado un afiche que anunciaba el evento “Teatro Cantaclaro: microhistorias de horror” con ilustraciones que rendían homenaje al póster de Mausoleum de 1983. La cripta que sostenía el esqueleto del cover había sido sustituida por el dibujo de una caja mágica.
Emiliano reconoció a su prima entre la fila de titiriteros en estreno. Romina tenía veintiún años y cara de aspirante a actriz descubierta en un café. Sonrió.
*
Las moscas brotaron del vientre de la marioneta con un saltito, como palomitas en una olla caliente. Asomaron las patas anteriores y la máscara rojiza de los ojos, asomaron la antena y la arista, ese gusanillo peludo que les crecía en el centro de la cabeza. Las alas se frotaron entre sí y produjeron el zumbido familiar que hacía sacudir por reflejo las manos y las orejas.
Romina amplificó las vibraciones para que rebotaran por toda la caja mágica y movió los hilos haciendo que la marioneta colapsara en una danza terrible a causa de los insectos que la devoraban. Sincronizó la agonía de su monigote con la voz de Judy Garland, que interpretaba “Singin’ in the Rain” en el tocadiscos; coordinó los cambios de luz a través de un panel conectado a un extremo de la caja y, con cada swing de las extremidades atormentadas de su personaje, derrumbó las piezas de utilería que componían el escenario (What a glorious feeling / and I’m happy again).
Haces de luz violeta y azul se cerraron en el rostro compungido de la marioneta, que yacía en el suelo, envuelta completamente por las moscas. La música y los zumbidos disminuyeron, como si los encerraran en una habitación contigua, hasta extinguirse.
—Y así termina la obra Canaima —dijo Romina, apartando las herramientas y quitándose los audífonos.
El espectador se retiró de la mirilla y removió la tela negra que lo había mantenido aislado del resto de la realidad. Con un semblante verdoso por el asco avanzó hacia la siguiente estación, sin dirigirle la palabra a Romina.
Ella apagó su caja, tapó el tocadiscos y dio aviso a Boris, el director, de que se tomaría unos minutos.
Emiliano la vio enfilar hacia los baños.
Uno de los lavabos estaba tapado. Las gotas salían del grifo y caían con un clavado grueso en el pequeño pozo con cabellos y papel secante que se había formado en el interior. Romina sintió ganas de fumar. Se pasó la lengua áspera por el labio y miró el agua. Enseguida flotaron las manos, las manos arrugadas, las yemas mordidas por los peces que…
Canaima, repitió, esa palabra extraña que había escuchado a escondidas a los nueve años.
—No fue tu río el que se la llevó —había dicho la abuela guanca de Marielba al llamar al primo Emiliano aparte en un tono confidencial—. Fue Canaima. Canaima vino buscarla. Se la llevó a las cascadas donde habitan espíritus.
—¿Qué es Canaima?
—Es un dios viejo como los de ustedes. Dios murciélago, dios de males. Canaima es noche y cazador. El gran murciélago vendrá por todos nosotros un día y cruzó agua por Marielba —su español era certero, recordó Romina, como el pulso de la lluvia—. Nosotros no queríamos, pero ella vino aquí y Canaima vino tras ella. La marca en su tobillo es la señal. Así que no te culpes, hijo, nada podías tú contra un dios.
La pobre novia aún conservaba la marca. Dos orificios brillantes en el tobillo derecho que sus criaturas a veces lamían. Lo que no era cierto era lo de las cascadas porque Marielba se había enconado en la cabeza de Romina.
Salió de los baños.
—Prima.
Emiliano lucía mucho más mayor, las canas le dibujaban espuelas por encima de las orejas. La expresión afable y el temple tranquilo se habían afianzado con la edad.
Se abrazaron. Él le contó que estaba de visita en la capital y que le había preguntado a su madre por ella, así se había enterado de la función. Romina le mostró su pieza, él disimuló mejor la impresión que le provocó toda la composición. Después de tres interpretaciones más, Romina se despidió de sus compañeros, llevó la caja al taller y le indicó a Emiliano que la acompañara al cafetín de la universidad.
Él le preguntó por las clases, por los proyectos y el futuro. Romina le contestó que entregaría la tesis al año siguiente y que quería irse a Brasil. Eso era lo máximo que sabía del futuro hasta el momento. Emiliano rio. Ella quiso saber sobre su familia. Los hijos, dos varones, estaban bien.
La conversación tomó otro camino:
—¿Todavía va de cacería, primo?
—Todavía.
—¿Cree que alguna vez deje de hacerlo?
Emiliano caviló su respuesta.
—No lo sé.
—Entiendo.
—¿Y tú? —enarcó una ceja—. ¿Vas a seguir armando esas cajitas tenebrosas?
Romina respondió por impulso:
—Necesito soñar, primo.
—Más bien crear pesadillas —rio él.
—A lo mejor, o a lo mejor lo que debo hacer es curarme el espanto, reconciliarme con el río.
Emiliano achicó el gesto como si hubiera recibido un impacto en la quijada.
—Prima —dijo de pronto.
—¿Mande?
—Es suficiente —le puso las manos sobre los hombros, firme pero amable—. Lo que sea, ya fue suficiente.
Romina parpadeó una, dos, tres veces.
Y rompió a llorar.
En la vitrina de la tienda, la zona donde debería estar Romina reflejaba a otra mujer. Una mujer velada que estiraba su brazo gris para, por fin, acariciar el cabello de su esposo.
Del libro Un animal impronunciable (Trazos de aves, 2025)