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A la memoria de Abraham Salloum Bitar
Matemático, hombre sereno con un particular sol dibujado en el cuaderno de su alma, poeta, Abraham Salloum Bitar, amigo mío, quiero escribir que le quise y le respeté como excelso poeta, como jornalero impasible que trabajó la hojalata del lenguaje hasta sacarle ese brillo único de la belleza tanto en prosa como en verso.
En esencia fue poeta. No por escribir versos en columna (eso lo hacen hasta las quinceañeras, especie de pasionarias del romanticismo rosa), sino por convertir la palabra poética en un canon de vida, en una razón serena y profunda de su existencia. Además sacó un poco la poesía de su seriedad de cretona circunsmpecta y le abrió ventanas a la metáfora para que entrara el viento fresco del humor, de la ironía canalla que coloca todo en esa perspectiva menos enfática y protocolar. Era un poeta universal y mundano, detenido en la minucia cotidiana sin petulancia alguna o como él escribió: “…no ha ganado ningún concurso literario ni nada que, por estos pagos, se le parezca. Cosa, si le creemos al árbol literario nacional, desdice de cualquier vecindad con la novedosa gloria alcanzable”.
Vivió entregado al sortilegio de la palabra escrita. Nunca hizo ruido por ello. Tenía una disciplina tenaz para apoyar e iniciar proyectos literarios: un libro con otros poetas, una revista, un periódico, una editorial. Poseía una fe, de ojos abiertos, por la literatura como pocos.
Sus raíces árabes le proporcionaron a su trabajo poético un exquisito ritmo, un decantado aroma de exotismo. En sus poemas mezclaba meditación filosófica con un equilibrado manejo de la imagen y la metáfora. Su vertiente venezolana blindó a su escritura de un refinado sarcasmo, de una ironía negra que sacaba sus lecciones de la vida trajinando la calle, de la política como romería de acto público y discurso de orden, del arte como trinchera y de la literatura como respuesta inteligente en esa escuela de dudas en la cual todos somos alumnos aplazados.
En una de las últimas conversaciones que sostuvimos (también estaba presente el escritor Juan Guerrero) terminamos hablando de la no beatificación del Doctor José Gregorio Hernández. La tesis de Juan Guerrero era que esa condición de santo popular le escamoteó un poco su santificación. Un santo, aseguraba, que compartía altar con el Negro Felipe, el ánima de Taguapire, María Lionza y a veces hasta con Simón Bolívar no puede ser bien visto por el Vaticano. Por mi parte ironizaba que un santo con sombrero y traje cortado a la medida estaba como algo movido en la foto de nuestro santoral criollo, en el cual abundaba la austeridad y la ropa de saldo. Abraham por su parte afirmaba: “José Gregorio no necesita ser certificado como santo. Para muchas personas lo es y punto sin tanto trámite eclesiástico. Si la iglesia en Roma lo oficializa quizá pierda su encanto popular. Existe una buena porción de santos que hoy parecen jubilados en eso de hacer milagros, pero José Gregorio prosigue haciéndolos. Es como Borges. Si le hubiesen otorgado el nobel de literatura sólo habrían oficializado su grandeza como escritor. No obstante, con nobel o sin él Borges es un escritor relevante, pese al escamoteo de la academia sueca. Por otra parte un santo prêt á porter sería ese punto de glamour que todavía a la iglesia le falta”.
Entre santos y escritores no oficializados anda el juego. A la larga somos un poco eso: escritores y poetas sin certificación/santificación alguna. Ni falta que nos hace. Lo de Abraham fue trabajar el lenguaje, descubrir el asombro que pueden suscitar las palabras de siempre y con esta premisa escribió algunos libros de poemas como: “Palabras, sueños, innominaciones”, “Mística del principio de la noche”, “La llama en vela”, “Quién sino diez” y “Entre el día y el sur”. Mantuvo una columna por la prensa titulada “Escuela de dudas”, promotor de Ediciones al sur, editor de la revista “Áurea”, y publicaciones como “Bifaz”, “La hojilla”, colaborador de la revista “Predios” y otras publicaciones en Internet.
Compartimos muchas veces en recitales y lecturas. Para mí Abraham era un maestro que iba de discípulo. Su verso lúcido, pulcro, profundo y seguro era como una señal a seguir. En cierta ocasión Diana Gámez nos invitó a los dos a compartir con sus alumnos en su cátedra de literatura. Como yo era algo tosco, en eso de hablar en público, estaba seguro que ante cualquiera de mis oscuras indelicadezas Abraham pondría algo de luz y humor en aquel salón. La conversación con los estudiantes se desarrolló normal y como estábamos animados quise que Abraham leyera un poema de su libro “Lo que somos”. El texto, que en lo particular me parece una extraña joya poética se titula “El vuelo Michaux”, y aunque estaba claro que en aquel salón de clases nadie tenia idea de quien era Michaux insistí para que su autor lo leyera. Con paciencia Abraham explicó quien era Henri Michaux, luego se dispuso a leer:
“El infaltable Henri Michaux se felicita por el vuelo del murciélago. Dice: “El murciélago no es un pájaro, si se quiere. Pero puede enseñar a volar a todos los pájaros. Un pichón de paloma se diría que rema, que golpea el agua, tal es el ruido que hace con las alas. Al murciélago no se le oye. Se diría que toma el vuelo como una tela, con las manos”.
Es probable que el poeta, aun habiendo andado por los caminos de Alah, no haya conocido que los árabes, islámicos y de otras sectas, le reservan al murciélago un nombre tan feliz como su vuelo: Tar al leil. Que en lengua de ilusos y manchegos se bien dice pájaro de la noche.
Henri Michaux, creo, estaría satisfecho”.
En vuelo. En volandas escribiendo poemas y sueños. Algunos vuelan como pájaros y otros hacen lo que pueden volando como murciélagos. Unos escriben a tientas y otros, como tú Abraham, con el sol inyectado en el corazón, ya sabes para mirarlo todo con ese cinismo blando y luminoso de la sístole y la diástole. Los poetas no están hechos para ese vuelo del olvido porque su poesía se cuela por los dedos de la mirada que de manera inesperada descubre la belleza de este mundo.
Aquel antiguo proverbio árabe, “Nunca digas nada a menos que sea más bello que el silencio”, me ha perseguido siempre. Abraham escribiste textos de gran belleza y eso se agradece. Siempre he pensado que la realidad perdurable se funda amasando palabras e imaginación, se edifica a través de la metáfora ardiente e insumisa que escriben los poetas en esos libros, como decías, de “flacas páginas”. Hasta la vuelta amigo.