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Mariana y los Comanches

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Carlota Corday en pantaletas. Mis fantasías sexuales con la hermosísima criatura que me había dejado plantado en el Comanche, habrían causado un ataque de risa, o tal vez una sonrisa indulgente, al Marqués de Sade. En aquella época mi conocimiento del mundo femenino se basaba en imágenes del cine, fotos de revistas y una que otra novela de esas llamadas picantes. En rigor, yo era virgen. Pues mi aventura con Martín se había reducido a una especie de esgrima de corto alcance. Intercambiamos caricias y hacíamos entrechocar nuestras espadas curvas de samurais. Pero nunca se nos hubiera ocurrido pasar a otros menesteres. Parecía que aquella gimnasia, que nos dejaba rendidos y muertos de sed, nos bastaba. A decir verdad, durante el tiempo que duró nuestra singular relación no tuve ojos ni manos para otra persona, hombre o mujer. Las mujeres me intrigaban, tal vez me atraían a distancia. Procuraba no estar en sus proximidades, quizá veía en ellas las formas larvadas de un enemigo destinado a arrancarme el corazón. Sin embargo, todo aquel tinglado se vino a tierra cuando asistí a la representación del “Marat” de Peter Weiss.

De tímido e introvertido pasé a convertirme en un ser temerario y audaz. Y descubrí en mí una locuacidad oculta durante años de silencio y represión. Puse todo ese caudal de energía al servicio de una única causa: la conquista de la muchacha que hacía el papel de Carlota Corday. Y cuando supe que mis esfuerzos habían resultado inútiles, caí en una profunda depresión. Delante de mis ojos se abría un abismo de oscuridad, mi vida sin Mariana no sería más que una larga jornada de tedio y soledad. Durante unos días estuve jugueteando con la idea del suicidio, pero mi cobardía sofrenaba cualquier intento de solución terminal. Ah, pero aún me quedaba una carta bajo la manga: ¡Martín! Le escribí a mi amigo una extensa misiva, una confesión detallada de mi fracaso como seductor. Y al final, en unos párrafos ardientes, le declaraba mi pasión. Le suplicaba que regresara, y luego lo amenazaba con irlo a buscar en caso de que no atendiera mi urgente reclamo. En mi arrebato no había caído en la cuenta de que no conocía la dirección de Martín. ¡Qué estupidez! Y si se la enviara al consulado de Atenas. No, mejor se la llevo personalmente. Estando allá será fácil localizarlo. Estaba dispuesto a jugármela en esa incursión a la patria de Patroclo e inicié los trámites del viaje. Saqué el pasaporte y compré los boletos del avión.

Saldré pasado mañana y asunto concluido —le confié entusiasmado a mi rostro que me miraba con ojos enrojecidos desde el fondo del espejo. Y no había terminado la frase cuando escuché el timbre de la puerta. ¿A quién se le ocurre venir a importunarme a esta hora avanzada del atardecer? Tendré que mostrarle mis dientes de perro rabioso para que no se atreva nunca más a acercarse por estos pagos. Y mientras avanzaba hacia la puerta, mi furia contra aquel vendedor de enciclopedias, testigo de Jehová o exterminador de cucarachas, que imaginaba parado en el umbral, se iba incrementado a una velocidad irreal. Si el infeliz insiste en convencerme que necesito un filtro de carbón activado para evitar un envenenamiento, abriré la reja y le retorceré el cuello hasta dejarlo sin respiración.

—¡Maldición! ¿Qué haces aquí? —No lo podía creer. Tras la reja, relumbrando como un arcoiris, Mariana sonreía cargada de flores.

—He venido a visitarte. ¿O acaso piensas que me equivoqué de apartamento? —Su voz, que parecía brotar del fondo de un pozo de aguas claras, resonaba en mis oídos como el dulce canto de una sirena. ¡La reina de la Atlántida! ¿Qué demonios me está pasando?

—¿Y cómo diste con mi dirección? —Formulé aquella pregunta necia, tal vez para ganar tiempo. Quizá presentía que de un momento a otro el ser que ardía delante de mí como una súbita encarnación del deseo, se convertiría en polvo o se desvanecería como rocío. Necesitaba, antes de iniciar cualquier movimiento guiado por ese esquivo animal lleno de púas que los antiguos llamaban esperanza, asegurarme que se trataba de una presencia real y no de una fantasiosa proyección de mis sentidos.

—Contraté a un detective. Pero eso qué importa. Aquí estoy. ¿No piensas invitarme a entrar?

No hubiera podido disimular mi emoción. Confundí la llave de la reja, y cuando Mariana hizo su entrada en el pasillo que conducía al salón, una ráfaga de aire perfumado inundó mis pulmones.

—¿Y esas flores? —pregunté casi sin voz.

—Son para ti —respondió Mariana. Y como si quisiera, de una vez por todas, acallar mis dudas, agregó—: Las compré hace media hora en el mercado. Estaba segura de que te iba a encontrar.

Flores de uranio, pensé.

Lo que sucedió después, desde el instante aquel de perplejidad y ensoñación, hasta que la luz del día siguiente se filtró como una lluvia de oro molido entre las cortinas de mi cuarto, no puede ser narrado. Pues no existen palabras para nombrar la felicidad. Sin embargo, ahora, cuando ya el camino del infierno se encuentra totalmente despejado, me atrevo a decir que aquella visita primigenia de Mariana no sólo canceló mis planes de evasión sino que cambió radicalmente mi visión del mundo. ¿Qué digo? La percepción de mi propio cuerpo sufrió un giro de ciento ochenta grados y me enfrentó de una manera por demás brutal al despertar de mis sentidos. Adquirí conciencia de mí mismo, como si antes de Mariana yo hubiese estado ciego y sordo, desprovisto de la capacidad de absorber el aroma de una flor, con el paladar entumecido, e insensible al frío y el calor. Ya ni siquiera pensaba en Martín, y si por un azar se hubiera presentado delante de mí, quién sabe si lo habría reconocido.
—Son las nueve y media. ¡Qué horror! Tengo que irme ahora mismo. Llegaré tarde al ensayo. —Mariana aparta las cobijas y a saltos ligeros, como si diera inicio a un exquisito ballet, se encamina en dirección al baño.

En la claridad rotunda de la habitación, el cuerpo desnudo de Mariana, que recogía como una esponja la avalancha de luz, parecía deslizarse como un pez en un acuario.

Mientras la aguardaba, encendí un cigarrillo, el primero del día. Y en las columnas de humo que ascendían hacia el techo, vi dibujadas con asombrosa nitidez una serie encadenada de máscaras extrañas que figuraban machos cabríos, brujas de retorcida nariz, aves de mal agüero. ¿Por qué me extasié en la contemplación de aquellas imágenes que no anunciaban precisamente la llegada de un tiempo de esplendor? ¿Acaso las disocié de la muchacha que había permanecido durante la noche entera enlazada a mi cuerpo, ardiendo como una hoguera y sollozando?

Sobre la mesita de noche, las flores de Mariana, rosas, claveles y astromelias, colocadas en un jarrón, habían perdido en pocas horas su aroma y esplendor. Lucían ajadas y marchitas como si hubieran soportado una intensa granizada. Apagué el cigarrillo y me dediqué a observar aquel amontonamiento de colores en extinción, que de alguna manera se me aparecían como una representación acelerada de la agonía. Me entristecí de pronto como si las flores moribundas me contagiaran su desolación, y me asusté, pues nunca antes había experimentado una sensación parecida. Tal vez la noche en blanco y el conocimiento del amor habían agudizado los niveles de percepción de mis sentidos. Quise sustraerme de aquella tarea, en la cual intuía un peligro letal, y desvié mi atención hacia los sonidos que provenían del baño. Mariana se duchaba y canturreaba. Y en mis oídos, como potenciada por un poderoso amplificador, la lluvia fina de la regadera resonaba semejante a una tormenta que arrancara de cuajo árboles de una floresta tropical. La melodía tarareada por Mariana se transformaba en una algarabía de voces. Y el conjunto, surcado por el ulular de sirenas y por el rugido de leones, se hacía insoportable. Que cesen esos ruidos espantosos, supliqué. Imaginaba tímpanos reventados, surtidores de sangre manando de mis oídos, empapando la almohada blanca con las iniciales que mi madre bordara con primor. Pronto comprendí que para librarme de la pesadilla auditiva que amenazaba con enloquecerme, debería cambiar de sintonía. Concentrar mis energías en otro lugar. Así estuve dando saltos de aquí para allá, encandilado por el reflejo del sol sobre la superficie sedosa de un pétalo muerto, sensible al roce de la punta de mis dedos contra la piel de mis mejillas sin rasurar, confundiendo los latidos de mi corazón con el retumbar ensordecedor de miles de tambores, saboreando mi propia saliva como si se tratara de un caldo tibio y venenoso. En fin, descubriendo sensaciones que durante los primeros veinte años de mi estancia sobre la tierra habían permanecido guardadas en un congelador. Y que la hechicera Mariana, valiéndose de algún extraño don, había sabido reactivar.

¿Cuánto tiempo permanecí atrapado en aquel juego? Si tan sólo me dedicara a recontar la serie de recuerdos que mi mente se ocupó de convocar, diría sin exageraciones que transcurrió el trecho más extenso de la eternidad. Pero sospecho que apenas pasaron unos cuantos minutos, los suficientes para que Mariana tomara su ducha matutina y borrara las huellas de mis caricias en su piel. Cómo fue entonces que durante un lapso así de breve me vi flotando en el vientre de mi madre, braceando en aquel líquido espeso y transparente, haciendo esfuerzos por desatarme del cordón umbilical que se había enredado a mi cuello. Cómo fue que pedaleé desde mi casa hasta la escuela, cerrando los ojos y conteniendo el aliento al atravesar el puente que cuelga sobre el río donde mi padre halló su prematura muerte. Cómo fue que me estuve masturbando oculto detrás de una ventana, a través de la cual se divisaba un estrecho callejón en cuyas aceras se levantaban kioscos y tenderetes atendidos por muchachas de ojos color esmeralda, que escondían la parte inferior de sus rostros tras pañuelos sucios de tela azul.

Reviví escenas enteras de mi vida, que mi cerebro iba seleccionando y recomponiendo como si se tratara de un mazo de barajas en manos de un demente tahúr. Visité parajes que ni siquiera había imaginado. Trajiné rutas empedradas en una alta montaña donde el oxígeno escaseaba, y tuve que soportar los aguijones del viento, el acoso de la niebla y un vértigo letal. Atravesé praderas incendiadas y bosques de carbón, perseguido por una pandilla de bandoleros armados de ballestas y arcabuces. En un río verdoso, que se deslizaba entre árboles, viajé día y noche oculto en una estrecha canoa velando el cadáver embalsamado de un obispo. Me extravié en ciudades del futuro pobladas por adolescentes rollizos e insomnes, poseídos por un furor musical que los impulsaba a tocar sin descanso tambores de piel de mono que colgaban de sus cuellos adornados con abalorios y colmillos de jaguar. En una ensenada entre montañas, cuando me disponía a recoger en el cuenco de mi mano agua para beber, vi un cielo de piedra que se precipitaba contra mí. Tomé lecciones de violín y ajedrez, y un chamán de barbas renegridas me estaba enseñando a volar. En pleno vuelo, mientras planeaba sobre los techos pajizos y puntiagudos de una aldea medieval, Mariana salió del baño envuelta en una toalla roja. Amigo mío, dijo, te pareces a Marat boca arriba en la bañera. No supe qué responderle, yo aún buscaba entre las chozas de la aldea un lugar para aterrizar.

Curiosamente, la entrada en escena de Mariana no interrumpió mi delirio. Le dio un nuevo impulso, pues al despojarse de la toalla su cuerpo relumbró delante de mis ojos como la más fantástica de las visiones. En aquel ser esplendoroso que los dioses habían moldeado para mi desdicha, destacaba el montoncito apretujado de vellos renegridos que se hinchaba y latía como un diamante vivo engastado entre sus muslos. Sí, no me quedaban dudas: la reina de la Atlántida había surgido de la espuma de mis sueños, y aunque me empeñara en creer una cosa distinta ya nunca más me libraría de su influjo. Tal vez en un futuro incierto conociera otras mujeres, pero esta que bailoteaba en cámara lenta cerca de la ventana, buscando sus prendas dispersas en el piso de la habitación, había llegado a mi vida para quedarse.

Y así fue. Durante más de cinco años ella ha sido la única guía en el laberinto, a veces sin sentido, de mi existencia. No he conocido otra ni mi deseo se ha fijado en un lugar distinto al de su endurecido corazón. Su conducta no se podría asimilar a la de una perra fiel sino a la de un imprevisible cometa, pero el sólo hecho de que aún respire bajo el cielo de piedra de este planeta ruin es suficiente para mí.

Aquella primera jornada de placer fue seguida por días tormentosos en los cuales creí morir. Yo, que nada sabía de los efectos de esa peste devastadora que los sabios y profetas llamaban amor, cometí un error elemental: quise apoderarme del espíritu esquivo de Mariana. Me empeñé, miserable de mí, en creer que el cuerpo de mi amada sería mi residencia permanente. Y cuando Mariana se percató de mis pretensiones amenazó con dejarme en la estacada, pues a ella nadie le iba a imponer condiciones, a nadie hipotecaría su libertad. El propio cuerpo ni siquiera nos pertenece, decía mirándose desnuda en el espejo. Si nos perteneciera, no se justificaría nuestro ancestral temor a la muerte o la vejez. Pero no era en ese plano hipotético donde se centraba mi sufrimiento. Yo no podía soportar la idea de que Mariana entregara el don maravilloso de su carne a alguien (hombre, bestia o mujer) distinto de mí. Y cuando ella misma me confesó que aún salía con aquel odioso director de teatro, exploté como un guardia nacional que sorprende a su mujer en brazos de un camionero. Ahora me pregunto cómo hice para contener el deseo de matarla. Lo cierto fue que al exigirle que diera por terminada aquella relación, Mariana me mandó de paseo.

—Aléjate de mi, Edmundo Bracamonte. Vete al infierno y no vuelvas nunca más.

La escena se desarrollaba en mi apartamento, y era Mariana la que se mudaba. Mientras recogía sus escasas pertenencias, hablaba en voz baja, para sí misma, como una madre que lamentara el comportamiento infantil de su hijo adolescente.

—Pobre muchacho, aún le falta un mundo por aprender.

La puerta se cerró de golpe y yo me quedé solo y vacío, sin ánimo siquiera para asomarme a la terraza y ver la silueta de Mariana alejándose por el boulevard. Afuera llovía y Mariana, que había salido sin paraguas, antes de abordar un taxi o de alcanzar la parada de autobús se empaparía de la cabeza a los pies. Y si se devolviera y me pidiera posada hasta que escampe. A lo mejor la lluvia no cesa en una semana. Tal vez Mariana se arroje llorando entre mis brazos y me suplique perdón. Pero nada sucedió, la fuga se había consumado y la ingrata no regresaría a su nido de amor. Una hora después me levanté de mi asiento dispuesto a lanzarme desde la terraza, ocho pisos en vuelo vertical y asunto concluido. Antes de llegar a la rampa de lanzamiento me detuvo el timbre del teléfono. Respondí con el corazón en la boca, y la voz serena de Mariana me llegó desde el otro lado del abismo.

—Aló, soy yo. Te estoy hablando desde una cabina. Olvidé el libro de Stanislavsky y mis medias negras de seda. Por favor, haz un paquete y me lo dejas en el Comanche.

—Sí —dije—, te lo prometo.

—Gracias y adiós.

—Y tú, ¿cómo estás? —quise saber. Pero ya Mariana había colgado.

Entonces postergué mi plan de vuelo, pues no iba yo a faltar a una promesa.

Tres meses después Mariana estaba de vuelta. Durante su ausencia, tal vez como un mecanismo para matar el tedio y la desazón, yo había dado, ¡al fin!, con la esquiva senda que me habría de conducir al territorio de la escritura. Y cuando Mariana regresó, me aprestaba a celebrar la culminación de mi primer relato, a decir verdad un borrador sin forma que requería aún de muchísimo trabajo antes de que el eufórico autor se decidiera a probar suerte enviándolo a una editorial. El carácter provisorio de aquella primeriza invención no disminuía mi alegría casi desenfrenada. E imaginaba que Mariana compartiría conmigo la dicha que me embargaba. ¿Por qué no habría de compartirla si ella también era una artista? Nos unían, creía yo, lazos de amor y una común sensibilidad por la estética. Pero muy pronto Mariana, que no se andaba por las ramas a la hora de formular una opinión, sembró en mí un principio de duda e inseguridad. Duda que ha persistido durante años y que me ha acompañado como un espectro fisgón a lo largo de estas páginas, aun sabiendo como sé que Mariana no tendrá acceso a ellas.

En aquella oportunidad le bastó hojear el manuscrito para dar un veredicto rotundo y lapidario. Me acusó de chapucero y lamentó mi falta de imaginación.

—El tema es lo de menos —dijo—, los celos que conducen al crimen no se agotan en el Otelo de Shakespeare, son patrimonio de Corín Tellado y de la crónica policial. Pero, ¿por qué me usas a mí como modelo?

Protesté y le exigí que precisara el punto, pues yo no la veía en aquel relato por ninguna parte.

—No me digas que te has convertido en idiota. ¿Acaso esa princesa amazónica, que los caciques y los contrabandistas de oro se disputan como si se tratara de la mismísima Cleopatra, no es un retrato, muy mal acabado por cierto, de tu adorada Mariana?

Le juré que el argumento aquél era anterior a la época en que la conocí. Y ella me respondió con una frase que nunca olvidaré:

—Cualquier excusa es válida cuando estamos convencidos de la verdad. Pero la verdad no es más que una versión de los hechos, y tú lo sabes tanto como yo.

—Bueno, dejémoslo de ese tamaño —intervine, con ánimo de apaciguarla—. No vamos a empañar con discusiones bizantinas nuestro reencuentro. Tenemos cosas mejores que hacer, ¿no te parece?

—De acuerdo, sí. Pero guárdate esos cuentos chinos para otra más ingenua que yo.

No se trataba de un debate, y a decir verdad las opiniones de Mariana no deberían influir en la decisión, que yo consideraba como trascendente, de consagrarme a la escritura. Lo esencial para mí era demostrarme que podía registrar por escrito algunas de las obsesiones que me habían acompañado desde que tuve uso de razón. Lo demás, incluida la crítica literaria que para mi sorpresa Mariana ejercía sin compasión, carecía de importancia. Así que aquella falsa disputa muy bien podía archivarse bajo el rótulo de conversaciones de sobremesa u olvidarse de una buena vez. Ahora sé que todo cuanto he escrito remite a Mariana, y comprendo su reticencia de lectora. El espejo de la página le devolvía una imagen de sí misma que nunca la dejó satisfecha.

 

Capítulo Flores de Uranio, tomado de la primera edición de Editorial Candaya, 2004

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