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Lema de los Boy scouts.
Mi madre tiene dos meses de embarazo. Acaricia su vientre apenas hinchado, lee fragmentos del Manual de Supervivencia del Cuerpo de Marines de los Estados Unidos de América.
(“No construyas tu refugio bajo un árbol sin antes revisar que no tenga ramas resecas que puedan caer sobre ti, hijo”).
Dispone en mi cuarto cuentos para niños, cuadernos para colorear y entre las páginas esconde fotocopias con esquemas de las partes de pistolas y subfusiles. Las distintas piezas flotando en el aire en una explosión inmovilizada.
(“Esto de acá es una corredera, Antonio. Esto de acá, un percutor”).
Paseamos por el bosque y me cuenta acerca de los colapsos sociales, de meteoritos que podrían caer del cielo y hundir continentes, de pandemias y ataques nucleares. Me entrega una pistola obtenida ilegalmente. Practicamos al tiro con latas de atún y sucias botellas de Coca Cola.
(“Solo empuja el gatillo suavemente, cariño”).
Viajamos en avión y yo creo que vamos a Disneyland. Traqueteamos en un viejo jeep con barbudos hombres armados, entre pinos centenarios y retazos de bruma. En un campamento aprendo a montar y desmontar un M16. Cuando lo hago en menos de un minuto me vendan los ojos y me ordenan hacerlo otra vez.
(“¡ Very good, Tony!”).
Mi madre me entrega un nuevo pasaporte. Tengo 15 años pero allí pone 18. Primera vez que viajo solo. Paso mis dulces 16 en una selva centroamericana. Aprendo que puedes comer mierda de cabras, que hay sanguijuelas del tamaño de filetes de ternera, que existen mosquitos capaces de levantar ratas al vuelo.
(“Vivirás una experiencia educativa, Marco Antonio”).
Vuelvo harto de todo. Vuelvo con ganas de matar a mamá.
Me esperan mis abuelos en el aeropuerto. Mi abuela no para de llorar. Mi abuelo me mira espantado y dice:
—Tenemos que hablar de tu mamá, Tonino.
—¿Le pasó algo?
—Es que está enferma.
Los ojos rojos de mi abuela. Mi abuelo se lleva el índice a la frente.
—No está muy bien de acá —murmura.
***
La chica busca sus zapatos bajo la cama. La espalda desnuda, cubierta de pecas.
Descubre el hacha y el machete y el cuchillo. Los treinta metros de cuerda. Los medicamentos y las comidas enlatadas. Las dos pistolas y el subfusil.
Me mira con los ojos desorbitados.
—¿Qué coño es todo esto? —exclama.
***
La gente podría convertirse en zombis, Antonio.
—¡Por favor, mamá!
—¿Y por qué no?
—Los zombis no existen, mamá.
—En Haití los ves hasta en las zapaterías.
—Okey, pero no son como las películas.
—¿Ah, no?
—Claro que no.
—¿Y cómo lo sabes?
—Lo vi en un documental.
—Un documental.
—Sí, mamá, un documental.
—Nadie va a hacer un documental de los zombis, hijo mío.
—Sí lo hicieron. Era una cosa seria, de la Nat Geo y tal.
—¿La Nat Geo? Eso pertenece a un conglomerado. A una parte de los poderes fácticos. No se puede confiar en ese cuento, cariño.
—Era un documental serio, mamá. En Haití.
—En Haití, ¿ah?
—Sí, mamá. Explicaban que los zombis son una cosa del vudú, que es una creencia religiosa de Haití.
—Por favor…
—Es en serio, mamá. Un zombi es una persona a la que un sacerdote vudú ha dado una droga.
—Una droga, sí.
—Sí, una droga, mamá. Una toxina que sacan del pez globo.
—¿Y entonces?
—Entonces la persona queda primero en un estado como un coma, profundo. Los signos vitales son tan débiles que parece que estuviera muerto.
—Solo parece, ¿no?
—Sí, mamá. Y después la persona sale de ese estado y es susceptible a ser manipulada por el sacerdote… por el tipo que le dio la droga.
—¿“Susceptible a ser manipulada”?
—Eso lo dijeron en el documental, mamá.
—Bueno, eso es solo un cuento pero me alegra que uses el lenguaje de esa forma, cariño.
—Es en serio, mamá.
—Sé que así lo crees, Antonio.
—No lo creo, mamá, es la verdad. Lo pusieron en el documental. Los zombis no es gente muerta y medio podrida que anda comiendo cerebros por allí después de que bañan a los cementerios con radiación…
—Yo nunca he dicho nada sobre cadáveres bañados en radiación, hijo.
—No existen. Son personas comunes y corrientes con una condición químicamente inducida, mamá.
—¿“Químicamente inducida”?
—¡Eso lo dijeron en el documental, mamá!
—Hijo, de nuevo te felicito por un vocabulario tan avanzado para un niño de tu edad, pero…
—¡Los zombis no existen, mamá!
—Déjame terminar. Pero… peeeeeero… no puedes confiar en nada, hijo, óyeme bien, nada que salga por una pantalla de televisión. Los medios son canales de información controlados por los sistemas de poder y por tanto debes desconfiar de todo, ¿me oyes?, de todo lo que se transmita por allí.
—¡Los zombis no existen, mamá!
—Hijo, puede que sí, puede que no, pero si alguna vez una horda de esos bichos entran por la puerta, espero que te sepas algo mejor que “químicamente inducida”.
***
De noche puedo escuchar a los abuelos conversando en la sala.
Huele a naftalina. Las paredes están tapizadas con un papel de flores de lis como enormes mariposas aplastadas.
Han enmarcado un puzle de quinientas piezas con el puerto de Capri, un póster del Mundial del 82 con Rossi, el bambino de oro, sosteniendo la copa triunfal.
—Mi niño —gime mi abuela—. ¡Qué flaquito estaba!
—¡Me lo vas a decir!
—Pero ¡qué estaría pensando Úrsula, Dios mío!
—Loca, completamente loca.
—¡Lo mandó a Honduras, Sandro!
—Lo sé.
—¡A un curso de supervivencia, Dios mío!
—Lo sé. Lo sé.
—¡15 años y lo montó solo en un avión y lo mandó a un curso con mercenarios! ¿Sabes todo lo que pudo haberle pasado a mi niño? ¡Pero qué estaría pensando Úrsula, Sandro!
—¡No querrías saberlo!
—¿Y no te dijo nada?
—Me dijo que había hablado con el abogado y que tenían un sanatorio y todo. ¡Aquel despelote y ella tan tranquila, coño!
—¿Solo eso?
—Bueno, estaba muy agradecida de que la sacara de la delegación, pero se molestó porque no le había llevado una muda de ropa, ¿te lo puedes creer?
—Ay, Dios mío.
—Bueno, al menos estaba clara que era eso o la cárcel. Que no había otra opción.
—Ay, Sandro.
—Le pagué una fortuna al funcionario. Al de la Fiscalía…
Me quedo dormido.
Sueño con explosiones nucleares como fosforescentes árboles gigantes. Sueño con mi madre a la orilla de un calmo mar.
***
La señora nos espera en la puerta. Señala con asco al sótano.
Echamos un vistazo. La pared del fondo está infestada. Veo cantidad de hembras con ootecas en los lomos. Hilos de huevos como los cubículos de una oficina microscópica.
Está mal, pero he visto peores.
Le explico la situación al cliente. Aplicaremos el químico, esperaremos una semana, aplicaremos el químico de nuevo.
—¿Dos veces? —protesta la mujer, los labios como almohadas arrugadas—. ¡Eso es para cobrarme más!
—Están en pleno ciclo de reproducción, señora. La primera rociada acabará con los adultos y la segunda con las crías.
—¡Qué espanto!
Me encojo de hombros. ¿Qué puedo decir? Son cucarachas.
—Bueno, proceda.
Bajamos con el equipo. Ajusto el aspersor, acomodo lentes y mascarillas.
—¿Sabías que las cucarachas pueden resistir una bomba atómica? —me dice Del Rey.
Es nuevo. Todos los nuevos dicen lo mismo.
—¡Qué mal para ellas que no trajimos una! —le respondo.
Y aprieto el gatillo.
***
Son buenos tiempos para la industria de la exterminación.
Parece que todo se enmohece y se pudre. Las casas y los edificios se llenan de esquinas oscuras y espacios cerrados. Generaciones de bichos surgen, son masacradas, vuelven a surgir. Cada día efectúo uno o dos genocidios.
Las cucarachas se reproducen en grandes cantidades. También las ratas, las avispas, las moscas azules, las lombrices, las termitas.
Soy un jinete del apocalipsis de las especies inferiores.
Un Shiva de pacotilla, un Jehová de cuarta.
***
Viajamos en el LTD de mi abuelo. Es un carro enorme que parece una nave espacial. Nuestras travesías son viajes exploratorios que no encuentran planetas capaces de sustentarnos.
Visitamos bachilleratos y secundarias. Las entrevistas llegan a puntos muertos cuando me piden certificados de notas o evaluaciones de mis conocimientos formales.
Mi abuelo descubre, escandalizado, fragmentos de la “educación especializada” que he recibido con mi madre. Mis distorsionadas capacidades sociales.
—¿Sabes resolver polinomios, Antonio?
Puedo hacer fuego con dos palos, efectuar una traqueotomía con una navaja.
—¿En qué consistieron las Guerra Médicas?
Puedo hacer un puente para encender un auto, manejar una radio de onda corta.
—¿Qué es un sustantivo?
Puedo identificar a Casiopea en la bóveda celeste, elaborar una brújula con una hoja en un charco.
Pasan un par de semanas. Exploramos las opciones más desesperadas, los extrarradios del sistema educativo. Institutos para jóvenes problemáticos, parasistemas para cesantes crónicos. El director de la Unidad Educativa Suarez Luján dice:
—Es que el año escolar ya está muy avanzado, Sr. Sensini.
Mi abuelo me pide que los disculpe un momento. Antes de cerrar la puerta lo veo sacar la libreta de cheques.
Al día siguiente me encuentro recibiendo una clase de Estadística. El profesor parece hablar una lengua extranjera. Escribe en el pizarrón cifras dictadas por espíritus invisibles.
En el patio de recreo descubro que soy el más bajo de la clase. Un muchacho con las mejillas acribilladas por el acné y los dientes de enfrente separados me explica los ritos iniciáticos.
—¿Ves ese pipote? —señala.
Cuando la niebla roja se disuelve el tipo está de bruces sobre el piso. Un dedo roto. Uno de los dientes separados, ahora definitivamente fuera de su boca, gira como un trompo de marfil sobre el cemento sucio.
—¿Qué hiciste? —me pregunta mi abuelo cuando viene a buscarme a la Dirección.
—Krav maga.
—¿Ah?
—Es un sistema de defensa personal israelí.
—Ay, coño.
Mi abuelo rellena otro cheque.
***
Un ruido blanco de medias verdades y ficciones biográficas flota a mí alrededor cuando compro el pan, en la parada del bus, cuando me corto el pelo.
Mi padre es un espía comunista / mi madre es una mujer del narco / mi abuelo es un capo de la mafia / me sacaron de un retén de menores / varios muertos pesan sobre mis jóvenes hombros.
A mi abuela los rumores la desesperan. Mi abuelo dice que existen preocupaciones mayores.
Yo lo dejo correr. Las chicas malas del barrio me miran con miedo e interés. Se alisan el pelo de mechones verdes cuando paso. Me muestran piernas con tatuajes en los tobillos.
La verdad es que mi madre está en un manicomio. La verdad es que nunca he sabido quién es mi padre.
La verdad es que estoy preparado para el fin del mundo.
***
—Solo quiero tenerlo cerca por si la cosa se descontrola —me dice el cliente.
Es un chalet en las afueras. Jardín con césped chino, naranjos y limoneros. Tras la pared de ladrillos una fracción de la piscina.
El cliente lleva una bata de toalla a rayas. Manchas de mostaza en las mangas. El pantalón de un pijama de seda, sucias pantuflas verdes. Ojeras. Mejillas sin afeitar y el cabello peinado con los dedos, intentando cubrir la calva.
La sala está desordenada. Un cartón de pizza abierto. Una lata de cerveza sobre un isósceles de mozzarella y pepperoni.
Dos mujeres se besan en la pantalla del televisor. En la piscina flotan una serpiente marina de caucho y una botella de chardonnay.
Señala un viejo árbol al borde de la valla trasera. Un avispero enorme como un gigantesco cerebro gris, una nube eléctrica de véspidos a su alrededor.
—Solo quiero tenerlo cerca por si la cosa se descontrola —repite el hombre.
Si me lo preguntas debió llamarme hace años.
—El precio no importa —musita.
El hombre sostiene un espray de laca para el cabello. Del bolsillo de la bata extrae un Zippo de colección. “Bon Jovi” en letras labradas sobre el acero inoxidable.
—Eso que quiere hacer reviste cierto peligro —le informo con suavidad.
El cliente se acerca al avispero. Levanta el espray, prende el encendedor. La llama baila frente a la boca del aerosol.
Un extendido bostezo de fuego.
Avispas que continúan su vuelo envueltas en minúsculas llamas.
***
A la chica le asombra lo parco del mobiliario. El amplio espacio casi desierto. Un sofá negro, una mesa de madera y dos sillas plegables, el poster de Bruce Lee.
—¿Te acabas de mudar?
Todo lo que necesito en caso de una contingencia está empacado en un bolso. Detrás del retrete hay una pistola, otra más en la alacena de la cocina.
—Sí —contesto.
Fumamos un porro en mi cuarto. Señala la foto de mis abuelos.
—¿Tus padres? —pregunta.
Sobre su hombro se superponen la cinta del vestido y la liga negra del sostén.
—Sí —respondo.
***
—¿Te da miedo?
—Sí, claro que me da miedo. ¿Te vas a morir tú? ¿Los nonos?
—Bueno, en algún momento todos nos tenemos que morir, cariño, pero eso no tiene que ver con lo que estamos hablando.
—Pero bueno, mamá, ¿no me estás diciendo que el mundo se va a acabar?
—Sí.
—¡Entonces nos vamos a morir!
—No necesariamente, hijo.
—¿Y entonces? ¿Qué pasa si cae un meteorito y lo escacharra todo?
—¿Escacharra? ¿Qué palabra es esa, Antonio?
—Me la dijeron en el cole.
—Hmm…
—¿Qué? Llega el meteorito y se acabó todo, mamá, nos morimos…
—No necesariamente. Si te encuentras lejos del punto de impacto, si tienes suficientes provisiones y, sobre todo, si estás bien preparado, puedes sobrevivir a los cambios climáticos, al caos posterior…
—¿Qué?
—¿No has entendido nada de lo que he dicho?
—¿Qué es un “punto de impacto”?
—Ay, hijo, ¿sabes lo que es “escacharrado” y no sabes lo que es un “punto de impacto”?
—No.
—¿Qué te enseñan en la escuela? Desde luego no lo pertinente.
—¿Lo que?
—Lo que importa, lo que es necesario. Pertinente. En fin, el lugar de impacto es el sitio donde cae el meteorito.
—Aah.
—Si no estás allí, no quedas… escacharrado.
—Aah.
—Además, un impacto de esas características produciría cambios climáticos. Levantaría una enorme nube de polvo o, de ocurrir en el mar, un tsunami.
—Ay, mamá, ¿qué es un tsunami?
—Una ola enorme, mi amor.
—¿Ves? ¡Nos vamos a morir todos!
—¡Que no, cariño! Mira, si estás lejos del lugar de impacto, sobrevives. Si te encuentras ubicado en un sitio alto, en una montaña, la gran ola no te alcanza. Si sabes cazar y tienes provisiones, puedes mantenerte con vida hasta que la nube se disuelva… En fin, cariño, debes pre-pa-rar-te. Si no, te pasa como a los dinosaurios.
—¿Se murieron todos?
—¡Los escacharró un meteorito! ¡Ja ja ja!
—No es gracioso, mamá. Los dinosaurios eran enormes, superfuertes. Y no pudieron contra el meteorito…
—No estaban preparados, cariño.
—Ay, mamá, nos vamos a morir.
—Que no, Antonio. No te va a pasar nada.
—Pero si se acaba el mundo…
—Yo estaré a tu lado, cariño.
—Ay, mamá…
—Y nada, hijo, nada te va a pasar…
De la edición de Círculo Amarillo, 2025