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A de Agua
I
Ver a mi hijo a punto de ahogarse en el cloro azul de la piscina me llevó a convertirme en instructora de supervivencia y afines. Sus manos alzadas, su nariz tratando de salir del agua mientras yo corría apartando niños, madres y pelotas. Gritaba en mi lengua, pero nadie me entendía. Nadie se inmuta al ver a una madre gritando en la piscina, además. A eso van las madres —creen algunos— a gritar y a que los niños no les presten atención. Todos en una piscina gritan, en todo caso. Por lo demás: ¿qué es eso de gritar en una lengua extranjera?, ¿es que acaso estos extranjeros nunca aprenderán a hablar la lengua local? El salvavidas se estiraba en una silla de extensión: más que un salvavidas parecía uno de esos turistas eslavos que llegaban en verano a la isla de Margarita, en el Caribe venezolano. Se desplegaba como quien está pasando una resaca de coca y ron bajo el sol de un Caribe más barato. Despreocupado como un carpintero holandés gastando sus ahorros en un paquete turístico soleado, mientras yo corría y gritaba y trataba de salvar a mi hijo.
II
En vista de que las clases de natación ya habían comenzado hacía algunas semanas y no se sabía a ciencia cierta si se abriría otra tanda, me dije a mí misma: yo les enseño. Así, convertida en esa Sarah Connor de una de las secuelas de Terminator —ésa en la que ella se vuelve un soldado programado para matar y entrena a su retoño en consecuencia— me convertí en instructora de nado y supervivencia. Mi niña ya sabía un poco, pero mejoró muchísimo. Mi hijo flotó y pataleó como el que más. Todas las tardes, en las aguas más azules de lo profundo, lanzaba a mis hijos para que tratasen de mantenerse a flote. Me recrudecí, di órdenes: ¡aquí nadie se ahoga, coño! Cero flotadores: aquí hay que defenderse, ¡carajo! El sol nos achicharró, los músculos nos brotaron como tallos furiosos. Ya poco me importó pasearme por los alrededores de la piscina con un bikini poco maternal pues las carnes se me apretujaron y ya no saltaban. En realidad ya poco me importó el bikini en sí mismo, ni los kilos, ni las miradas, ni las carnes duras o blandas, ni las pelotas, ni los flotadores, ni las frutas, ni las papas fritas, ni los protectores solares. Yo no estaba allí para esas nimiedades, sino para entrenar.
Máquinas de nado y supervivencia llenas de músculos achicharrados, eso fuimos.
III
Pero no hay que cantar victoria, mucho menos si se trata de ríos con corriente. Y por perseguir un sueco de plástico, a mi niña se la llevó la corriente de uno de los afluentes del río Jordán. Estábamos en la orilla, metiendo los pies solamente, asombrados por la fuerza del río y el tráfico pesado de kayaks. No pensábamos siquiera entrar en la violencia helada de aquellas aguas. De pronto alguien gritó: “se le fue un sueco” y cuando volteé a mirar también se había ido ella, tratando de recuperarlo. Correr, gritar, llorar, mirar su cabecita siempre afuera, como cuando la lanzaba en lo profundo de la piscina para que se defendiera, para que se mantuviese a flote. Gritar, correr, llorar, hasta que el agua estuvo a punto de taparme. Mirar los kayaks a gran velocidad pasando al lado de su cabecita. “Agárrenla”, rugí en mi idioma: sólo se tiene una lengua para expresar el pavor. Gritar, correr, llorar hasta estar casi segura de que el agua me llevaría a mí también. “Agárrenla”, lloré: el pavor está tejido por los hilos de una gramática universal. Entonces alguien desmadejó esos hilos y se lanzó desde la canoa en la que iba y luchó en contra de esa corriente—monstruo— acuático y subió a mi niña al bote y me la trajo. Todo ocurriendo ante mis ojos, sin puntos ni comas, sólo conjunciones rápidas como aquellas aguas friísimas. Yo, que estaba a punto de irme también con la corriente.
Las madres nunca gritan en vano en los ríos caudalosos.
IV
Miedos expandidos por el agua. Plantas de los pies llenas de morados. Todo el cuerpo adolorido. ¿Músculos? ¡Las pelotas! Más clases de supervivencia.
El mundo da vueltas rápidamente, se encoge, es un pañuelo. Lo que está aquí, también está allá. Lo mío ya no es tan mío. Lo de los otros, me lo apropio. Puedo comer el mismo yogur aquí y en Buenos Aires. Sigo viendo mi serie favorita en Caracas y en Tel-Aviv. Todo eso se ha repetido hasta la saciedad. Pero hay pequeños reductos de resistencia. Lugares a los que la velocidad del mundo no afecta, ni los hilos inalámbricos que unen esto con aquello, ni la moda traducida a cualquier lengua. Si acaso existe todavía algún purista de la cultura que crea que hablo de lugares positivos, pequeños templos de lo autóctono, maravillosas células de resistencia cultural, se equivoca. Siento defraudarlos. Me refiero más bien a lugares regidos por fanatismos a los que tanto bien les haría una buena embestida globalizada: una Shakira rabiosa meneando las caderas, o la repetición de todas las temporadas de la última serie televisiva de moda. Atravieso uno de esos lugares cada vez que voy a la universidad en Jerusalén. De pronto es como si el autobús entrara en otro espacio temporal, en otra era, un triángulo de las bermudas de la historia. La gente que camina por las calles va vestida de negro, con trajes que parecen rescatados de los armarios de la primera guerra mundial. Las mujeres son las que más me impresionan: sombreritos oscurecidos, medias pantys sombrías, zapatos de los años veinte, caras lánguidas sin una gota de maquillaje, chaquetas y blusas muy tapadas. Faldas largas y pesadas como un viejo telón de teatro. La indumentaria es la misma, así en invierno como en este verano ardiente. El calor carcome las paredes de piedra de los edificios céntricos, casi las veo volverse polvo ante mis ojos, pero aquellas mujeres siempre van incólumes, dignas, apenas sofocadas. Sólo una fe infinita puede aislar a un ser humano de la inclemencia de los rayos solares; solo un fanatismo acérrimo puede desentenderlo de los rigores del clima y de las estaciones.
Siempre van arrastrando cochecitos, esas mujeres, o llevando varios niños en las manos. Incluso desde niñas, van cuidando a los hermanos menores. Chiquitas, suben a los autobuses con una cadeneta de hermanos menores en cada mano. Se quedan a cargo, mientras las madres pagan los pasajes. Dan instrucciones, limpian mocos, sientan a los más pequeños, se quedan sin puesto. Vuelan cuando el autobús da una vuelta brusca. Las madres no se dan cuenta, ocupadas con el bebé de turno que llevan en las piernas. Tal vez algún pasajero las ayude a no caer. Yo misma las ayudo a levantarse, las agarro por la muñeca frágil y extremadamente delgada de niña que apenas tiene nueve años, o tal vez ocho. Miro sus ojos de juguete. Niñas sin muñecas, que saben tanto de bebés, mocos y pañales.
Cruzan una calle muy vieja, aquellas mujeres, miran cosas en los bazares de piedra, arrastran bolsas llenas de comida. No importa lo rápido que pueda ir el mundo, ellas siempre van a contramano. Apenas estudian y se embarazan a cada rato. Se van llenando de hijos y de arrugas. Siempre deben llevar las cabezas cubiertas con lienzos o pañuelos, pero algunas se las cubren con pelucas. Como si el pelo sintético no fuera pelo. Como si una ficción de pelo no despertara pensamientos lascivos. Como si la ficción no fuera tan o más lujuriosa que la realidad.
Los hombres con bucles en las orejas y sobretodos negros siempre van ensombrerados. Cuando llueve cubren sus sombreros con bolsas plásticas transparentes y es como si llevaran una burbuja sobre la cabeza. Sus cabezas están dentro de burbujas. Una vez subió uno muy viejo al autobús en el que yo viajaba. Me arrimé para que se sentara a mi lado, era el único puesto libre que había. Me miró entonces con ojitos de cerdo furioso y gritó: “yo no me siento al lado de mujer”. Mejor para mí —pensé— que con ese sobretodo negro a 40 grados centígrados el señor debía estar exudando vapores de azufre.
Hay reductos, fortificaciones, enclaves a los que la mundialización de la cultura no ha llegado. Pero qué bueno sería que llegara una briznita de otra parte a sonrojarles las mejillas a estas señoras. Ojalá les fuera permitido encender la televisión para mirar una telenovela mexicana con su lloradera traducida. Un comercial de chocolates que les avivara la gula. Un concurso televisado de canto o baile que hiciera que estas señoras soñaran con otra cosa más allá del sumiso servicio a los hombres, el respeto a un dios innombrable y la crianza de los niños.
Un realityshow con escenas de sexo y llanto. Una computadora enchufada a Internet todo el día. Un reguetón bien escabroso para que esos señores entiendan que no tiene nada de malo sentarse al lado de una mujer en el autobús, que hay cosas más escandalosas que se cantan y se bailan públicamente.
El mundo da vueltas rápidamente y sin embargo los fanatismos se enclaustran, se enconchan, se acorazan, se emburbujan. Se protegen de toda mella, de toda mezcla, de todo quiebre. Refractan cualquier mestizaje. Les importa un pepino las desterritorializaciones y las reterritorializaciones. Se repelen y se odian los unos a los otros. Se cierran, se niegan a cualquier intercambio.
Desde la ventana del autobús en el que atravieso esas burbujas a veces veo sábanas bordadas a mano con un hueco muy redondo en un lugar estratégico, casi en el medio, y que ondean como banderas izadas en honor al comedimiento en los tendederos de la parquedad … Pero mejor no sigo: uno no debe convertirse en un fanático del antifanatismo, ya lo dijo el preclaro Amos Oz.
A principios de este verano a D. se le ocurrió la genial idea de poner un mapa de Maturín en la pared de nuestra cocina. ¡Maturín! ¡Por dios! —le dije— Ni siquiera la gente que vive allí pondría tal cosa en su cocina. Él se había antojado de comprar aquel mapa el verano pasado en nuestro último viaje a Venezuela. Una curiosidad, pensé, o el típico desperdicio de dinero en souvenires. A ningún venezolano —insistí— se le ocurriría la estrafalaria idea de poner un mapa de Maturín en la pared de la cocina. Que él no era venezolano —me contestó— y que había pensado que, ya que crecí en esa ciudad, me gustaría ver ese mapa. Pobre —pensé moviendo la cabeza reprobatoriamente— ¡en verdad que es extranjero!
Si no quité el mapa inmediatamente fue porque al tratar de despegarlo noté que la pintura de la pared se quedaba pegada en la cinta adhesiva y como no tenía planes de pintar luego, pues allí quedó hasta nuevo aviso, en esa esquina, cerca de la ventana y el mesón de la cocina, alumbrando todo con su fondo verde y sus rojas inscripciones. Verde, el mapa, algunas veces me llamaba, pero yo lo evitaba. Cada vez que iba a calentar el agua en la tetera eléctrica lo miraba de reojo. También mientras servía el nescafé en la taza o cuando le agregaba el agua hirviendo. Pero un día, mientras revolvía mi café, lo enfrenté directamente. Sin darme cuenta los ojos se me hundieron en él. En esas zonas sin nombre, sin carreteras, que llaman reservas naturales. En ese arañado fluvial. En esa vía al mar que quedó truncada por la malaria, los monos asesinos, las tarántulas, los mosquitos de la selva espesa, la pared vegetal, la burocracia, o qué se yo. Me hundí irremediablemente en ese verde. Pensé en Álvaro Mutis, en Joseph Conrad, en Rubi Guerra. Me acordé, incluso —y por qué no—, de Jhonny Depp comandando un barco pirata. Recordé a uno de mis personajes que sale desde Trinidad, atraviesa un pedacito del Caribe y entra a Venezuela por uno de esos ríos que desgarran esa selva pastosa. Un río de esos que llaman caños.
Zozobré en ese mapa. En las historias selváticas de mi padre, de cuando anduvo por esa zona sin nombre y sin carreteras; por esas corrientes que arrastraban troncos de árboles. Esas rolas de madera que en mi memoria venían desde Puerto España, pero vaya usted a saber de dónde venían realmente. Me perdí también en las historias siempre esquivas y contadas a medias de mi madre. Aquellas casas de arquitectura trinitaria que hoy han sido transformadas a fuerza de zinc en negocios de turcos y talleres mecánicos. Aquellos barcos que venían por el Río San Juan. Aquella gente que habitaba una ciudad llena de mosquitos, oscura, lluviosa, antes de saber que todo el subsuelo era un gran yacimiento petrolero. Aquella gente que la habita ahora, alumbrada por los mecheros que queman el gas natural que rodea al petróleo.
Las bocas de mis padres me hablaban desde ese mapa.
También las bocas de mis abuelos. Las bocas de personajes escuchados en conversaciones ajenas. Esas conversaciones atendidas y entendidas a medias que fueron una de las fascinaciones de mi infancia. Trampa-jaulas. Dulces de origen trinitario. Pájaros que se mueren de rabia. También pirañas, cachicamos, turpiales, serpientes y más pájaros. Pájaros sin nombre.
Entonces comencé a escribir una serie de cuentos oscuros sobre una Maturín que ni siquiera yo misma recuerdo. La Maturín que me habla desde ese mapa pegado en la pared de la cocina de mi casa en el Medio Oriente.
A veces escribo para recordar lugares, personas, cuentos que me contaron y que por razones que desconozco se quedaron en mi cabeza por años. Aunque mis cuentos no son autobiográficos, a veces escribo para recordar quién fui y de dónde era.
Tuve que agradecerle a D. ese mapa que ningún maturinés pondría jamás en su cocina. ¡En verdad que yo misma soy tan extranjera!
Del libro Abecedario del estío (Sudaquia Editores, 2018)
Un comentario en "Abecedario del estío (fragmento)"