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Es que todo lo que tiene que ver con perros y con pelambre es tan difícil. ¿Usted tiene un cachorro? Seguro que lo baña con jabón Las Llaves, o shampoo de bebé. Pues ¿quiere saber una cosa? ¡No lo haga más! Le está haciendo un daño irreparable al perrito. No hay que usar jabón sino agua fresca y mucho cepillo. Los animales tienen su aceite natural y el jabón se los quita y se ponen pestíferos. Más jabón y más hediondo el perro, más hediondo el perro y más jabón le dan. Luego lo llaman: “Venga mi perrito con su mamita”. Y apenas lo acarician detrás de las orejas, se huelen la mano y gritan: “¡Este perro huele a perro!”. Y, justamente, a perro es a lo que ya no huele. Olerá a cartón mojado, a leche pasada, pero jamás a perro. Y los perritos se dan cuenta; como toda criatura, tienen su pudor y, ¿a quien le gusta oler mal? Uno les nota el desconcierto por andar con una hediondez que ellos mismos no entienden.
Así me llegan algunas mujeres por aquí, como cachorras tristes, resecas y perdidas entre tanto remedio que enferma, desfiguradas por tanto curarse con lo que más daño les hace. Y si es difícil cuidar el pelo de un perro, imagínese cómo será el de una mujer.
Todo ha cambiado. Cuando yo empecé en este negocio se usaba el secador de casco y las mujeres parecían unos cardenales en su cónclave metidas en unas mitras de latón y de plástico donde embutían unos peinados acrobáticos. Ahí se quedaban, inmóviles, como en un suplicio. Aquí eso se acabó. Con el secador de mano las mujeres ya no se cocinan a fuego lento. Los secadores ahora tienen ese olor a turbina y ese aire tibio rozando las orejas, que tiene algo de avión, de viaje, de aventura, y las mujeres se sienten más livianas, más audaces.
Sí, antes era pura química, ahora todo es más natural; aunque el verdadero aroma del cabello ya se perdió hace siglos. Uno va quitando tintes raros, frituras de restaurante, lacas con resinas, humo de cigarro, humo de tráfico y tanto sudor nervioso, pero no se termina nunca. Es que en el cabello y en las uñas hay tantas verdades difíciles de aceptar. Son partes del cuerpo que sólo crecen bien si se cortan bien: por eso es tan importante la naturalidad.
Y nada tan natural como que una mujer se relaje cuando se siente en buenas manos. Mientras corto les voy contando historias ajenas, chismes que la ayudan a sentirse más allá del bien y del mal, como si fueran las confesoras de la humanidad. Pero lo típico es que ellas también me cuentan cosas a mi; les encanta como escucho. Unas se adormecen, se aboban, pero otras se les alebresta la imaginación, y a veces sueltan secretos que hasta me avergüenza escuchar.
Casi siempre tengo que oír las mismas historias. Le tengo horror al fastidio, pero me sale mi dosis diaria de aburrimiento, es parte de este oficio. Apenas una vez al mes se cuela algo que me conmueva o me divierta, una locura que pueda recordar y contarla a mi manera; como lo de esa señora que me dijo ayer:
—Mi hija ha tenido pésima suerte en la vida… el marido, le salió cornudo.
A esa señora la llaman doña Ocio, porque y que es “la madre de todos los vicios”. No sólo el yerno tenía cuernos, sino que dos de hijos se los montaron a un banco que ellos mismos inventaron. Pero yo nunca doy nombres, y cuento sólo lo que todos saben, lo que es natural de contar, lo que es imposible callarse.
Esa ha sido mi filosofía para organizar este caos: ante todo naturalidad, siempre lo natural. La vida es muy sabia, no hay que inventar tanto, no me entrometo, dejo que las cosas fluyan por donde hay menos resistencia. Así es como peino y corto, y así tendrá que ser con mi Ángela y la señora esa que ahora anda repartiendo golpes adiestra y siniestra por todas Caracas. Algo terrorífico. Pero no puedo ni debo meterme, ni tengo porque dejar de contar lo que todo el mundo ya sabe.
Pero peor es contar las cosas que no son. Esa es la verdadera infamia, dejar afuera los detalles para que la gente imagine cosas que no son. O no se cuenta nada, o se cuenta todo como es. Yo hubiera preferido el silencio, es lo mejor… es lo más conveniente para este negocio… pero ya es tarde.
Aquí les tengo prohibido a las ayudantes que me hablen con las clientes; a nadie le gusta hablar con quien te está agarrando los pies. Ángela es discreta y ayuda mucho, pero tiene en la mirada algo que inquieta, algo como de marciana. Cuando agarra su alicatico y empieza a hacer bolitas de algodón, se le siente en la cara que puede pasar cualquier cosa, que con nada podría ponerse violenta. Hay gente así. Es que en este país hay mucho resentimiento Hay señoras que no la quieren ni ver, pero a esta sí les gusta como hace los pies: y quien se gana a Ángela sabe lo que es cero cutícula y fidelidad eterna.
Ángela me llegó atontada, con la mirada por el suelo, como una perrita callejera, y lo que se dice con hambre. Seguro que le pegaban de niña… y de joven. Ha llevado mucho palo. Yo la guié con cariño y oficio. Antes barría, ahora hace los pies. Con el tiempo le salió hasta una sonrisa. Tiene bellos dientes. Me ayuda de verdad mi Ángela. Es horrenda de cara pero tiene buen cuerpo. Ella misma decía: “Allá en el barrio me dicen que tengo la cara maluca, pero el cuerpo bien bueno”. Ángela sabe que ella asusta un poco al principio, pero es muy aseada y responsable. Pero que no se ponga furiosa, porque le sale ese olor como a cobre.
Aquí se gastaba medio sueldo poniéndose bonita. Pero pasó lo que tenía que pasar. Ahora sufre mucho; creo que hasta se pasó de linda. Pero si algo no se le pude negar a una mujer es su derecho a sufrir de amor. Es que Ángela tiene un novio que es un animal, un verdadero animal, un bicho enorme. Yo la dejo que me cuente todo porque en esta ciudad tan violenta hay que tener contactos en todo el mundo, hay que saber lo que está pasando, y uno nunca sabe cuando necesita ayuda de un malandro. El hombre es una cosa gigantesca; es medio policía, y yo pensaba que podía servirnos el día menos pensado.
Estos asuntos de los seres humanos son bien difíciles. Aquí se le ha dado demasiada confianza a las clientes y, con tanto pelo y tanto cuento acumulado, algún día tenía que reventarme un drama en plena peluquería. Dicen que donde hay pelo hay alegría, pero también puede haber tragedia. La señora del lío con Ángela es cliente fija. Es una señora bellísima, sobre todo la boca y los ojos. Está un poquito mayor, y se le ve la lucha.
Yo digo que no hay que luchar tanto con los años. Cansa ver tanto esfuerzo por no ponerse vieja. Hay unas que tienen como un pujo en la mirada, siempre pestañeando, como si te preguntaran cada cinco minutos: “¿Se me nota algo? ¿No estoy regia? “Y se miran en el espejo con los ojos pelados. ¡Claro que se nota! Es que la vida no se detiene para nadie. Yo entiendo que se operen y se jurunguen, pero hay que saber donde parar el cuchillo.
Ángela conoce bien su oficio. Ella agarra los pies y por allí presiente lo que está pasando. Mientras trabaja no dice nada, pero luego en privado me comenta: “Usted se fijó en tal cosa…” Y siempre es verdad, tarde o temprano ocurre lo que Ángela presiente. Así fue como mi pedicurista conoció a Nuestra Señora de los Golpes. Ese es el nombre que le dimos por aquí.
Esa señora viene a esta peluquería desde hace tiempo, desde cuando estábamos en la calle Orinoco; y siempre hablaba de sus cosas, de sus viajes, de sus problemas con el servicio; pero se notaba que había algo más, algo atravesado, algo bien doloroso y bien clavado. Después de años peinando se aprende que en cada mujer hay una sola historia que se repite. Cambiarán el corte y el color de cabello, los ojos, la nariz, la boca y los senos, pero dentro de la cabeza, en medio de los sesos, son siempre las mismas mujeres, eso nunca cambia.
Ángela quería muchísimo a esa señora. No se cansaba de escucharle sus cuentos. Hay que decir de Nuestra señora de los Golpes que al menos no era histérica ni pichirre, dos cualidades que por aquí sobran.
A esta misma silla me han llegado hasta calvas, con terror a ese brillo que saca la luz en la piel del cráneo. Hay hipertiroideas o con meses de quimioterapia; uno tiene que saber su buen poco de medicina y de psicología. Hay unas que hasta se jalan el pelo ellas mismas. Esta señora era todo contrario, tranquila, elegante, pausada. Es una de esas mujeres que sabe fastidiarse con dignidad. Cuando hablaba, Ángela la escuchaba como si fuera la televisión. Le fascinaban esos mundos reposados, sin prisa, donde hay tiempo para todo, donde las mujeres se aburren y no saben lo que van a hacer en la tarde. A Ángela, en cambio, le cuesta tanto salir de su casa y llegar hasta aquí. Sólo ir y venir es ya una proeza. Se ponía tan feliz cuando la venía buscar el novio ese en el carro con los amigotes. Aunque eso de carro con una mujer y muchos hombres es pésima señal.
Todo empezó sin darnos cuenta. Hay que saber lo que esta pasando antes de que realmente pase, ¿quién puede peinar bien cuando hay algo que esta mortificando a la cliente? Lo que yo no lograba ver en el cabello, Ángela lo agarraba en los dedos. Es que el pelo y las uñas están conectados, ¿qué otras partes del cuerpo se pueden cortar sin dolor? ¿Qué otra cosa crece y no engorda? Yo adoro este trabajo, especialmente cuando tengo en las manos una cabellera abundante, generosa. Esta señora es bella de verdad, tiene algo suave que te envuelve. Es el extremo opuesto de Ángela. Ahora que lo digo es cuando me doy cuenta del abismo. Son dos mujeres que jamás han debido conocerse, pero llego el día en que se les cruzaron las vidas e hicieron su pacto.
Esa mañana la señora llego furiosa con lo que ella llamaba su “descubrimiento”. El marido tenia una mujercita y “algo me están tramando”. Eso lo repitió diez veces, y luego gritaba: “¡Si viviera mi padre!”, y se le iban los gallos. Estaba descompuesta, irreconocible.
Ella es la que tiene la fortuna; heredo una fábrica de aceite o de margarina, o de las dos cosas, que le manejaba el marido. Decía que ella no sabia nada de negocios, que se había pasado media vida firmando documentos, y que ahora le iban a quitar todo, entre su marido y “la mujercita esa”.
Ángela se afectó mucho con eso de que uno puede tenerlo todo y de repente perderlo, y se dijo: “En este lío me embarco yo”; y, por primera vez desde que llegó a este negocio, le habló a una cliente:
—Eso se lo arreglamos facilito, mi señora —se lo dijo con esa sonrisa rara que no me gusta.
Andaban en sus mundos apartes y por fin se vieron a los ojos. En ese instante supe que era un asunto entre ellas dos. Ángela siguió hablando como si yo no existiera:
—Por allá en mi barrio una lo que hace es mandarle a dar sus buenos golpes.
Al principio sonaba sencillo. Hasta a mi me sonó bien fácil. Pero en esta vida nada es fácil; aquí vienen a que lo difícil parezca fácil. Ángela le dijo que ella sabia quien podía enseñarle a esa mujercita, “a esa metiche”, a respetar lo ajeno. Hablaba sin dejar de trabajar en las uñas de aquellos pies perfectos.
—Con el primer golpe no entienden por donde viene la cosa, pero luego le dan y le dan hasta que agarran el mensaje.
El problema no fue de dinero: el hombre de Ángela hizo un precio especial y a esa señora le sobran los reales. Además se emocionó ella no sabía que esas cosas pasaban de verdad en Caracas. Y ni siquiera tuvo que involucrarse, solo dio un nombre, una dirección, y pagó unos dólares. Los efectos le llegaron por retruque, por rumores.
A las dos semanas el marido llego a su casa pálido, como paranoico. Parece que a su mujercita le habían puesto la nariz como una ostra, en el estacionamiento del edificio donde le tenía montado un apartamento. Nuestra Señora de los Golpes le preguntó al marido cuando lo vio tan asustado:
— ¿Pero que te pasa mi amor, que te noto como raro?
— Nada, mi amor, unos problemitas en la oficina.
— ¿Y tú crees que ya se resolvieron?
— Estamos en eso.
— Lo importante es identificar la causa y corregirla, antes de que todo se continúe deformando.
Nunca había gozado tanto. Ella misma no sabía lo que era capaz de hacer, la cantidad de furia y maldad que tenía por dentro.
Ahí no quedaron las cosas. Como al mes reapareció Nuestra Señora de los Golpes preguntando por Ángela y quejándose de otra mujer. Yo pregunté, aunque no he debido meterme:
— ¿Cómo? ¿Y su marido consiguió otra amante tan pronto?
Y Nuestra Señora de los Golpes me contestó:
— Es que esta no es la siguiente… es la anterior.
Era una que le había amargado la vida antes y ella nunca se había podido vengar. Yo entonces me asusté porque las cosas se estaban saliendo de lo natural. Eso de venganzas con retruque no me gustó, me pareció vicio, puro vicio y puro ocio. No quise saber más nada y ellas dejaron de hablar frente a mí. Se iban a tomar café y a comer cachitos juntas a la panadería, ¡qué locura!
Yo eso de prohibirles el trato con las clientes lo hago sin imponerme; es como una costumbre que todas aquí me respetan, pero si una cliente se pone a invitar a una empleada a comer cachitos, ¿cómo negárselo? Luego me dicen racista.
La señora conoció al hombre de Ángela, al animal ese. Yo lo vi venir todo clarito. Nunca antes esa señora se había sentido tan feliz y omnipotente. Descubrió el poder, y el poder siempre esta unido a la violencia. Se envició con el asunto de los golpes y puso los reales en un negocio que montaron juntos, una empresa de esas que hay ahora de vigilancia, y tenían hasta unas tarjetitas con un perro encadenado encima del nombre. Todo muy bien organizado. Cuidan fiestas y tienen como treinta guachimanes. Pero lo que realmente le gusta a nuestra señora parece que es lo de los golpes.
Me contaron que le pegaron a un profesor que raspó al hijo en la Universidad Católica, “después que mi hijo se mató estudiando”, a un vecino que le faltó el respeto cuando le reclamó algo del perro, a uno que la chocó en la autopista y se dio a la fuga. Creo que hasta marido le dieron lo suyo, porque se fue a vivir a donde la mujercita con la nariz de ostra.
Ahora anda promocionando el servicio entre las amigas. Si una amiga tiene un problema llama a Nuestra Señora de los Golpes, y ella se lo resuelve. Y cuando el negocio prospera, hay felicidad, y la felicidad trae la confianza, y la confianza le gusta a los confianzudos.
No quiero saber más nada de este asunto. Lo importante es que este negocio tiene que seguir adelante, y aquí, dentro de estas cuatro paredes, nunca pasó nada. No se nada de esos líos; a mi que me registren. Pero, ¿cómo se le prohíbe la entrada a una cliente que tiene siglos viniendo y que toda Caracas conoce?
Definitivamente, esa señora no esta bien de la cabeza; ya no tiene la misma finura. Entra y empieza a hablar de su nuevo socio sin ningún pudor. Un día llegó, se sentó y cuando le pregunté cómo andaba su vida, me dijo:
— Aquí… afónica, ardida y mansita.
Yo vi por dónde venía la cosa y le dije a Ángela que me fuera a comprar uno potes de acondicionador. Tuve suerte con mi presentimiento porque ahí mismito empezó Nuestra Señora de los Golpes a decir las cosas más horrendas: que si el negro lo tiene como una mandarria, que si la pone en veinte uñitas, que le mete mano como si rellenara un pavo de Navidad, que le estiró el anillo, y otras vulgaridades espantosas. Dice lo primero que le pasa por la cabeza; cosas que no se atreve a decir un hombre de una mujer. No importa quien tenga al frente. Está desatadísima.
Yo no voy a juzgarla. Uno nunca sabe qué drama y cuánta soledad tenía esa señora encima para cometer tantas locuras. ¿Cómo se le ocurre tener amores con ese animal, si era el hombre de Ángela? Pobre Ángela, le quitaron lo que más quería. Pero tengo que poner orden. Los dramas de Ángela no pueden entrar aquí. Aquí no se viene a lloriquear sino a trabajar. Y es que lo de Ángela va en serio; si ve a esa señora entrando por la puerta de la peluquería, yo sé que le brinca encima y me la araña. ¿Se imagina el espectáculo?
Mientras consigue otro trabajo le pasaré algo de plata. Siempre lo he dicho, las costumbres son sagradas. Tiene que haber orden. Cada quien a lo suyo. Fíjese lo que me pasó: conversan con las clientes y vea el zafarrancho que ahora tengo aquí armado. Por eso es tan importante el profesionalismo. Que se conformen con escuchar. Yo entiendo que duele oír hablar todos los días a los demás, y siempre callarse, porque todos los seres humanos tenemos nuestros propios cuentos, pero cuando las empleadas se meten donde no pertenecen, todo se me enreda.
Yo pienso ayudar a mi empleada, le tengo cariño, y a quien sea le explico que mi Ángela, a pesar de ser horrenda, tiene un gran corazón. El problema es que mientras más explique y mejores cosas diga, más me van a preguntar: “¿Pero entonces, por qué la sacaste?” Usted sabe como es la gente de desconfiada.
Algo habrá que inventar. Por eso es que no está más Ángela. Pero esta otra muchacha es igual de buena, y además es muy linda, y tan calladita. Se llama Anamilena, así como suena, todo pegadito. ¿Y ahora qué le hacemos?… ¿Qué corte va a querer hoy?
Del libro Los traumatólogos de Kosovo (Oscar Todtmann Editores, 2002)