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Cartas por si me pierdo

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I

CUADERNO ROJO: ¿DÓNDE ESTÁS?

——————————–

1

La despedida

Mamá querida,

Te escribo porque es la única manera que me queda para intentar estar contigo. Ya no me reconoces, y de nada sirve que te diga mi nombre.

Al llegar, te encuentro sentada en el sofá de brocado amarillo del salón formal de tu apartamento en Caracas. Tu cuerpo delgado y tus ojos hundidos de mirada cansada, que no me ven, me dan la bienvenida. El contraste entre la majestuosidad del espacio y tu vulnerabilidad me golpea, una mezcla de dolor y nostalgia se apodera de mí.

Paseamos poco a poco y el ritmo de nuestros pasos los marca una canción.

La manzana se pasea de la sala al comedor. No me piques con cuchillo, pícame con tenedor. Por picar una manzana, mi dedito me corté. Mi abuelita me ha curado con un beso y un pastel.

En épocas de papá, esta amplia sala, de piso de mármol, con grandes ventanales que miran hacia el Ávila, estaba prohibida para tus hijas. La excusa era simple, podíamos romper algún adorno y aquel salón debía mantener siempre su elegancia intacta. Solo cuando había visita, se nos permitía entrar.

Las niñas solo estábamos autorizadas a usar el salón de estar, que era más casual y tenía una biblioteca en la que se destacaba la Enciclopedia Británica —de tapa dura en cuero azul marino y rojo y letras doradas, con su característico aroma a tesoro de sabiduría— y en el cual se encontraba un televisor que papá nos permitía ver con horarios y programaciones muy restringidos. Salvo el perfume confortador de sus libros, a mí nunca me gustó el salón de estar. No tenía la luz de tu sala. No me importaba que no nos dejaran ver comiquitas. Nuestra vida transcurría en el comedor, la cocina y el área de servicio donde encendíamos a escondidas el televisor destinado para los empleados y así veíamos algo mejor: telenovelas.

Las tías siempre nos visitaban. Entonces, entrar a la sala ya no estaba prohibido. Una vez papá, al regresar más temprano de su trabajo, te encontró en ese espacio distinguido mientras todas tus hermanas lo llenaban de ruidosa alegría. Él quiso sacarlas alegando: «Ustedes son familia. Váyanse al salón de estar». Mi tía Teté lo retó con un: «Somos familia y somos visita». Papá guardó las formas y le hizo caso. Fue un triunfo para todas, el sofá amarillo era el preferido de las tías; era tu preferido, mamá.

Este penthouse hace ya muchos años dejó de ser mi hogar. Tú aún vives en él, pero también dejó de ser el tuyo. Tu apartamento era «lo máximo», el mejor de La Castellana. ¡Tenía una súper vista y varios pisos!», me comentó una amiga al recordar con afecto los días de colegio cuando iba a estudiar a nuestra casa. «¡Cómo es de cierto el dicho que el césped del vecino siempre es más verde!», pensé al esbozar una sonrisa cordial como única respuesta.

Estamos aquí, mamá, donde crecí y donde ahora a ti te llama la muerte. Con la canción La manzana… procuro suavizar el transcurrir de las largas horas de verte sufrir. No sé cómo estar contigo, porque no sé dónde estás y menos sé cómo librarte de tu desasosiego. La melodía infantil penetra apenas en ti y quizá algo de serenidad te devuelva.

Trato de que cantes la canción conmigo. Conoces la melodía, pero se te escapan las palabras. Te acoplas al compás. Eso quiero creer. Eso espero. Busco distraerte: canto para ti. Miento. Lo hago porque no se me ocurre otra cosa y convertí la canción en mantra. En visitas anteriores, cuando de pronto me sentí paseando como la manzana, se me ocurrió ponerme a cantar esa composición infantil. La canción la necesitaba yo, mamá, para calmarme yo.

Entono la letra con voz aguda; pretendo sentir alegría e imito a una maestra de kínder porque me siento chiquitita, mamá, y necesito a mi maestra de kínder para que me devuelva la inocencia, y así no ver el filo implacable del destino.

Algún amigo me llamó Manzanita. Era un apodo lleno de ternura porque me veía como esa fruta, quizá por gordita o por mis cachetes siempre sonrosados… Pero no, mamá, esto no es tierno. Deseo cantarte con dulzura, decirte que te quiero y, sobre todo, que te extraño, porque no sé dónde estás. Siento que hace mucho te perdí. Que te haya perdido yo es nada al compararlo con el extravío que tienes de ti misma. Estás enferma, mamá, grave. Pronto morirás y a modo de despedida vine a darte algo de compañía, la poca que me permita esta corta visita que realizo a Venezuela; la poca que me permitan las barreras de tus enfermedades, que con tanto celo se interponen entre las dos.

¿Dónde estás? Te veo atrapada dentro de la piel golpeada por los años. No hay rastros rosados ni lozanía en esa cárcel arrugada, seca, que cubre tu esqueleto; un pellejo opaco lleno de ocres revela tu condición. ¿Dónde quedó la madre de mi infancia, con piel de porcelana, pizpireta, a la cual le gustaban los chocolates, cocinaba mal, llenaba su casa de flores y sabía reírse de sí misma?

Te quiero arrancar la piel y buscar, hurgar dentro de ti, como si destrozando el cuerpo se pudiera llegar al alma. Mas, ¿de verdad busco alcanzar tu alma, que también está enferma?

Estás demasiado frágil, abatida, apresada en aquellas dos cárceles. Tu segunda prisión es tu cuerpo invadido por el cáncer. Tu primera es la oscuridad de la demencia, que no llaman Alzheimer, aunque se comporta de manera similar.

Tengo rabia, mamá. No contigo; con todo esto.

La manzana se pasea de la sala al comedor…

Aquí seguimos. Han sido breves minutos. Pronto te vuelve a asaltar la ansiedad de dónde estás. Me pides que te lleve otra vez al sofá amarillo. Quizá te cansaste. Deseas recostarte y te ayudo con esmero. Agradezco que aquel mueble te sirva como puerto más seguro. Seguro, por instantes.

 

En la pared, detrás del sofá, cuelga la obra de arte más valiosa de esta sala: Juanita desnuda frente a un espejo, un carboncillo de Armando Reverón. La textura de los trazos le da un carácter áspero y crudo a la imagen, y sin embargo, el difuminado forma suaves gradientes de gris, que resaltan las curvas de un cuerpo de mujer con una delicadeza casi espectral.  Un halo de misticismo envuelve a la figura y acentúa la intimidad de la escena.

Juanita fue la musa inspiradora del maestro de la luz que logró convertir a su locura en un emblema del arte venezolano. Admiro la profunda sensibilidad que captura al genio y me pregunto: ¿supo el artista convivir con su padecimiento o era su prisionero, como tú? ¿Sabré convivir con tus enfermedades, mamá? ¿Estaré transmutando en escritura tu extravío y tu dolor, o acaso lo hago con «mi» locura y «mi» dolor?

«Extravío» es un eufemismo. «Locura» tiene una connotación negativa con ecos despectivos. «Demencia» proporciona carácter clínico a tu condición. Ningún término ayuda. No se puede eludir la existencia con explicaciones, como diría Ciorán. «No se puede sino soportarla, amarla y odiarla, adorarla o temerla, en esta alternancia de felicidad u horror que expresa el ritmo del ser».

Juanita y el maestro me ayudan en esa oscilación, en esa alternancia. Si él usaba sus óleos y carboncillos para darle sentido a su angustia, yo lo hago al invitar a Juanita a estar aquí con nosotras.

Hay algo tan fascinante como devastador en el diálogo que se teje entre Juanita y tú, recostadas de manera similar. Me dejo embelesar. Es mi forma de huir para convivir con tu estado. La musa de Reverón es un cuerpo eterno que irradia una quietud indestructible. Me gusta rendirme ante la obra de arte, abandonarme en ella. Su silencio me da paz.

De pronto, ambas pertenecen a la misma pintura. Juanita con sus matices negruzcos y tú llena de colores. Pero la luz emana de ella, porque de tu cuerpo solo se asoma la muerte. Juanita está desnuda y tú vestida, con un pantalón holgado y una blusa de estampados lila. Tu desnudez es otra. La amante de Reverón es un simple dibujo, un cuadro en la pared. Y a pesar de ser tú la que está viva, en Juanita siento más la vida que en ti. En mi imaginación ambas conversan, se comprenden y se acompañan. Deseo que este plácido diálogo se prolongue.

Me siento sobre la alfombra. Estoy a tus pies con la mirada dirigida hacia las dos. Pude escoger sentarme junto a ti en el sofá y abrazarte; tratar de cobijarte. Como igual sé que no te tranquiliza, preferí no darle la espalda a Juanita y la invité a que nos acompañara.

Mientras Juanita sostiene mi mano, seguramente como lo hacía con Reverón cuando él caía en el pozo profundo de la desesperación, yo sostengo la tuya.

«Sostener una mano», reflexiono embelesada. Constatar el vínculo afectivo de aquel gesto simple y tan cargado de significado se suma a mi placidez. Sé que te dice: «aquí estoy». Puede decirte: «aquí estoy». Mis ojos hacen el recorrido por tus venas prominentes que serpentean el pellejo. Las manchas marrones salpican tu piel. Tus dedos esqueléticos se cruzan con los míos. Tu mano es frágil, está débil y envejecida, pero luce hermosa. ¿Es tu mano la frágil o es la mía? ¿Sabrás que estoy aquí?, persiste la duda a pesar de que seguimos tomadas de la mano. Tu rostro es puro silencio. Tus ojos no contestan.

Me sumerjo en un desvarío consciente. Poco importa. La charla entre Juanita y nosotras se hace real en un instante. Mis momentos contigo se hacen más llevaderos en estos juegos de la imaginación. El delirio de continuidad se derrama entre la crudeza de tu estado y la belleza del arte. ¿Pueden tocarme los trazos de Reverón? ¿Atravesar mi consciencia para regalarme la posibilidad de «estar» contigo en un espacio sin brújulas? Juanita dice que sí. Nos regala su quietud y esta atmósfera que nos envuelve en una comunión etérea.

 

Agradezco al Ávila su aliento. La montaña me habla a través de los grandes ventanales. Me dejo envolver por la luz de Caracas, quizá porque tengo años sin gozarla como rutina diaria, quizá porque sentirla me distrae del dolor que me invade al verte así. Ya no estás ahí para ser la madre que contiene mi propia tristeza. En la luz busco ese abrazo, que me abrigue su calor y su resplandor.

Has logrado algo de paz. He logrado algo de paz. No sé, mamá. Mentiría si respondo con certeza si soy yo o eres tú la que ha conseguido cierta tranquilidad recostada como estás en aquel sofá. Necesito creer que la hemos conseguido las dos por algunos instantes y disfruto que me permitas tomarte de la mano. ¡Qué bien se siente!

¿Sabes? Antes no era tan fácil. Te resultaba difícil entregarte a mis anhelos de velar por ti, cuidarte, guiarte dentro del laberinto en el que te extraviaste. «Estamos juntas», pienso. Estás conmigo.

La tregua dura poco. Otra vez te observo angustiada. De nuevo no sé qué hacer. No te hallas. ¿Cómo calmarte? Quieres irte «de aquí». Tú siempre dices: «Vámonos. No quiero estar aquí. Sáquenme de aquí». Te ayudo a ponerte de pie. Comienza otra de nuestras caminatas.

«Cantemos —te digo— La manzana se pasea de la sala al comedor…». Otra vez nuestra canción. Otra vez nuestros paseos. Volvemos al improvisado juego de cantar y caminar. Te llevo de la sala al comedor una primera vez y lo repito una segunda. Regresamos al comedor al ritmo de La manzana se pasea de la sala… ¿Cuántas veces hemos repetido este recorrido?

Tu apartamento sí que es «lo máximo», como lo exclamaba mi amiga. Lo recuerdo con un dejo de ironía, porque le tengo poco respeto a aquel adjetivo que no dice nada. Prefiero odiar al vacío del adjetivo que a todo «esto». Mamá, tú no te hallas aquí, en este apartamento, porque tampoco te hallas en ti. Nuestra coreografía lenta y de vueltas circulares marca el ritmo de tu inquietud dentro de un laberinto sin centro ni salida.

Al cantar, a veces se me antoja que eres como la gallinita ciega que juega a la candelita. No reconoces al otro, y tras un «por allá fumea», no sabes hacia donde correr. Los juegos infantiles que proyecta mi memoria te colocan siempre del lado perdedor. Mis asociaciones mentales pueden ser canallas.

Cuando mi imaginación toma un descanso y se aleja de la malicia, la nostalgia se apodera del lujo que me rodea y una avalancha de recuerdos me atrapa. ¡Viviste aquí toda tu vida! Obras de arte, ¡tan caraqueñas!… Centeno Vallenilla, Trompiz, Cabré… ornamentan las paredes. La mesa de caoba del comedor es clásica, para cenas elegantes, aunque se convirtió en el escritorio de las tareas escolares. Esa época me da placer. Llegábamos en el autobús del colegio. Subíamos galopando: «¡Mami, la bendición!». Más que un saludo, gritábamos. El bulto volaba hasta la primera silla de la entrada y corríamos hasta la cocina. Tu saludo era siempre: «¡Dios las bendiga!», seguido de un regaño lleno de cariño para obligarnos a recoger el bulto y ponerlo en su sitio. Luego venía la merienda: un ponqué o un batido de lechosa que parecía más de leche condensada. Así nos saludaba Alba, nuestra empleada de siempre. Al terminar de comer, nos sentábamos cada una en su puesto de rigor, en esa mesa clásica convertida en escritorio colectivo. No sé cómo podíamos ser tan disciplinadas. Trabajábamos en silencio, cada hermana en lo suyo, pero nos sentíamos acompañadas unas de otras, también por Alba (quien nos espiaba desde la cocina), y por ti, merodeando para ofrecer tu ayuda o solo para pintar con mi hermanita Carolina, disfrutando sus colores Prismacolor. ¡Cuántas memorias de amor traen estos muebles desamparados! La casa era un hogar de mujeres: mis dos hermanas y yo, las tías, Alba y tú. Sí, era un hogar y éramos felices. Pero si llegaba papá, la palabra «hogar» se volvía hielo y las risas se congelaban.

¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que murieron estos muebles? Solo el pasado parece darles forma. El seibó hace juego con la mesa del comedor. Allí guardabas la platería. Tenías la mala costumbre de llenarte de objetos de valor para alguna ocasión especial. Te gustaba poseer esos cuchillos, los tenedores, las cucharas, los platos, las piezas de servir, las bandejas… más que corotos, para ti esas cosas constituían símbolos. Gozabas con la idea de usarlos. Las ocasiones especiales brillan más en los sueños. Imaginar produce igual o más placer que lo real. ¿Cuántas veces brilló la plata en una ocasión importante? Poco. En las escasas fiestas o cenas organizadas por papá, el brillo se apagaba con la sombra de sus exigencias. Papá imponía la coreografía de un deber ser y todos jugábamos un rol para esconder detrás del lujo a nuestra familia rota.

Esa farsa hace irónico el recuerdo de Ronaldo y sus traiciones. El chofer de papá era astuto y muy descarado. Abrió al seibó por atrás, aprovechó que daba a la pared y te robó todo. Ni una cuchara se salvó. Los tramos quedaron vacíos. Como la fachada seguía intacta, nadie sospechó. Cuando papá falleció, Ronaldo optó por darse su propio regalo de despedida para retirarse contento. Sus servicios no serían requeridos más nunca. A papá jamás le hubiera robado nada. Pero a ti, mamá, a ti, otro gallo cantaría. Tú eras la «esposa-niña», vejada por un típico machista venezolano y por eso contigo Ronaldo sí se atrevió.

Muchos te han robado: el chofer, la platería; papá: la ilusión de un matrimonio pleno y una vida en pareja; el cáncer la salud de tu cuerpo… y ahora esta demencia es el peor de todos esos ladrones: se llevó tu memoria para que olvidaras quién eres y dónde estás.

¿Dónde te encuentras, mamá? Aquí, en esta jaula de oro, como las letras de Lila Morillo. ¿Cuáles son tus prisiones? ¿El olvido? ¿Un cuerpo dañado? ¿La abatida elegancia que te dejó el fracaso marital?

Saber dónde estamos permite saber quiénes somos. Se lo leí a Charles Taylor. Pero ahora no deseo ahondar en los valores y la religión que dieron forma a tu identidad. Solo puedo ver estos objetos que te rodean y que ya no te dicen nada. No existe más la necesidad de que sean esas cosas materiales las que dicten tus modos de ser. ¡Tanta dislocación! No jugaré con el lenguaje para retorcer mis rabias. Viéndote así, destruida y perdida, me siento tan inútil. No puedo ayudarte. Soy incapaz de recoger los pedazos de tu ser quebrado, una existencia que perdió la razón. Pero no mentiré: siento rabia, mucha rabia.

 

Lo que más disfruto de este espacio lleno de luz es la mesa de ping-pong. Durante tu convalecencia, Carolina la instaló sin pedir permiso. Sin recato, la colocó en el centro de la sala, convirtiéndose en un mueble transgresor. En un espacio tan elegante, ese coroto estaba fuera de lugar. Verde, con esas rayas blancas cortadas por una malla, la mesa rompió el equilibrio de la estética con su descarada fealdad. No obstante, sirvió un propósito: el retorno a ti misma. El juego despertaba el viejo mapa de tu memoria corporal.

El ping-pong te distrajo. Devolvió cierto balance a tu sistema nervioso, atacado por los cortocircuitos del olvido. Tu mente extraviada no reconocía las caras, ni los nombres, pero tus brazos sí comprendían el rebote de una pelota: pingpong, ping-pong, ping-pong. Carolina luchaba por mantener tu concentración y su trampa consistía en dejar que la pelota repicara todas las veces necesarias. También hacía que una nueva pelota apareciera cuando por error fallabas y hacías volar a la anterior. A veces, la cancha ocupaba el salón completo y el juego consistía en cazar la pelota resbaladiza que se les escapaba. Luego te guiaba de vuelta a la mesa, y comenzaba otra ronda del ping-pong, ping-ping-pong, ping-pongpong- rrrrr. En ti el espíritu del juego sobrevivió. ¡Podías reír, mamá! Ganar consistía en prolongar tu distracción.

Tú y yo casi no jugamos. La ingeniosa fue Carolina. A diferencia de mí, ella se quedó en Venezuela. En sus visitas diarias, el ping-pong fue el ritual que mi hermana se ideó para ocupar tu mente. Años después, con tu enfermedad doble en estado terminal, mi ritual consiste en cantarte una canción, mientras paseamos de la sala al comedor.

Siempre me gustó la mesa irreverente. Agradezco a Carolina que te brindara su calor en esos años donde tu mente estaba perdida, pero tu cuerpo aún conservaba alguna agilidad. Desde que los azotes del viejo cáncer regresaron de su hibernación, dejaste de jugar. Tus fuerzas no te alcanzan. Tus piernas no pueden mantenerte de pie. La mesa sigue allí, pero se volvió transparente; abandonó el espacio que solía ser pura luz y hoy es tan lúgubre.

Tu sala ahora la habita el espesor de una doble condición. La demencia primero declaró en tu mente un reinado de angustia y olvido. Por su parte, el cáncer instaló un comando de ocupación para destruir los órganos de tu cuerpo. «¿Quiénes viven allí dentro?». «¿Aún vives tú, mamá?». «¿Quién respira?». «¿Cuál “tú”?».

¿Dónde estás? No lo sé. Palpo el encierro solitario al que te condenó la demencia. Si esa mente extraviada te impide entender tu soledad: ¿lo estás? Si te impide ver que no estás sola: ¿sientes mi compañía? Yo estoy aquí e igual te encuentras sola. Mi presencia se yuxtapone al vacío, a tu desamparo. No puedo adentrarme en esa oscuridad y advertirte: «estoy aquí contigo». ¡Siento tanta impotencia!

¿Por qué este empeño de realzar tus penumbras cuando tanta luz penetra por las ventanas? Parece que solo acentúo tu dolor, deambulando por mis rabias y tristezas. En cambio, hay veces en que sí puedo «escuchar» a la luz.

¿Puede el Ávila hablarte? ¿Podrán los brillos de Caracas darte algún cobijo? ¿Puede el sol que se dibuja sobre la ciudad darte el suelo que no logras pisar? ¿Escuchas el susurro de la luz: «eres de Venezuela y estos azules son tu tierra»? ¿Sabrá la montaña recordarte que fuiste mamá y que supiste amar a tus hijas? ¿Acaso el ruido del olvido impide que la escuches?

¡Qué triste este reencuentro bajo esta luz que insiste en recordarme quién soy y me dice que antes de ser y para poder ser, fui primero «en ti»! Es raro eso de «escuchar» a la luz. Lo cierto es que solo nos ilumina. Lo que pasa, mamá, es que esta luz sabe narrar nuestra historia; nos mira desde los ventanales, conoce nuestra vida y guarda secretos de mi infancia y de tu alma.

Ahora mi secreto es desear que tu agonía se acabe. Anhelo una resolución, con su doble acepción: «resolver» y «terminar», donde terminar es resolver y resolver es terminar.

¡Estás tan apagada! Duele, créeme. Pero duele más verte encendida de angustia.

El regreso del cáncer insisto en verlo como un regalo del destino. Es la esperanza de una pronta resolución. Disipó a los demonios destruyendo al cuerpo invadido por estos. El cáncer se lo llevó todo: a ti mi mamá, a la prisionera; y a tu verdugo: la demencia, esa que por varios años te encarceló. Cuando tu cuerpo respiraba salud, tu rebeldía angustiosa contra el acoso del olvido fue una batalla más sangrienta, más extrema. En tu cuerpo enfermo, te replegaste y te apagaste, entonces los demonios de tus luchas internas también lo hicieron. Lo confieso. Agradecí al cáncer implacable que se llevara todo por delante.

Tu oncólogo y médico de cabecera, el doctor Velazco, te ayudó a librar la batalla contra la multiplicación de células malignas. Aunque prolongaba tu vida, en la misma medida, lo hacía con el carcelero de tu mente.

Te quedaste dormida en el sofá amarillo. Las píldoras te ponen somnolienta. Me gusta verte así. Pero no es a ti a quien observo. No le quito la vista al cuerpo enfermo. ¿Por qué me empeño en fraccionarte en cuerpo, verdugo y prisionera? ¿Lo haré por no saber cómo encontrarme contigo? Tengo que abandonar mi obsesión de reducirte a objeto de mis angustias. No aplacaré mi dolor violentando lo frágil de tu ser. Vine a encontrarme «contigo», con un ser extraviado que no deja de ser mi mamá. No es tu condición la que se interpone entre nosotras. Es mi incapacidad de estar contigo.

Saber que sigues siendo mi mamá y no preguntarme dónde te encuentras es al fin hallarte. Tanto cuestionarme sobre tu paradero existencial y desdoblarte entre la persona que fuiste y la de ahora niega lo que te ha sucedido. Ya es tiempo de aceptarlo.

Hoy vine a despedirme. La próxima vez será para enterrarte, mamá. Esta es la última vez que sostengo tu mano; y es la última vez que tú sostienes la mía.

 

Editada por Editorial Eclepsidra, 2025

 

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