Cambio de guardia, de Milagros Socorro

22/ 02/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Elisa estaba perfecta esa mañana. Todo en su presentación correspondía a lo que se espera de alguien en su primer día de trabajo. Su piel brillaba en forma tenue en lo alto de la habitación, muy cerca del techo, donde flotaba completamente desnuda; a no ser por sus enormes alas que aquel día estrenaban un barniz de bronce.

En espera de la hora de mayor actividad, Elisa jugaba con su cabello, una melenita muy lisa y negra que caía sobre sus mejillas, hasta el mentón, donde terminaba en una línea completamente recta (el juego consistía en mover la cabeza con el objeto de agitar el sedoso casco que la cubría desde la frente hasta la nuca). Las reducidas dimensiones del cuarto de Juan le impedían entretenerse volando un poco o extendiendo sus alas a todo lo que daban, como se había aficionado a hacer en los últimos tiempos. Sólo le quedaba menear la cabeza de un lado a otro y soplar en dirección a las cejas para ver el flequillo alzarse y volverse a posar, muy cerca de sus ojos. De vez en cuando hacía mínimas tijeretas con las piernas, más que todo para contemplárselas.

Dado que era su primer día allí, desconocía las costumbres de Juan. Tenía, desde luego, la carpeta que le habían suministrado en el Centro, en cuyo interior se guardaban dos o tres hojitas que resumían, a rasgos un poco burdos, los datos y actividad de su nuevo protegido. Elisa no podía creer que un hombre tan joven como Juan tuviera una vida tan aburrida; por lo que atribuía a la tradicional molicie del Departamento de Archivo la escasez de los datos consignados. Según la planilla del Centro —cuidadosamente mecanografiada, eso sí— Juan estaba terminando sus estudios de especialización y en pocos meses obtendría su título de obstetra. La mayor parte del día, por no decir que todo, se lo pasaba en el hospital, donde los riesgos a su integridad física y moral era realmente limitados (Elisa comenzó a temerse una temporada de poca animación); una vez por semana iba a visitar a su madre, una mujer delgadísima y de pocas palabras («atendida desde hace treintiseis años por Eudora, la griega», anotaba escuetamente la planilla); tenía un solo amigo, un compañero de estudios; no veía a ninguna mujer.

En la última parte se dejaba constancia del nombre del anterior guardián de Juan y las razones por las que había sido removido del puesto. Elisa conocía vagamente la historia. Era algo referido a un tal Roberto que consideró que podía dejar su trabajo por unas horas en manos de los otros gendarmes alados que acudían al hospital y dedicarse a merodear por allí. Fue descubierto y destinado, como castigo, a vigilar a un reportero de política.

Pensando en estas cosas, Elisa se había acercado a la ventana de la habitación de Juan, única gracia del recinto. Estaba decorada con unas puertas de madera muy altas que dejaban colar la luz a través de una filigrana, sólo que ésta se encontraba en la parte superior de la ventana, recodo en el que aparentemente nadie estaba interesado, ya que el polvo lo había ganado de tal forma que algunos agujeros se encontraban tapados. Contrariada por el daño obrado en el tejido de madera, Elisa sopló para alejar el polvo, logrando únicamente que una nubecilla se posara en su pecho, lo cual dio el efecto de un fino velo doblemente abombado por el viento. Rápidamente se dio vuelta para que el polvo se desprendiera de sus senos, y estaba sacudiendo sus pezones cuando Juan se removió en la cama.

Elisa se colocó en posición vertical y descendió suavemente hasta ponerse entre la pared y la cabecera de la cama. Su vello púbico se encontraba enmascarado por restos del polvo. Juan abrió los ojos e inmediatamente saltó de la cama. Con las manos sobre su vientre, en gesto de sorpresa, Elisa aleteó y se puso detrás de Juan, dispuesta a seguirlo donde fuera. En vez de dirigirse al baño, como hacen todos, Juan se plantó en el centro de la habitación y se puso a olisquear el aire. Con el pelo alborotado, una erección mediana pero ostensible bajo el pantalón de la piyama, y la expresión de lobo viejo en la cara, Juan lucía, en verdad, temible.

Elisa pestañeó varias veces, confundida, pero no se alejó de la espalda de Juan. De pronto, ella supo lo que él estaba pensando (esto no es raro, los ángeles guardianes adivinan el pensamiento de sus custodiados cuando de allí proviene el peligro). Juan había detectado en el aire un olor que no percibía desde que era niño: una mezcla de tamarindos precipitados sobre el hirviente techo de su casa en Aránega, asoleados y reblandecidos después de varios días recibiendo agua de lluvia, hasta formar una oscura papilla donde sobresalían las cáscaras y asomaban, relucientes, las semillas, de la que exhalaba un olorcillo dulce y ácido que algunas veces a lo largo de su vida fuera de Aránega había creído percibir, pero nunca con tanta claridad como en aquel momento. A veces, cuando más agobiado por el cansancio se encontraba, creía identificarlo en algún vaho que azotaba su olfato; entrecerraba los ojos y se concentraba, pero siempre el olor se disolvía sin darle tiempo a encontrarle un lugar en el destartalado anaquel de su memoria.

Elisa tuvo menos, mucho menos, de un segundo para anticipar (clave de su oficio) lo que pasó después. Pero no pudo evitarlo. Como un latigazo se le impuso la certeza de que la emanación que había enloquecido a Juan provenía justamente de su cuerpo, de esa fruta de espesa madurez aprisionada entre sus muslos. Ella lo intuyó y cuando quiso protegerse con sus alas sintió el primer navajazo, helado y fugaz, cortando el aire y el fino esplendor de su piel.

Del libro: Actos de salvajismo (Universidad de Oriente, 1999)

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