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Antología del cuento venezolano

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Se cuenta en «Las mil y una noches» que el Califa (uno entre los muchos califas del libro) pidió una vez a su cuentista una historia jamás oída. Preguntó el recitador de relatos si había de decir una narración en la cual pudiese figurar como testigo o si prefería el Soberano una composición completamente imaginada. Se cuenta en «Las mil y una noches» que el Califa respondió: Mahomed, eso no importa; yo quiero, simplemente, lo más maravilloso.

No conozco mejor antología de cuentos que «Las mil y una noches» ni mejor definición del cuento que la que viene en el párrafo arriba transcrito.

Una historia, es decir, el relato de un acontecimiento. Si ese relato está construido de manera que pueda confundirse con un testimonio o si está montado de uno a otro extremo sobre bases de imaginación; si los elementos de la narración parecen tomados de la realidad externa y se pretende que alguien vivió la peripecia narrada o si, por el contrario, la materia utilizada para crear la historia es el desarrollo de un incidente que se cumple en el mundo del razonamiento, de las ideas, de la pasión conceptual, igual puede servir a la empresa de arte del cuento.

Sea cual fuere la calidad del hilo con el cual se hiló la tela de la historia, ésta ha de ser maravillosa. Entendemos por ello que la narración será en sí misma la demostración de un enigma (así se trate de un antiguo enigma), la portentosa realización de un milagro (así sea un milagro de todos los días) la asombrosa afirmación del misterio que une los dos polos de una verdad venerable (así sea una verdad habitualmente aceptada y conocida).

Para aclarar la calidad de jamás oída, diremos que el cuento pide originalidad, presencia del cuentista en la maravillosa historia: nadie antes que él ha logrado realizar el milagro, afirmar el misterio, demostrar el enigma como él lo ha hecho.

La característica de jamás oída implica la diferencia entre el cuentista popular, el que repite, el que sirve de documento a los folkloristas y el artista de obra personal. Es importante no sólo lo que se cuenta sino cómo se cuenta. La historia maravillosa que descubre un antiguo enigma, realiza un milagro de todos conocido, afirma un misterio universalmente aceptado, puede ser cuento —arte— si, en virtud de la capacidad creadora del cuentista, aparece como jamás oída.

Insistimos en que, para el auténtico cumplimiento de la obra de arte llamada cuento, éste debe ser, a un tiempo mismo, historia maravillosa y jamás oída. No podemos negar que las actividades que manejan materias tan sutiles como el milagro, el misterio o los enigmas exigen cierta habilidad, ciertas fórmulas, cierta prestidigitación que confunden a veces el sentido crítico. Ante los prodigios —de cualquier clase que ellos sean— el aspecto técnico de la actividad prodigiosa puede engañar al crítico y es necesario no olvidar que el milagro auténtico supone siempre un resultado superior a los medios técnicos que lo producen.

Cuando José razonaba y explicaba sus propios sueños de espigas y de estrellas —así lo explica la Biblia— sus hermanos le atribuían intenciones perversas, absurda vanidad y viciosa inclinación. Es posible que José fuese vanidoso, perverso e inclinado al vicio, pero sabía explicar sueños, descifrar enigmas, realizar el milagro de la profecía. Era cuentista, creador de la maravillosa y jamás oída historia de los hijos de Jacob; historia maravillosa y jamás oída, sobre todo, porque narraba una verdad futura. Los hermanos de José eran malos críticos: carecían del don de reconocer los milagros; no sabían diferenciarlos de las técnicas milagreras, de las habilidades juglarescas, de las astucias y engaños de los falsos magos.

En la forma dada a «Las mil y una noches» se demuestra cómo un buen crítico puede también equivocarse al realizar en toda su pureza el trabajo de examinador y manipulador de técnicas y milagros. El recopilador de historias maravillosas pretende hacer a la vez un cuento en el cual se cuentan los cuentos que Sherezada contaba a su marido para apartarlo de la tenebrosa idea de hacerla matar. El recopilador árabe pretende contar un cuento de los cuentos de su pueblo. Demuestra que conoce los trucos, habilidades y fórmulas indispensables para realizar el milagro del arte con el instrumento, narrativo. Realiza obra de alta calidad literaria el enredar en la narración de Sherezada los mil y un acontecimientos que (unían el camino de los labios de la habilidosa narradora, vencedora de la muerte y del odio con las armas del arte. A ladino, Simbad, la Princesa de China, Giafar, uno cualquiera de los que se llaman Emir de los Creyentes, pasan de cada uno de sus cuentos a la narración de Sherezada, enlazados con hilo de su misma materia a un relato que no es un cuento verdadero porque se interrumpe para empezar de nuevo (como una falsa novela)) y se opone así a la misteriosa antinovela popular llamada «el cuento del Gallo Pelón», admirable ejemplo de una fórmula destructiva que rompe el milagro al hacer imposible su iniciación interminable.

«Las mil y una noches» no es un cuento porque plantea un prodigio, enigma o misterio —la muerte de Sherezada— cuya esperada solución se aleja en la escalera de los días sucesivos por escalones de cuentos que, a su vez, resuelven enigmas, definen misterios y realizan milagros, perfectos en rada una de esas historias maravillosas. En el «Cuento del Gallo Pelón», por el contrario, la solución del enigma enunciado (el misterio de ese gallo desconocido que se presenta rumo pelón y el cual puede ser gallo sin cresta o gallo sin pluma o gallo sin cola, gallo pelón o pelado a pesar de que los gallos no tienen pelo) queda en suspenso cuando no se acepta ninguna frase o gesto como capaz de provocar el relato, cuando se utiliza una perversa fórmula que hace imposible la fase primera del prodigio.

Así, «Las mil y una noches» descubre su verdad de antología y el «Cuento del Gallo Pelón» se convierte en impertinencia.

La cualidad de maravillosa historia que aceptamos como característica del cuento supone que en este género literario el autor no sólo debe exponer enigmas, misterios y milagros, sino que debe resolverlos. Al plantear así el cuento como problema de arte encontramos su límite y la cualidad — evidentemente secundaria— de su corta extensión.

Que la materia de la narración se presente fuera o dentro de un personaje, que la peripecia sea descripta como vivida por un hombre o que éste sirva de mundo a una peripecia; relátese el caso de un ser humano que piensa, goza o sufre o dígase el pensamiento, el goce, el sufrir o la acción como materia de un suceso; por tales contradictorios caminos puede llegarse al resultado exigido: a la historia maravillosa, jamás oída, sorprendente en sus conclusiones o en los métodos empleados para llegar a esas conclusiones, demostradora de enigmas, descubridora de misterios, señaladora de milagros. Si se rompe la solución por la iniciación de otros milagros se llega a la novela o a la antología. El desplazamiento burlón de la posibilidad inicial del prodigio hace nacer la impertinencia o la antinovela. Llevada a cabo la demostración del enigma, realizado el milagro, puesto en claro el misterio que une los dos aspectos de una verdad, el cuento se cierra, exacto y completo como una ecuación, como un teorema desarrollado en su totalidad. El cuentista finaliza su trabajo en el preciso momento en el que tenga derecho a decir, como los matemáticos, LQQD, lo que queda demostrado.

Explicado el cuento de esta manera —con ideas tomadas del libro santo de los cuentos orientales— dejamos dicho nuestro criterio de selección en esta antología de cuentos venezolanos; hemos escogido las obras de nuestros cuentistas de acuerdo con su cercanía a la concepción de «historia maravillosa jamás oída».

En la realización misma de la antología, pretendí, cuando iniciaba esta tarea de aclarar ideas sobre el cuento, imitar la forma de «Las mil y una noches», repetir el truco que hace aparecer una antología como cuento de cuentos, relatar las peripecias e incidencias que el cuento ha vivido a través de nuestra historia literaria.

Esa primera decisión suponía que este trabajo habría de comenzar por la indagación de lo que podríamos llamar «zona arqueológica del cuento venezolano», es decir, por el descubrimiento (bajo las sucesivas capas de poesía, de historia, de oratoria, de periodismo) de los primeros atisbos o intentos de cuentos. Pretendía llegar a observar la lenta elaboración de la materia literaria que llamamos cuento entre las impurezas de los diversos géneros que nuestros escritores han realizado al hacer sus obras.

Bien sabido es que en la crónica de éste, en el discurso de aquél, en la leyenda del otro, en la relación de sucesos expresada con exaltados términos o en la descripción de paisajes, seres y cosas, el venezolano comenzó a escribir historias maravillosas. Como es natural, nuestra literatura estuvo preñada del cuento antes de darlo a luz. Quien cuente la jamás oída historia de la concepción y nacimiento del cuento venezolano hará esa tarea que, para mí, supuso dificultades que no he logrado vencer.

Pensaba catalogar trozos de relatos, de novelas, de trabajos históricos hechos por los hombres que preparan el instrumento narrativo utilizado más tarde con precisa intención por los escritores a quienes puede considerarse, sin duda ninguna, cuentistas.

Si una leyenda de Arístides Rojas es, a más de repetición folklórica, nueva creación de elementos utilizados por nuestro pueblo (tal, por ejemplo, la relación hecha acerca del nombre de una esquina caraqueña en «El cují de Ño Casquero»); si Daniel Mendoza se acerca en la creación de su personaje llanero a una ficción de la realidad que podría ser colocada en la vecindad del cuento si no se diluyera en chistosas observaciones periodísticas; si el énfasis oratorio de Eduardo Blanco se doblega, a veces, ante la fuerza de los acontecimientos relatados y deja que la narración histórica viva en cuadros de los cuales parece desprenderse el heroico enigma sagrado por el cual nace la patria; si Elías Toro se aparta en un momento dado de la utilización de símbolos retóricos y en alguna de sus crónicas («El romántico», por ejemplo) quiere ir más allá de la graciosa caricatura de un tipo social; si Bolet Peraza, Rafael Bolívar, Tosta García llegan a dibujar con precisión ambientes, lugares y situaciones donde la habilidad imitativa y la capacidad de retrato se adelantan al cuento; si todas esas experiencias —y las que van de Juan Vicente González, dolorido e iracundo hasta la sonriente picardía de Jabino, Sales Pérez o Méndez y Mendoza— traen, frecuentemente un atisbo de prodigio artístico; si los trabajos de Picón Febres forman movimiento común con las pequeñas obras maestras de Tulio Febres Cordero, con la violencia panfletaria de Pío Gil o con la densa prosa cientifista de Samuel Darío Maldonado y dicen —a ratos y como sin quererlo— la historia maravillosa del hombre venezolano; si en Gil Fortoul el historiador, en Vallenilla Lanz el sociólogo, en Alvarado el filólogo, igual que en poetas como Pérez Bonalde, Lazo Martí, Mata o Udón Pérez pudiéramos encontrar oculta la semilla del cuento, bien podríamos también traerlos todos al terreno antológico y colocarlos en su exacto significado: el de anunciadores y maestros de sus más afortunados seguidores.

La dificultad consiste (y yo no he logrado vencerla) en precisar los límites hacia el pasado, no sólo del cuento, sino de lo venezolano. Sucedería, de seguir este camino de búsquedas en el terreno de la «prehistoria del cuento» que habríamos de llegar hasta los relatos de los primeros pobladores y quién sabe si, de la mano de Juan de Castellanos o de cualquier otro, saltar definitivamente a la iniciación hispánica de todas nuestras historias maravillosas. Sucedería, además, que habríamos de llamar cuento a lo que no es tal.

Por estas consideraciones, abandonamos nuestro primitivo intento de investigación del cuento en la era del precuento. Queremos hacer constar que estimamos la empresa como buena y digna de justo interés, aunque la hayamos desechado en la empresa antológica que nos ocupa, empresa que pide límites precisos.

Hemos colocado la zona aduanera del pasado en el hito ilustre que marca el nombre de Manuel Díaz Rodríguez. Con este escritor se incorpora a nuestra literatura el cuento, tal como lo entendemos hoy, tal como lo entendía el genial compilador de «Las mil y una noches». Díaz Rodríguez sabe qué es un cuento y maneja el instrumento narrativo con sabia magia. Otros de nuestros cuentistas —anteriores o posteriores a él— no fueron tan hábiles artistas ni conocieron tan bien las características del territorio literario en el cual se aventuraban.

Un escritor hay que teme contrabandear en las fronteras del cuento y duda si ha penetrado en el país de las historias maravillosas; para sus narraciones solicita pasaporte de «autoridades extranjeras» (de algún crítico de París famoso en su tiempo) y en esas «autoridades extranjeras» afinca su derecho a llamar cuentos los trozos de prosa narrativa que escribía.

Este ilustre personaje de las letras venezolanas es Julio Calcaño. No podemos negar que se acerca al cuento y que, si no llega a realizarlo plenamente, la razón está en sus propias dudas acerca de las exigencias del género. Sus leyendas pintorescas, llenas de nombres italianos y de filosofismos poco elaborados no pueden confundirse con la obra de un cuentista auténtico; podrían colocarlo, sin embargo, entre los mejores precursores de nuestros cuentistas, aunque no posee la calidad suficiente para que lo consideremos nuestro primer cuentista.

Con respecto al linde que marca el presente —la frontera del momento actual— no nos hemos fijado otro que el que implica el hecho de que los autores seleccionados hayan demostrado continuada insistencia en trabajar la especialidad literaria del cuento, aún dentro de la más evidente juventud. Sabemos que con ello hemos descartado la obra de algunos que poseen claro talento e indiscutible vocación, aunque no hayan publicado muchos cuentos. Por seguir tal criterio han quedado fuera de este trabajo antológico los nombres de Arturo Briceño, de Roger Hernández, de Francisco Andrade Álvarez, de José Salazar Meneses, de Carlos Dorante, de Mireya Guevara, de la misteriosa Dinorah Ramos, de Lourdes Morales.

Es posible que se me diga que una antología no tiene por qué parecerse a una guía profesional, como es posible que se me acuse de injusticia evidente. En toda obra que implica juicio personal hay un fondo humano que da derecho a la acusación de mezquindad.

Uno de los más antiguos cuentistas —volvamos a él— José, el explicador de sueños, había comenzado su oficio en edad temprana; sus hermanos sólo le aceptaban una especie de capacidad para la superchería, la vanidad y la mentira. Muchos años más tarde —y por razones ajenas a su juego de enigmas y misterios— hubieron de reconocerle su condición milagrosa de artista.

La desconfiada duda de los hermanos de José suele estar presente en la obra de los críticos. Yo no pretendo apartar mi labor crítica de la ley universal de la pasión humana. La razón de este prólogo consiste en aceptar mi entera responsabilidad en la elaboración de esta antología; con entera libertad dejó en mis manos esta tarea, en nombre del Ministerio de Educación, el gran poeta y buen amigo Manuel Felipe Rugeles, Director de Cultura y Bellas Artes. Agradezco esa confianza que me permitió realizar una tarea a la cual he dedicado tiempo y estudio con verdadero placer.

Bruselas: agosto de 1954.

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