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El auto

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Francisco soñaba con poseer toda una flota de carros último modelo. Envidiaba a los Emires de Arabia Saudita que coleccionaban carros nuevos como mujeres en un harem. Estudiaba los catálogos donde se precisaban todos los detalles de línea, colores, cambio de faros, palancas, y sistemas electrónicos. Se detenía durante horas frente a las hileras relucientes de automóviles de las grandes concesionarias.

Tenía un buen trabajo. Ahorró durante años, se privó de casi todas las distracciones y pequeños placeres y logró finalmente comprarse un hermoso carro de línea aerodinámica y color fulgurante. Fue un día donde le faltó espacio para almacenar tanta felicidad. Toda su existencia parecía ahora descansar sobre los asientos de su automóvil. Su piel cobraba una extraña sensibilidad cuando tomaba el volante, acariciaba la palanca o su mano se posaba suavemente sobre la tapicería. Era como vivir un sueño, transitar un espacio fantasmagórico.

Empezó, entonces, la transformación de la casa. Los ángulos de las paredes recubiertos de espejos de diversos tamaños. El techo como una bóveda profunda y múltiple. Los corredores ampliados hacia el infinito y todos tapizados de espejos de múltiples curvaturas y colores. desaparecieron las puertas, las ventanas, la escalera. No quedó sino un extraño laberinto fraccionado y huidizo donde los espejos multiplicaban cualquier imagen hasta el infinito.

En el centro de ese universo de refracción, estaba el flamante carro como un astro luminoso y galáctico. Ya no era uno, ni diez, ni dos mil, era un mundo infinito de carros extediéndose hacia el horizonte o la bóveda celestial. Y en el punto curcial de esa galaxia, Francisco extasiado y desafiante, dueño finalmente de todos los millares de carros que siempre había soñado poseer.

Fue un largo desvarío felíz que duró días y noches, al margen de cualquier necesidad rutinaria. Sin embargo, un día Francisco sintió la necesidad de salir, de reincorporarse, de despertar. Empezó a recorrer las largas hileras de automóviles pero no halló ninguna puerta, ninguna salida.

Trató de calcular, de buscar con la imaginación pero solamente encontró ese incansable oleaje de carros relucientes e imperturbables. La angustia se fue estrechando como una máscara opresiva pero el laberinto mantuvo su secreto de puerta cerrada.

Cuando los familiares notificaron la desaparición de Francisco, la Policía Técnica no sabía por dónde empezar la investigación ni por dónde entrar en su casa. Cuando finalmente llegaron al laberinto, no lograron explicarse cómo pudieron caber tantos carros en una casa tan pequeña.

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