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Convencí a Rose de dejarme hacer hallacas en el apartamento durante el Thanksgiving. Luego de una semana recibiendo sus negativas, accedió a mi súplica cuando asomé la posibilidad de abandonar su casa si conseguía preparar al menos esa sola pieza de nuestra tradición culinaria. Como imaginé, la idea de terminar con la obligada hospitalidad a la que se creía encadenada desde que aparecí en la puerta de su edificio en la Market Street de San Francisco, arrastrando mi maleta y disminuida por la nevada, la sedujo. Ni siquiera preguntó cómo me sacaría de allí cocinar el que de lejos es quizás el plato venezolano más complejo y ambicioso.
Miento, la hallaca solo es superada por el plato navideño, esa entelequia gastronómica que la hace convivir junto al pan de jamón, la ensalada de gallina y el pernil para presentarle al paladar el variado sabor de las utopías. Aunque sin la compañía de este ávido menú, la hallaca se me presentó exactamente así, como la promesa de una utopía, cuando Linda obtuvo del viejo tailandés unas hojas de cambur y además se arriesgó a pedirle trabajo en la cocina de su restaurante. Desganado, pero atraído por el cuerpo que aún con las capas del abrigo adivinada en Linda, dijo que podría darnos una oportunidad si lográbamos hacer algo decente con aquellas hojas que, más que servirle, le estorbaban.
Esto último lo anunció viéndome. Creo que calculaba si mi escuálida figura tendría un ápice de los atributos que no le fue difícil descubrir en Linda. Fue ella quien me mostró al viejo tailandés a punto de echar un montón de hojas de cambur a la basura mientras recorríamos las tiendas del Distrito Financiero. Fue ella también quien trazó el plan de pedirle a Rose que nos dejara hacer las hallacas en su apartamento, pues en la habitación de Linda era imposible, compartía piso con otras siete personas que se acomodaban como podían en sesenta metros cuadrados de esperanza migratoria.
De acuerdo con su plan, los baños que limpiaríamos los días previos a Thanksgiving nos darían el capital para comprar los ingredientes. Sería también ese mismo día, Thanksgiving, festivo nacional, cuando podríamos entregarnos a la preparación de un plato que exige tanto tiempo. Siguiendo su lógica, Rose no debía poner muchas trabas a aquello, ya que, incluso con su inglés que pasaba por nativo, entendería la necesidad de una hallaca tras años fuera de Venezuela. Su lógica repetía que yo sólo tenía que insistir.
Insistir es la moneda de cambio que le entrego a Rose cada dos por tres desde que vivo con ella. Miento otra vez, no vivo con Rose, vivo en su casa, soy beneficiaria de su buen corazón y de su infinita y mal pagada caridad. Me arriesgo a uno de sus estallidos de ira si digo otra cosa contraria a esas palabras. La retórica del agradecimiento, según ella, no debe recurrir a otros términos. Una vez, después de cenar, le dije que no imaginaba que nuestra vida juntas tendría cierto encanto hogareño.
—We´re not lived together, asshole. I give you a roof, and tha´s all you receive to me.
Y estrelló los platos contra la pared y el suelo para luego ordenarme que limpiara el desastre que yo y mis sucias palabras habíamos provocado.
Ese era nuestro ritual diario: yo agradeciendo, ella estallando. Yo suplicando por el calor de su apartamento por al menos uno, dos, tres, siete meses más; ella, estallando al ya no poder echarme en la fecha más inmediata del calendario. Yo rogando su paciencia hacia mi escasez de dinero; ella, estallando sobre los gastos que suponían una boca más que casi no colaboraba con las cuentas de su despensa.
—If you go to another place, every one of my wishes become true.
Solía decir entre risueña y profética. Yo en verdad no dudaba de la veracidad de sus anhelos, estaba segura de que mi ausencia haría feliz a Rose o al menos conseguiría fraguarse una suerte de tranquilidad en el vacío de su apartamento en cuanto me fuera de su vida. Sólo que para irme necesitaba hacer hallacas y para hacer las hallacas era preciso tener una ayudante, así que insistí, rogué, supliqué otro poco para que Linda pudiese venir a casa a ayudarme.
—The price is too high.
El precio parecía tan alto sólo por la idea de tener otra intrusa en su hogar tocando su impoluto dominio, pues Rose ni siquiera estaría en casa. Tenía dos semanas, con su habitual tono entre risueño y profético, comentando lo mucho que gozaría pasar Thanksgiving junto a las amigas de su club de lectura.
—Only Marianne can prepare a turkey in cranberry sauce and apple stuffing with such elegance. It´s unique.
Con esa misma ilusión compró un vino tinto de doscientos dólares, se puso el vestido verde olivo y el abrigo de visón, últimos obsequios de su difunto esposo, para salir apenas el mediodía abrió una brecha en la nevada para celebrar Acción de Gracias. Antes, claro, me soltó otra de sus arengas:
—I don´t wanna find your garbage in my kitchen. Listen to me well, girl, because I´ll shave your head.
Francamente, no sé si se refería a los desechos que dejaría la preparación de las hallacas o si hablaba de Linda. Le bastó ver a esta última una sola vez, cuando me acompañó a casa luego de guiarme por esta ciudad casi laberíntica mientras buscaba trabajo, para descartarla como una beaner, otra típica inmigrante hispana. En el primer caso, incluso los desechos que podrían resultar de nuestra preparación los veía ya como una suerte de tesoro, el reducto de un grupo de ingredientes que Linda y yo fuimos recolectando con entusiasmo pueril.
Al menos yo descubría ese entusiasmo en cada ocasión que lográbamos atinar con un lugar que vendiera pasas, onoto, hilo pábilo y el vino más parecido a la Sagrada Familia, ya que Rose mantenía la regla implícita de no tener productos venezolanos en el apartamento. Linda, por otro lado, estaba mucho más habituada a que cosas como la harina de maíz precocida formara parte de su mercado. No me importó que al final fui yo quien pagó por todo lo que necesitábamos a causa de que Linda debió destinar su dinero a ponerse al día con la renta. Gracias a ella conseguí a destajo la limpieza de los baños, el único empleo que he tenido desde que llegué
Nuestra meta de preparar veinte hallacas se materializó sobre la mesa de la cocina, donde reposaban todos los ingredientes. Linda seguía tiritando, la nevada arreció mientras venía de camino. Veía a su alrededor con la misma cara de asombro con la que se despidió de mí en la puerta del edificio la tarde en que nos conocimos hace varios meses, un día después de iniciar mi estadía en este lugar, al hallarme perdida buscando empleo en las tiendas del centro. Me reconoció como migrante, más aún, como venezolana en apuros apenas observó mis gestos y mi fisonomía lela. Recuerdo atisbar a Rose mirándonos desde la ventana y a Linda creyendo que me había burlado de ella.
—Así que vives en la Market Street… Es un bonito lugar.
Market Street conserva un misterioso parecido con la avenida Libertador de San Felipe. Un cielo abierto y vacío cae con su sobrio azul sobre un pavimento recto, casi interminable, bordeado a la vez por pequeños edificios venidos de antaño, hieráticos testigos de la historia, y algunas tiendas de comestibles que varían sus productos de acuerdo con la nacionalidad de sus dueños.
Otra mentira, pero una mentira de la cual estoy consciente. Necesito una ficción que le dé a mi madre un ápice de sosiego, que levante un puente sobre la gran lejanía que nos separa y cruce por él el anuncio de que no me hallo tan lejos de casa si el mismo paisaje la cubre a ella y a mí en dos puntos opuestos del continente. Es una falacia que alcanzo a tejer como una distracción porque sé que, antes que la retórica del agradecimiento, se aprende la verosimilitud del sosiego.
A veces creo que a ella, mi madre, tengo que decirle a cuentagotas que nuestra ciudad natal no se parece en nada a esta urbe que puede llegar a ser caótica. Mi vieja ha envejecido de golpe estos últimos meses y no veo mal que algunas patrañas calmen sus nervios. Se precisan de noticias con pinceladas de engaño para hacer que una yaracuyana, curtida en medio siglo de experiencias insólitas, piense en paisajes y parecidos urbanísticos en lugar de los periplos de su hija.
El miedo, que nunca nos desampara, la atenazaría aún más si supiera lo extraviada que me hallo en esta ciudad que prometía ser mi refugio, mi escape, mi nueva vida. Mamá caería nuevamente desvanecida en la sala de nuestra casa, como cuando se enteró de mi arresto a las puertas de la Universidad Central, escuchando el recuento de los continuos estallidos de Rose, de los cuales, por supuesto, yo soy la destinataria. Rose, quien, según mi madre, tenía una deuda impagable con ella por sacarla de prisión y prestarle el dinero que la envió fuera del país poco después de ese cataclismo social que fue el Caracazo.
Yo al principio dudé de las palabras de mamá. La cuidada belleza de sus rasgos, el apartamento como salido de una revista de interiores, los ademanes que querían ofrecer un amago de elegancia y, sobre todo, la permanente imposición de fijar el inglés como idioma oficial en su casa, eran cosas con las que Rose fácilmente pasaba como una socialité estadounidense. Sin embargo, el relato de mi madre cobraba sentido en cuanto Rose, aparentemente atada por el invisible lazo de los favores no retribuidos, estiraba el tiempo de mi hospedaje a regañadientes. Algo comprensible, pues ya al conocerme aclaró que sólo podía recibirme durante un mes y esperaba que consiguiera mudarme antes de eso; yo asentí y continué observándola maravillada.
También quedé maravillada cuando llegué en febrero y la ciudad aún se mostraba con los rescoldos de la tormenta más reciente. En ese momento pensé que era imposible cansarse de ver cómo cae la nieve, de jugar con ella atrapando copos con las manos o la lengua y apreciar el cuerpo de la respiración en el frío invernal.
Ahora la nieve me fastidia con su blanco que cae en ráfagas lastimando las retinas, pero hay que acostumbrarse.
Mamá había depositado toda su fe en la dirección y teléfono que metió en esa maleta de esperanzas que me echó a cuestas.
—Memoriza esos datos. Cuídalos con tu vida.
—Pero ¿quién es ella?
—Una amiga de la infancia. Ella te recibirá.
Rosa Liliana López Ñáñez, yaracuyana en su antigua vida, viuda y socialité estadounidense, ahora es conocida como Mrs. Rose Lilian Smith, o como su pretendida humildad señala, simplemente Rose. Mamá debió olvidar o no entendió que ese cambio en el nombre de su amiga obedecía a una nueva personalidad atemperada en los aires de esta tierra, pues Rose aparecía con su antiguo apelativo en la dirección que me entregó. De hecho, los días previos a mi llegada, mientras hablaba con ella por teléfono o nos texteábamos, se limitaba a responder con unos ok, good, fine, of course, tan fríos que pensé que el recibimiento augurado por mamá caería en saco roto. Se lo hice saber apenas la vislumbré en la entrada del edificio cuando, sin dejar de sondear las palabras que salían de mi cuerpo aterido de frío, abrió la puerta con un hi cansado y poco entusiasta.
—You do not need speak Spanish… Please… It´s very confusing, and I forgot it.
Yo quería causar las menores molestias posibles, pero mi inglés era pésimo, escaso, casi inexistente; no estaba segura de poder satisfacer su pedido y así se lo dije.
—Patience, girl. You´ll learn, I´ll teach you.
Aunque sus estallidos son un eficaz aliciente para el rápido aprendizaje que ella auguraba, me es imposible seguir su ritmo. Consigo entenderla, sí, pero yo sólo puedo hilar cinco palabras antes de que mi lengua se trabe y termino diciendo lo que quiero en medio de gestos mudos. Estoy segura de que todo el que me observa tratando de unir algunos verbos con una marejada de señas y gesticulaciones me recuerda como un personaje cómico. No los recrimino, cada quien asimila el mutismo como desea. En mi caso fue un temblor suave, una sacudida silente, cuando aprecié el mutismo tormentoso de Rose frente a las hallacas.
Linda parece precisa en su tarea: limpia la hoja de cambur, aplasta y extiende la masa sobre ella hasta dejarla de un grosor fino, echa el guiso, lo adorna con algunas pasas, aros de cebolla y pimentón, dobla todo y luego lo amarra con un pábilo que sólo corta una vez que ha hilado doce cuadraditos perfectos. Ver en ejercicio la memoria de su experiencia me resulta hipnótico, sobre todo porque en casa mis manos siempre estuvieron guiadas por una torpeza trémula todas las veces que se disponían a decorar y envolver las hallacas. Algo que mamá trató de corregir, pero nunca pudo erradicar esa falta de precisión. Lo que sí consiguió, en cambio, fue enseñarme la meticulosidad que, al menos para ella, requiere el guiso familiar.
—A nuestras hallacas le echamos de todo… menos huevo… ni tomate… ni almendras.
Esto me lo decía con el tono de los paradigmas que no deben ser cuestionados. La verdad, lo entendí luego, la hallaca toma la identidad de cada región del país y, además, todas las familias ven en su guiso la promesa de una alquimia personal. En Barquisimeto, por ejemplo, mi tía reemplaza la carne de res por carne de chivo; en Margarita, tal vez queriendo estar más cerca del reino vegetal, se satura al pollo, el cerdo y la res con berenjenas; en Caracas, al probar el plato navideño en el comedor de la universidad, me encontré sobresaltada porque pensé que eran piedras las pepas de almendras que masticaban mis dientes. En Maturín, hogar natal de Linda, se suele agregar huevos cocidos y picante oriental. No contábamos con el último, pero Linda sancochó tres huevos y los repartió en el interior de seis hallacas.
—No soporto que ni siquiera una tenga un poquito de picante.
Más que verbalizar su nostalgia, escuché esas palabras como un reproche, y no quiero reproches de Linda porque me parten el corazón.
—Entonces vamos a echarle más pimienta.
Y no había terminado de decir aquello cuando ya tenía en mis manos el frasco de la pimienta negra que Rose guarda en la alacena. Ella sonrió con la idea, yo estaba feliz con esa sonrisa tan franca y dolorosa. Tan feliz, que me mantuve lela todo el tiempo mientras ella soltaba pizcas de pimienta y, al terminar, el frasco se me cayó de la repisa.
—¡Por Dios, que tonta soy! ¡Rose me va a Matar!
—…
—¡Ay!
—¿Qué pasó?
—Se me clavaron las astillas en el dedo.
—Déjame ver.
—¿Qué haces?
—…
Por uno, dos, tres segundos Linda chupó mi dedo y no fue extraño. Miento, sí fue extraño, pero de una extrañeza que debilita el cuerpo al punto de necesitar apoyo para sostenerse. Sin embargo, mi mano se encontró con otro pedazo de vidrio cuando buscó auxilio en el suelo.
—¡Ay!
El tiempo, evidentemente, había hecho estragos en nosotras y el sopor del cansancio ya nos pesaba sobre la espalda. Si bien Linda llegó a casa alrededor de la una de la tarde, no fue sino hasta pasadas las ocho de la noche cuando las primeras hallacas dejaron de flotar en el agua hirviendo para reposar verticalmente en un colador dentro del fregadero. Creo que aún nos faltó planeación y quizás una mayor pericia con la receta. A pesar de ello, la fatiga pareció difuminarse por un instante durante los minutos en que admirábamos cómo el pábilo y las hojas hinchadas se abrían para mostrarnos el brillo mantecoso del onoto irremediablemente unido a la masa y a un olor que había acompañado nuestros primeros latidos sobre esta tierra.
No eran del todo rectangulares ni cuadradas, además el relieve de la masa era irregular, pero las hallacas guardaban ese sabor a Navidad anticipada, a Año Nuevo familiar. En casa, mamá solía repetir la tesis que escuchó de Armando Scannone, el sumo sacerdote de la cocina venezolana, quien decía que la hallaca, más que un plato, es un sentimiento colectivo. Una afirmación arriesgada pero valedera, pues como cualquier otro sentimiento, este es capaz de franquear la más remota lejanía, hacer una tregua con el indetenible tiempo y sacar a la memoria de su posible letargo. Tal vez por eso Linda sonrió electrizada por el picante al probar el primer bocado de ese sentimiento humeante y que tanto trabajo, e incluso sangre, nos costó.
Me imaginé a mí misma como una niña aprendiendo a usar tenedores, ya que las venditas en mis dedos —o, mejor dicho, las heridas en mis dedos— hacían incómodo y doloroso sostenerlo de forma adecuada. Así que agarré el tenedor como si estuviese a punto de clavárselo a alguien en el ojo, pero eso no evitó las punzadas que sentí al llevarme cada trocito a la boca. Por suerte, Linda vino en mi auxilio y me dio de comer de sus hallacas. Primero tosí con la que tenía pimienta; ya en la segunda pude distinguir el sabor y la textura del huevo cocido. La verdad fue una experiencia agradable.
De las veinte hallacas nos comimos ocho. Estábamos a reventar. Linda se llevaría las doce restantes a su habitación para que pudiésemos comerlas en los días venideros debido a que Rose, casi sobra decirlo, no quería ver ni un solo vestigio de aquello en su casa. Con todo, vi que Linda apartó dos hallacas en uno de sus platos de plástico al tiempo que escribía una nota, de la cual sólo atiné a descifrar la palabra sabrosa. Supuse que sería un obsequio que quería compartir con algún conocido y así me lo dejó saber con otra de sus sonrisas.
—Es para una amiga.
El sonido de las llaves en la puerta me crispó los nervios. Si bien ya eran más de las once, confiaba en que Rose llegaría a casa en la madrugada. Linda quiso pasar al baño antes de irse. Yo la esperaba en la sala. Rose, medio borracha, me increpó apenas descubrió mi figura echada sobre su sofá con la panza al aire y todavía jadeando por el hartazgo reciente.
—Oh, I´m sorry for interrupt your vacation, I thought this was my house.
También dijo que se fue temprano de casa de Marianne porque el hijo universitario de ella había regresado de sorpresa a casa, que ni siquiera probó el pavo y que terminó la velada en un restaurante cantonés comiendo fideos y bebiendo cerveza. Linda apareció mientras se descalzaba. Yo me lancé hacia ella y la saqué del apartamento antes de que Rose nos desollara a ambas. No pude dejar de oír sus gruñidos cuando grité que la acompañaría abajo y que regresaría en un minuto.
Por un instante pensé que me quedaría sin techo esa misma noche y que debía irme con Linda, pues ya imaginaba a Rose estallando sobre mí. Le sugerí esta idea mientras bajábamos en el ascensor, pero ella me miró confundida. Tuve sus ojos silenciosos atravesados en la garganta hasta que llegamos a la puerta del edificio y esperamos a su Uber, y entonces el miedo, que nunca nos desampara, se hizo presente en la ahora fingida sonrisa de Linda.
Lo supe desde que se despidió con un goodbye. No, lo supe desde que se vistió de silencio en el ascensor. Jamás volvería a verla. La espesa verdad del silencio es un lenguaje universal. ¿De qué vale recordar mi verborrea inusitada deseando que ella dijera al menos una palabra? Ah, pero sí la dijo, al final de todo dijo goodbye desde el carro a punto de partir.
El dolor en las manos fue lo que me devolvió al apartamento. De todo el tiempo que pasé ahí parada recreando cada momento del día, el frío de la nevada se había metido en mis heridas.
Tuve la extraña esperanza de que Rose me gritara y me golpeara con sus amenazas de siempre para olvidar mis emociones, pero ni siquiera en el apartamento el silencio me abandonaba. Rose permanecía sentada con un mutismo pasmoso en la cocina devorando las hallacas que Linda, lo comprendí al distinguir la nota sobre sus piernas, le había dejado. En vano me acerqué, pues ella sólo fijó sus ojos en mí cuando probó el último bocado. Fue una mirada honda y, claro, llena de silencio hasta que se sobresaltó al apreciar mis dedos.
—Querida, ¿qué te pasó en las manos?
—…
—¡Y mira cómo estás temblando!
No acerté a descubrirlo hasta que regresó corriendo del baño con su botiquín de emergencias y tenía ya rato reprendiéndome por ser tan descuidada mientras pasaba el algodón saturado de yodo por mis falanges.
—Rose… tú… estás… hablando…
—Por supuesto que estoy hablando, querida. Yo siempre hablo.
Tercer lugar del XIX Premio de Cuento Julio Garmendia de la Policlínica Metropolitana