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a Lennis Rojas,
por todos los silencios que nos quiebran el alma.
Si a nuestra conciencia la amaestramos, nos besa al mismo tiempo que nos muerde.
Álvaro detuvo la mirada sobre mí. El corazón era un hilo delgado al borde del abismo.
Quedo quieta en el aire, mientras Álvaro avanza dos pasos, mi cuerpo es un trapo sacudido por el viento impetuoso del dolor.
Tú no sabes nada; han pasado tantos años, me miras, tus ojos hablan de un amor verdadero que yo correspondo.
En tu mano tintinean sendos vasos de licor, “Ron con pepsicola”. Me acercas uno y lo tomo con una sonrisa.
Álvaro llevó a la casa una botella de guarapita, se sentó al lado del picó y comenzó a sonar el 45 r. p. m. de las Hermanitas Calles, “Aquellos ojitos verdes con quién se andarán paseandooo, ojalá que me recuerden aunque sea de vez en cuandooo”.
Álvaro dice que debo quedarme quieta, que no hay otro día. Mis rodillas tiemblan levemente, y un extraño dolor se me escapa por un agujero, donde ya nadie escucha cómo antes de dormir hunde su deseo tras los muros.
La cubalibre comienza a hacer su efecto. Sólo la luz de la luna entra por la ventana, y tú, que te acercas diciendo esas cosas, que sólo tú sabes decir, así tan quedo en mi oído, mientras mi silencio acampa en lo lejano de tus vestiduras; eres hoy, el único que sobrevuela mis alturas.
Tú, que me amas.
Yo, que cedo a tus caprichos.
Mamá, que nunca quiso escuchar.
Álvaro es un sopor con ojos vidriosos por el alcohol. Y la vida por él, se hacía tan breve, escurriéndose dentro de mi boca, con el odio que manaba gota a gota sobre el mundo.
¡Mamá, estoy dando lástima!
Álvaro hurga entre mis piernas cuando duermo, y sólo mi obstinación me preserva otro día más.
El beso es largo, dulce, sinuoso, brillante en su infinita inocencia. Te levantas, hay una sonrisa en tus labios. Al fondo Silvio Rodríguez con un chorrito de voz canta, “te conozco, te conozco desde siempre desde lejos, te conozco”. Preparas nuevos tragos, nada nos interrumpe. El tiempo se arrastra bajo nuestra piel, tanto te esmeras en la perfección del momento.
Álvaro quiere que tome guarapita con él, que lo acompañe. Yo no quiero, lo juro. No logro entender por qué Álvaro permanece tanto tiempo en la casa y sus ojos como ave de rapiña se sitúan al pie de mi cama, jadea lívido, mientras se arrastra por años que han de permanecer indelebles.
¡Mamá! ¿Por qué no estás aquí conmigo?
Álvaro desconoce el sentido de la moral. Impúdico habla de contornos, de labios húmedos, del placer de su lengua en mi sexo puro, de la penetración sigilosa, en la caverna que ocultan mis delgados muslos.
Hay un camino largo de la escuela a la casa, que queda a tres cuadras, un camino de no querer llegar nunca al lugar donde irremediablemente me convierto en el crujido seco de su lujuria.
¡Mamá, te juro que es así, que no te miento!
Mamá se transforma en un lago lejano, sin fondo, de otro continente.
A veces me despiertan sus largos gemidos y el acto único, hermoso de la vida adquiere otro cariz.
Hay un sello en la frente de mamá que dice mierda. Álvaro también lo lleva igual, exactamente igual.
Mi nombre es el cuarto vacío, la sangre que nunca se borra, que salta por los rincones más insospechados.
¡Mamá! He ido rabiosa durante horas, pero tú inconmovible del dolor de tu hija, sigues nadando en un charco de semen.
Tus ojos ya no conocen más camino para amar que el falo siempre tieso de Álvaro. A ti mamá, se te perdió la conciencia maternal en una penetración, en un orgasmo. Mi putísima madre, mi siempre amada y puta madre.
Tu mano desciende por mi cuello lentamente hasta llegar al seno, en la caricia exquisita que extiende nuestras voluntades, es la hora del olor, de dejarnos morir, albergando palabras de siglos e himnos viejos entonados desde el génesis del amor.
Yo quiero execrar toda cosa horrible de mi mente, este momento es tuyo, es mío.
Tus labios rozan los erectos pezones.
Álvaro con su miembro erecto inunda la habitación, está en todos lados. Me dice: que no hay peligro.
Dios ha dejado de escuchar desde hace tiempo, no vale padre nuestro ante el preservativo que Álvaro me muestra. No saldré embarazada dice: “Sultán” es poderoso, no se rompe, todo queda allí. Nadie lo sabrá si yo no digo, y dios continúa convertido en un muro que en vano trata de rasgar con las manos.
Tus labios nadan en mi vientre.
Antes mamá me cantaba canciones de cuna; antes… antes de convertirse en la sombra que vaga a veces por la casa y que gime y llora de noche.
¡Mamá! Te extraño tanto.
Te escurriste poco a poco hasta evaporarte en un éxtasis desgarrado por la ignominia del fracaso.
Con la luz de la luna se pierde un gemido. Entras definitivamente en la piel ansiosa, delirante, tan cercana a la muerte en el camino de la gloria.
Hay hendijas amarradas a los ojos y Álvaro allí, pegado a ellas.
¿Qué haré yo con tanta desolación?
¿Con tanto vuelo detenido?
¿Con tantas piedras en mis tardes?
Álvaro se masturba delante de mí, intento mirar a otro lado, pero no puedo. Hay un leve cosquilleo en medio de mis piernas.
Siento tu cuerpo, tu piel ardiente, el ritmo acelerado.
Álvaro continúa masturbándose, y mi infancia se pierde en la mano rápida, en los ojos cerrados, en el sudor que corre por el cuerpo desnudo de Álvaro.
Tú también cierras los ojos, sudas, gimes.
Álvaro ya no puede detenerse, ansioso oprime altivo el instrumento tirano e inclemente. Al cerrar los ojos siento el manto que cae amargo—dulce al igual que el néctar se escurre entre los dedos, donde nadan mis ojos perdidos para siempre.
Mis espasmos son inevitables. Mi cuerpo se contrae y plega al tuyo que me siente, y alza el vuelo con un grito de ave cercana al cielo que nos cubre.
Me quedo quieta mirando al techo. Besándome nuevamente, sonríes y preguntas:
— ¿Te gustó?
Con una voz antigua y lejana, acampada en la infancia, te respondo casi en un murmullo.
— Si, mi amor.
Y el odio lento como alfileres se cierra sobre mis pupilas, mientras levanto la mano para acariciar tu rostro y sonrío.