Buscar

‎ Cuentos
‎ Cuentos

Todos los cuentos publicados

‎ Novelas
‎ Novelas

Capítulos de novelas disponibles

‎ Sobre el oficio
‎ Sobre el oficio

Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

Las bisagras del país portátil

  • Compartir:

La primera vez que vi en persona a Adriano González León fue un sábado por la tarde en el Aeropuerto Internacional de Maiquetía. Él andaba rabioso, mascullando maldiciones en vista de que la persona a quien iba a buscar no aparecía. De súbito, y en medio de la impaciencia que le corroía las entrañas, le oí unas palabras dichas con esa voz de papel de lija que tantas veces había escuchado en Contratema, su programa que se transmitía todas las semanas por la Televisora Nacional Canal 5:

—¡Coño! Aquí la gente debe administrar mejor sus afectos. ¡Hasta a la abuelita se traen a esta vaina! -Y tenía razón: al aeropuerto iban, y van, familias enteras a recibir al primo, al tío, al hermano o al hijo que vuelve a la patria.

Esa vez me reí. Era graciosa la verdad que encerraban las palabras de Adriano y también tenía gracia la manera -llena de hiel- cómo las decía. Sin embargo, pasado el tiempo, me percaté de que aquella observación punzante no era sólo un destello humorístico y bilioso en medio del típico desorden que reina en nuestro aeropuerto. Había algo más: un impresionante poder para traducir en un par de oraciones metálicas una realidad obvia. En esa referencia a los afectos y a la abuelita se encuentra un acercamiento muy certero a eso que marca el centro de la vida venezolana: el cariño poco práctico, expansivo y empalagoso hacia el prójimo, hacia la familia, hacia los amigos, hacia el equipo de béisbol, hacia el Mesías de turno, hacia los artistas de televisión, hacia el mundo entero. Quizás, en esas palabras, se encuentre una de las claves para entender el alcance de País portátil.

En esta novela, la familia es el reducto de algo que le es muy conocido al venezolano: el fracaso; fracaso en todas sus formas: fracaso político, fracaso económico, fracaso social, fracaso individual, fracaso histórico que, por ironías del arte, aparece desplegado en una obra exitosa. Ese tema -el de la derrota- cruza de cabo a rabo, y de muchas maneras, País portátil. Veamos: luego de cambiar varias veces de taxi, Andrés Barazarte se desplaza en dirección este-oeste, en autobús, por una Caracas repleta de anuncios, gente, carros, tiendas, embotellamientos y calor, un calor horroroso que no se sabe si proviene del clima o del susto… En ese tránsito en el que el personaje lleva consigo un misterioso maletín lleno de algo que suponemos armas o explosivos, se le aparece, como en un caleidoscopio, el fantasma del fracaso diseminado en las historias vitales de cada uno de sus ancestros. Al relato de ese viaje en autobús hacia la derrota (¡qué belleza! Nada más venezolano que viajar en autobús hacia el fracaso) se le cruzan las historias de unos personajes que se apellidan igual que él y que vivieron en otros tiempos y en otros lugares. Así tenemos al Doctor y General Epifanio Barazarte, patriarca de la familia, caudillo de la Guerra Federal, terrateniente que luchó al lado de los liberales, esposo de Adelaida Saavedra y padre de Salvador, Víctor Rafael, José Eladio y León Perfecto, cuatro personajes tan disímiles como las desgracias que les acontecieron y que prodigaron en vida.

León Perfecto y Víctor Rafael siguieron el camino de las armas trazado por su padre. Del primero se sabe poco; apenas que era hombre audaz y que no le sacaba el cuerpo a las balas. El segundo contrajo nupcias destempladas con Angélica, una hermosa mujer de mente abierta que, por obedecer a su padre agonizante, selló su infelicidad, casándose con un hombre hediondo a sudor mezclado con pólvora. Salvador Barazarte fue el hijo encargado de mantener la casa que su padre fundó en 1860, de enaltecer el apellido de la familia acumulando más tierras y más riquezas. Sin embargo, un sacerdote que usaba los rituales de la fe para hacer barbaridades, traspasó las bardas de sus dominios, midió los terrenos mientras rociaba agua bendita e hizo valer el edicto según el cual el gobierno le cedía a la iglesia ciertas extensiones de tierra; resultado: la familia Barazarte se quedaba sin una buena parte de sus posesiones. Cuando Salvador intentó hacer algo en contra del cura rapaz, se cayó del caballo y quedó renco, clavado a un rencor profundo en forma de mecedora para el resto de su vida, y esa rabia gelatinosa creció en intensidad el día en que envió al tarambana de la estirpe, a su hermano José Eladio, a llevar los papeles de propiedad de las tierras expropiadas ante los administradores de la ley. El hermanito en cuestión no cumplió su tarea y se perdió por los caminos de la juerga, llevando una guitarra y un muñeco con el que no sólo entretenía a las gentes, sino que las taimaba, como en el episodio en el que le ofrece el alivio de sus penas a unos enfermos de bocio.

Como si fuera corta esta cadena de personajes que no pueden donarle a otros lo que no se dan a sí mismos, aparece la familia de Salvador, constituida por Ernestina, una joven que fue abandonada por su novio Quintero el día de su matrimonio; Georgiana, un personaje de quien no se habla demasiado en el libro, pero sabemos que es viuda y que se suicida; Hortensia, una mujer adusta que reza por los vivos (no por los muertos), y Nicolás, el hijo tránsfuga que abandona la vida del campo junto a las “glorias” del apellido de su abuelo Epifanio y se lanza a vender, primero, mercaderías a comisión y luego seguros para mantener a su pequeño hijo Andrés, el protagonista de la novela.

Aderezan este descollante elenco, Gabriel Jaramillo, el sastre colombiano asesinado en medio de un tiroteo; Mirko Stanicic, el paranoico inmigrante croata que muestra el trauma que le dejaron las persecuciones de los espías centroeuropeos mientras da clases de física en un liceo de Acarigua o toca piezas de Liszt al piano en un restaurante caraqueño. También aparece Eduardo, el compañero de Andrés en el miserable cuarto de la pensión a la que fue a parar luego de quemarle el aserradero a su tío. De toda esta larga lista de zombis grises, hediondos a naftalina y a alcanfor, sobresale por su entusiasmo y hasta por su olor a mandarinas, Delia, la entusiasta muchacha (y verdadera luz de la obra) que al igual que Eduardo, guía a Andrés Barazarte en el camino de la subversión, de las guerrillas urbanas, de la agitación callejera, del reparto de panfletos, de las reuniones clandestinas, de los secuestros aeronáuticos, de los atentados a plantas eléctricas, de los discursos fugaces en las calles y de cuánta vagabundería se les ocurriera a los creadores de esa máquina generadora de desgracias que es una revolución.

En País portátil todos los personajes se encuentran unidos por unos lazos que miden su fuerza de acuerdo a los lazos que unen a una familia. Aún cuando Andrés no tenga parentesco alguno con Eduardo o con el Catire, la movida guerrillera hace que sus acólitos se muevan en un registro que es contrario al esquema familiar. En el mundo subversivo, los códigos son los del anonimato, los de no saber ni preguntar la historia de los demás a pesar de que entre ellos se llamen “compañero” o “camarada”, se den la mano o se hagan señas cual practicantes de la masonería. Tal vez ésta sea la base de las contradicciones que a lo largo de todo el libro muestra Andrés Barazarte. Por una parte, él se encuentra en una lucha armada en la que se pelea por redimir a los pobres, por brindarle la “felicidad” a un país entero, pero él viene de una familia donde sus miembros se han dedicado, a lo largo de los años, a todo menos a prodigarse mutuamente el bienestar. Por eso, ¿cómo es que Andrés puede brindárselo a los otros? ¿Cómo asegurar que las familias de los demás guerrilleros no tienen un pasado y unas historias de fracaso e infelicidad semejantes a la del joven Barazarte? Quizás el personaje esté consciente de ello y por tanto no se sienta convencido de la causa que ha asumido. Eso explica su abandono, su verse al mismo tiempo dentro y fuera de la guerrilla, su llegar tarde a todas las reuniones, incluso a ésa última en la que debía entregar el misterioso maletín…

El tema de la familia pesa demasiado porque lo que se cultiva en ella recorre generaciones enteras, como si junto a los genes viajaran también las historias buenas y malas de sus miembros. Las familias de este país -que en conjunto hacen a la sociedad, como nos enseñaron en la escuela- cultivan sueños que se truecan en pesadillas monstruosas capaces de arrastrar vidas enteras.

En ese cultivo de mitos está la raíz de la sensación de derrota que nos marca como cultura.

Todo lo que viaja en los genes de la familia Barazarte -pajaritos preñados, delirios de grandeza, ansias de poder y de cortarle la libertad al otro- desembocan en un personaje pusilánime que llega tarde a su misión más importante como guerrillero por andar solazándose sobre una cama repleta de fusiles, ametralladoras, pistolas y balas con Delia. Así que, cuando al final de la novela, Andrés se encuentra solo con su maletín en la humilde morada ahíta de armas, llega la policía y él aprieta el gatillo de una ametralladora, no estamos hablando de una acción heroica. Estamos hablando de una acción que se realiza porque no queda otro remedio, porque él no vive la vida, sino que la vida lo vive a él, como le sucede a todos los pusilánimes de este mundo. Con esa acción -o más bien: con esa reacción- Andrés no hace otra cosa que continuar la saga gloriosa de su bisabuelo, el gran Epifanio Barazarte (Doctor y General), cuando asesinó a tiros a los tres perros que le ladraron al salir de una casa donde se había refocilado con una bella dama.

Tal vez en ese punto de la heredad se encuentre un elemento que desmitifique el tópico de la crítica según el cual el autor de País portátil produjo una obra para establecer un vínculo entre la Guerra Federal (1859-1863), los caudillos que azotaron a Venezuela durante las décadas finales del siglo XIX y las guerrillas de los inicios de la segunda mitad del XX. Digamos que ésa es la lectura heroica de la novela, la que pretendía (y pretende) untar de legitimidad histórica, de alcurnia, de pedigree, de nobleza y de brillo prócer, al movimiento subversivo de los años sesenta. Dejemos a esos lectores que sigan con sus fantasías… País portátil va mucho más allá; es una novela que habla de cómo no se puede ser héroe sin estar convencido de una causa, de cómo no se puede vivir con dignidad siendo una veleta de los otros, de cómo no se puede tener éxito ni ser feliz cuando sólo se piensa en controlarle la vida a los demás, y, en definitiva, de cómo no se le pueden dar responsabilidades a individuos pusilánimes, fracasados, miserables y pobres de espíritu porque terminan metiendo la pata.

En el fondo, País portátil nos muestra que la historia menuda, la de las gentes en sus casas con sus familias, pesa tanto, o más, que la Historia Patria. Si esta última aplasta y nos hace sentir como migas de pan ante el devenir de los hechos y el paso del tiempo, la otra viaja por dentro de nosotros, ora arrullándonos, ora royéndonos y siempre avisándonos que no podemos librarnos de ella porque nos pertenece y la llevamos en la sangre, querámoslo o no.

En cuanto a la forma, es harto conocido que estamos hablando de una obra deslumbrante, llena de cambios sorpresivos en las voces, en las perspectivas, en los ritmos, en los tiempos y en los espacios. En esta novela cada elemento muta y se mueve a una velocidad vertiginosa que, a veces, confunde y tiende a exigirle al lector que se devuelva, a que se fije quién está narrando las acciones o a que complete con su propia imaginación lo que ha dejado en el camino de su lectura. En este particular, Adriano González León escribió un libro que nos pide que participemos, que demos respuestas, que leamos entre líneas, que seamos partícipes de un montón de relatos que se entrecruzan, que se interrumpen, que se yuxtaponen, en medio de una escritura tan variada que es capaz de reproducir con un impresionante manejo del lenguaje el habla popular de los trujillanos, el habla de un bogotano, el habla caraqueña de los años sesenta, el habla atropellada de un croata en problemas, la monserga típica de los comunistas, el enredo del lenguaje jurídico, la voz oscura de las multitudes que manifiestan en contra de un gobierno y pare Ud. de contar. País portátil fue escrito con un despliegue verbal que impresiona, con un vocabulario tan rico y tan denso que no hay olor, sensación ni resquicio que no sean presentados con el nombre adecuado o la imagen exacta. El estilo de esta portentosa novela es, en verdad, muchos estilos que se tocan y se complementan a la vez. En un mismo párrafo podemos encontrar construcciones barrocas, frases ásperas y hasta vulgares; también parodias, citas, fraseos, elusiones e imágenes poéticas. Como señalamos hace unas líneas, si algo impresiona de esta obra es el uso del lenguaje, y no es casual, no sólo porque Adriano González León es un gran estilista, sino porque País portátil se encuentra enmarcada en un momento de la historia de las artes venezolanas muy fecundo en el que convivieron grupos de vanguardia como Sardio y El techo de la ballena, revistas como CAL, artistas como Alberto Brandt, Gabriel Morera, Carlos Contramaestre, Carlos González Bogen, Nedo M.F., Jesús Soto y Jacobo Borges, escritores como Guillermo Meneses, Salvador Garmendia, José Balza, Francisco Massiani e Isaac Chocrón, entre muchos otros.

País portátil es una lección de literatura; es un libro vivo que, gústenos o no, nos retrata, nos hace vernos a nosotros mismos como personas, como miembros de una familia pequeña aglutinada en torno a unos ancestros y a unos apellidos, y como miembros de una sociedad que siempre está en crisis.

Por todo lo dicho creo que Adriano tenía y tiene razón: aquí la gente debe administrar mejor sus afectos…

And in the end,
The love you take is equal to the love you make

Lennon/McCartney, “The End”, Abbey Road, 1969

 

Publicado en ocasión de cumplirse 35 años de País portátil en 2003

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.