Otros mares, de Rubi Guerra
20/ 01/ 2013 | Categorías: CuentosEn abril o mayo, al comienzo de las lluvias, nos enteramos de que habían matado a un vecino Guardia Nacional en un enfrentamiento con un grupo guerrillero que, minutos antes, había asaltado un banco en El Tigre. La Guardia Nacional tenía su cuartel en la entrada del Campo Petrolero, aunque la tropa y sus familiares vivían en las mismas casas que las familias obreras. Recuerdo a dos de estas familias, instaladas en viviendas cercanas a la nuestra con apenas una o dos semanas de diferencia: los Casalta y los Rodríguez. Apenas una pared común las separaba y una cerca de alambre hacía de difuso límite. Creo que nunca se había visto en nuestro pueblo mayor exhibición de antipatía mutua que la que se vio entre estas dos familias. Ambas eran numerosas, con profusión de niños, niñas, tíos, primos y primas, abuelos y abuelas, y en las frecuentes trifulcas originadas en los juegos infantiles intervenían todos con gritos, insultos, bofetadas y cosas peores. Recuerdo a la abuela de los Rodríguez partir una botella y dársela a su nieto de ocho años para zanjar una discusión con uno de los Casalta de la misma edad -con ese Casalta tuve luego mi primera y única pelea a puñetazos-. Unos y otros eran groseros, escandalosos, sucios y se dedicaban al pillaje y a los pequeños hurtos, sobre todo de macetas con flores y plantas decorativas que al parecer eran demasiado perezosos para cultivar por sí mismos. Sin embargo, al Guardia Nacional muerto no lo conocía en absoluto, por lo que concluyo que debía ser un hombre discreto y decente.
Pronto se supo que un guerrillero herido se había escondido en los alrededores del pueblo, o quizás en el pueblo mismo. Las cocinas y los porches se llenaron de susurros y miradas recelosas, y aunque no podía ser consciente de ello en toda su dimensión, conocí por primera vez el ambiente envenenado del miedo colectivo. Dos o tres días después -acaso menos, el paso del tiempo no era algo muy claro para mí en ese entonces-, el ejército llegó en grandes camiones y procedió a un registro casa por casa. Dos reclutas bisoños, más asustados que nosotros mismos, me pareció, dieron un rápido vistazo a nuestras tres habitaciones y a la sala—comedor en la que nos habíamos apiñado, más compactos como grupo familiar que nunca antes o después; no revisaron el baño ni la cocina.
No encontraron a nadie, aunque durante varios días se vio a las patrullas del ejército ir y venir por la carretera, sin motivo aparente, esgrimiendo siempre sus largas armas y mirando a los civiles con desconfianza como si esperaran de nosotros ataques traicioneros.
El día del registro, al atardecer, mientras nos apresurábamos a terminar la cena para poder ver en la televisión el Show de Dick Van Dyke, mi hermano Alonso anunció su intención de unirse a la guerrilla «después de terminar el bachillerato». Como estaba cursando el último año, no era mucho lo que faltaba para poner en práctica tan radical decisión, pero mis padres se lo tomaron más bien a la ligera. Mi madre soltó una especie de bufido, seguido de un «Muchacho pendejo», dicho en voz baja más que alta, pero suficientemente clara, y continuó rumbo a la cocina con su carga de platos sucios. Mi padre se limitó a mirarlo en silencio, su rostro adquirió una difusa palidez, luego se puso rojo encarnado. Alonso no dijo nada más; con el resto, se dirigió al horrible sofá anaranjado y blanco recién comprado en una mueblería de El Tigre y que era el orgullo familiar, y pocos minutos después reía con las payasadas del larguirucho cómico norteamericano. Sólo yo me tomé en serio aquel propósito terrible. Alonso tenía diecisiete años, diez más que yo, y no era para mí un héroe ni nada que se le pareciera; sólo era mi hermano mayor. No quería que lo mataran.
Alonso tenía una novia, y este hecho simple y conveniente considerando su edad, y del cual mis padres se habían alegrado al principio, era una fuente creciente de conflictos. La muchacha en cuestión tenía unos irreprochables antecedentes familiares y ella misma resultaba encantadora; éramos nosotros los inadecuados, los impresentables. Me explico, para beneficio de estos tiempos más democráticos y menos rígidos: mi hermano había heredado el atractivo de mi padre y el color oscuro de mi abuela; la bella Irma, en cambio, era rubia por los cuatro costados y de destellantes ojos azules. Pienso que el factor racial no hubiera significado en realidad un problema demasiado importante -después de todo, la mezcla es nuestro sino desde el Descubrimiento y la Colonia, y en una misma familia suelen reunirse los más variados tonos de piel y color de cabello- si los padres de la muchacha no hubieran sido, además, ingenieros de la Compañía. Ingenieros venezolanos, es cierto, pero que habitaban esa otra parcela de la realidad conocida como Campo Norte, separada de nuestro lado Sur no por nada tan tangible como un muro o una cerca electrificada, pero sí por una conciencia muy clara de las jerarquías sociales.
Campo Norte ejercía una definida atracción sobre los muchachos y niños de Campo Sur. Acostumbrábamos pasearnos en las primeras horas del sábado o domingo por sus calles siempre desiertas, como no fuera por algún jardinero o sirvienta que se dejaba ver fugazmente. De nuestro lado había un club con fuente de soda, piscina y cine, y en el de ellos también, aunque más grandes y cómodos, y eso sin contar con el campo de golf y las canchas de tenis. Pero no eran estas cosas más o menos materiales las que nos alejaban tanto, sino, como ya dije, la conciencia de ellas, la separación que todos -los de un lado y otro- aceptábamos como natural, necesaria y conveniente.
Los padres de Irma eran un incordio para los míos -no eran gente con la que se pudiera ir los domingos a tomar cerveza y a ver un juego de softball en el estadio del Campo, ni a bañarse en las peligrosas aguas del río Neverí-, no para Alonso, que podía permitirse el lujo de ignorarlos con esa magnífica indiferencia de la que hacen gala los adolescentes, más aún si son rebeldes y piensan irse a las guerrillas. El que en verdad lograba sacarlo de sus casillas era Ismael, el hermano gemelo de Irma. Éste era tan detestable como Irma encantadora, si exceptuamos su costumbre de darme besos no solicitados, y tan pelo amarillo y ojos azules como ella. Había algo perturbador en aquellos rasgos repetidos en un muchacho y una muchacha sin que ninguno de los dos pareciera contaminado de la naturaleza del otro: no había nada masculino en Irma, ni femenino en Ismael. Aún así, verlos juntos era una experiencia extraña y, para mí, casi aterradora. Cómo afectaba esto a Alonso es algo que sólo puedo conjeturar. Los tres asistían al Arreaza Calatrava, el único liceo de El Tigre -lo que provocaba una forzada convivencia democrática- y en sus salones, pasillos y canchas deportivas había nacido el amor -llamémosle así por comodidad y brevedad- de Alonso e Irma, y la feroz antipatía que como un corolario natural se daba entre los dos varones. Aunque es posible que la animadversión entre los dos muchachos se haya originado antes, en algún incidente aislado y casual del cual yo no me enteré nunca o acaso haya olvidado, y la relación de Alonso e Irma sólo haya magnificado. Como sea, lo cierto es que se detestaban. Por una especie de pacto, en consideración a Irma, se trataban lo menos posible y así habían reducido las posibles causas de enfrentamiento violento, pero en ambos fluía una corriente mal disimulada de agresividad. Muchas veces escuché a Alonso conversar con sus amigos en los términos más despectivos posibles sobre su «cuñado», y en las muchas ganas que tenía de partirle la cara. Por lo que contaban sus amigos, el sentimiento era mutuo.
En el fondo, puede que todo se remitiera a un problema de estilos. Mi hermano había adoptado el de un contestatario de la época, con el pelo largo y la ropa siempre descuidada, hasta donde lo permitían las normas del liceo y la severidad de mis padres, mientras que Ismael se acercaba más a la imagen de un descarado chico malo de los años cincuenta, un James Dean tropicalizado, lo que no es para asombrarse porque todo nos llegaba con diez años de retraso: la música, las películas, las modas. Un buen ejemplo son las peleas que durante un tiempo interrumpieron la tranquilidad de las noches. Un grupo de muchachos de la calle L, por ejemplo, se citaba con los de la M para protagonizar una multitudinaria pelea a puñetazos. El furor que los animaba era, en parte, fingido, una representación, pero los golpes eran reales, y más de uno debía ser conducido al bien dotado hospital con un labio partido o los ojos hinchados. Pocas veces se hacían verdadero daño. Como los pandilleros bailarines de West Side Story, también nuestros muchachos parecían seguir una música de percusión y trompetas sincopadas, y como aquellos, estaban más preocupados por la coreografía y el ritmo que por los golpes. Alonso participó en más de uno de estos encuentros y a veces me despertaba en medio de la noche para contarme cómo había sido y para mostrarme un moretón en su cuerpo, con un orgullo que yo encontraba del todo justificado.
Al día siguiente todo volvía a la normalidad; los mismos muchachos que unas horas antes se arreaban patadas, compartían el autobús que los llevaba al liceo Arreaza Calatrava. Sé que en estas batallas participaban también los de Campo Norte -norteamericanos y venezolanos-, y entre ellos estaba Ismael, pero desconozco si mi hermano y él llegaron a cruzar sus puños. Pienso que no, porque de otra manera no hubieran podido esperar hasta el fin del año escolar para tratar de arrancarse la cabeza, esta vez en serio.
No deja de ser para mí un misterio cómo soportaba Alonso ver repetidos los rasgos y muchos de los ademanes y gestos de su novia en alguien a quien detestaba, y también me pregunto si no sería esta circunstancia una de las causas de su profunda aversión hacia el muchacho. La antipatía de Ismael me resulta mucho más comprensible. Después de todo, no podía sino considerar a Alonso y a toda mi familia como inferiores, que era más o menos como nos veíamos nosotros mismos. Entiendo que no quisiera ver a su hermana en tales manos.
Muchas noches, Irma -vestida con la blusa sin mangas y los pantalones cortos que se habían puesto de moda aquel año- venía hasta nuestra casa, saludaba a mis padres, y luego se quedaba en el porche hablando con Alonso. Yo me dejaba caer por allí, después de haber sufrido con las aventuras de la familia Robinson en Perdidos en el espacio y antes de que empezaran las noticias de El Observador Creole, señal inequívoca de que la hora de dormir se acercaba; con suerte, tenía la oportunidad de verlos darse un beso, pero la mayor parte del tiempo sólo se tomaban de las manos y hablaban. Ellos no me hacían ningún caso.
La visita se terminaba cuando aparecía Ismael en su vespa, se estacionaba cerca de la casa, bajo unas matas de mago, y encendía un cigarrillo. Siempre idéntico. Jamás se acercaba a la casa, ni dirigía una palabra a mi hermano, ni a su propia hermana. Aguardaba con paciencia o con impaciencia, no tengo forma de saberlo, a que los novios se despidieran. Luego se marchaba, con Irma en la parte trasera del asiento, haciendo sonar el motor de su máquina como un comentario burlón en la noche llena de luciérnagas.
En tales ocasiones el humor de Alonso se volvía tenebroso, y si bien la cosa solía estallar en alguna de la peleas familiares que se hacían cada vez más frecuentes por cualquier motivo, no era tampoco inusual que terminara pagando yo los platos rotos sólo por estar atravesado donde no debía en el momento en que no debía. Algún golpe en la cabeza me sacaba, una zancadilla malévola o una respuesta agria y destemplada a algún inocente comentario mío.
Pero en honor a la verdad, debo reconocer que no siempre era así y muchas veces Alonso buscaba un libro en el interior de la casa, volvía afuera, se sentaba donde había estado antes, abría las tapas y leía una o dos páginas. Y luego permanecía en el porche mal iluminado ganado por una melancolía más vieja que sus diecisiete años, dejando que el silencio penetrara en él y haciéndolo suyo, contemplando más allá de la sabana y sus pajonales la promesa de otros cielos y otros mares.
Dormíamos en el mismo cuarto. Mi hermana Alicia, de doce años, tenía el privilegio de un habitación para ella sola. Mis padres ocupaban la otra, más grande. Nuestras camas estaban separadas por unos dos metros. Al apagar la luz podía sentir, poco después, el olor acre y dulce del tabaco. Abría los ojos. Un punto rojo flotaba en la negrura que nos envolvía, al rato describía un arco, se detenía y se hacía más brillante antes de volver al lugar inicial. Así una y otra vez mientras el aire se llenaba de humo y yo hacía esfuerzos para no toser.
-¿Sabes? -me dijo una vez, como si adivinara que yo no dormía vigilando los desplazamientos del punto rojo-, la verdad es que no me gusta el sabor del cigarrillo. Además se siente como si le metieran a uno hojillas en la garganta. Es una mierda. Lo hago sólo para llevarle la contraria a papá -nuestro padre sólo fumaba de vez en cuando unos puros que venían en cilindros de plástico transparente y que yo utilizaba para jugar, una vez que los había desechado, como si fueran tubos de ensayo-. ¿Has pensado en lo que vas a ser cuando seas grande? Yo no. En unos meses debo entrar a la universidad y ni siquiera sé lo que voy a estudiar.
-¿No quieres ser guerrillero?
Dio una larga calada a su cigarrillo. Juraría que escuché crepitar las briznas de tabaco y el papel blanco que las envolvía. Me pareció escuchar también una risa convulsa, una tos ahogada.
-¿Te parece una buena carrera?
No supe qué contestar.
El año escolar transcurría con la normalidad esperada: el primero para mí, el último de bachillerato para Alonso. A medida que nos acercábamos a julio, y luego, cuando ya estábamos en ese mes y agosto se acercaba inexorable, crecía en nuestra casa una nueva tensión de la que yo no era demasiado consciente, pero que no dejaba de afectarme: la mudanza, la partida, la ida definitiva, el encuentro con las raíces y el desarraigo, el exilio y el reino en un mismo lugar y momento. Aguardaba el cambio de ciudad con moderada inquietud, sin angustia, pero con mucha curiosidad.
Las peleas por el pelo demasiado largo de Alonso y sus ropas desarrapadas se hicieron más frecuentes, más violentas. Pienso en este momento que tanto para mis padres como para mi hermano y hermana, la mudanza tenía un sentido distinto y unas significaciones más hondas que para mí, y las constantes discusiones eran la forma perversa que tenían de manifestarse.
Ahora pocas veces venía Irma a pasar las horas en el porche de la casa; al mismo Alonso se le veía menos. Tenía como excusa que se preparaba para los exámenes finales en casa de sus amigos. Sin embargo, yo sabía que no era así. Él mismo me lo había dicho en una de aquellas conversaciones de medianoche marcadas por el ritmo de sus cigarrillos.
-¿Sabes?, creo que voy a marcharme cuando tengamos que hacerlo, no voy a hacer problemas por eso, iré, dejaré mi maleta en el piso, daré media vuelta y regresaré a buscar a Irma… Eso haría, si ella fuera a estar aquí. Pero tampoco estará. Apenas nos graduemos sus padres la enviarán a Caracas, y después creo que se irá de viaje al exterior hasta que entre a la universidad. ¿Sabes?, no creo que pueda resistir mucho tiempo sin ella. Es mentira que esté estudiando para los exámenes finales… Nos vemos casi todos los días. Vamos a la sabana, a un sitio que no te puedo contar y pasamos mucho tiempo allá. Tampoco te puedo decir todo lo que hacemos. No le puedo contar a nadie. Se lo prometí a ella. Eso se llama ser un caballero. Tú no sabes nada de eso, y será por eso mismo que te lo cuento, pero te mato si le dices algo a papá o a mamá… ¿Estás despierto?
Debía ser verdad que no necesitaba estudiar, porque aprobó sus exámenes sin dificultad. Mis padres estaban radiantes de felicidad. Me disculpan el lugar común, pero no hay otra forma de expresarlo. Era una felicidad tan radiante que iluminaba todos los rincones de la casa, no sólo sus rostros. Alonso se convertía en el primero de nuestra familia en terminar el bachillerato y pronto iría a la universidad, donde se haría ingeniero o médico. Él mismo no estaba menos feliz, a pesar de que ante nuestros padres y sus expresiones de orgullo mostrara una especie de indiferencia desdeñosa.
La fiesta de fin de curso se realizó en el club de Campo Norte, en consideración a los graduandos de aquella parte del pueblo. Alonso vistió para la ocasión un traje oscuro, camisa celeste, corbata a juego, zapatos nuevos de patente; todo había sido comprado una semana antes a un árabe que visitaba casa por casa arrastrando una inmensa maleta que parecía contener un bazar entero. Se cortó el pelo, lo que debe haberle procurado no pocos problemas de conciencia. Aunque podía ir a pie, pidió prestada la camioneta Ford a nuestro padre, que entregó las llaves sin presentar objeción.
Sé que costará creerlo, porque doy la impresión de saberlo todo sobre lo que relato, pero puedo asegurar que no conozco nada de la fiesta, ni qué piezas tocó la orquesta -traída desde Caracas-, ni si mi hermano bailó con torpeza o pericia los presumibles, pero no demostrados boleros, mambos o guarachas, ¿se escucharía, acaso, algún rock and roll? ¿Los jóvenes bachilleres se pasaron de tragos y alguno vomitó en las flores de los cuidados jardines? ¿Una muchacha de inexpertos tacones fue a dar con traje de gala a las transparentes aguas de la piscina? ¿Ismael y Alonso revivieron su rivalidad ante sus respectivos amigos?
Todo lo ignoro de aquella ocasión y al sitio nunca lo llegue a ver por dentro, no disfruté de sus instalaciones, no bebí sus aires. Sólo puedo asegurar que en un momento no determinado Alonso e Irma se marcharon sin despedirse. Al principio el asunto no llamó la atención de Ismael, pero uno de sus amigos se lo hizo notar y entonces recordó la función de chaperón encomendada por sus padres, y aunque de ninguna manera pudiera llamarse guardián de su hermana consideró que era su deber ejercer tareas de tal.
Un toro bramaba en la sabana. Daba golpes con su torpe cabeza contra una roca negra y aullaba cada vez más alto. De pronto estaba en mi habitación, sentado en la cama, y el toro seguía y seguía, gritando el nombre de mi hermano y estrellando sus puños contra la puerta de nuestra casa. En el cuarto de al lado, escuché a mi madre ahogar un grito y a mi padre lanzar una rápida serie de tres o cuatro groserías.
La cama de Alonso estaba vacía. Por un momento creí ver el punto luminoso de su cigarrillo, el breve arco rojo en el aire ennegrecido, pero no era nada.
Salí de la habitación; me gustaría decir que en puntillas, sin embargo, nunca he logrado mantener tan peculiar posición; así que me limité hacer el menor ruido posible, lo que de todos modos resultaba del todo superfluo al considerar el escándalo que seguía en el porche: del lado de afuera de la puerta mosquitera, Ismael, nunca más parecido a un James Dean enfebrecido, preguntaba por su hermana, o al menos eso parecía en medio del torrente de insultos a toda mi parentela pasada, presente y futura, y amenazas a mi hermano ausente; del lado de adentro, mi madre, mi hermana Alicia y mi padre sosteniendo el marco de la puerta con su mano izquierda como si quisiera impedir que las paredes se desplomaran y el techo cayera sobre nuestras cabezas, envejecido a su pesar y sin embargo magnífico en la contenida furia que delataba la hinchada vena de su cuello y el apretado puño de su mano derecha. Yo me había acercado en silencio, apostándome a la derecha y un poco atrás, y tenía una completa vista de la situación iluminada por la bombilla del porche que había permanecido encendida o había sido encendida por mis padres cuando se levantaron. Estaba seguro de que mi padre se disponía a partirle la boca al insolente. Estoy seguro de que lo habría hecho si mi madre no hubiera interpuesto su sensata mano. De pronto Ismael ya no estaba allí.
Un par de gritos paternos nos devolvió, a Alicia y a mí mismo, a nuestras respectivas habitaciones. Me encogí, temblando, bajo las sábanas, igual que cuando me despertaba en medio de la noche y me daba por pensar en todas las criaturas que vivían bajo la cama, los seres peludos, los seres con dientes, los que se arrastran, sinuosos, esperando, quietos y pérfidos, a que cerrara los ojos para subir por mis mantas y morderme los pies.
Los susurros que me llegaban desde la sala ayudaban a mi determinación de mantenerme despierto («¿de qué hablan?, ¿por qué no me dejan que escuche?, ¿qué pasa con Alonso?, ¿no se callarán nunca?), pero tenía siete años, la oscuridad era una pesada mano contra mis párpados; luché durante unos instantes contra el sueño como un pez que da breves bocanadas fuera del agua, y luego me hundí en la inconsciencia.
Desperté por segunda vez antes de que saliera el sol. Desperté con un sobresalto en vez del acostumbrado suave deslizamiento del sueño a la vigilia en el que se funden y se mezclan de dulce manera las imágenes y sonidos de uno y otra. Una claridad grisácea entraba por la ventana: gasa ante los ojos nublando los objetos tan conocidos, haciéndolos extraños y vagamente amenazantes. En el cuadrado de la ventana, la aurora comenzaba a desplegar sus delicados colores, sus oros y rosados y azules… y de pronto, vi pasar a Alonso e Irma tomados de la mano. Fue una visión breve, el tiempo que les llevó cruzar la ventana a unos cinco o seis metros de ella, dirigiéndose hacia la entrada principal. Noté que ambos estaban despeinados, tenían las ropas arrugadas y en los rostros juveniles el cansancio había causado estragos; sin embargo su caminata era tranquila, sin prisas. Sonreían.
No habían transcurrido dos minutos cuando apareció Ismael en su motocicleta. Había sustituido la ropa de la fiesta por un jean, una franela y zapatos deportivos. Se acercó y estacionó frente a la casa, fuera de mi vista. Me asomé a la ventana, aplasté mi cara contra la tela mosquitera, pero no pude ver nada más que un trozo de tierra marrón, la carretera y la sabana. Escuché las voces que subían y bajaban de tono, que se hacían lentas o rápidas, susurrantes, apremiantes, despectivas, violentas, incluso se acallaban por completo durante unos momentos para comenzar de nuevo, sin entender nunca las palabras. Otro silencio más prolongado me convenció de que debía irme a dormir de una buena vez, y hubiera ejecutado mi propósito si no hubiera visto pasar abrazados a Ismael y Alonso, cual bailarines torpes que giran sobre su eje y tropiezan con sus pies. En la caída cada uno rodó hacia un lado. Se incorporaron, separados por apenas una distancia de un metro, levantaron los puños y comenzaron a balancearse hacia adelante y hacia atrás, con suavidad. Luego Ismael lanzó el brazo derecho por encima de su hombro, en un gancho rápido pero desmañado, sin elegancia. Alonso lo bloqueó a medias con su antebrazo izquierdo; recibió el golpe en el pómulo del mismo lado y retrocedió un paso. Ismael se adelantó, repitió el golpe, pero esta vez Alonso lo esquivó con facilidad con un movimiento de cintura y respondió a su vez con un gancho de izquierda a un costado de la cabeza de su rival. Me pareció escuchar -es posible que me lo haya inventado- el sonido de los nudillos contra el cráneo. En todo caso, fue un buen golpe. Años después vería a alguien desmayarse por uno semejante. Sin embargo, Ismael no cayó; se estremeció, afirmó los pies en la tierra y se lanzó contra mi hermano, a quien abrazó por la cintura. Rodaron nuevamente, esta vez en total confusión de brazos, piernas y cabezas; en un momento Ismael estaba sentado sobre el pecho de Alonso y lanzaba sus puños contra la cara de éste, y un segundo después la situación era la opuesta.
Al fin se levantaron, los puños en alto. Y esta vez fue mi hermano quien atacó primero, con un golpe recto de su mano izquierda, directo al ojo derecho, y luego un gancho de derecha a la mandíbula. Ismael tocó con sus nalgas el suelo, y yo comencé a dar gritos y saltos de alegría, alertando a mis padres y quizás a todos los habitantes de la cuadra.
Cinco días más tarde nos marchamos. Ignoro si esa fecha estaba ya decidida o si por el contrario se adelantó en vista de las circunstancias. El caso es que una madrugada iniciamos la retirada, y de mi parte no hubo una sensación de pérdida irreparable ni nada de eso. Todo lo que podía considerar mío viajaba conmigo: mis padres y hermanos, mis juguetes, yo mismo. Dejaba atrás un paisaje, es decir: una luz particular, nubes, una forma de llover, naturaleza escueta y elemental; un paisaje horizontal de sabanas y cielos; y casas y calles sin nada destacable como no fuera su perfecta simetría y su repetición idéntica, pero aún no sabía lo que eso llegaría a significar; deberían pasar muchos años aún para que aquella que ya no era más mi tierra cobrara sentidos que la harían entrañable.
Alonso hizo el viaje con un diente menos y la boca monstruosamente hinchada. Además tenía moretones en diversas partes del rostro. Daba risa y pena verlo. Desde la pelea se había envuelto en un silencio agresivo que ni siquiera yo podía atravesar. En los días que precedieron al viaje, sus discusiones con mis padres se hicieron interminables, fatigosas, incomprensibles para mi entendimiento. Ahora, sentado junto a mí en la parte trasera de la camioneta, su cara de payaso trágico me parecía la de un desconocido.
No recuerdo nada importante de la llegada -marismas, terrenos baldíos, basura en las calles, playas, la estatua de un indio con un pez entre las manos-, ni de la instalación en la nueva vivienda. Supongo que vinieron muchos primos y tíos y tías a ayudarnos a descargas las cosas que, después de todo, no eran tantas. En esa primera noche me despertó el sonido de risas escandalosas como campanas de iglesia. Descendí de la cama en un cuarto inmenso, de altísimo techo, caluroso, como quien desciende del puente de un barco a una tierra simple y llanamente desconocida, sin el prestigio siquiera de haber sido prometida de alguna manera, y caminé descalzo por un pasillo en penumbras hacia las voces que se hacían más fuertes con cada paso. Estaban en el porche: un gran corro de familiares, de la mayoría no conocía ni el nombre; algunos los había visto en las breves visitas que habían hecho al Campo; me senté en el piso de la sala oscura, oculto por una de las hojas de la puerta; desde allí los escuché por largo, largo rato, contar historias referidas a gente que yo no sabía quiénes eran, y al parecer muy divertidas porque todos reían de una manera contagiosa. Después de una media hora de estar sentado sobre el duro cemento, me aburrí. Tenía sueño otra vez. Me levanté y esperé que se me desentumieran las piernas y las nalgas. En un rincón de la enorme sala, sentado en uno de aquellos muebles anaranjados y blancos que habíamos traído con nosotros, se encontraba Alonso. No dio ninguna señal de haberme visto o reconocido, en su rostro, a pesar de las sombras, se adivinaba el rastro de las lágrimas; las saladas fuentes de la desdicha dejaban en sus mejillas surcos sucios y brillantes, igual que en la cara de un niño pequeño y abandonado.
Y esa es la triste verdad. Pero no toda la verdad.
Quisiera contar cómo un mediodía de sol aplastante Alonso se dirigió al puerto de Cumaná. Vio el arribo de los barcos y las maniobras de descarga. Vio a los estibadores sudorosos y a los marineros que salían a buscar cerveza y mujeres en los bares cercanos. Vio la larga fila de hombres, mujeres y niños cargados con todo tipo de bultos esperando las pequeñas embarcaciones que los llevarían a la otra costa del golfo, a Manicuare, Araya, Punta Arenas, lugares de los que había escuchado pero en los que aún no había puesto el pie. Vio los pelícanos en su eterno combate mortal con los peces y las olas. Las nubes pasaron sobre su cabeza y se dispersaron hacia mar afuera, como señalándole un camino. Fue alcanzado y estremecido por esa música misteriosa que trae la brisa marina y en la que es posible identificar, si tenemos suerte, los aromas de islas lejanas (curry, azafrán, pimienta, nuez moscada…), el llamado elemental de potencias subterráneas, voces perdidas que prometen aventuras improbables. Delicias por las que valdría la pena desafiar a la muerte en medio de tempestades. Y así fue como Alonso se hizo a la mar: en un barco mercante, sin saber nada del oficio, ni dónde quedaba babor y dónde estribor, dispuesto a aprender y soportarlo todo con tal de alejarse de la odiosa ciudad, si es que así podía llamarse el conjunto de casas de tejas y pequeños edificios de tres o cuatro pisos. ¿Qué puertos le esperaban, qué soles o nevadas, cuáles y cuántas mujeres de cuerpos cálidos y elásticos? ¿Hamburgo, New York, Tokio, San Juan?
Lo veríamos una o dos veces al año, en regresos siempre imprevistos, y en cada vuelta constataríamos los cambios en su aspecto físico y su personalidad con admiración o alarma, según fuera nuestro talante. El muchacho bajo y delgado que había sido dio paso a un fornido individuo (nunca muy alto, es verdad) de músculos de hierro; otro viaje nos lo traería con tatuajes en los brazos y el pecho -una sirena, una rosa de los vientos, una cabeza de dragón de ojos saltones- y una argolla en el lóbulo de la oreja izquierda. En cálidas noches relataría historias espeluznantes de cargamentos prohibidos, que ni siquiera nos atrevíamos a imaginar, y persecuciones de feroces guardacostas en las aguas de países de nombres impronunciables. ¡Con cuánta alegría y temor lo veíamos sortear los arrecifes afilados como cuchillos de Australia, la trampa mortal del Mar de los Sargazos, el aliento de las ballenas que enloquece a los hombres más serenos!
Es triste, ya lo dije, porque nada de eso sucedió. Alonso se quedó en casa. A su debido tiempo fue a la universidad, se graduó, se casó y tuvo hijos. Y eso es, quizás, más triste y lamentable que su fallida historia de amor: la vida sigue y desgasta; se traga a los hermanos mayores, los tritura con suavidad y sin violencia, como lo harían unas encías sin dientes.
Del libro: Un sueño comentado (Norma)
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