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Lo que pasa es que tu hija no quiere hablar con vos y punto, chica, le dijo por último Graciela, ya sin ganas, sin anestesias y sin vergüenzas, siendo que minutos antes la excusa había sido que la niña no venía porque estaba jugando en la computadora, y era mentira porque antes ya había dicho que no había luz y antes de esa mentira ya le había dicho otra y era que la niña se había metido a bañar porque, adivina, estaba saliendo agua por la regadera, una improbabilidad gigantesca porque era lunes y los lunes no llegaba el agua, la verdad, hacía ya dos meses que ningún día llegaba el agua y seis meses que la regadera no sabía lo que era una gota y, acabadas las disculpas, Graciela se despepitó en sinceridades, es que Elisa está rebelde y si no quiere hablar con vos tampoco la voy a obligar, y ella insistió en que la niña tenía que tomar el teléfono, yo soy su madre y ella no se manda sola, y Graciela rebatió con un desgano tajante, ya te arreglaréis vos con ella después, yo ya no sé qué más decirle porque ella dice que las madres no abandonan a las hijas y qué hago yo si eso es verdad, y en esa retahíla estaban cuando, del lado de acá del teléfono, en esa esquinita de Brasil llamada Pacaraima, empezó a oler a chamuscado y Nina oyó gritos, ¡coño, nos están quemando! ¡Nos están quemando!, y vio de lejos a la gente espantándole el fuego a la carpa Coleman, que durante los últimos dos días había sido su habitación, su casa, su hotel, y ahora estaba comenzando a parecer una hornilla, ya te llamo, mami, y corrió, abriéndose espacio entre el desespero de gente que juntaba los pocos bojotes crepitantes a los que se resumían sus equipajes y sus existencias de los próximos días o meses o años.
Chama, yo me voy de esta vaina, yo no me quedo donde no me quieren, le dijo una muchacha de Valencia, vecina de carpa, mientras se juntaba a la estampida que cruzaba la frontera de vuelta para Venezuela, donde el infierno era infierno, pero era propio, constitucionalmente adjudicado, donde se tenía el derecho a la queja, aunque anduviera escaso últimamente, entre tantos peros de tufillo militar que le ponían al pobre. Nina quiso convencerla de que el incendio era solo un traspiés y que todos esos cientos de personas que los habían ayudado contaban mucho más que los cinco malaleche malparidos sinamor que habían quemado un campamento entero lleno de niños y adolescentes en espera de refugio. Quiso pero no quiso demasiado, porque no pensaba cargar con el peso de convencerla de una aventura que ya comenzaba en tragedia, ella había visto el odio en esos ojos, isso aqui não é Venezuela, porra!, ella había escuchado y entendido porque el odio, taca fogo, taca fogo em tudo!, no necesita traducciones, vão embora, seus filhos da puta!, el odio de esos que decían defender la ciudad de una horda de delincuentes, después de que uno o dos hijos de puta malandros, cuándo no, uno o dos de los miles que estaban ahí, hicieran alguna mierda que todavía nadie, ni siquiera una buena parte de los atacantes o de los que los apoyaban, sabía bien qué mierda había sido; ella había visto sus ojos, eran tan, tan poquitos si los comparaba con los otros que les llevaban agua y un lanchinho y cobijas, pero sus voces estaban tan repletas de saña y de miedo vuelto saña, parecían tan orgullosos grabando con sus celulares aquel momento de hacer historia, gritaban tan alto en su oído, que solo le dijo, pues que le vaya bien, mamita, y se quedó ahí, con sus tesoros salvados del fuego a precio de derretir la suela de sus tenis de tanto pisar, pisar, pisar las llamas hasta que la mochila dejara de incendiarse.
Pasó lista en su equipaje-casa y vio que, a diferencia de las bolsas plásticas y los tres rollitos aplastados de papel sanitario, focos de las llamas, el resto de sus cosas parecía haber sobrevivido. Sus cotizas seguían siendo feas, pero estaban intactas. Los tres jeans, el único mono, las cinco franelas, los cinco pares de medias, los tres sostenes y el único vestido, su favorito, uno que la había visto bailar salsa en una cantidad grosera de noches, estaban oliendo a la maldad del querosén; apenas se salvaron sus quince pantaletas, que eran ese número multitudinario porque si algo no soportaba ella era andar con pantaletas sucias y por esa misma obsesión las había metido dentro de una bolsita Ziploc y no olían a nada. A la carpeta plástica donde tenía los ítems más trabajosos, caros y exclusivos, como el certificado de no antecedentes penales y la partida de nacimiento, se le habían derretido un poco las esquinas y ahora recuperarlos sería un parto con fórceps. Su bolsa de boy scout, con linterna, navaja, yesquero, fósforos, cargador de celular y su combo de plato, vaso y cubiertos minúsculos, para comer poco, pero comer con dignidad, estaba tan perfecta como su neceser, al fondo de la mochila, donde jabones de baño y jabones azules, champú, toallas sanitarias, afeitadoras, algún maquillajito y hasta condones, por si acaso, habían salido ilesos. Verificó los bolsillos laterales y vio que ahí seguían, todavía sólidos pero a pocos grados de volverse una masa fundida de materiales, los lentes de sol que le había regalado Elisa algunos cumpleaños atrás, después de mucho ahorrar; su kit, psíquicamente indispensable para todo comedor de uñas, de cortacutícula y lima; un bolígrafo retráctil con su respectiva libretica de anotaciones importantes, como direcciones y números de teléfono, aunque ella memorizaba todo como si aún estuviera en los noventa; las llaves de una casa que, más por sentimentalismo que por lógica, Nina insistía en guardar entre esos objetos de terca necesidad: minucias sin las cuales se podía vivir, pero que la hacían sentir ella y no apenas una línea en una planilla de ACNUR.
Veía el humo, los focos aún prendidos, tan bonito y tan todopoderoso y resentido que era siempre el fuego, pensaba, nunca tan huérfana como en ese momento, aferrada a la letra de su padre, a la palabra hija que le colgaba del pecho eternizada en un amuleto de resina, pero pensó un poco mejor, vio un poco más ese paisaje humano devastado y se dejó sentir el temblor vivo que venía de su mano o de su pecho o de su dije, y la orfandad dio paso a la sospecha amable de aún contar con un abrazo protector, un filo hecho de muerte y de vida que había sido capaz de cortar el fuego antes de que la tocara, ese fuego que no solo destruía, sino que hacía que todo se volviera un mismo resto indistinto, desfigurado; todas las cosas, amadas o no, importantes o no, patriotas o no, acababan transformadas en un pedazo de carbón y tizne, y pensaba en cómo era posible que el desprecio tuviera el mismo olor que los terrenos quemados en Maracaibo, terrenos vacíos siempre rodeados de una cerca de bloques falla, porque nunca faltaba quien les robara bloques para construir una casita para que los suyos no tuvieran que aguantarse el olor a tantas basuras, aguadas o quemadas, que al final olían a la misma vaina, fueran basura de pobre o de rico o basura del restaurante chino o de la sede del PSUV o del baño de la Facultad de Humanidades, basura era basura, pensaba Nina que, así como esos terrenos, Roraima estaba en llamas, pero Roraima no era basura y ellos no eran basura, ellos no eran basura, ellos no eran basura, y aun pensando eso, aun así, por unos segundos se dejó tomar por la odiosa idea de que el aire carbonizado y maloliente que estaba respirando no era más que la estela que ellos mismos traían consigo, como si hubiera una hedentina intrínseca en todo cuerpo sudado, hambriento, asustado, que llegaba sin ser invitado, como si prendiéndole fuego a ese campamento improvisado en las bocas de la frontera, quienes los querían fuera de ahí estuvieran quemando alguna podredumbre que ese hormiguero inverosímil del que ella formaba parte, ese gentío atabardillado que lloraba en español por comida y cobijo y ONU y Operação Acolhida, había traído consigo.
Capítulo 1, tomado de la primera edición de Siruela, 2023