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And now we rise and we are everywhere.
Una cabeza así podría verse desde cualquier parte. Yo también lo creería si fuera lo único que he visto, si no supiera cómo comenzó todo esto. Ya debería estar acostumbrado a las pesadillas, pero no es algo que pueda decidir yo solo. Supongo que alguien le ha hecho una canallada, y es probable que su código de honor lo haya impulsado a alejarse y a olvidarla ahí tirada sobre la acera. La noticia era mala, pésima, pero al mismo tiempo era fantástica; era como si la realidad te dijera al oído: «Todavía soy capaz de sorprenderte».
La cabeza del jaguar estaba dispuesta en medio de la calle, con ese esplendor que producen las carnes lamidas por el fuego. Miraba en dirección al cielo encapotado y húmedo, en un intento que buscaba perdonar a Dios después de todo lo ocurrido en el siglo XVI.
Cuando yo la vi desde el plano de la calle, frente al edificio donde vivo, ningún otro espécimen se había acercado todavía para comenzar a devorarla por la parte más jugosa de su garganta, donde comenzaba a asomarse un revoltijo de arterias mezclado con algo más brillante, que brotaba desde la tráquea. Los descomponedores de la cadena trófica de la ciudad de Maracaibo no se encontraban ahí esa mañana; el menú no podía variar tan drásticamente y sin ningún aviso. Quizás, por esa razón, sus pedazos todavía no atraían a ningún agente de la actividad microbiana, que se apoderaría de aquella cabeza, y desactivaría el miedo al que estábamos llamados a asistir como un rebaño.
Ni siquiera los zamuros de los últimos meses de desaseo habían metido sus picos en esa composición urbana. Se apreciaba sobre la cabeza un halo diferente al resto de la calle, un espectro de muy mal semblante, que dejaba de fondo un gris absoluto. Brillaba con luz propia, como si en cualquier momento comenzara a regenerar sus células para convertirse en otro animal. La sangre escurría viscosa alrededor y dibujaba una mancha que comenzaba a tragarse el asfalto. Algunas hojas secas se amontonaban a un lado. Si hubiera traído conmigo una cámara, habría tenido una foto para mostrárselas; necesito tratar de completarla: una cabeza no puede transitar sola y sin respuesta sobre los hechos que reclama. Creo que me identificaba con esta; de otra manera, no la habría descubierto.
El crimen tuvo que haber ocurrido en horas de la madrugada, cuando el cansancio rompe las cuerdas de la desconfianza y quedan las cosas absorbidas por lo oscuro. Todo parecía muy reciente; aún se podían distinguir los movimientos y las huellas, confundidas en el aire. Era como un fenómeno secreto, que por lo demás no afectaba la costumbre de nadie. Quise acercarme y enfrentarme, como lo hubiera hecho mi padre, desde una actitud firme, decidida, pero me parecía raro no ver a nadie más capturando el hecho con un teléfono celular. Por eso detuve mis reacciones heredadas; no quería irme de boca ante un suceso de esa categoría, cuyo signo no respondía a nada conocido. Me preguntaba por qué no tenían el mismo interés que yo de averiguar sobre ese extraño fenómeno del día, acumulado de las sustancias imborrables que suelen estar adheridas a los rituales.
Los criadores de ganado de Santa Bárbara siempre han estimado esa especie como una verdadera plaga, capaz de hincar los colmillos y romper el cuero apretado de los terneros, para luego esconderlos en su madriguera y hacer estragos. Estaban tan seguros de eso que los niños, cuando veían una bandada de zamuros en el cielo, decían: «Un jaguar». La suspicacia que generan es relativa al prestigio que le da al cazador la extracción de su piel para confeccionar atuendos estrafalarios. A mí me parece que no serían capaces de atacar a las reses o a los caballos, sino, en todo caso, a los hombres.
Yo ignoraba si aquello estaba guiando a una secta de aprendices. No me fue complicado desconfiar del juicio de Rolando Meyer sobre su estética del empirismo radical, con el que está acostumbrado a comunicarse en los espacios públicos del país, en nombre del artivismo urgente. Por eso no hacía falta alardear en creer en una alucinación. Sin embargo, ese azar, ¿no significaba abrir la puerta a la violencia y a la corrompida práctica de lo policial, como sucede a veces en los happenings?
Pensé que podrían estar conduciendo nuestras vidas a un tiempo y un espacio irreconocible, obligándonos a fijar la atención en un proceso adictivo y energético, hasta volvernos locos. Si no era así, entonces, se trataría de una actuación. Pero luego la situación se puso al descubierto, producto de un análisis simple: un animal que no está acostumbrado a pasear con su dueño y deshacerse de las descomposiciones diarias junto a otros de su especie, no es un animal que pueda vivir aquí con nosotros. (No en un lugar donde la guerra ha comenzado a ser la parte más fea de la paz).
Entonces, no lo hice; me quedé a cierta distancia, sin destilar miedo, sin convencerme de nada. La atención es un bien escaso entre los humanos; tendríamos que aprovechar la oportunidad para rescatar todo lo que hayamos perdido, como si fuera algo importante, y no como la simplicidad de una tragedia. Días antes, habían desconectado un explosivo en el horno de la pizzería de El Negro. Era preferible evitar cualquier riesgo innecesario, por las dudas se tratara de la misma banda de anormales que intentaba una vez más acabar con el último reducto de nuestro sueño.
Los comercios abrieron sus puertas al rumor de las persianas metálicas. La señora Lourdes ordenaba cada uno de los vidrios templados para celulares en un carrito de supermercado escoltado por la sombra de un paraguas enorme y colorido. Algunos niños caminaban, tomando las manos de sus madres soñolientas, peinados con exactitud, envueltos por camisas blancas y pantalones afilados. Correas y zapatos negros. Las caras recién lavadas. Sus pasos eran marcados en grandes zancadas, como si comenzaran a desprenderse de los lazos familiares, huérfanos de cualquier asombro. Y la cabeza, justo en medio de la vía por donde todos pasaban como ajenas invenciones, antes del rayado del primer semáforo, en diagonal al distribuidor que conecta con lo más grande y sustancioso de la ciudad. Me quedé observando mientras tomaba un café negro en el quiosco de William, un hombre reducido al efecto más narcótico de la nobleza, cargado de un rostro lleno de arrugas con las que se enfrentaba a los peores males, como si, desde esa parte de su cuerpo, la Tierra lo estuviera jalando insistentemente hacia su centro.
Con él tenía el gusto de conversar todos los días para poner a descansar mis acumulaciones de quejas y de ladillas.
No quería ser yo el primero en avisar sobre lo que nos sentenciaba en silencio. Su mayor encanto no era su presente, sino la previsión del desenlace. El porvenir latía sobre su frente; intentaba filtrarse como el futuro, abriendo la piel seca de la realidad. Uno, a esta edad, difícilmente controla los nervios, sobre todo cuando no reúne el dinero suficiente para completar su tratamiento. En algún momento, alguien iba a levantar un grito de alarma desde los asientos de un auto, de tal forma que provocara un choque en la esquina del taller de electrodomésticos de El Chato Ramírez. Ocurriría en minutos; por eso consideré que tomarme un café daba el tiempo perfecto para no perderme la primera reacción y su lamentable asalto. No se puede ser tan indiferente y dejar caer así la vida.
Pasó el tiempo, pero fui defraudado, como lo supuse. Me tomé el segundo café y el tercero, mientras todos se adherían al mismo carácter distante, como maniquís guiados por un control remoto. ¿De qué material estaban hechos esos personajes tan descomplicados, que mostraban sonrisas a quemarropa y caminaban con tanta soltura? La cabeza del jaguar sudaba; cualquiera lo hace en Maracaibo: hasta los animales muertos sudan. Las manchas resaltaban como el manto estrellado que acontece dentro de los animales muertos.
—¿Tú crees que alguien se enterará de su presencia? —le pregunté a William.
—¿La de quién?
—Coño, no me estás parando bolas. La vaina como que es verdad.
—Señor Javier, usted no se preocupe: ya para mañana esa cabeza se la lleva el camión del aseo.
—Yo creo que tú tampoco estás entendiendo, William. Es un animal peligroso en medio de la calle. ¿Sabes lo que podría estar detrás de todo esto? Tú y yo somos caraqueños, pana.
—Bueno, pero ya está muerto. Nadie corre peligro.
—¡Mira a la gente antiparabólica, como si fuera un gatico destripado a orillas de la carretera! Estoy que prendo un peo, para ver si alguien espabila. Nos pudieran estar lanzando una maldición, y la gente ahí ahuevoniada.
—Si no fue que ya nos la lanzaron…
—Los niños no le temen a la muerte y mira: casi que saltan la cabeza. Parece que los ojos estuvieran mirando y todo; yo no entiendo. Si esto continúa, creo que tenemos una sola posibilidad: marcharnos de aquí, todos.
—No se le acerque mucho a esa cabeza, señor Javier —me advirtió William.
—¿Por qué lo dices? Piensa en algo, no te quedes pegado. ¿Qué representa un jaguar? Fuerza, sigilo, poder, agilidad y la capacidad de aterrorizar a su presa. Lo mismo que están haciendo con nosotros. ¿Te estás fijando?
—No quisiera que le pasara algo malo. Eso fue que se lo robaron para comérselo.
—Los manifestantes de ayer sacaron al jaguar del zoológico para intimidar a la guardia en la protesta. Lo sacrificaron: eso fue. Pero qué locos están esos tipos. ¿Te acuerdas de cuando se escapó el rinoceronte y andaba por la avenida Cecilio Acosta? Terminó en la noche por el Lago Mall, volviendo mierda todos los puestos de la feria de comida.
—Mire, ahí viene una parejita; estos sí son los tipos que van a…
—Me voy a llevar esa cabeza. A nadie le hará falta.
—…
Le pagué seis cafés a William. Como dijo Stubb, «No sé muy bien lo que me espera, pero, de cualquier modo, iré hacia eso riendo», y me dirigí al lugar con la música del fin que me acompañaba, como si no pudiera faltarle a la verdad. Mis pasos se hundieron sobre los vapores de la calle a un ritmo lento; era peligroso caminar por donde todos caminaban, sobre todo llevando este peso que yo llevaba. Calculé los pasos; aguanté hasta la respiración. Mi corazón se resbalaba y daba vueltas en su propia sangre. Me detuve frente a la cabeza; era todavía más grande que lo que parecía su reflejo. Preferí estar a la misma altura de los ojos fijos y bien abiertos del jaguar; estaba a punto de finiquitar una deuda real y prolongada. La tomé; hice un nido con mis manos, y la eché dentro del bolso de cuero, donde traía los papeles de la venta de mi camioneta. La cabeza concentraba un peso difícil de cargar, o de pronto era el miedo a la posibilidad de que la muerte se instalara en mi casa como un pariente. Posiblemente, estuviera acumulando la rabia y frustración de algún combate frustrado de su vida anterior. El cierre no funcionaba; la dejé así, con las orejas y con buena parte del cráneo por fuera. Me despedí de William a la distancia, y escapé del sitio.
Llegué al edificio, entré al ascensor, y decidí no mirarme en el espejo para evitar tener que demostrar alguna felicidad. Vi mi nombre resaltado en una sucia hoja tamaño carta: debía once meses de condominio, pero eso no me inquietaba tanto: pasaría moroso el resto del año. Una mujer me acompañó en el trayecto de tres pisos; se fijó en mis manos, que descansaban sobre el bolso, y notó las manchas alumbradas de la cabeza del jaguar. Se negó a mirarme a los ojos. Desconozco desde hace mucho tiempo la causa de mis propios problemas, así que no tengo interés en empatizar con nadie. Yo actuaba normal para no levantar rumores. Los rumores siempre dicen la verdad, y era preferible ser prudente. Abrí el departamento; me quité los zapatos antes de entrar. Fui a la habitación; saqué la cabeza del bolso y la puse sobre la mesa de noche junto a los libros de matemática de Navarro y a unas revistas Penthouse del año 92, con las que limpio los vidrios de las ventanas. Procedí a restregarme la piel con un cepillo enjabonado. No se desprendía ningún olor a carne descompuesta; sin embargo, algunas líneas de sangre ya comenzaban a bajar por el borde de la mesa. Me acerqué de nuevo a la cabeza: estaba intacta. Más bien reconocí en esta cierta compañía lejana; descubría esa hermosa facultad en la muerte y debía ser agradecido con el mundo por habérmela revelado a mí, y a nadie más. Fui feliz por un momento, a pesar de que no pudiera confirmarlo y aunque tuviera la hiriente sensación de que nunca más volvería a serlo.
Me serví los restos de un almuerzo que habían quedado en algunas ollas destapadas; fui de nuevo a la habitación y comencé a indagar sobre el único asunto que me ocupaba. Tenía la tarea de descifrar su verdadero sentido antes de verme obligado a hacer otra cosa. Me di cuenta, después de haber rastreado bien sobre su carne dura, de que no tenía ninguna utilidad quedármela y hacer vida a su lado, ni ponerle nombre o utilizarla como depósito de inútiles confidencias. Pensaba sobre todo en su parte exiliada sin visión ni olfato, desentrañada frente algún preescolar o en la puerta de una peluquería, buscando insistente su cabeza o simplemente esperando a que ella llegara por su cuenta para cobrar la mayor de las venganzas amazónicas. ¿Estaría alguien más del otro lado de la ciudad mirando sus patas, su estómago abierto? Cuestión de siglos saberlo. Tuve la certeza de que me encontraba frente a una artimaña cruel, porque nunca nada queda librado al azar.
Puse debajo de mi lengua la mitad de la pastilla que me quedaba; tomé los dos vasos de agua de siempre y me fui tendiendo lentamente sobre la cama. Troné mis dedos; le puse la mano en la frente a mi pequeño animal sin madre ni recuerdo, como intentando disculparme de un hecho que no me pertenecía. La cabeza no dejaba de mirarme con un brillo natural. Detallé todos sus pliegues sobre el cuero seco: eran como cursos de agua; se podían sentir todavía sus últimos minutos de vida al correr entre la multitud con algún mineral diminuto metido entre los dientes. No tuve otro pensamiento sobre el caso: podía asegurarme de que estaba por comenzar algo que no terminaría nunca, ir contra toda expectativa (es lo más saludable). Lo decidí: al día siguiente por la mañana, la devolvería al basurero de la avenida 14 G de Las Delicias Norte, donde había aparecido como una sombra. Había que dejar todo lo conocido en la tierra; no hacía falta alarmar a nadie. Ya nos iríamos acostumbrando a estar sin su luz; un recuerdo así no cabía en mi vida. Mañana llegaría el olvido a arrasarlo todo.
Cerré los ojos. El sueño no me llegó tan rápido, pero me entregué con una torpe intensidad.
La madrugada comenzaba a darles luz a las cosas. El aire se replegaba contra las paredes. Miré por la ventana, y las nubes seguían detenidas involuntariamente, cuando de la boca del jaguar se escaparon unos sonidos con una especie de delay, que rebotaron contra mi cuerpo. Los sonidos tenían una precisión aguda. No rechacé su primera melodía. Definitivamente, eran palabras con un efecto muy claro. El volumen fue suficiente como para otorgarles a mis primeros sentidos del día un estado de alerta, envolviéndome en una acorazada brutalidad. Habría esperado cualquier otra resonancia antes de su declaración, así que tomé la cabeza con las dos manos y me la llevé a la altura de mi rostro con el deseo de enterrar mis ojos en los suyos, como lo había hecho con mi padre la última vez que habíamos cenado juntos.
La cabeza cambiaba sus colores como la bola disco de un bar. Cada vez que intentaba articular una frase, el brillo era más penetrante. De pronto entendí que nuestra relación se había vuelto familiar: solo ella era amable, dulce y estaba de mi lado. Dirigí mi oreja sobre su boca todavía húmeda y pude escuchar en estéreo su voz carrasposa.
—Te contaré lo que va a pasar en Venezuela los próximos veinte años —anunció la cabeza.
La sostuve con fuerza. Me sentí puro e invencible.
—¿Cómo es la vaina?
Del libro La edad del búfalo (La Kuentonática ediciones, 2024)