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A Jenjen, que parió en inglés
La estela del ferry la ponía triste. Le recordaba a su infancia, los viajes familiares a Margarita, todo aquello que ya no estaba. Hubiera querido meter la mano y tocar el agua, pero la altura del barco se lo impedía. El invierno no terminaba de irse y el sol de la tarde, engañoso y blanco, volvía Manhattan una silueta gris sobre el cielo. Frente a ella, una pareja se sacaba selfies y un grupo de turistas señalaba al horizonte, despreocupados y frescos. Sacó una polverita y se retocó el maquillaje de payaso.
Su traje, cubierto por un abrigo enorme, casi le impedía moverse. Lo había cosido ella misma para ocultar su embarazo, temerosa de que la despidieran. Se sentía ridícula con aquel aro enorme, alrededor de la cintura, que la hacía lucir como una lámpara china de papel. Treinta semanas y todo le costaba mucho, cada vez más difícil brincar y agacharse. Le asustaba pensar en el parto; la idea de hacerlo sola, lejos de casa, de parir en inglés. A veces, la voz de una enfermera imaginaria le decía push.
—¿De dónde eres?
—De Venezuela.
—¿De Minnesota?
—Venezuela —pronunció despacio.
—Ah, eso es cerca de Portugal, ¿cierto?
—No, de Colombia.
A la gente le costaba adivinar su nacionalidad, apostaba por italiana o brasileña. Si ni siquiera sabían dónde quedaba su país, ¿cómo explicar el hambre, la violencia y la muerte? Finalmente, el ferry se detuvo en Hoboken. Caminó por un muelle atestado de gaviotas y pidió un Uber que la dejó frente a una casa inmensa, de madera azul descolorida, con el falso aire de un cottage. Un roble enorme hacía las veces de guardián y mecía sus ramas lánguidamente. Desde el patio llegaron gritos de niños y la algarabía de la música. Tocó varias veces el timbre hasta que una mujer de mediana edad abrió la puerta. Un suéter color arena, dos líneas negras en los párpados que contrastaban con sus ojos violeta. La mujer sonrió.
—¡Hola! ¿Eres Silly Jen?
—Sí, señora —contestó la payasita e hizo una graciosa reverencia.
—Pues, ¡bienvenida! Mi nombre es Cynthia Rockwell, pero puedes llamarme Cyn.
Cyn la ayudó a quitarse el abrigo y, cuidadosamente, lo colgó en un perchero. La casa estaba llena de bibliotecas, paredes atestadas de libros y Jen las recorrió vorazmente con la mirada.
—¿Te gusta leer?
—Sí, mucho.
—¿De dónde eres?
—De Venezuela…
—¡Oh, Venezuela! Me encanta Rómulo Gallegos —soltó Cyn en perfecto español—. Lo leí en el college.
Le costó dar crédito a lo que oía. Casi abraza a aquella mujer tan bella que no confundía Venezuela con Minnesota.
En el patio habían instalado un castillo inflable, una piscina y un trampolín. Niños de todas las edades se peleaban por usarlos mientras los padres conversaban tranquilos en las esquinas. Abrió su maletín y sacó una mesita plegable sobre la que organizó un montón de pinturas, mascaritas y globos. Como quien va a zambullirse, respiró profundo y cerró los ojos.
—Ho, ho, ho, ho, ho!! Ha, ha, ha, ha, ha!! Silly Jen is around!! Fun, fun, fun ‘cause she is coming to town!!
Primero vinieron los globos. De sus manos salieron un elefante, un conejo y una jirafa. Los más pequeños comenzaron a acercarse y soltaron un “ooohhh” cuando nació la oruga. En cuestión de minutos, se volvieron una horda de bárbaros en miniatura que pedían figuritas imposibles. Un niño pecoso lloró porque no podría tener un unicornio. Otro le tiró del pelo, para callarlo, y lloró más. Jen guardó los globos e intentó que hicieran una fila para pintarles las caras, pero todos se pelearon por ser el primero. La situación fue un caos hasta que otras madres vinieron al rescate. Organizados de mayor a menor, los niños pidieron un maquillaje específico y, orgullosos, corrieron a exhibirse frente a sus padres. Su niño, ¿tendría una Silly Jen en su cumpleaños? ¿Podría ella celebrárselo, tan emigrante y sola?
Cuando la fila se acabó, pudo finalmente descansar. Apenas media hora y habría terminado, así que se dispuso a recoger el desastre cuando un niño rubio, al que no había visto antes, se acercó. Se miraron fijamente y no le gustó su mirada.
—¿Quieres un globo, cariño? ¿Te pinto la cara? —Él le jaló la manga para que bajara.
—Eres estúpida y tienes un acento horrible.
La empujó. Ella perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la mesa. Automáticamente, se sujetó la barriga e intentó levantarse sin mucho éxito, un escarabajo angustiado y triste sobre su propio caparazón. El estrépito atrajo la mirada de los padres y el niño salió corriendo. El esposo de Cyn la ayudó a incorporarse.
—¿Qué pasó?
—Nada, nada. Me resbalé y me caí —contestó ella, tratando de reponerse. Podía ver al niño, su rostro maligno y risueño escondido en el jardín.
—No es verdad, mami. Donnie la empujó, yo lo vi —interrumpió el niñito pecoso que antes había llorado porque quería un unicornio.
—¿Eso es cierto? ¿Te empujó? —La madre del niño se llevó la mano la frente y ella se puso roja. Temía que, si abría la boca, fuese ella quien terminase castigada, pero miró al niñito pecoso y le apenó que quedara como un mentiroso.
—Sí y no. Lo hizo por accidente.
—No, no fue por accidente. Conozco a mi hijo.
¡Donnie! ¡Ven acá! ¡Donnie!
Donnie desapareció entre los arbustos.
La mujer se disculpó, explicó que Donnie estaba pasando por momentos difíciles a raíz del divorcio. Para compensarla, sacó cuarenta dólares de la cartera y se los tendió. Jen sintió ganas de llorar, pero necesitaba el dinero, estaba reuniendo para cuando ya no pudiera trabajar. Dio las gracias con la mirada baja y terminó de recoger. Cyn la acompañó hasta la puerta, pasándole un brazo por los hombros. Ya afuera preguntó:
—Estás embarazada, ¿verdad? Vi cuando te caíste, vi cómo te agarraste la barriga, vi la barriga.
—Sí, pero no le diga a mi jefa, por favor. Me va a despedir, estoy sola aquí y no tengo otro trabajo.
—Pobre niña. No te preocupes, no diré nada. ¿A dónde vas ahora?
—Al ferry.
—Por favor, déjame llevarte.
—No, no. Lo agradezco, pero puedo ir sola y usted tiene que atender la fiesta.
—Deja eso. Busco mi bolso y te llevo, nadie va a morirse si me ausento de la fiesta.
Casi no hablaron durante el trayecto. Poco antes de bajarse, Cyn abrió la boca.
—Escucha, Jennifer. ¿Es tu nombre, cierto? Sería hipócrita decir que entiendo lo que pasas, pero puedo asegurarte que todo es temporal, que tarde o temprano las cosas se arreglan —Cyn le extendió un sobre—. Esto es un regalo para tu bebé. ¿Cómo se va a llamar?
—Todavía no estoy segura, creo que Mateo o Marcos. Y sí, Jennifer es mi nombre. Muchas, muchas gracias.
Se despidieron con un abrazo. Ya en el ferry, abrió el sobre con cuidado. Adentro había cien dólares. A lo lejos, las luces de Manhattan comenzaron a encenderse. Siguió con la mirada la estela en el agua.
Del libro Muerte con campanas (Suburbano Ediciones, 2021)