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Destrucción, ten piedad

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Ventanilla primera
Stavanger / Frankfurt

Aislar, guarecer. Extender la lágrima.
Eso hace un párpado entre la pupila y el limbo.

 

Velar, amortajar. Desestancar la lágrima.
Eso hace un párpado cuando aletea.

 

Hay ojos de llantos insuficientes.
Párpados que extraviaron toda posibilidad de arrastrar detritos, resurgir en su lentitud, claudicar ante el sueño.

 

Ojos secos.
Ojos sin ojos.

 

El diagnóstico no fue preciso.
A su regreso a Stavanger practicarán pruebas que constaten la eficiencia de su película lagrimal, posibles lesiones, acaso males congénitos.
Por lo pronto los ojos de la viajante son sequeral.
Lleva consigo lágrimas artificiales. Un par cada dos horas. Como si no tuviese razones suficientes para inundar la cabina, desbordar cada una de las aguas que está a punto de sobrevolar.

 

El avión no despega aún.
La viajante junta los párpados.
Permanece en una duermevela de desierto, con picor y arenilla.
Basta aguzar la escucha para saber que los pasajeros no terminan de acomodar su equipaje, que las aeromozas dan instrucciones que apenas consiguen reordenar la modorra, que su compañero de asiento está demorado.

 

Los vuelos tempraneros encarnan un raro magisterio.
Se parte de casa con dejos de conciencia.
Y no se recupera hasta más allá del arribo.
Todo ocurre en medio de una virtuosa quietud.
Atmósfera perfecta para quien ha jurado no hablar con desconocidos, no volver a hablar hasta toparse con su destino, seis aeronaves y varios husos horarios más allá.

 

La viajante continúa con los ojos apretados.
Ocurre el final del verano, cuando la luz se toma veinte horas y la noche apenas cuatro.

Es nocturna.
Prefiere invierno, madrugadas macizas.
Cortinas, una cotidianidad de oquedades.
El párpado que ennegrece, ocluye, separa.

 

En Stavanger aprendió a convivir con la desconocida de sí misma que siempre fue. En la ciudad natal todo es diferente. Día y noche están perfectamente acompasados. Tienen semejante desenlace a lo largo del año. No es tópico que distrae, que asombra.
Ahora, en Noruega, consciente de su pequeña vida extranjera, la luz es paréntesis. Poco cuenta a la parentela más allá de la determinación de la luz. «Son las nueve de la mañana y comienza a amanecer». «Son las tres de la tarde y ya anocheció». Así en correos electrónicos. Así en chats, visitas de video.

 

El avión está por alzarse.
Las aeromozas se resguardan.
Momento del cinturón.
Nunca antes. Por la carne sobrando encima del sexo, excedida del cojín, usurpando, el antebrazo aplastado contra el fuselaje.

 

Las ventanillas transpiran una rendija del austero norte, una claridad punzante, anaranjada, paleozoica.
A su lado nadie que pregunte, comente, insista.
Nada que horade su prometida orfandad de palabras.

 

Recostada a la ventanilla, se dice la viajante:
Hare krishna, hare krishna, krishna, krishna, hare, hare.
Años rezando esto que no entiendo. Avión tras avión,
solo por aquel amigo jipi.
También un Ave María si estoy nerviosa.
Rezo antes del despegue, siempre.
No temo a los aviones.
O sí. Me asusta el vacío bajo mis pies. Solo al despegar.
Después gozo la conciencia
de estar atrapada en un tiempo muerto,
sin albedrío, sin culpa. Qué frío.
Por fin en el aire.
Raro plural somos en los bordes de la muerte.
La muerte. Mejor no pienso en ella.
O sí. Es la razón de este viaje.
Qué cansada estoy.
Dormí poco anoche.
No duermo cuando sé que viajaré.
No hay entusiasmo, como en cualquier viaje.
Es tristeza. Este es un viaje en tristeza.

 

El ir y venir de aeromozas sobresalta a los pasajeros. Se descorren ventanillas, huele a café. El trayecto será breve. Dos horas sobre el díscolo humor del mar del Norte.
Los vuelos desde y hacia Noruega suelen ser silenciosos cuando no hay turistas. Eso le gusta. El ímpetu vikingo se apacigua con los climas y la solvencia de cierta mesura propia.
Todo es tan antagónico al lugar de donde proviene. Ruidoso, informal, apostrofado, siempre en desacato. Ciudad de excesos, ingenio sin índole, cierta vocación de inclemencia.

 

Rara avis.
Por un anciano temperamento, desde pequeña escogió el temple. También la amargura. Tanto desmán a su alrededor hizo de ella una niña aislada, una adolescente tosca, ahora una mujer contenida.
Temprano acopió los afilados vocablos con los que delimitaría el mundo.

 

Entonces el desayuno: pan con semillas, una lonja de pepinillo y otra de huevo, un tubo de paté y café menos caliente de lo que le apetece. Los inmigrantes suelen denigrar de los condumios noruegos. Ella se acostumbró al viento, al granizo, al horario de los camiones que recogen la basura reciclada, a las comidas, a los domingos clausurados.
Después de quince años, se acostumbró a casi todo.

 

Con los ojos en la transparencia más allá, se dice:
Una arepa.
Pronto una arepa con mantequilla y queso.
Dicen que escasea la harina de maíz.
Dicen que mi paisito está devastado.
Que estos años han empeorado
todo aquello por lo que me fui.
Dicen que no reconoceré las calles,
los mercados, a la gente, que es puro hueso.
Que no me reconoceré.
Me obligaron de alguna manera, cierto,
aunque me fui con gusto.
Igual me habría ido.
Irse es como ser ala o pie.
Una naturaleza. Irremediable.
Era muy joven.
El paisito dejó de prometer.
Debía hacerme de otro mundo.
El tiempo me ha dado razón. Todo es peor.
Pan duro, pan del horror.
Hace frío.
Qué fea esa aeromoza,
le vendría bien otro color de cabello.
Digamos que me hago a la entereza.
Después de todo,
este viaje me desarma.
Podría pintarme el pelo de azul.
Me reprenderían en la empresa.
Una ingeniera debe parecer inmune a modas y arrebatos.
Una ingeniera geodésica es recta, invariable.
A los cuarenta años ya pocos se atreven a cambios.
Azul, nos vendría bien el cabello azul.

 

No vuelve a dormirse. Deja la lectura para un vuelo más entrado en el día. Desde su butaca azul, en la fila veinte, observa las cabezas que forman una superficie informe. Un mar. Peñascos. El calvo, la mujer del turbante, la rubia, el chino de cabello al rape. Todos lo mismo. Cabezas que viajan por tan distintas y primordiales razones. Siameses. Nunca volverán a verse. Tal vez tropiecen de regreso, sin hablarse, sin mirarse, sin saberse.

 

Recuerda que a la espera de un avión se topó con quien sería un tormentoso y breve entusiasmo. Lo vio y de inmediato lo desatendió. Luego habría otro vuelo y una nueva coincidencia. Lo reconoció, por guapo. Lo volvió a olvidar hasta que casi la atropella con su rarísimo automóvil. Luego —porque esa historia giró hasta desbocarse— fue su profesor. Solo entonces confesaron desearse un poco.
Serían estrago.
La impotencia de él, la ignorancia de ella, serían estrago.
Otros amantes no importaron.
Nadie hizo huella, nadie desastre o alegría. A ninguna edad, ni siquiera al comienzo, en la adolescencia, cuando por curiosidad probó cuerpos de variados vigores. De tiesura distinta a la suya. De goces herbosos como los propios. Exploró sin insistir. Como si muy pronto hubiese estado trazada su apatía, una suerte de asepsia amatoria que ahora es su mayor potestad.
Nada del corazón o del cuerpo la atormentan.
Nada es carne en su sencilla aceptación de que no hay otredad.

 

Demasiados rostros caben entre los codos de un viaje.
Ninguno supone memoria.
Suceden como el paisaje en una ventanilla. Sin detalle, sin etimología. Marasmo.
No recordará a la aeromoza más tosca, a la más delgada. No recordará al anciano tropezado en el baño, a la mujer con un bolso grande, al joven de mal olor.
Nada será remembranza.

 

Urgen lágrimas. Dos en cada ojo.
Ha desaprendido las virtudes del llanto propio.

 

Estira el brazo y desvía las salidas del aire acondicionado.
Busca el teléfono móvil para escuchar música.
Desiste en plena tentativa. Allí solo hay fragmentos de réquiems. Varios. Los que oye desde niña porque eran el sonido de los domingos. Los que ponía su padre al despertar.
Solo réquiems.
De Mozart, Haydn, Berlioz, Schumann, Brahms, Verdi. En casa tiene muchos.
Completos, antiguos, contemporáneos.
Sacrílegos cantos de metal, parecidos a la crudeza de su desañoranza.
Nunca comprendió del todo el goce musical del padre. Médico internista, culto, dado a las experiencias estéticas, prefería los réquiems a cualquier otra pieza del repertorio clásico. Los coleccionó en cintas, discos y cedés. Decía que eran altisonantes como el alma humana. que tenían espesura, alevosía. que por haber sido compuestos de cara a la muerte, eran honestos. Pensaba que son superiores las obras de arte de los condenados, los desahuciados, los suicidas. Decía que un réquiem no entristece, que hace ver el mundo menos frágil. Eso creía él, eso dice también ella.

 

De haber hallado su teléfono habría escuchado un fragmento del Dies Irae de Karl Jenkins, dedicado al padre del músico británico. Con haikús y hip hop.
Primoroso para iniciar el descenso al infierno.

 

No hubo réquiem para el padre.
Aquella muerte sucedió sin origen, un mes antes de que la viajante hallara trabajo en Stavanger. Un infarto mientras dormía.
No hay música aguardando ira, venganza. No es deuda. Jamás lo fue.
El adiós arroja prioridades.
La viajante quiso un altavoz en un costado de la sala funeraria. No la dejaron. No insistió.
La familia pequeña y agria no admite alardes de piedad. Los cantos religiosos habían sido asunto de casa cerrada. La madre los permitió como una más de las rarezas del marido, de modales a ratos afeminados, vozarrón que se quebraba sin más, extraño gusto por los zapatos pulidos. El hermano era joven, lo ignoraba todo.

 

El padre fue la única ternura acopiada.
La madre orden y revestimiento de realidad.
El padre corpulencia salvadora.
La madre temía a todo, desconfiaba de todo, lo odiaba todo.
Era el padre quien atendía pesadillas, él cuando fiebres, espantos.
La viajante piensa, a ratos, que lo mató la madre con sus impedimentos.
Jamás hubo conversaciones abisales entre padre e hija. Nunca preguntas.
En la creencia de que llegaría el momento oportuno, la historia y la memoria común se quedaron sin pasadizo. Todo era tácito entre ellos, los lazos, la presencia, el amor. También la suposición de que entre padres e hijos hay una separación irremediable, cosas que no se dicen, que es normal jamás saber.
La adultez llega, piensa la viajante, cuando uno de los padres muere y se comprende que intemperie significa que ya nunca podrá restituirse la ilusión del nosotros.

 

Falta nada para Frankfurt.
Anuncian el aterrizaje. No hay alivio en ello.
El verdadero arribo queda lejos aún, no quiere pensar en él. La espera un avasallamiento familiar, premuras, voces que crispan, todo por lo que se dio a la tarea de domeñarse en las antípodas.
Ha regresado tan solo una vez. Hace ya la mitad de los años que lleva en Noruega. Fue en unas vacaciones de Navidad. No huía del frío. No añoraba el alboroto de casa. No necesitaba reconquistar la nobleza que supone el extrañamiento.
Volvió dejándose socorrer por lo que creía natural.
Volver, se obligó a creer entonces, era lo natural. No lo fue.
Ahora regresa por un mandato sagrado. Alentada por la suposición de que se trata de una última vez.
Último ir.
Último volver.

 

Del libro Destrucción, ten piedad (Varasek Ediciones, 2020)

(Escrito en 2018 durante la residencia en el International Writing Program de la Universidad de Iowa)

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