Leerse los gatos, de Juan Carlos Chirinos

19/ 06/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

Había brisa.

Aquella mañana, acababa de comprar los tres gatos de plástico que le habían recomendado. La última clase estaría por comenzar. Los gatos de plástico: uno para el dinero, otro para la salud, y otro, por supuesto, para el amor. Este último era un poco más pequeño; pero todos eran blancos. Había recordado las palabras de su instructora: «Claro, el gato más pequeño es el del amor; por eso lo dejarás de último, para darle emoción al asunto, y nunca se sabe qué pueden traer los otros: cuando haya una muerte de por medio —de él, de ella— ni se te ocurra descifrar los signos del amor; no valdría la pena o te involucras. Esta profesión es como la de los siquiatras. debes mantener cierto grado de ética.

—¿Y si no logro ubicar el tamaño del gato?.

No te preocupes; el gato del amor siempre cae viéndote; es tu señal. Y no olvides mirarle mucho los ojos.»

*

Todo fue más fácil de lo que imaginó. La instructora llegó, y todos se reunieron a su alrededor. Aprobó todos los test, y contestó todas las preguntas como se esperaba. A la última, incluso pudo contestar con un monosílabo: —No te dejes engañar, videmus nunc per speculum et in aenigmate, ¿recordarás?.

—Sí.

Intentó cruzar varias veces la calle, pero los carros de la avenida estaban demasiado contentos. Ya iban a dar las doce y la tienda estaría cerrada. El hombre con aspecto oriental comenzaba a bajar la santamaría cuando llegó: Ya va señor, vengo a comprar unos gatos. No, estamos cerrados, los gatos los venden en la tienda de animales. (Este viejo huevón) No, digo yo gatos de plástico, señor, es muy importante, perdí los que tenía y debo hacer una consulta. Venga mañana. Pero es que me acabo de graduar, y necesito ganar experiencia, usted debe comprender porque algun vez ya le tocó lo mismo. Hace mucho tiemo que me gradué y mis gatos nunca se me han perdido. La gente como nosotros sólo tiene un juego de gatos; se supone que usted es uno de ellos, ¿no?. Claro, pero no me acostumbro todavía (viejo imbécil, ¿no ve que todavía digo miúa en vez de miáu?) porque tengo poco tiempo: desde ayer. Bueno, tenga y no vuelva. ¿Cuánto es? [Si será tonto este muchacho] estos son gratis.»

*

Aquella muchacha se empeñaba en ofrecerle un poco de café. Tuvo que rehusar, a sabiendas de que el café quita el poder a los gatos. Además la otra, la de la consulta, no había llegado, y eso lo tenía nervioso. Por supuesto que ante la aiga mantenía una mirada escrutadora, como de Uri Geller, como de Houdini, como de Mandrake. Cuando tuvo oportunidad, pidió el álbum de la muchacha y estuvo, por pura diversión, adivinando los nombres de las caras que veía en las fotos. «Este es tu padre, en la playa. Ésta es tu madre, en Gijón. Esta es tu hermana, el día de la primera comunión cuando se cayó en le lodazal y se volvió mierda el vestido. ¿Cómo sabes todo eso? No te irás de aquí si no me enseñas. (Lo pregunté en la oficina de atención al público, bruta) Hay lugares que he visitado que me han enseñado cosas extrañas, y a comer hormigas, que son muy buenas para adivinar. ¿Tardará más la muchacha?. No sé, pero mejor si tarda; te dejaré tranquilo cuando me expliques cómo haces todo eso».

En Checoeslovaquia, por menos de eso se pierde la lengua; en Borodino, un brazo; en Stefanburg, ambos ojos; los moros de Bagdad fríen los sesos de los que preguntan por los artilurgios de Alá; en Alejandría, se negaba la lectura de los papiros sagrados; y en Adrianópolis, los romanos se divertían viendo a los leones del cónsul devorar preguntones que, como ella, intentaban decubrir los secretos de júpiter. En consecuencia, estuvo esquivando las preguntas acerca de su profesión, rogando que la otra llegara. Prendió el televisor y supo de inmediato que la película de «Laurel & Hardy» sería su salvación.

—Mira que bueno, el gordo y el flaco, esto es ¡maravilloso!

—¿Y los magos ven televisión?

—(Dios mio) Sólo si se trata de Laurel & Hardy, que pertenecieron al gremio. Supongo qu entiendes por qué antes no se decía nada, sobre todo en Hollywood, donde cualquiera que fuera cualquier cosa también era comunista. Sólo había que ser american, o puta.

—Yo no soy comunista.

—Menos mal. Yo no soy puta.— Y la muchacha lo dejó solo.

Los timbres de algunas casas no sirven para explayarse en descripciones. Suenan y punto. Hace mucho han dejado de lado aquella estupidez del «ding—dong», como si fueran funcionarios cansados de cumplir con su deber. Entonces avisan de la llegada de las gentes sin preámbulo, aquí llegan, aquí están, ¿es que no pensarán abrir nunca?, apúrense, que me estoy orinando, que me hago pupú, abran abran, por favor, se me cae el dedo de tocar, ábraaaaaan, eso es lo que dicen con ese ruidito nasal que no se puede describir.

No como el inocente «ding—dong», aquí—estoy—cómo—les—va—no—tengo—prisa—ya—hice—pipí—y—pupú—abran—cuando—quieran, tan adecuado para las casas silenciosas. Como se verá, el de esa casa no era un timbre de esos que suenan y punto.

Era la muchacha. Cuando él la vio, ella se dio cuenta de que el mago no era tan extravagante, o tan interesante. Fue como cuando vio un poeta: nada de Sena, nada de opio, o de orejas cortadas: un tipo más bien común que parecía un perrocalentero. En realidad, los magos tienen la obligación de ser interesantes; ustedes me replicarán que los magos también pueden prescindir de esa obligación, pero éste es un mago de cuento y si es común y corriente es como descubrir que a Blanca Nieves la huelen mal los pies. Más o menos así estaba discurseando la muchacha consigo misma antes de extenderle la mano y decir:

—Mucho gusto, Natalie.

Cuando ella lo vio, él se dio cuenta de que tendría que aplicar toda su sabiduría para que ésta no pensara que era un pirata, un farsante, un bribón. trató de entornar los ojos lo más levemente posible, y le clavó la mirada mientras ella saludaba con grandes besos a la muchacha que salía del baño; y lo vamos a decir de una vez para que algunos noten el sentido del humor de la tal Natalie: venía de cagar.

—No hay que ser brujo para adivinar lo que estabas haciendo, querida. Sobre todo, con semejante apuntador encima.

¿Sabe qué es difícil? Tratar de reírse cuando aún el esfinter no se acostumbra a su posición de reposo. Al joven mago no le dio risa, ni se le ocurrió nada interesante que decir: se quedó con las cejas entornadas, como un títere sin usar. Natalie sí probó el café, y el mago pensó —y dijo, pero mucho después, en la intimidad— que el café no era bueno para los gatos. Metió sus manos en los bolsillos y descubrió que el hilo verde de los gatos estaba empapado de sudor. ¿Por qué había estado sudando? Claro había caminado miles de cuadras buscando el edificio; que en metrobús la gente se agolpó como en caravana política, que el sol —por supuesto— era de esos de tres y media de la tarde, especiales para sudar como puerco. Ahora bien, eso había sido hace mucho tiempo ya, daba una brisita fresca y había un agua dulce y fría.

¿Por qué estaba sudando, entonces? Una buena exlicación, si se quiere, es la de argumentar el hecho de que Natalie estaba usando una falda lo suficientemente corta como para imaginarse el resto de la función; y una blusa intensa con unas florecitas mínimas; y muchas, miles todas agolpadas en la misma tela, como si las flores pequeñas del mundo se hubieran puesto de acuerdo. Millones de flores colocadas en el mismo lugar. Sí, podemos aceptar que estaba sudando por eso. Hay que seguir.

Lo demás sucedió así: los tres se sentaron en la mesa de la cocina y el mago sacó sus gatos empapados. (Todos pensaron al mismo tiempo que el calor podría ser un tama demasiado obvio para el momento). Desenredó los hilos y colocó los gatos en triángulo, uno mirándola a ella, otro a ella, y otro a él. Miró con detenimiento sus gatos nuevos y trató de verificar cuál era el gato del amor. El más pequeño, le había dicho su instructora. Todos les parecían iguales, estaba desesperado, porque así no podría determinar cuál era cuál. De pronto, uno de ellos le pareció el más pequeño, y lo estaba mirando. Ese debería ser el Gato del Amor, el Peppe l’ Amour, el Eros. Los otros dos serían el del dinero y el de la salud.

Pidió a Natalie que agarrara los gatos con la mano derecha y los pusiera con la palma cerrada y hacia abajo, siempre manteniendo el dorso en posición oblicua, y perpendicular al eje del plano de la mesa, sobre el tapete azul, desplegado para la ocasión. Natalie no entendió cómo debía poner la mano y el mago se desesperaba porque no podía agarrarla.

—Que los sueltes sobre el fieltro ése, chica —dijo la muchacha, empeñada como estaba en quitarle el misterio a la cosa. Ella, a pesar de la noticia de que Stanley & Ollie también eran felegrafos no terminaba de creer en el asunto.

Natalie con un poco de miedo, soltó con su mano confusa los tres gatos blancos.

*

Hay horas de la tarde, cuando un pájaro canta, cuando la luz del sol es amarilla amarilla, cuando se puede pensar en abstraerse sobre una taza de café; cuando un poco de brisa es suficiente para sentir un intenso frío, dos brazos se extienden hacia donde el rey oriental expira.

—Ahora dime cuál gato quieres que te lea primero. Que no sea el del amor.

—Bueno no me dejas mucha escogencia. Dime el dinero.

—En realidad no veo mucho dinero, ¿ves cómo ese gato está de espaldas? Eso diría, si no estuviera apuntando hacia ti, que perderás mucho. Pero parece que todo estará normal.

—¿Por qué hay un gato de pie?.

—(…)

—Leeme el amor, por favor…

Una extraña brisa entra por entre las cortinas e intentan anunciarnos un poco de desgracia. El mago se te acercará demasiado, y tú sentirás por fin el fuego del amor. Nuestros cuerpos darán un viaje muy extenso, pero no serán nuenstros cuerpos, serán partículas de polvo, expuestas a la acción de la brisa que entra por la ventana. ¿A nadie se le ocurrirá cerrar un poco esa ventana? ¿No puedes tú, mirona, preguntona impertinente, levantarte y dejarme un rato solo con la clienta? Debes tener un poco de cuidado con tu corazón, pero no te cierres a nuevas experiencias ¿Has visto recientemente a tu último novio?

—Tal vez…

El mago, sin darse cuenta mucho de ello, le tomaba una mano a Natalie, y ella comprendió, creyó ella, que cada apretón de sus dedos significaba un poco de cariño. No le costaba a ella entusiasmarse con un nuevo amor… aunque fuese un mago. El mago, recordando las palabras de su instructora, creyó ver la muerte en el gato de pie, erizado. Por eso intentó no dejarse llevar por la emoción y no leer el gato del amor. Se vio a sí mismo, postrado sobre la tumba de Natalie. Quiso excusarse:

—No puedo…

Natalie le tomó la cara —la otra muchacha había regresado la baño, a lo mismo— y le dio un beso, como pocos besos que se dan en películas y en cuentos con prisa de tener un poco se sexo, pero se retiró de inmediato, dfendiendo el poquito de pudor que le quedaba. No obstante él la tomó por los hombros y continuó explorando esa boca carnosa que se ofrecía con temblor. Uno de los gatos movió una pata, y el mago abrió los ojos: no era tan fácil acostumbrarse a la idea de que una calavera tuviera lengua. Al principio creyó que todo formaba parte de una visión, pero cuando miró alrededor y sintió las miradas de los asistentes, comprendió, sobre todo, ante la mirada de su instructora, que no había sido capaz de resistir la tentación de utilizar los pobres gatos para cortejar a sus clientes. Algunos de sus compañeros, entre ellos el gordito de pelo rubio, el peludo de brazos, disimulaban una sonrisa. Trató de fingir que estaba dormido, pero se sintió un poco ridículo fingiendo con una calavera en brazos. Al fin tuvo que soltarla y darse por vencido.

—Aun no estás preparado. Tal vez dentro de siete sesiones te dé otra oportunidad. Seguirás usando los gatos de plástico.

Cuando salió del Instituto Parasicológico, pasó fente a la tienda de gatos y vio cómo el hombre con aspecto oriental, que bajaba la santamaría, lo miraba por la comisura de los ojos. Apresuró un poco el paso, casi sin querer.

a don Juan Manuel

 

 Del libro: Leerse los gatos (Memorias de Altagracia 1997)

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