Adolescencia, de Yolanda Capriles
14/ 02/ 2013 | Categorías: CuentosNo fui al colegio en primaria. Todo roce extraño podía ser peligroso. Fuera del gran jardín, más allá de la reja, tenía lugar una vida brutal y proscrita. Aprendí las primeras lecciones con una vieja institutriz.
Sin embargo mi madre, más realista, comenzó a darse cuenta del retraimiento extremo en que me estaba criando y a temer las consecuencias de un choque inevitable; su lógica se impuso y, a nivel de secundaria, ya iba a un colegio para niñas bien reputado por su standing social y sus buenos resultados escolares.
Siempre se habla del deseo de aquellos que apenas tienen para subsistir por todas las cosas propias de los ricos. ¿Quién hablará del oscuro anhelo de los que al contrario, poseen cuanto quieren y envidian secretamente la para ellos mágica vida del pobre?
A los dieciséis años estaba terminando el bachillerato, y una vez por semana había de ir al instituto donde se hacían las prácticas de ciencias. Este instituto era mixto y, a pesar de mi gran timidez, allí conocí a un muchacho que despertó mi hasta entonces dormida atención. Era un as del deporte, capitán de su equipo y además su porte, sus rasgos y su modo de vestir desafiaban la crítica más severa. Y aun cuando yo no pueda decir otro tanto de mí, que tengo de mi familia paterna la fragilidad física y el poco tamaño, él me distinguió del grupo a la primera mirada.
En el colegio la moda era el mocasín en avanzado estado de vejez, algún suéter demasiado grande y la ausencia de toda joya por pequeña que fuese. En otras palabras, el colmo de la sofisticación. Por algo indefinible que capté en su actitud, acentué más todo eso. Poco a poco, con la intuitiva sabiduría que más tarde se pierde, fui creando una muchacha que yo hubiera querido ser, la Cenicienta de mis cuentos infantiles. Hasta a mis más íntimas compañeras oculté todo lo relativo a esa inclinación compartida, acaso por lo extraño de mi comportamiento.
Sabía que en los exámenes finales o en alguna fiesta de fin de curso tendríamos la oportunidad para conocernos más. Sólo una vez hasta ahora habíamos hablado porque yo misma lo evitaba a veces, también sin saber por qué. Ahora lo sé.
Las cosas, como de costumbre, resultaron distintas. Hubo en esos días una competencia deportiva de poca importancia, en la que iba a participar un ahijado de mi madre, de unos doce años de edad. No creí encontrar allí a una estrella de las primeras categorías juveniles. Lo vi a la salida, en medio de la gente, y traté de esconderme… En efecto, yo vestía de un modo que revelaba claramente mi condición. Además mis padres, jóvenes todavía, tenían ese aspecto sutilmente refinado de la fortuna aliada al buen gusto. A él le bastó una mirada, que en seguida desvió, y se quedó parado cerca, con el ceño duro, mientras nuestro chofer acercaba a la puerta de salida el lujoso automóvil.
Alguna vez nos cruzamos, como aquella, en medio de la gente, pero la mágica alianza se ha disuelto, queda el huraño rencor adolescente.
Del libro: El arquero dormido (Monte Ávila, 1972)
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Mi adolescencia fue tan pulcra, tan inocente, tan bien vivida en mi imaginación que no puedo dejar de identificarme con este pulcro, inocente y tan bien escrito cuento.
Larga vida a este portal.