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«Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal: está en nuestras lágrimas y en el mar.»
Khalil Gibran (Poeta libanés. 1883-1931)
A mi hijo Daniel
A mis padres, donde estén
Se estaba ahogando. Yacía tendida inmóvil, casi a ras de la superficie marina. A través de ella, sobre sus ojos veía los rayos iridiscentes del sol que se filtraban hasta su cara. Era un hermoso efecto visual que acompañaba al silencio profundo bajo el agua. Pero debía respirar, movió la cabeza y los brazos con desesperación, trató de gritar…
—¡Señora, señora, despiértese! —le decía una voz con apremio mientras la sacudían con suavidad por los hombros—. ¡Despiértese, tiene una pesadilla!
Aún con el corazón desbocado, Montse abrió los ojos y con voz entrecortada, preguntó:
—¿Ya llegamos?
La aeromoza, poniendo un vaso con agua en la mano de Montse, respondió:
—No, señora. Faltan 20 minutos para aterrizar en Maiquetía.
***
Montserrat Escudero Manrique había nacido cerca del rumor del mar, en Manicuare, un pueblito de la península de Araya en el oriente de Venezuela. En esa península se encuentra uno de los mayores reservorios de sal del planeta, de enorme importancia en el pasado; el pequeño pueblo donde ella había nacido estaba a muy pocos kilómetros de la salina.
Era descendiente de una familia patriarcal de inmigrantes, siendo ella representante de la cuarta generación de propietarios de grandes extensiones de salinas, cuya fortuna crecía o mermaba con los vaivenes de cada generación y con los del país. En ese lapso de casi 150 años de historia familiar, Venezuela pasó de ser una economía prepetrolera para luego llegar a tener en la renta del petróleo la principal fuente de ingresos del fisco nacional. También en ese largo período se turnaron gobiernos democráticos con dictaduras de distinto signo, y cada uno de ellos fue dejando su sello en la actividad salinera, en los habitantes de las salinas y en la familia de Montse.
Ya en el siglo XX, la familia Escudero seguía explotando sus posesiones y en ese contexto pasaron varios años de la infancia de Montse. La impronta de sus antepasados, reconocidos no solo por sus riquezas sino por su fama de benefactores de la sociedad, dio lugar al acendrado orgullo de los descendientes, Montse en primer lugar. No obstante, al regresar a su pueblo de origen, su identidad, antes acorazada por ese profundo sentimiento, comenzó a descalabrarse ante los hechos que fue descubriendo.
La ruta de vida previsible para Montserrat Escudero Manrique en ese pueblo salinero se torció al morir su madre, ya que, por acuerdo familiar, a los 13 años fue llevada a vivir con su tía a Málaga, España, donde se hizo periodista y escritora.
Pocos años antes de marcharse a España, y durante muchos en ese otro país, sufrió agotadoras pesadillas que la asolaban con frecuencia. En una se veía en un sitio oscuro, era de noche y se iba acercando a un lugar donde había voces agitadas, gritos, llantos y exclamaciones. Se asomaba entonces tras una enramada para poder mirar qué había allí, pero en ese instante se despertaba llorando, con una crisis de pánico. Y no lograba mirar el objeto de su terror.
Otras noches era el mar, que no la dejaba respirar, que se la tragaba; en esas pesadillas sus familiares presenciaban lo que ocurría, pero no hacían nada para evitarlo.
Pasaron los años y Montse en Málaga hizo algunos intentos de terapia, falsas maniobras suyas para develar el origen de las persistentes pesadillas. Su apego obsesivo a las “verdades” de la familia sobre sus orígenes, los valores incuestionables con los que creció, sobre la honorabilidad y bienhechuría social de sus antepasados, le impedían conocer los verdaderos hechos. Sin embargo, una fuerte intuición le decía que su historia no era la que le habían contado, que había algo más.
Fue en ese tiempo cuando recibió un correo de una prima avisándole que había muerto Nereo Segundo Escudero, su padre. Aunque se había prometido no regresar jamás, ahora debía volver a su país.
Muy pronto sabría que su larga estadía en Málaga había sido solo un punto de inflexión antes de que se completara el círculo de su vida. Entendió que todos los hechos de su existencia en España guardaban la marca de una normalidad incolora antes de que sus pasos la llevaran de vuelta al origen de todo, a Manicuare. Al final comprendió que a veces la vida se distrae antes de mostrarnos lo importante, y ella pronto lo descubriría.
Ahora era 2010 y regresaba a Venezuela luego de más de treinta años de ausencia. Venía, tal era su propósito original, a enterrar a su padre y, como heredera única, a cerrar para siempre la casa familiar de varias generaciones. Ya en el país, sin embargo, se le fueron develando claves ocultas familiares; fue descubriendo oscuras e insospechadas verdades sobre sus ascendientes. A su vez, los males del populismo, la demagogia y el patriarcado paternalista en sus antepasados en particular podían proyectarse a todo un país y explicar cómo pudo surgir un régimen como el que encontró a su llegada.
El verdadero viaje de Montse comenzó al llegar a Venezuela.
***
—Montserrat, escuche —le dijo con voz suave el doctor Jorge Robles—. A los venezolanos no les gusta profundizar mucho en sus conflictos internos; los pacientes venezolanos que atendí durante tantos años en Caracas, o los migrados que atiendo ahora en Málaga, solo quieren aliviar rápidamente el síntoma que los trajo a consulta: ansiedad, depresión, angustia, o cualquier otro. No quieren “enrollarse”, como dicen, solo seguir su vida lo mejor posible, sin revolver mucho las cosas. Son superficiales. Gente solidaria y divertida pero superficial. Se lo digo con conocimiento: viví y ejercí de terapeuta durante más de 20 años en Caracas.
Montserrat, venezolana viviendo muchos años en Málaga, desde mucho antes de que llegara la “revolución bonita” a Venezuela, cruzó los dedos de ambas manos e hizo el gesto de responder; se contuvo, sin embargo, mientras organizaba su pensamiento.
—Lo que pasa, doctor Robles, es que no veo por qué seguir buscando razones para el descontento. Me siento bien conmigo y con mi vida en este momento.
—¿Y los sueños recurrentes en los cuales el mar se la traga y se despierta angustiada? ¿O su terror frente a una escena que nunca vio, una noche en el patio de su casa, mientras estaba mirando tras una enramada? ¿O su fuerte intuición, que me ha comentado, de que hay algo no claro en su historia personal, como si le hubieran contado una que no era la suya?
Montserrat se revolvió incómoda en el diván donde estaba recostada.
—Sí, eso le había comentado cuando vine a la primera consulta hace un mes —le dijo de mala gana—, pero ahora creo que se ha aclarado lo de la posesividad de mi madre y la sensación de asfixia que eso me causaba cuando estaba pequeña. Creo que eso puede explicar mis síntomas, que ya se han aliviado. Ahora rara vez sueño con el mar o pienso que haya cosas ocultas en mi vida.
—Es decir, piensa que ya resolvió el gran malestar que la trajo aquí hace menos de un mes —comentó con calma el doctor Robles.
—Sí, doctor. Y le agradezco mucho su profesionalismo y atención, de verdad lo agradezco.
Había acabado su última sesión psicoanalítica y se despidió con un cálido apretón de manos. Salió del consultorio pensando que habían pasado sus 45 minutos sin ninguna consecuencia desagradable para ella, y respiró aliviada. Dio así por cerrada su experiencia con el psicoanálisis, en Málaga o en cualquier otra parte del mundo.
En ese momento recordó que, en una ocasión, siendo ya adulta y con varios años de haber llegado a España, una depresión, que amenazaba con llevarla a un pequeño infierno, le hizo acudir a la consulta de un psicólogo. Cuando comenzaron a develarse algunos hechos de su infancia y de su familia que no cuadraban con lo que ella creía que había sido su vida, dejó de ir a los encuentros terapéuticos.
Con esos pocos avances y la mejora circunstancial de sus síntomas, consideró que ya era tiempo de cerrar ese capítulo. ¿Para qué revolver su vida?, se dijo Montse, igual que ahora.
Revivió con escalofrío su pesadilla, la más frecuente, en la que se veía avanzando en la oscuridad hacia un sitio lleno de voces y gritos de pánico. Se asomaba tras una enramada para ver la escena, pero en ese momento se despertaba llorando con un terror sin nombre. Muy de vez en cuando el sueño tenía que ver con el mar: este y la sal en sus orillas la cubrían asfixiándola, sin que ella pudiera salir, aunque sabía que estaba casi en la superficie. Despertaba dando patadas al agua, buscando salir, sudada y con el corazón desbordado.
Cuando la asolaban las pesadillas, los siguientes días se acostaba temerosa de que se repitieran.
Unas semanas antes de asistir a la consulta del doctor Robles, su sueño de horror ocurrió cercana la madrugada; luego no pudo volver a dormirse, estaba sobresaltada y pasó varias horas en un duermevela angustiante. Al final sonó el despertador. ¡Vaya ironía! Suena con relajantes sonidos marinos in crescendo, pensó. Fue a la cocina, encendió la cafetera eléctrica y mientras iba al baño y luego al vestidor, pensó que ya era el momento de buscar alguna explicación sensata.
Más tarde, al llegar a su trabajo, al apagado “Buenos días” de Montse, su jefa y mejor amiga, Amparo Rivedo, le preguntó riendo de su propio comentario:
—Niña, ¿de dónde vienes? Pareces escapada de un capítulo de The Walking Dead.
Como Montse no respondió inmediatamente, la miró y con un gesto la interrogó.
—Tuve otra vez la pesadilla, casi no he dormido.
—¿Y es que tú no piensas buscarles respuestas a esos hermosos sueños tuyos? —comentó con ironía Amparo.
—¿Y qué más puedo hacer? —preguntó Montse con gesto de impotencia—. Ya te conté que hace años fui a un psicólogo para nada.
—¡Hace siglos de eso, chica! ¡Ahora son peores tus pesadillas!
Luego agregó:
—Mi amiga Luisana va a un analista que parece la mar de bueno. Si quieres le pregunto.
Al día siguiente le dio el teléfono y las redes sociales del doctor Robles
—Para que después no tengas la excusa de que no lo pudiste localizar —le dijo guiñándole un ojo.
El doctor Jorge Robles era un reconocido psicoanalista argentino que tuvo que huir de su país acosado por la dictadura de los 80. Como cientos de latinoamericanos que en ese entonces sufrieron dictaduras sanguinarias en sus países, se asiló entonces en Venezuela, ese país democrático y de floreciente bienestar en el que encontraron receptividad, empleo y reconocimiento.
Luego de más de veinte años viviendo en Venezuela, la llegada de un gobierno autoritario le trajo amargos recuerdos, y sin esperar que se confirmaran sus sospechas sobre el tipo de régimen que tendría que volver a vivir, decidió migrar de nuevo, esta vez a España.
De la edición de Ficción Breve (2025)