El Guaire no es marrón, de Pedro Plaza Salvati

19/ 07/ 2013 | Categorías: Cuentos, Lo más reciente

guaireEl calor húmedo lo había sofocado al salir del aeropuerto. La temperatura descendía a medida que el taxi, en su recorrido, se acercaba a la ciudad. Abrió con dificultad la puerta del apartamento. El recuerdo de la desventurada relación sietemesina le propinó una bofetada. El polvo cubría todo como una capa de malos recuerdos. Buscó una escoba y, sin desempacar, empezó a limpiar el cuarto, el baño y la sala, a pesar del cansancio del viaje. Se tropezó con su fotografía y fue lo único que no repasó con el trapo.

Al día siguiente salió temprano a desayunar. Había sido una noche de desvelo propiciada por el cambio de huso horario. Saludó a un vecino en el ascensor que, sorprendido por su regreso, los invitó a celebrar su llegada, uno de estos días. Él le recordó que ahora era un hombre libre. Saludó al conserje desmemoriado que por instantes desconoció su rostro y, como era habitual, le respondió con un español que sonaba a portugués. Cerró la puerta de hierro negra del edificio y salió a caminar rumbo a la panadería que frecuentaba antes de su viaje.

Una cuadra bastó para que el mal olor penetrara sus fosas nasales. Se quedó paralizado ante la visión, en su propia calle: montones de bolsas de basura que había pasado por alto, entre el cansancio y la oscuridad, la noche anterior. Las masas negras amontonadas y amanecidas desbordaban las aceras. Observó a la gente que forzosamente caminaba al borde de la calle, en peligroso contrapunteo con los vehículos. Unos pasos en la calle y otros en la acera. Un mendigo y su perro enfermo hurgaban entre la basura, dejando desperdicios en el pavimento, como niños desordenados. Los restos se esparcían a lo largo de las aceras y al borde de la calle, dejando una estela de fragmentos, a veces comprimida por las llantas de los carros, un mosaico de desechos, papeles, libros, zapatos rotos, alimentos descompuestos, una muñeca descabezada, un hocico tieso de perro y toda clase de artefactos inservibles. Había una placa mortuoria entre la basura.

Esto no estaba tan mal hace un año, pensaba. ¿O tal vez el tormento de Malana era peor que el suplicio de la basura? Se llevó la mano a la boca. Sintió náuseas. Luego buscó un cajero automático para sacar dinero. Le costó acordarse de su vieja clave. Cuando llegó a La flor de Lisboa, se encontró con una casa en construcción y un letrero que decía Próximamente funeraria.

Se dirigió a otro lugar, una panadería de un centro comercial en el que había un operativo de cedulación y donde se encontró con Ángel, su amigo del colegio. Tenía un hueco en el estómago. Desayunó huevos con pan tostado y mermelada. Salió y se detuvo un rato en un parquecito. Luego se dispuso a hacer una caminata, como era su costumbre en Copenhague. Al andar observaba el pavimento corroído por el paso del tiempo. De golpe se tropezó con la vista del caudal de agua turbia que dividía la ciudad. Allí estaba el Guaire, como si nunca lo hubiese visto. Le salpicaba en su mente el recuerdo de los ríos que cruzan las ciudades en el norte de Europa. Mientras observaba la fuerte corriente, pudo notar que la misma arrastraba con violencia lo que parecía un cuerpo flotando boca abajo, pero se dijo a sí mismo que no, que no podía ser, que era imposible, que debía ser un muñeco o algo así.

¿Qué clase de bienvenida era esa? Primero el olor de su calle y ahora la visión de un cuerpo flotando sobre las aguas marrones y contaminadas. Le vino a la mente un artículo de una revista que leyó en el avión, un informe que decía que su ciudad era una de las más peligrosas del mundo: —No sé si la más peligrosa, pero yo diría que una de las más sucias —, concepto que cambiaría la noche de ese mismo día, luego de que lo asaltaran en el cine, al que había ido para resguardarse de su repentina soledad. Prosiguió con su caminata. La basura arrejuntada en todas partes le pesaba como si llevara sobre sus hombros un saco enorme de piedras de río. Tuvo un impulso de marcharse de nuevo, de dejarlo todo, algo imposible por la estrechez de sus desgastadas finanzas. Llamó a un amigo, dueño de una empresa recolectora de basura. Le hizo una petición aludiendo un supuesto estudio sociológico, para que lo contratara como empleado.

Esa noche estaba contrariado luego del asalto en el cine, pero contento porque tomaría acciones con el trabajo que su amigo le ofreció a partir del lunes. Se dio una larga ducha. Cantó canciones que estaban de moda en Dinamarca. El domingo la pasó limpiando a fondo su apartamento, tratando de adaptarse a los efectos del jet lag. La foto de Malana seguía intacta, cubierta de polvo. Al día siguiente se apareció en Zamuros de Venezuela, C.A. Habló con la señora Roca, que le había referido su amigo, y que le dio instrucciones de mala gana. Se colocó un uniforme anaranjado que tenía, como identidad corporativa, el logotipo de un zamuro que conducía un camión de basura, estampado en el bolsillo izquierdo, a la altura del corazón. Pensó en lo ridículo del dibujo aunque admitía que era bien gráfico y difícil de olvidar. Se puso un pañuelo de pintas hindúes en la cabeza. Luego se colocó una gorra. Tenía un tatuaje en el brazo derecho con un dibujo de una espada vikinga. Ocultó su reloj. Empezó a mascar chicle y se fue a montar en el camión que cubría la ruta.

Conversaba con Misericordio, un negro corpulento, de cabeza rapada y brillante, con el cuello lleno de collares con figuras de santos. Había muchas bolsas rotas y la basura estaba desparramada sobre las calles, lo que hacía más difícil su labor. En poco tiempo estaba a punto de vómito. Atravesaron el puente sobre el río. Se le ocurrió preguntarle a Misericordio, sin saber por qué motivo, de qué color era el Guaire. Este le respondió que azul, azul bonito, mientras su cuerpo sobresalía del vehículo. Estaba sostenido con una sola mano en el aire y las venas del brazo brotaban como quebradas que se bifurcan. Se quedó pensativo por la respuesta, todavía con el estómago revuelto. No sabía si era en broma o si hablaba en serio. Luego llegaron a El Rosal y puso un esmero sobrehumano en la recolección de basura de la calle donde vivía, al punto que había causado molestia a sus compañeros por el retraso y se escuchaban las cornetas alocadas e impacientes de los carros. Le había pedido a su amigo que le asignara la ruta que cubría su calle para dejarla limpia.

Llegó a su casa horas más tarde. Pasó un largo rato en la ducha, pero esta vez las canciones danesas eran solo un murmullo. Por precaución, tomó unos antibióticos viejos pero no vencidos que, según decía el libro de medicinas, servían para “un amplio espectro de infecciones respiratorias originadas por el manejo imprudente de la basura”. Se cepilló los dientes como por cinco minutos. Hizo gárgaras. Se asomó a la ventana y observó orgulloso la limpieza de su calle: —Ah… mi querida Copenhague —confundiendo territorios. No pudo cenar. Se durmió sin poder dejar de percibir, real o imaginario, el olor de la basura. En su mente, las imágenes y recuerdos se entrelazaban con la halitosis de Malana, que le apareció, para colmo, luego de aquel “ujum”, de boca cerrada, cuando lo aceptó en matrimonio. Ese extraño sabor ácido, ese aroma como si se le hubiera reventado una tripa en ese instante, marcaría su efímera relación. Cuando la besaba sentía náuseas. A veces tenía que sostener una patética cara de romántico solo para no herir sus sentimientos, mientras su tóxico elixir invadía su organismo como peste bubónica. Cuando hacían el amor evitaba a toda costa su boca y le decía que le encantaba oler su cuello. Aquello que empezó con aquel “ujum” y unas firmas de tinta no indeleble sobre papeles. Abrió los ojos al día siguiente y todavía sentía el hedor que cubría la habitación como una niebla mañanera delincuente. No pudo probar ni siquiera un pan tostado con mermelada que él mismo se preparó, luego de hacer una pequeña compra en la panadería del centro comercial el día anterior. Solo pudo ingerir unos tragos de café tinto para agarrar fuerzas.

Se dirigió a Zamuros. Buscó su uniforme y tomó algunas notas que le salían temblorosas, según el trabajo que le había encargado su amigo, el dueño de la empresa, cuando lo llamó para pedirle que lo contratara. Escribió en su libreta algunas fallas que había observado: “faltan tapabocas, algunos recogen la basura sin guantes, malhumor de la señora Roca…”. Guardó sus anotaciones. El pañuelo se lo puso al revés. Se montó mareado en el camión.

—¿Qué te pasa amigo?

—Estoy bien… Misericordio, dime algo, ¿de qué color es el Guaire?

—¡Ah pues!, azul, azul bonito; te lo dije ayer.

—Es que yo lo veo marrón. Siempre ha sido marrón. Todo el mundo lo sabe.

—No, que va, eso le pasa a los que empiezan a trabajar aquí: tienen alucinaciones, a veces la comida buena se confunde con la podrida y se indigestan. Es como la gente que se la pasa hablando mal del país y están siempre jodidos, pero tú sabes que aquí todo está muy bien. Fíjate la suerte que tengo con mi trabajo, y eso que tengo cinco muchachos. A veces los traigo los domingos a pescar, nos sentamos en la orillita, junto a las garzas. Sacamos bagres y boquimís. Luego converso un rato con Tormenta, que se despierta en las tardes. Tienes que conocer a Tormenta: es un transformista buena gente que trabaja en la Libertador y vive en el río. Ella limpia los pescados, trae leña y los cocinamos. Luego mis niños juegan mientras yo arrejunto cables que suben con la marea y que luego vendo para matar un tigre… El Guaire es azul, azul bonito. Ya te lo dije, amigo.

Tampoco pudo cenar esa noche. La ducha fue aún más larga y silenciosa. No se escucharon ni siquiera los murmullos de las canciones danesas. Se lanzó en la cama con el pelo húmedo. Quedó hundido en el colchón. Miró su reloj que todavía tenía la hora de Copenhague, como si el viaje en avión hubiese sido un mal sueño. Empezó a temblar. Se sentía muy mal. Se dirigió a la cocina. Marcó el número de la casa de los padres de Malana, que todavía recordaba. Nadie respondió. Logró pulsar el número de Salud Chacao, que tenía pegado con un imán en forma de hamburguesa sobre la superficie de la nevera blanca.

Una hora más tarde el conserje, molesto porque lo habían despertado, recibió a la ambulancia. Como los paramédicos no entendían nada de lo que hablaba el lusitano, tuvieron que ir tocando los timbres de varios pisos, despertando a la gente, que luego se agolpó curiosa en las escaleras. Hasta que encontraron una puerta entreabierta y vieron a un hombre tirado en el piso, en posición fetal, que repetía en voz baja, como un lamento:

—¡El Guaire no es marrón!… ¡El Guaire no es marrón!…

Lo montaron en la ambulancia. Seguía pronunciando la misma frase. Atravesaron un túnel lleno de  mugre que tenía las luces dañadas. En ese instante se calmó de golpe. Uno de los paramédicos, que estaba sentado a su lado, le transmitió una tranquilidad que nunca había sentido antes. Recordó la caminata de la mañana siguiente al día de su llegada. Luego de salir de la panadería y antes de reencontrarse con el río, se sentó en un banco de madera verde que estaba en el medio de un parque que parecía una pequeña rotonda. En el centro había una escultura. Se durmió unos minutos debido al efecto del jet lag. Soñó que caminaba frente a una iglesia. Tuvo un conato de erección en el parque y se despertó. Eso recordaba ahora acostado sobre la camilla, ese sueño, observando el techo blanco que se movía. Las gotas de suero caían por aquel conducto plástico como si cada una de ellas fuese un año de su vida. Escuchaba que le gritaban. Sentía una opresión en el pecho. En un destello de lucidez, pensó que Misericordio tenía razón: que el Guaire era azul bonito y que el cielo de la ciudad era marrón, que cuando llovía, caía agua contaminada sobre el Guaire, y que tal vez, por ese motivo, lo había visto marrón apenas llegó de Dinamarca… Que no había limpiado el polvo del retrato de Malana… Que la llamaría para invitarla a pescar en el Guaire… que seguro le respondería con un “ujum” de labios cerrados y mirada esquiva.

Del libro: Decepción de altura, (Equinoccio, 2012)

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2 Comentarios a “El Guaire no es marrón, de Pedro Plaza Salvati”

  1. Maria Elena Plaza dice:

    Felicidades Pedro por este cuento, donde se combinan la imaginacion del autor con un toque de sarcasmo y con la realidad de nuestro pais!! Exito!!

  2. Vianney dice:

    Disfrute mucho la narrativa y descripción tan cercana y distante, cruel y cautivadora…sin duda te atrapa en esa red de mágico avatar citadino, coqueteando con la ironía y el sarcasmo. Buena la crónica y no es un cuento, es la realidad!!!Felicitaciones!!

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