La mano junto al muro, de Guillermo Meneses

12/ 03/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

La noche porteña se descargó en relámpagos, en fogonazos. Voces de miedo y de pasión alzaron su llama hacia las estrellas. Un chillido («¡naciste hoy!») tembló en el aire caliente mientras la mano de la mujer se sostuvo sobre el muro. Ascendía el escándalo sobre el cielo del trópico cuando el hombre dijo (o pensó): «Hay aquí un camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola. Falta saber si fueron tres los marineros. Tal vez soy yo el que parecía un verde lagarto; pero ¿cómo hay dos gorras en el espejo del cuarto de Bull Shit?… La vida de ella podría pescarse en ese espejo… O su muerte…

La mano de la mujer se apoyaba en la vieja pared; su mano de uñas pintadas descansaba sobre la piedra carcomida: una marzo pequeña, ancha, vulgar, en contacto con el frío muro robusto, enorme, viejo de siglos, fabricado en épocas antiguas para que resistiese el roce del tiempo y, sin embargo, ya destrozado, roto en su vejez. Por mirar el muro, el hombre pensó (o dijo): «Hay en esta pared un camino de historias que se enrolla sobre sí mismo, como la serpiente que se muerde la cola».

El hombre hablaba muchas cosas. Antes —cuando entraron en el cuarto, cuando encontró en el espejo los blancos redondeles que eran las gorras de los marineros— murmuró: «En ese espejo se podía pescar tu vida. O tu muerte». Hablaba mucho el hombre. Decía sus palabras ante el espejo, ante la pared, ante el maduro cielo nocturno, como si alguien pudiese entenderlo. (Acaso el único que lo entendió en el momento oportuno fue el pequeño individuo del sombrerito ladeado, el que intervino en la historia de los marineros, el que podía ser considerado —a un tiempo mismo— como detective o como marinero. Cuando miraba la pared, el hombre hizo serias explicaciones. Dijo: «Trajeron estas piedras hasta aquí desde el mar; las apretaron en argamasa duradera: ahora, los elementos minerales que forman el muro van regresando en lento desmoronamiento hacia sus formas primitivas: un camino de historias que se enrolla sobre sí mismo y hace círculo como una serpiente que se muerde la cola». Hablaba mucho el hombre. Dijo: «Hay en esa pared enfermedad de lo que pierde cohesión: lepra de los ladrillos, de la cal, de la arena. Reciedumbre corroída por la angustia de lo que va siendo».

La mano de la mujer se apoyaba sobre el muro. Sus dedos, extendidos sobre las rugosidades de la piedra, sintieron la fría dureza de la pared. Las uñas tamborilearon en movimiento que decía «aquí, aquí». O, tal vez, «adiós, adiós, adiós». El hombre respondió (con palabras o con pensamientos): «La piedra y tu mano forman el equilibrio entre lo deleznable y lo duradero, entre la apresurada fuga de los instantes y el lento desaparecer de lo que pretende resistir el paso del tiempo». El hombre dijo: «Una mano es, apenas, más firme que una flor; apenas menos efímera que los pétalos; semejante también a una mariposa. Si una mariposa detuviera su aletear en un segundo de descanso sobre la rugosa pared, sus patas podrían moverse en gesto semejante al de tu mano, diciendo «aquí, aquí» o, acaso, «adiós, adiós, adiós». El hombre dijo: «Lo que podría separar una cosa de otra en el mundo del tiempo sería, apenas una delgada lamina de humana intención, matiz que el hombre inventa; porque, el fin, lo que ha de morir es todo uno y sólo se diferencia de lo eterno». Eso dijo el hombre. Y añadió: «Entre tu mano y esa piedra está sujeta la historia del barrio: el camino de historias enrollado sobre sí mismo como una serpiente que se muerde la cola. Aquí está la lenta decadencia del muro y de la vida que el muro limitaba. Tu mano dice qué sucede cuando un castillo frente al mar cambia su destino y se hace casa de mercaderes; cuando, entre las paredes de una fortaleza defensiva, se confunde el metal de las armas con el de las monedas.

Rió el hombre: «¿Sabes qué sucede?»… «Se cae, simplemente, en el comercio porteño por excelencia: se llega al tráfico de los coitos». Cerró su risa y concluyó, severo: «Pero tú nada tienes que ver con esto; porque cuando tú llegaste, ya estaba hecha la serie de las trasmutaciones. El castillo defensivo ya había pasado por casa de mercaderes y era ya lupanar».

Cierto. Cuando ella llegó, el comercio de los labios, de las sonrisas, de los vientres, de las caderas, de las vaginas, tenía ya sentido tradicional. Se nombraba al barrio como al centro comercial de los coitos en el puerto. Cuando ella llegó ya esto era —entre las gruesas paredes de lo que fue fortaleza— el inmenso panal formado por mínimas celdas fabricadas para la actividad sexual y el tiempo estaba también dividido en partícula de activos minutos. (—Tú ahora. Ya. Adiós. Tú ahora. Ya. Adiós. Tú ahora. Ya. Adiós) y las monedas tenían sentido de reloj. Como las espadas, cuyo sitio habían tomado dentro de los muros del antiguo castillo, podían cortar la vida, el deseo, el amor, (Se dice a eso amor, ¿no es cierto?).

Pero cuando ella llegó ya existía esto. No tenía por qué conocer el camino de historias que, al decir del hombre, se podía leer en la pared. No tenía por qué saber cómo se había formado el muro con orgullosa intención defensiva de castillo frente al mar, para terminar en centro comercial de coitos luego de haber sido casa de mercaderes. Cuando ella llegó ya existían los calabozos del panal, limitados por tabiques de cartón.

Inició su lucha a rastras, decidida y aprovechadora, segura de ir recogiendo las migajas que abandona alguien, ansiosa de monedas. Con las uñas —esas mismas uñas gruesas y mordisqueadas que descansaban ahora sobre la rugosa pared— arrancaba monedas: monedas que valían un pedazo de tiempo y se guardaban como quien guarda la vida. Angustiosamente aprovechadora, ella. El gesto de morderse las uñas, sólo angustia: nada más que la inquieta carcoma, la lluvia menuda de la angustia, dentro de su vida.

Ahora, su mano se apoyaba sobre el muro. Una mano chata, gruesa, con los groseros pétalos roídos de las uñas sobre la piedra antigua, hecha de historias desmoronadas, piedra en regreso a su rota insignificancia, por haber perdido la intención de castillo en mediocre empresa de mercaderes.

Ella nada sabía. Durante muchos años vivió dentro de aquel monstruo que fue fortaleza, almacén, prostíbulo. Ella nada sabía. El barrio estaba clavado en su peso sobre las aristas del cerro, absurdamente amodorrado bajo el sol. Oscuro, pesado, herido por el tiempo. Bajo el sol, bajo el aliento brillante del mar, un monstruo el barrio. Un monstruo viejo y arrugado, con duras arrugas que eran costras, residuos, sucio, oscura miel producida por el agua y la luz, por las mil lenguas de fuego del aire en roce continuo sobre aquel camino de historias que se enrolla en sí mismo —igual que una serpiente— y dice cómo el castillo sobre el mar se convirtió en barrio de coitos y cómo la mano de una mujer angustiada puede caer sobre el muro (lo mismo que una flor o una mariposa) y decir en su movimiento «aquí, aquí», o «adiós, adiós, adiós».

Ella nada sabía. Cuando llegó ya existía el presente y lo anterior sólo podía estar en las palabras de un hombre que mirase la pared y decidiese hablar. Ya existía esto. Y ella estuvo en esto. Los hombres jadeaban un poco; echaban dentro de ella su inmundicia. (O su amor). Ella tomaba las monedas: la medida del tiempo. Encerraba en la gaveta de su mesa de noche un pedazo de vida. O de amor. (Porque a eso se llama amor). Dormía. Despertaba sucia de todos los sucios del mundo, impregnada de sucia miel como el barrio monstruo bajo el viento del mar. Su cabeza sonaba dolorosamente y ella podía escuchar dentro de sí misma el torpe deslizarse de una frase tenaz. «Te quiero más que a mi vida». (¿Cuándo? ¿quién?). Uno. Ella piensa que tenía bigotes, que hablaba español como extranjero, que era moreno. «Te quiero más que a mi vida». ¿Quién podría distinguir en los recuerdos? Un hombre era risa, deseo, gesto, brillo del diente y de la saliva, arabesco del pelo sobre la frente. Luego era una sombra entre muchas. Una sombra en el oscuro túnel cruzado por fogonazos que era la existencia. Una sombra en la negra trampa cruzada por fogonazos, por estallidos relampagueantes, por cohetes y estrellas de encendido color, por las luces de cabaret, por una frase encontrada de improviso: «Te quiero más que a mi vida».

Pero todo era brillo inútil, como la historia enrollada sobre sí misma y ella nada sabía de la piedra ni de las historias ni de las luces que rompían la sombra del túnel. Sólo cuando habló con aquel hombre, cuando lo escuchó hablar la noche del encuentro con los tres marineros (si es que fueron tres los marineros) supo algo de aquello. Ella estaba pegada a su túnel como los moluscos que viven pegados a las rocas de la costa. Ella estaba en el túnel, recibiendo lo que llegaba hasta su calabozo: un envión, una ola sucia de espuma, una palabra, un estallido fulgurante de luces o de estrellas.

Dentro del túnel, moviéndose entre las sombras de la existencia, fabricó muchas veces la pantomima sin palabras de la moza que invita al marinero: la sonrisa sobre el hombro, la falda alzada lentamente hasta el muslo y mirar cómo se forma el roce entre los dedos del marino.

Así llegó aquél a quien llamaban Dutch. El que ancló en el túnel para mucho tiempo. Dutch, amarrado al túnel por las borracheras. La llamaba Bull Shit. Seguramente aquello era una grosería en el idioma de Dutch. (¿Qué importa?). Cuando él decía BULL SHIT en un grupo de rubios marinos extranjeros, todos reían. (¿Qué importa?) Ella metía su risa en la risa de todos. (¿Qué importa, pues? ¿qué importa?). Bien podía Dutch querer burlarse de ella. Nada importaba porque él también estaba hundido en el túnel, amarrado a las entrañas del monstruo que dormía junto al mar. Él cambiaba de oficio; fue marino, chofer, oficinista. (O era que todos —choferes, oficinistas o marinos— la llamaban Bull Shit y ella llamaba a todos Dutch). Y si él cambiaba de oficio, ella cambiaba de casa dentro del barrio. Todo era igual. Alrededor de todos, junto a todos, sobre todos —llamáranse Dutch, Bull Shit o Juan de Dios— estaba el barrio, el monstruo rezumante de zumos sombríos bajo la luz, bajo el viento, bajo el brillo del sol y del mar.

Daba igual que Dutch fuera oficinista o chofer. Daba igual que Bull Shit viviese en uno u otro calabozo. Sólo que, desde algunos cuartos, podía mirarse el mundo azul —alto, lejano— del agua y del aire. En esos cuartos los hombres suspiraban; muchos querían quedarse, como Dutch; decían: «¡qué bello es esto!»

La noche del encuentro con los tres marinos (si es que fueron tres los marineros) apareció el que decía discursos. Era un hombre raro. (Aunque en verdad, ella afirmaría que todos son raros). Le habló con cariño. Como amigo. Como novio, podría decirse. Llegó a declarar, con mucha seriedad, que deseaba casarse con ella: «contraer nupcias, legalizar el amor, contratar matrimonio». Ella rió igual que cuando Dutch le decía Bull Shit. Él persistió; dijo: «te llevaría a mi casa; te presentaría a mis amigos. Entrarías al salón, muy lujosa, muy digna; las señoras te saludarían alargando sus manos enjoyadas; algunos de los hombres insinuarían una reverencia; nadie sabría que tú estás borracha de un ron barato y de miseria; pretenderían sorprender en ti cierta forma de rara elegancia; pretenderían que eres distinguida y extraña; tú te reirías de todos como ríes ahora; de repente, soltarías una redonda palabra obscena. ¿Sería maravilloso?

La miró despacio, como si observase un cuadro antiguo. La mujer apoyaba sobre el muro su gruesa mano chata de mordisqueadas uñas. Él continuó: «Te llevaría a la casa de un amigo que colecciona vitrales, porcelanas, pinturas, estatuillas, lindos objetos antiguos, de la época en la que estas perlas fueron unidas con argamasa duradera para formar la pared del castillo frente al mar. Él te examinaría como si observase un cuadro antiguo; diría, probablemente, que pareces una virgen flamenca. Y es cierto, ¿sabes? Son casi iguales la castidad y la prostitución. Tú eres en cierto modo, una virgen: una virgen nacida entre las manos de un fraile atormentado por teóricas visiones de ascética lubricidad. ¡Una virgen flamenca! Si yo te llevara a la casa de ese amigo, él diría que eres igual a una virgen flamenca, pero… Pero nada de eso es posible, porque el amigo que colecciona antigüedades soy yo y hemos peleado hace unos días por una mujer que vive aquí contigo… y que eres tú».

Un hombre raro. Todos raros. Uno se sintió enamorado. («Te quiero más que a mi vida»). Uno la odió: aquél a quien ella no recordaba la mañana siguiente. («¿Tú? ¿tú estuviste conmigo anoche? ¿No recuerdas?», dijo él). Había temblor de rabia en su pregunta; como si estuviese esperando un cambio de monedas y mirase sus manos vacías. Los hombres son raros. Una mujer no puede conocer a un hombre. Y menos, cuando el hombre se ha desnudado y se ha puesto a hacer coitos sobre ella: cuando se ha puesto a jadear, a chillar, a gritar sus pensamientos. Algunos gritan «¡Madre!». Otros recuerdan nombres de mujeres a las que —dicen ellos— quieren mucho. Como si deseasen que la madre o las otras mujeres estuviesen presentes en su coito. Jadean, gritan, chillan, quieren que ella —la que soporta su peso— los acompañe en sus angustias y se desnude en su desnudez. Luego sonríen cariñosos: «¿No recuerdas?»

Todos raros. Ella nunca recuerda nada. Está metida en la sombra del túnel, en las entrañas del monstruo, como un molusco pegado a la roca donde, de vez en cuando, llega la resaca: la sucia resaca del mar, el fogonazo de una palabra, el centelleo de las luces del cabaret o de las estrellas. Ella está aquí, unida al monstruo sin recuerdos. Lejos, el mar. Puede mirarlo en el tembloroso espejo de su cuarto donde, ahora, están dos gorras de marineros. (Pero, ¿es que no eran tres los marineros?). Hasta parece hermoso el mar a veces. Cargado de sol y de viento. Aunque aquí dentro poco se sepa de ello. Gotas de sucia miel lo han carcomido todo; han intervenido en la historia del muro sobre el cual tamborilean los dedos de la mujer («aquí, aquí» o «adiós, adiós, adiós») han hecho la historia de los elementos minerales que regresan hacia sus formas primitivas después de haber perdido su destino de fortaleza frente al mar; han escrito la historia que se enrolla sobre sí misma y forma círculo como la serpiente que se muerde la cola.

Ella nunca recuerda nada. Nada sabe. Aquí llegó. Había un perro en sus juegos de niña. Juntos, el perro y ella ladraban su hambre por las noches, cuando llegaban en las bocanadas del aire caliente las músicas y las risas y las maldiciones. Ella, desde niña, en aquello oscuro, decidida a arrancar las monedas. Ella en la entraña del monstruo: en la oscura entraña, oscura aunque fuera hubiese viento de sol y de sal. Ella, mojada por sucias resacas, junto al perro. Como, después, junto a los otros grandes perros que ladraron sobre ella su angustia y los nombres de sus sueños. De todos modos, podía asomarse alguna vez a la ventana o al espejo y mirar el mar o las gorras de los marineros. (Dos gorras; tal vez tres los marineros).

Porque casi es posible afirmar que fueron tres los marineros: el que parecía un verde lagarto, el del ladeado sombrerito, el del cigarrillo azulenco. Si es que un marinero puede dejar olvidada su gorra en el barco y comprarse un sombrero en los almacenes del puerto, fueron tres los marineros, si no, hay que pensar en otras teorías. Lo cierto es que fue el otro quien tenía entre los dedos el cigarrillo. (O el puñal).

Ella miraba todo, como desde el fondo del espejo del cielo. Acaso, como desde el fondo del espejo de su cuarto, tembloroso como el aletear de una mariposa, como el golpear de sus dedos sobre la rugosa pared. Si le hubieran preguntado qué pasaba, hubiera callado o, en el mejor de los casos, hubiera respondido con cualquier frase recogida en el lenguaje de las borracheras y de los encuentros de burdel. Hubiera dicho: «¡madre!» o «te quiero más que a mi vida» o, simplemente, «me llamaba Bull Shit». Quien la escuchase reiría pero, si intentaba comprender, oprimiría el semblante, ya que aquellas expresiones podían significar algo muy grave en el idioma de los hambrientos animales que viven en la entraña del monstruo, en el habla de las gentes que ponen su mano sobre el muro de lo que fue castillo y mueven sus dedos para tamborilear «aquí, aquí» o «adiós, adiós, adiós». Lo que le sucedió la noche del encuentro con los tres marineros (digamos que fueron tres los marineros) la conmovió, la hundió en las luces de un espejo relumbrante. Verdad es que ella siempre tuvo un espejo en su cuarto: un espejo tembloroso de vida como una mariposa, movido por la vibración de las sirenas de los barcos o por los pasos de alguien que se acercaba a la cama. En aquel espejo se reflejaban, a veces, el mar o el cielo o la lámpara cubierta con papeles de colores —como un globo de carnaval— o los zapatos del que se había echado a dormir su cansancio en el camastro revuelto. Se movía el espejo, tembloroso de vida como la angustiada mano de una mujer que tamborilea sobre el muro, porque colgaba de una larga cuerda enredada a un clavo que, a su vez, estaba hundido en la madera del pilar que sostenía el techo. Así, el espejo temblaba por los movimientos del cuarto, por el paso del aire, por todo.

Desde mucho tiempo antes, la mujer vivía allí, en aquel cuarto donde los hombres suspiraban al amanecer: «¡qué bello es esto!» y contaban cuentos de la madre y de otras mujeres a las que —decían ellos— habían querido mucho. Cuando el hombre que decía discursos estaba allí, también estaban los marineros; al menos, el espejo recogía la imagen de dos gorras de marineros, tiradas entre las sábanas, junto al pequeño fonógrafo. (Dos gorras de marineros). La mujer que apoyaba la mano sobre el muro podía mirar los círculos blancos de las gorras en el espejo de su cuarto. Dos círculos: dos gorras. (Lo que podría hacer pensar que fueron dos los marineros, aunque también es posible que otro marinero desembarcase sin gorra y se comprase un sombrero en los almacenes del puerto). En el espejo había dos gorras y por ello, acaso el que hablaba tantas cosas extraordinarias dijo: «En ese espejo se podría pescar tu vida».

A través del espejo se podría llegar, al menos, hasta el encuentro con los dos marineros. (Digamos que fueron dos; que no había uno más del que se dijera que dejó su gorra en el barco y compró un sombrero en los almacenes del puerto). A través del espejo se puede hacer camino hasta el encuentro con los dos marineros, igual que en la piedra donde se apoya el tamborileo de los dedos de la mujer puede leerse la historia de lo que cambió su destino de castillo por empresas de comercio y de lupanar.

Ella estaba en el cabaret cuando los marineros se le acercaron. Uno era moreno, pálido el otro. Había en ellos (¿junto a ellos?) una sombra verde y, a veces, uno de los dos (o, acaso, otra persona) parecía un muñeco de fuego. Una mano de dulzura sombría —morena, con el dorso azulenco— le ofreció el cigarrillo, el blanco cigarrillo encendido en su brasa: «¿quieres?» Ella miró la candela cercana a sus labios, la sintió, caliente, junto a su sonrisa. (La brasa del cigarrillo o la boca del marinero). Ya desde antes (una hora; tal vez la vida entera) había caído entre neblinas. E1 humo del cigarrillo una nube más, una nube que atravesó la mano entre cuyos dedos venía el tubito blanco. Ella lo tomó. Puede recordar su propia mano, con la ancha sortija semejante a un aro de novia. Junto a la sortija estaban la brasa del cigarrillo y la boca del hombre: la saliva en la sonrisa; al lado del que sonreía, el otro —la silueta rojiza— y, también, el que parecía un verde lagarto. No tenía gorra sino sombrerito de fieltro ladeado. (Casi cierto que eran tres, aunque luego se dijera que fueron dos los marineros y esa tercera persona un detective, lo que resultaba posible ya que los detectives, como lo sabe todo el mundo, usan sombrero ladeado, con el ala sobre los ojos).

La cosa comenzó en el cabaret. Ella —la mujer de la mano sobre el muro— vivía en el piso alto. Sobre el salón de baile estaba el cuarto del tembloroso espejo donde se podía mirar el mar o las gorras de los marineros o la vida de la mujer. Treinta mujeres arriba, en treinta calabozos del gran panal; pero sólo desde el cuarto de ella podía mirarse el lejano azul, como también sólo ella tenía el lujo del fonógrafo, a pesar de lo cual era nada más que una de las treinta mujeres que vivían en los treinta cuartuchos de piso alto, lo mismo que, en el cabaret, era una más entre las muchas que bebían cerveza, anís o ron. Una más, aunque sólo ella tenía su ancha sortija, semejante a un aro de novia.

De pronto, las luces del cabaret comenzaron a moverse: caminos azules, puntos amarillos, ruedas azules y la sonrisa de los marineros, la saliva y el humo del cigarrillo entre los labios. Ella sorbió las azules nubes también; pero ya antes había comenzado la danza de las luces en el cabaret. Caminos rojos, verdes, ruedas amarillas, puntos de fuego que repetían la brasa del cigarrillo. Ella reía. Podía oír su propia risa caída de su boca. Las luces daban vueltas, la risa también se desgranaba como las cuentas de un collar encendido y junto con las luces y la risa, se movían las gentes muy despacio, entre círculos de sombra y de misterio. Los hombres —cada uno— con la sonrisa clavada entre los labios: la silueta rojiza igual que el que semejaba un verde lagarto y el del sombrero ladeado. (El que produjo la duda sobre si fueron tres los marineros). Ella cabeceaba un ademán de danza y sentía cómo su cabeza rozaba luces y risas cuando se encontró frente a un espejo: el tembloroso espejo de su cuarto en cuyo azogue nadaban las dos gorras marineras. Todo ello sucedió como si hubiese ascendido hacia la muerte. Por eso, una voz chilló: «¡naciste hoy!» y el hombre dijo: «En ese espejo se podría pescar tu vida».

Pero, eso fue después. Ciertamente, los marineros se acercaron: una mano, una boca, la sombra verde y el rojizo resplandor. Aquel a quien llamaban Dutch había estado esa noche o, tal vez, otra noche parecida a ésta. (Una noche como tantas de las noches nacidas en el túnel, en la entraña del monstruo, en un instante de la gran oscuridad cruzada por fogonazos que era la vida allí). Estaba Dutch. O, acaso, no. No; ciertamente, no. Era el de los discursos, el paciente hablador, quien estaba presente. La mujer alzó su mano en un gesto de danza; sus uñas abrieron cinco pétalos rojos a la luz de las bombillas. Se levantó; sintió en su cuerpo como ella toda tendía a estirarse. Miró (en el espejo de sí misma o en el espejo tembloroso de su cuarto) su cabeza deslizada en ascensión entre las bombillas del cabaret y entre las luces del alto cielo sereno. Se movió —lenta y brillante— sobre bombillas, estrellas, espejos. La voz, la sonrisa, el cigarrillo de los marineros eran palabras, gestos, señales que indicaban el pecho del hombre. (Su cartera o su corazón). Como si atravesara rampas de misterio los pasos de ella la llevaban hacia el que descansaba sobre la mesa del cabaret. Apartó espejos, luces, estrellas; atravesó nubes de humo. Estaba acompañada por los tres marineros (eran tres, entonces): el que parecía un verde lagarto, el del rojizo resplandor y la sombra azulenca en las manos, el del pequeño sombrero ladeado sobre la sien izquierda. Cuando llegó a la mesa, rozó el pecho del hombre que dormía. «Bull Shit», dijo él. «¡Ah! ¡Eres Dutch!» «¿Dutch? ¿Dutch?» «Sacas de tu sombra una palabra y piensas que es un hombre. No, no soy Dutch; tampoco soy el que te dijo te quiero más que a mi vida ni el que te habló de otras mujeres a quienes quiere mucho. Soy otro corazón y otra moneda». Las voces de los dos (¿o tres?) marineros ordenaron: «Sube con él».

Ante el espejo se miraron. Ella diría que no pisó la escalera, que no caminó frente al bar, que caminaron —todos— las rampas del misterio y atravesaron las puertas que hay siempre entre los espejos. Por los caminos del misterio, por los caminos que unen un espejo a otro espejo, llegaron (o estaban allí antes) y se miraron desde la puerta del espejo. (Ellos y sus sombras: la mujer, los marineros y el que, antes, dormía sobre la mesa del cabaret mostrando a todos su corazón). El del pequeño sombrero ladeado no estaba en el espejo. El otro, el que dormía cuando estaban abajo, habló; al mirar las gorras de los marineros, dijo a la mujer: «En ese espejo se podía pescar tu vida». (Igual pudo decir «tu muerte»).

La mujer estaba fuera del cuarto, apoyada la gruesa mano de roídas uñas sobre la rugosa piedra del muro. A través de la puerta veía las gorras de los marineros en el cristal del espejo. El hombre había echado a andar el fonógrafo, del cual salía la dulce canción. Los marineros se acercaban. Suspendida sobre el negro disco, la aguja brillante afilaba la música: aquella melodía donde nadaban palabras, semejantes a las palabras de Dutch cuando Dutch decía algo más que Bull Shit, semejantes a gorras suspendidas en el reflejo de un vidrio azogado. El hombre escuchaba tendido hacia el fonógrafo. Hacia él avanzaba uno de los marinos: el que antes había ofrecido el cigarrillo de azulados humos. La mujer miraba la mano del marinero, nerviosa, activa, cargada de deseos. (Si una moneda es la medida del amor, puede alguien desear una moneda como se desea un corazón). Ella lo entendía así: «El gesto de quien toca una moneda puede ser semejante a la frase te quiero más que a mi vida; acaso ambos. espejos de una misma tontería o de una misma angustia». La mano —deseosa, inquieta, activa— se dirigía al sitio de la cartera o del corazón. El hombre volvió la cabeza; miró cara a cara al marinero. El que tenía en sí un resplandor de brasa rió con risa hueca como repiqueteo de tambor, como el movimiento de los dedos de la mujer sobre el antiguo muro. El hombre volvió a inclinarse sobre la melodía del fonógrafo. La risa del otro caía sobre el ritmo de la música y el hombre se bañaba en la música y en la risa.

El gesto del marinero amenazó de nuevo cuando la mujer llamó la atención del que escuchaba la música. Quieta —su mano sobre el muro— lo siseó. Él fue hasta ella; se quedó mirándola, como un conocedor que mira un cuadro antiguo; fue entonces cuando habló: «Hay en esta pared un camino de historias que se muerde la cola. Trajeron estas piedras desde el mar, las apretaron en argamasa duradera para fabricar el muro de un castillo defensivo; ahora, los elementos que formaban la pared van regresando hacia sus formas primitivas: reciedumbre corroída por la angustia de un destino falseado».

La mujer lo miraba desde el espejo del cielo, alta entre las estrellas su cabeza. Antes de que ello fuera cierto, la mujer miraba cómo entre los dedos del marinero brillaba el cigarrillo: un cigarrillo de metal, envenenado con venenos de luna, brillante de muerte. Los dedos de ella (y sí que resultaba extraordinario que dos manos estuviesen unidas a elementos minerales y significaran a un tiempo mismo, aunque de manera distinta, el lento desmoronamiento de lo que fue hecho para que resistiese el paso del tiempo), los dedos de ella repiquetearon sobre el muro: «no, no, no».

Fue entonces cuando él propuso matrimonio, cuando la comparó a una virgen flamenca, cuando dijo: «Te llevaré a la casa de un amigo que colecciona antigüedades; él diría que eres igual a una virgen flamenca; pero no es posible, porque ese amigo soy yo y hemos peleado por una mujer que vive en esta casa y que… eres tú».

El gesto del marinero con el envenenado metal del cigarrillo —o del puñal— era tan lento, como si estuviese hecho de humo. Lento, alzaba su llama, su cigarrillo, su puñal, el enlunado humo encendido de la muerte. Ella movía los dedos sobre el muro; tamborileaba palabras: «no, no, cuidado, aquí, aquí, adiós, adiós, adiós». El hombre dijo: «Te quiero más que a mi vida. Pareces una virgen flamenca. Bull Shit».

Ya el marinero bajaba su llama. Ella lo vio. Gritó. La noche se cortó de relámpagos, de fogonazos. (Tiros o estrellas). El del sombrerito ladeado lanzaba chispazos con su revólver. Alguien salió hacia la noche. Hubo gritos. Una mujer corrió hasta la que se apoyaba en el muro; chilló: «¡Naciste hoy!». El hombre repetía: «Bull Shit, virgen, te quiero».

La mano de ella resbaló a lo largo del muro; su cuerpo se desprendió; sus dedos rozaron las antiguas piedras hasta caer en el pozo de su sangre; allí, junto al muro, en la sangre que comenzaba a enfriarse, dijeron una vez más sus dedos: «Aquí, aquí, cuidado, no, no, adiós, adiós, adiós». Un inútil tamborileo que desfallecía sobre las palabras del hombre: «Te quiero más que a mi vida, Bull Shit, virgen». El del sombrero ladeado afirmó: «Está muerta».

Más tarde el de los discursos comentaba: «Esta es una historia que se enrolla sobre sí misma como una serpiente que se muerde la cola. Falta saber si fueron tres los marineros». El del sombrerito se opuso: «Hay dos gorras en la cama de Bull Shit». «En el espejo», rectificó el de los discursos; «la vida de ella puede pescarse en ese espejo. O su muerte».

Voces de miedo y de pasión alzaban su llama hacia las estrellas. La mano de la mujer estaba quieta junto al muro, sobre el pozo de su sangre.

 

Del libro: Antología del cuento venezolano (Ministerio de educación, 1955)

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