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el lápiz del reportero vuela rápido sobre las cuartillas;
Hoy parece lunes.
Parece lunes porque ayer sentí el sopor de los domingos. En la tarde llovió y me trajeron a la habitación pan dulce y chocolate caliente de merienda. La mujer de pelo púrpura se quedó conmigo hasta que terminé. Sus ojos me recuerdan a un mapa topográfico, de esos que cuelgan en la pared del salón de clases; en lo blanco le brotan carnosidades húmedas y finas venas que se extienden como ríos. Yo comí lento, sin hablar ni distraerme, saboreando cada trago y bocado, recogiendo con la yema del índice las boronas y el azúcar desperdigadas en la bandejita plástica y estampándolos después en la punta de mi lengua. Cada momento en que levanté la vista me encontré con su mirada en relieve.
Desde aquí escucho los sonidos de la semana que comienza; la pereza de los pies que se arrastran por el pasillo; el chirriar de los carritos de lavandería y limpieza; pitos, campanas, anuncios ininteligibles por el altoparlante; el teléfono de la recepcionista a pocos metros de mi habitación (mi puerta queda justo en el rabillo de su ojo); la tos seca del policía apostado en el pasillo. En las mañanas de los lunes el enfermero del piso pasa por mi cuarto a actualizar las dosis y recetas de mi expediente, exhibido dentro de una montura acrílica pegada a la puerta. Él es joven y musculoso, su dentadura blanquísima contrasta con el color de su piel. Tiene el pelo muy corto a los lados y usa brillantina en el mechón del centro para aplacarlo hacia atrás. Está siempre sonriendo y eso me molesta. Creo que se burla de mí, que disfruta las cosas que a mí me mortifican, en especial cuando me saca a la fuerza de mi habitación. La última vez que me llevó al despacho del doctor O’Malley iba silbando y tarareando una canción durante el trayecto, incluso en el elevador que es muy pequeño y donde la falta de espacio me incomoda. Quedamos tan juntos que podía sentir el olor de su loción y su aliento tibio se estrellaba contra la piel de mi cara con la intensidad de cada nota musical. Fue asqueroso. Me preguntó si reconocía la melodía y negué con la cabeza. La verdad es que no me importaba saber. Al salir del elevador por poco me alegré de estar cerca del consultorio, si no fuera porque no me gusta ser interrogado por el doctor O’Malley. En cada cita repite las mismas preguntas con un tono condescendiente que me irrita. Yo intento responderlas con tranquilidad, mantenerme ecuánime, pero hay veces que se me hace muy difícil la tarea. Ese día, sin embargo, logré conservar la calma durante la sesión y hasta fui amable. Pedí un vaso de agua (me despierto con mucha sed) y me reí de la broma sobre los pajarracos que suele hacer para tantear mi humor. Durante la entrevista el doctor me miró con gesto ambiguo —que bien podría pasar por atención o aburrimiento— y casi no parpadeó. Al final de la consulta, cuando iba de salida, de reojo lo vi aflojarse el nudo de la corbata mientras tomaba notas presurosas en las hojas resguardadas por la carpeta amarilla que lleva mi nombre. En fin, creo que la visita del enfermero reafirma que hoy es lunes.
Hace algunos días, cuando vino la señorita Ritter, no supe qué día de la semana era. Esa tarde tenía iluminación de viernes pero, en el fondo, la desesperanza de un miércoles. Lo cierto es que, como de costumbre, me trajo un paquete envuelto en papel de estraza. Suele entregármelo al llegar y yo lo coloco en la mesilla de noche, tratando de demostrar agradecimiento y un dejo de indiferencia a la vez. No quiero que piense que lo importante de su visita es el regalo. Luego, le dedico a ella mi entera atención: miramos el jardín por la ventana, donde los otros caminan por la pista, pasean por el camino empedrado o se sientan en los bancos bajo la sombra de los árboles, buscando refugio del sol o quizás de ellos mismos; me observa mientras reordeno los figurines en el alféizar, yo me guío por su mirada para saber qué piensa; leemos, ella en el sillón de la esquina y yo sentado al borde de la cama. Compartir nuestros silencios es maravilloso. Su visita dura siempre lo mismo e intuyo cuando llega a su fin porque interrumpe de golpe lo que esté haciendo para ojear el reloj en su muñeca y recoger la bolsa al mismo tiempo. Desde el umbral conecto con sus ojos de gato, magnificados por el espesor de las gafas, y con un gesto imperceptible nos despedimos. No sé cuándo volverá, solo sé que seguirá viniendo.
Durante su última visita nuestra dinámica fue diferente. Al entregarme el paquete envuelto en papel de estraza me instó a que lo abriera. No supe qué hacer, así que lo tomé y caminé hacia el sillón de la esquina, me senté con las piernas muy juntas y lo puse sobre mis rodillas. Busqué su rostro para más instrucciones y me urgió a destaparlo de inmediato. Desaté la cabuya amarrada en cruz y, con cuidado, despegué los bordes (yo suelo guardar el papel de cada uno de sus paquetes). Me sorprendió con un cuadernillo negro de piel; de páginas suaves, ligeramente amarillas y a rayas; de esquinas redondeadas, cierre elástico y su propia cinta marcapáginas. Además, había una pluma plateada de tinta azul con la que ahora escribo. Mi primer instinto fue mirar hacia el cristal de la puerta principal, pues la pluma podría ser un objeto prohibido; pero ella puso su mano sobre mi brazo de manera tranquilizadora. El contacto físico me sorprendió más que el regalo, así que me quedé muy quieto sintiendo su piel sobre la mía. Dijo algo y tuve que pedirle que lo repitiera porque me impactó tanto el sonido de su voz que no presté atención a las palabras.
Al día siguiente de su visita —o quizás un par de días después, no estoy seguro—, le pedí a la mujer de pelo púrpura ver al supervisor, quien pasó en la tarde por mi habitación. Cuando le solicité permiso para usar mi cuaderno y la pluma pensé que las arrancaría de mis manos y se largaría. Tras echarme un vistazo desafiante salió de la habitación y regresó un rato después para decirme que el doctor O’Malley había aprobado que me quedara con el cuaderno y la pluma. En el espectro de los sentimientos positivos, creo que me sentí feliz; como si una nueva dimensión se hubiera abierto, miles de oportunidades estuvieran a punto de surgir y yo supongo que eso es la felicidad.
Durante varias noches pensé sobre qué debería escribir. Acariciaba la tapa y repasaba las hojas, una por una, imaginándolas llenas de garabatos interesantes e ideas grandiosas; me generaba ansiedad dañar estas páginas con mi caligrafía vacía, con cosas sin sentido; y lo que es peor, me asaltaba el miedo a que se quedaran en blanco por siempre, esperando en vano que algo maravilloso saliera de mí. La señorita Ritter dijo, Úsalo bien, y tengo esa responsabilidad sobre mis hombros, no le puedo fallar. Hoy me desperté pensando que parece lunes y los lunes son para empezar algo. Voy a plasmar lo que pasa por mi cabeza cuando se despeja. Voy a contarte todo lo que hasta ahora ha llenado nuestros silencios.
De la edición del Foro/taller Sagitario Ediciones (2019)
Premio Sagitario Ediciones de Novela Corta 2019