El canalla San Antonio, de Rufino Blanco Fombona

12/ 06/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

San-AntonioSe llamaba Casimiro Requena, y nació en una aldehuela de los Valles de Aragua. Su profesión consistía en vender agua a domicilio. Muy de mañanita se le encontraba a horcajadas en el anca de su burra pelicana: Gracia de Dios, como él la llamaba. Gracia de Dios, cargada, además, con dos barriles, tomaba el camino de un manantial vecino, donde el agua pura, cristalina, semejaba el agua de un filtro.

De regreso de la fuente, Gracia de Dios, cimbrándose con sus dos barriles llenos de agua, y con Requena caballero en el anca, atravesaba las mismas calles de siempre, se detenían ante las mismas casas y emprendía nuevamente, cada hora más o menos, el camino de la fontana.

Gracia de Dios parecía una persona, y en opinión de todo el mundo era más inteligente que su amo y señor, Casimiro Requena. Casimiro, de carácter taciturno y mal genio, era asimismo torpe como un cerdo. Pequeño, barrigón, asanchado, semejábase a un tonel. Era bizco, y se afeitaba todo el rostro; pero no se afeitaba a menudo, por donde siempre parecía, a pesar de su lustrosa persona, con aspecto demacrado o aire de enfermo. Lo apodaban el Sacristán, tanto por su cara rasa como por su fervorismo religioso, y porque en sus primeras mocedades fue monago. La fe del Sacristán no era mojigatería. Nunca sentimiento más sincero anidó en el pecho de un hombre. La fe de Casimiro era proverbial. Hasta las mujeres le daban bromas.

A la puerta de la iglesia, y al salir de misa la mañana de un domingo, cierto chusco de un corro, dirigiéndose a Requena:

— Casimiro —le dijo—, ¿quieres comprarme un hueso auténtico del Espíritu Santo?

Todo el mundo se echó a reir; pero Requena iba descuartizando al deslenguado.

— No haga usted caso de ese vagabundo, Casimiro; no se incomode —aventuró alguién con ironía.

— Cómo no hacerle caso —murmuraba Requena—, si viene a burlarse en mis barbas de las cosas divinas. ¡Un hueso del Espíritu Santo! ¡Ignorante! ¡Los huesos del Espíritu Santo los tiene el Papa!

Casimiro era quien vestía las imágenes la víspera de la fiesta patronal, por Semana Santa y por Pascua. Era el primero que tomaba su cirio en las procesiones; era él, además, quien regalaba al cura los pollos más gordos, los marranitos mejor cebados, los nísperos más ricos y olorosos.

Casimiro prestaba todo género de servicios al cura, creyendo servir a la iglesia y, lo que es más, a Dios. Cierta ocasión el cura se valió de los buenos oficios del Sacristán contra «un enemigo de la iglesia».

Un jovenzuelo del lugar, recién llegado de Caracas, donde se empapó del volterianismo callejero, fundó un periodicucho jacobino, El Rayo, no mayor que un pañuelo. Allí insultó al Gobierno, en la persona del jefe civil, y al Clero, en la persona del cura.

El magistrado era inamovible. Por enfermedad vivía de largo tiempo atrás en aquel pueblo, y como era inteligente, honrado y bueno, todo el mundo lo quería, y el Gobierno no pensaba en sustituirlo. El magistrado, pues, sonreía a los ataques de El Rayo. No así el cura. El cura contestó los ataques al Clero y a la Iglesia en El Mensaje Católico, diario provincial también. Pero sus argumentos no contundían al adversario. El cura se comprendía menos fuerte que su enemigo.

Las opiniones se dividieron en el poblacho «los progresistas», es decir, los adeptos de El Rayo, contaron la mayoría. El periodista ateo triunfaba del cura. Entonces fue cuando el cura, como último argumento polémico, envió una medianoche a Casimiro Requena para que apalease al periodista.

— Lo mataré, señor cura; cuente usted con que lo mato.

— Matarlo, no, hijo —argumentaba el cura. La muerte es un crimen. ¿Y crees tú que Dios perdonaría ese crimen? Una buena paliza. Con eso basta. Así abandonará el pueblo.

Casimiro Requena volvía a su idea.

— ¿Y si me ataca, señor cura? Si me ataca, lo mato. Lo mato por Dios, y Dios me lo perdonará.

El cura se daba cuenta de la situación. Si aquel animal asesinaba al periodista, él, el párroco, a pesar de sus talares y santas vestiduras, se vería complicado en el crimen. Por eso le pronunció a Requena un discurso espeluzmante y decisivo. Sin embargo, cuando Requena partió iba murmurando entre dientes:

— Esta bien, no lo mataré. Pero lo sangraré.

El servicio de agua terminábase a mediodía. Requena aprovechaba la tarde —después de la siesta y antes de la indeclinable partida de bolos— en el corte de hierbas por los campos comarcanos. Esa hierba constituía la cena de Gracia de Dios.

A veces Casimiro se iba al pesebre a ver comer a su burra, su compañera, su amiga, su confidente, su único amor humano, el amor de sus amores terrenales. Se complacía en ver cómo lucía la piel de Gracia de Dios y le pasaba la rasqueta, peinándola como si peinase a una gentil novia. El maíz se lo remojaba en una tina de agua salada. La borrica miaraba aquellos preparativos con miradas golosas, y cuando el Sacristán no se daba prisa a servirla, junntaba las orejas sobre la frente rompía a rebuznar: «¡Vouugh! ¡Vouugh!».

— Ya voy, golosa; ya voy —respondíale Requena, como si la burra fuese una persona, y mirándola con ojos enamorados.

Un día el Sacristán, según su vieja costumbre, se levantó a la madrugadita; calentó su café, mascó su biscocho y se dirigió al pesebre para enjalmar su burra. Pero su sorpresa fue grande. Gracia de Dios no estaba allí. Requena corrió afuera, a la calle. La puerta estaba abierta. Desde la acera, Casimiro escudriñó la calle profunda, apenas clareante por un presentimiento de aurora. Luego anduvo, anduvo cien, doscientos, trescientos metros más oteando, escudriñando, interrogando las sombras. De pronto se llevó la mano a la cabeza y advirtió que estaba sin sombrero; pensó también que había dejado su portón abierto y regresó. De camino encontrándose con otro madrugador.

— Fulano, ¿sabes? —le dijo—, se me ha extraviado Gracia de Dios.

— Te la habrán robado más bien.

— No creo; el cabestro parecía mascado; además, no era muy nuevo, y ya sabes, la burra es fuerte.

— Pero tu burra no tiene alas; ¿cómo pudo salirse?.

Y explicándole Requena cómo por endiablada casualidad el portón quedó esa noche abierto, continuaron los dos hombres, a las primeras luces del alba, caminado y hablando a través del pueblucho dormilón.

casimiro tuvo que alquilar una borrica para el servicio de agua. Comprar no quería comprar otra bestia. Él no desesperaba de encontrar un día u otro aquella ingrata pero querida Gracia de Dios. Contaba para ello con San Antonio. Él siempre fue devoto de San Antonio, y no duddaba que el buen Santo le devolvería la burra.

Al San Antonio en su cabecera le encendió velas durante varios días; pero este santito de la casa no le parecía suficiente a Casimiro para tamaña empresa. «El San Antonio de la iglesia es más milagroso», pensó Requena. El San Antonio de la parroquia, grande como un hombre y dulce como una mujer, era una preciosa imagen tallada en madera. A él fue Casimiro. Le pidió, le rogó y puso un paquete de velas a arder en el altar. Las oraciones y las velas menudearon; pero la burra no aparecía. Casimiro no desconfiaba. «San Antonio no puede sino oírme», pensó, y creyendo que las ofrendas obligarían al Santo, Requena dio al cura cuantos ahorrillos guardaba en el forro de su catre para que comprase a San Antonio un traje nuevo.

— Con ese dinero puedes comprar otra borrica — le dijo el cura.

— ¡No importa, señor cura! Yo no quiero otra burra; yo quiero mi Gracia de Dios.

A la postre llegó el traje nuevo de San Antonio. La mañana que el Santo estrenaba el vestido, Casimiro, al despertarse, voló al corral. Algo le decía en el corazón que Gracia de Dios estaría allí pastando en su pesebre como si nunca se hubiese ausentado. La desilución de Requena fue grande: Gracia de Dios no estaba allí. Y este milagro fallido le hacía imaginar que esa mañana volvía a perder su burra. Requena empezó a resentirse con el Santo.

«¡Cómo —pensaba— este Santo le hace milagros a todo el mundo y a mí no quiere hacerme! ¿Qué le dan los otros? Una vela, nada. ¿Qué le rezan? Una oración, y se van. Yo, en cambio…

Y por la frente de Casimiro pasaba el recuerdo de los sinnúmero paquetes de velas quemados, del lindo traje nuevo y de las oraciones interminables, de las noches de ruego que él había consagrado al San Antonio aquel, tan olvidadizo, tan ingrato.

Casimiro empezaba a desesperar. San Antonio no quería cumplir el milagro de volver la burra a Requena. El el alma del Sacristán aquella injusticia de San Antonio hizo nacer un sentimiento invencible de repugnancia al Santo; la repugnacia fuese cambiado en rencor con la persistencia de la injusticia, hasta convertirse a la postre en la llama de un odio. Requena odiaba a San Antonio: no al beato del santoral, sino al santo de la parroquia, la imagen de la iglesia, aquel sordo, injusto, despiadado San Antonio del lugar.

En la obtusa cabeza de Requena empezó a germinar la idea de sustituir aquella imagen por otra del mismo santo. ¡Si él pudiera regalar otro San Antonio a la iglesia! Un día, sin más ni más le preguntó al párroco:

— Señor cura, ¿Cuánto vale un San Antonio?

El cura le informó. Un San Antonio costaba muy caro. El Sacristán no podía pagarse el lujo de hacer una revolución en el iglesia y destituir al San Antonio de injusticia recalcitrante.

Una tarde, libre ya de su despacho de agua, tendido sobre la hamaca, se puso a pensar. «Iré al templo, a la puerta, lanzaré un puño de tierra al aire, y en la dirección en que la tierra eche a volar partiré en busca de Gracia de Dios. San Antonio, movido al fin de mi piedad, me envía esta idea. ¿No es verdad, Dios mío?»

Era ya muy entrada la noche cuando Requena regresaba a su casita silencioso, cabizbajo, ceñudo, triste. Gracia de Dios no aparecía. Aquello era una burla de San Antonio. A tal idea, Casimiro espumaba de ira.

A la mañana siguiente, cuando el monaguillo abrió la iglesia para la misa de cinco, Requena espiaba tras los árboles de la vecina plaza. Apenas abrieron entró. Los pasos del monaguillo se perdían en el fondo, bajo la bóveda del templo, cuando Requena se llegó al altar de San Antonio. No se arrodilló ni se signó ante la imagen, sino que dijo, como si hablase con el Santo:

—Tú no eres San Antonio, sino San Diablo.

Dos viejas entraron en ese instante. El chancleteo de los seniles pasos repercutía en el fondo, hacia el altar mayor. La beatas se arrodillaron frente al Sagrario, mascullando sus preces. A poco se sentaron. Requena las miró y luego miró a la calle. La calle se calaraba por segundos. La aurora precipitaba su carrera. Entonces Requena, apresurándose, sacó la vidriera y ya abierta la hornacina, donde triunfa la bonhomía de San Antonio, sacudió al Santo, que rodó por tierra con fracaso.

Y mientras las dos beatas, pavoridas, chillaban, y el monago acudía, blandió a Requena el machete y descapitó al santo.

Y la cabeza del santo rodaba por las baldosas cuando Requena salía del templo diciendo:

—¡Bien sabe Dios que te lo merecías, por canalla!

 

Del libro: Relatos venezolanos del siglo XX (Biblioteca Ayacucho, 1989)

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