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Un buen autor es, ante todo, un buen lector. Partiendo de esa idea, consultamos a varias personalidades del mundo de la literatura venezolana (hará de eso ya unos veinte años) con el fin de conocer cuáles fueron esos títulos y autores que signaron su amor por los libros y, en consecuencia, definieron su vocación literaria. Los libros culpables de su pasión por la literatura. En esta primera entrega, las respuestas de Alberto Barrera Tyzska, Ana Teresa Torres, Juan Carlos Méndez Guédez, Igor Delgado Senior, el gran librero Andres Boersner y las inolvidables Violeta Rojo y Elisa Lerner, confesaron los suyos, y aquí los compartimos con nuestros nuevos (y viejos) lectores.
Son muchos los primeros libros que uno recuerda. Sospecho, además, que con los años también la memoria se va mudando de un título a otro, rescatando o escondiendo algunas de esas obras. Aparte de los clásicos de aventuras (Verne, Salgari, Dumas, Stevenson…), yo le tengo un cariño especial a un autor que no tiene demasiadas mayúsculas en las glorias literarias: Karl May. El escribió los libros del oeste más fantásticos que yo jamás haya leído. Vaqueros, apaches, búfalos y coyotes… sus largas novelas me sometieron extraordinariamente a la lectura. Habría que añadir algo más, un detalle que para mi fue trascendental: descubrir que Karl May era alemán, que jamás cruzó el océano, que había escrito todas esas maravillosas historia sin haber pisado nunca el oeste norteamericano. Así comencé a entender que el poder de la imaginación es fulminante.
La primera novela que leí, como libro de puro texto sin ilustraciones infantiles, fue Mujercitas de Louise May Alcott, cuando tenía siete años. Mucho después en una entrevista supe que era también el primer libro que leyó Simone de Beauvoir, y al que le atribuía gran importancia en su pensamiento feminista. Puedo decir lo mismo, además de que fue a partir de allí mi preferencia por la lectura de novelas sobre otros géneros literarios.
En el principio fue Mark Twain. Mark Twain y Tom Sawyer. Un libro blanco, tapa dura, que ahora estoy intentado recuperar y tener conmigo aquí en España. Creo que leí esa novela unas diecisiete veces. Allí estaba todo lo que un niño torpe, tímido, y solitario necesitaba en ese momento: la amistad, la aventura, la posibilidad de una isla en la que uno podía escaparse de los adultos, la cueva en la que se encontraba un tesoro, y el amor de una niña llamada Becky. Todavía persiste en mí una imagen de esa novela, o mejor dicho, la ausencia de una imagen: Tom Sawyer aguarda la llegada de Becky y distingue las faldas de todas sus compañeras, pero nunca ve llegar la de su amiga. Creo que eso es fundamental en la existencia y la escritura, reconocer que el poder de muchas imágenes es su propia ausencia.
Y también recuerdo Las aventuras de Robinson Crusoe. Otra isla, otro modo de la soledad, otro hombre que vive la aventura de sobrevivir acompañado tan sólo por su voz y sus gestos. También leí esa novela muchas veces. Porque los libros que me apasionan son aquellos que me seducen, que me conquistan, pero que siempre permiten volver a ellos con la certeza de que en sus palabras aguarda una sorpresa. Y luego está una novela, o una serie de cuentos (ese es otro libro que quedó en mi biblioteca de Caracas y que deseo recuperar) Tío Tigre y Tío Conejo, de Antonio Arráiz. La sabiduría narrativa de lo sencillo, de lo transparente.
David Copperfield, de Dickens; Crimen y Castigo, de Dostoiesvski; e Impaciencia del corazón, de Stefan Zweig; al final de la infancia. De catorce años me encanté con Ifigenia, de Teresa de la Parra. El prìncipe idiota y Los Hermanos Karamazov, de Dostoiesvski, fueron lecturas en la temprana adolescencia. Luego quedaría atormentada con Julián Sorel en Rojo y Negro, de Sthendal, y con Ana Karenina, de Tolstoi. Un poquito después —a los diez y seis, diez y siete años— El retrato del artista adolescente, de James Joyce y Contrapunto, de Aldous Huxley; junto a La bahía de silencio, del olvidado novelista argentino Eduardo Mallea (eran las lecturas de nuestro ídolo literario Andrés Mariño Palacio) más La montaña mágica, de Thomas Mann. A los diez y seis Nada, de la española Carmen Laforet y las Novelas ejemplares, de don Miguel de Cervantes. De diez y siete: Las olas, Orlando y La señora Dalloway, de Virginia Woolf. De diez y ocho son inolvidables la lectura de Demián y El lobo estepario, de Herman Hesse, las dos novelas de Albert Camus, La náusea, de Sartre; Pan y Hambre, de Knut Hamsum (lamentablemente, sabido después, un nazi); Juan Cristóbal, de Romain Rolland. De veintipocos La invitada (más que Los mandarines de, Simone de Beauvoir) y El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. Años después me ha gustado muchísimo El bosque de la noche, de Djuna Barnes.
Del boom latinoamericano: la emoción en Buenos Aires al leer las primeras pàginas de Rayuela. Luego, siempre mi cariño y nostalgia por El astillero, de Onetti, y mi admiración hacia La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. En la adolescencia, la América Latina literaria, han sido la poesía de Neruda, El aleph, de Jorge Luis Borges y la lectura de la revista Sur, de Victoria Ocampo.
En los últimos años he descubierto las novelas de Sebald y las memorias y algunas novelas de Thomas Berhhard. Y seguir —deleitosamente— empeñada tras alguna página de El Quijote o algún capítulo de Guerra y paz, de Tolstoi. Para no hablar de la monumental En busca del tiempo perdido.
Habría olvidado la saga imposible del agrimensor: El castillo, de Kafka. Y, ¿Cómo olvidarse de Cumbres borrascosas, de Emily Bronté? Una pluma femenina, en lo aislado de sí misma, desde una aislada sacristía rocosa dibuja en su novela el retrato de un estupendo personaje masculino.
Llegué, muy niño, a la literatura, a través de los cuentos de hadas, y de ellos pasé a las novelas de Emilio Salgari (sobre todo me apasionaban las aventuras de Sandokan y Los Tigres de la Malasia).
Ya, finalizando la primaria, un amigo me prestó Fiebre, de Miguel Otero Silva, y me quedé boquiabierto porque Vidal Rojas, el personaje central, expresa luego del encuentro fugaz con una muchacha: «Un seno redondo y blanco se me escapa de las manos con la fugacidad de un jabón húmedo». ¡Mi cerebro infantil no concebía que en un texto «serio» pudiese escribirse la palabra seno cargada de erotismo.
Mis afanes rijosos me hicieron descubrir, casi enseguida, Dos noches de placer, una novelita porno de Alfredo de Musset; y posteriormente me enfrasqué en los cuentos de Maupassant.
De asombro en asombro en ese azar inmóvil que son los libros (Conrad dixit), leí el Quijote de Cervantes, La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y Las coplas a la muerte de mi padre, de Jorge Manrique.
Más tarde, absorbí todo lo que pasaba frente a mi vista de joven con miopía y, ahora, al vuelo de los años (y con anteojos de mayor calibre) rescato para la memoria personal algunos libros (o textos) que me signaron. No pretendo el consenso de nadie, pues lo azaroso —ya se dijo—forma parte de las letras íntimas. Va la lista que aún bendigo:
Papá Goriot, de Balzac; los cuentos de Anton Chejov; los cuentos de Poe; los cuentos de Horacio Quiroga; los cuentos de Borges y su volumen de poesía La cifra; La Metamorfosis, de Franz Kafka; La mano junto al muro, de Guillermo Meneses; El idiota, de Fedor Dostoievski; El extranjero, de Albert Camus; Las manos sucias, de Jean Paul Sartre; Gran serton veredas, de Guimaraes Rosa; Derrota, de Rafael Cadenas; Palinuro de México, de Fernando del Paso; Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez; Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante; Lolita, de Vladimir Nabokov; El siglo de las luces, de Alejo Carpentier; Rojo y negro, de Stendhal, y Funeral en Viana, de Alvaro Mutis.
Los textos que me llevaron a la gran literatura arrancan en comics como los de Hergé y las aventuras de Tintín y Milú. Suplementos como El monje loco me acercaron al género de terror y Susy y Archi despertaron con fuerza mi curiosidad sexual. De los libros recuerdo con especial cariño:
1) Las novelas de la serie Los siete secretos y Los cinco, de la inglesa Enid Blyton. Ambiente de camaradería y felicidad. Términos nuevos como «tarta de zarzamora» y «cobertizo», que me obligaban a visitar el diccionario. 2) Las novelas de otra inglesa, Agatha Christie, pero sólo las protagonizadas por el detective belga Hércules Poirot. Los personajes y el ambiente, invariables, se comían la trama. Recuerdo sobre todo La muerte de Lord Edgware. 3) Robinson Crusoe. Fue el primer libro en tono confidencial que leí, donde la aventura y lo cotidiano comulgan. Esta novela me acercó a la autobiografía y a textos esenciales de ese género, como Las confesiones de Rousseau. 4) El lobo estepario y Narciso y Goldmundo, de Hermann Hesse. Más que por su vena espiritual me identifiqué con la rebeldía de sus personajes frente a los condicionamientos sociales y la «mano pelúa» de las instituciones. Y más adelante, con Kafka, terminé de cuadrar mi odio hacia la autoridad, los trámites burocráticos y ciertos oficios perversos. 5) Días tranquilos en Clichy, de Henry Miller y París era una fiesta, de Hemingway. Caminar en la cuerda floja, con espíritu jodedor, pasear rutas marginales e impopulares que terminan conduciendo a otros grandes escritores menores, como Bukowski o Celine. 6) Pocos de los siguientes fueron novelistas y ninguno creó suplementos, pero los que terminaron de dañarme para siempre fueron Maupassant, Poe, Chejov, Horacio Quiroga, Julio Garmendia, Baudelaire, Ramos Sucre, Borges, Octavio Paz y un menor entre menores, pero hambriento de literatura: Argenis Rodriguez.
Algunos suplementos de real y medio reposan en mi mesa de noche, junto a las Memorias de ultratumba, el diario de Gide, El mundo de ayer y los aforismos de Ciorán.
Mi amor por los libros comenzó en la infancia. Mi papá era un gran lector y poseía una buena biblioteca. Comenzó con una colección de libros infantiles: cuentos de hadas españoles, rusos, polacos, japoneses. Eran fascinantes y una de mis grandes penas es que no sé donde están. Luego se dedicó a comprarme versiones para niños de relatos mitológicos. Después fue el turno de los clásicos, esos que ya no le interesaron a mi hija: PL Travers, el autor de las historias de Mary Poppins, Emilio Salgari, Julio Verne, Robert L. Stevenson, Louise May Alcott, El club de los 7 secretos, cuyo autor he olvidado.
Cuando cumplí 15 años ya fue la hora de los venezolanos, Miguel Otero Silva y Rómulo Gallegos, para luego pasar a los escritores del boom: Vargas Llosa, Fuentes, Cabrera Infante y, por supuesto, García Márquez. A los 16 años ya había leído 16 veces Cien años de soledad. Todavía la releo cada 2 años o así.
Otro libro importante fue el Diccionario de la Real Academia. Cada vez que salía una nueva edición, papá la compraba inmediatamente. También era un devoto de las enciclopedias. Me enseñó que los libros contestan muchas preguntas (no todas, lamentablemente) y que leer es uno de los grandes placeres de la vida.