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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

El huevo del mundo

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19/04/1983 — 5:30 a.m.
Estoy jodida. Alguien se me adelantó en España. Me oculto desde hace dos días en Portugal, cerca de Sines. Nunca me buscarán aquí.

No lo entiendo, es como si ya no me necesitaran. Repaso los hechos una y otra vez tratando de sacar algo en claro, pero no logro dar con nada concreto.

Llegué el 16 a Badajoz y de ahí me trasladé a Zafra. La misa era a las 6:00 p.m., yo llegué a las 4:30. Luego de estudiar la construcción me senté en una plaza cercana, escondiéndome tras una Biblia a la que no prestaba mayor atención. No comprendía por qué había que matar al cura en plena misa, delante de todos, pero recordé aquello que nos habían enseñado sobre el impacto y el efecto sobre las masas y decidí no darle más vueltas al asunto.

Los fieles comenzaron a llegar, en su mayoría mujeres que me recordaban a las beatas del pueblo. Yo también vestía como una de ellas. El tiempo parecía devolverme a los días de mi adolescencia. El negro y las mantillas eran iguales a ambos lados del océano. Entré de última y me senté en uno de los bancos de atrás. Nadie reparó en mi persona. Comenzó la misa. Inevitablemente recordé a Lorenzo.

Mike había sido claro: “Justo antes del Evangelio. No te adelantes”. Abrí el simulacro de Biblia y extraje la pistola con silenciador, coloqué el rosario sobre el arma. Llegaba el momento de hacerse la señal de la Santa Cruz. Todos estaban de pie. El padre se llevó los dedos cruzados hasta la frente. Ese era el momento indicado. Un grito me hizo bajar el arma que tenía a medio subir. Las piernas comenzaron a flaquearme. Alguien me había descubierto.

Un agujero en medio de la frente recién persignada me hizo revivir la mañana lejana en que Lorenzo cayera en medio del camino. La cabeza del pobre diablo a quien debía eliminar fue a dar estrepitosamente sobre la Biblia que tenía enfrente. Salí apresurada de la iglesia, no me habían descubierto, era peor, se me habían adelantado. Todo comenzó a darme vueltas, llegué a pensar que la vieja puta me estaba siguiendo los pasos, pero rápidamente descarté la idea. Una niña salió de la iglesia y comenzó a gritar: “¡Han matado al padre Horacio! ¡Han matado al padre Horacio!”. La gente comenzó a acudir a los gritos de la niña. A duras penas logré mantener el equilibrio, no podía darme el lujo de desmayarme en aquel sitio. Apreté la Biblia hueca contra el pecho, hice acopio de todas mis fuerzas y hui.

 

15/04/1983 — 2:25 p.m.
Ayer en la mañana recibí un telegrama: Estoy bien. No sabrás de mí en un tiempo. Cuídate. Un beso. Lucila. Es la única persona que aún sabe a dónde enviarme un telegrama.

Alguien más que desaparece de mi vida. Sé que Lucila abrió una cuenta a mi nombre en un banco de Manhattan, pero no pienso reclamarla todavía. Dinero no me hace falta y, en mi situación, sería un riesgo innecesario movilizar los activos de una cuenta bancaria. La organización tiene un sistema de pago seguro y puntual, no necesito nada más.

Fue Jairo quien me puso en contacto con este mundo. Después de que me montó en el auto el día en que maté al periodista, me dijo muy serio que tenía la solución para mí: “¿Cuál solución?”, “Desaparecer de la faz de la tierra”, “¿Vas a matarme?”, “Voy a ponerte en contacto con la vida”. Fueron meses de entrenamiento, de preparación, de aprender los rudimentos necesarios. El entrenamiento nunca termina, siempre estamos preparándonos para imitar tal o cual acento, para conocer éste o aquel nuevo modelo de arma, para actualizarnos.

De Jairo no he vuelto a saber, escuché que falló en una misión y lo mataron. Yo nunca fallo, nací para esto. Si algún día me atrapan prefiero volarme los sesos.

El teléfono repica ¿qué me tendrá Mike esta vez?

Me mandan a España. Su voz es preciosa. Ya perdí la cuenta de las veces que me he masturbado luego de recibir alguna orden suya. He descubierto que luego del placer que me proporcionara Lorenzo, no hay mejor amante en el mundo que mi mano o cualquier objeto que la misma sostenga.

Estoy terminando de escribir una novela sobre los comienzos de mi vida sexual, sobre Titico, sobre Lorenzo, sobre la vieja puta y sobre esta adicción masturbatoria que me proporciona ratos de goce perdurables.

 

10/04/1983 — 3:00 p.m.
No sé por qué tengo que enterarme de los hechos trascendentales de esta manera. Cuando bajé del avión decidí comprar un café, el que dan durante el vuelo sabe a diablos, y leer cualquier cosa menos el periódico. Me dirigí a un puesto de revistas, algo ligero estaría bien, chismes, consejos de belleza, tests de personalidad, cómo ser una ejecutiva exitosa, moda, cosas por el estilo. Pero no, mi vista tuvo que hacerme la jugada, mientras examinaba las portadas de las revistas tropecé con el titular del periódico: El magnate norteamericano William Neill, víctima del terrorismo en Filipinas. Había dejado a Lucila viuda.

Me dirigí a un teléfono y llamé a Nueva York. Ella contestó:

— ¿Lucila? / — Chabela, mi reina (nunca la había escuchado llorar)/ — Lamento mucho lo de tu esposo, lo leí en la prensa / — Es una tragedia mi niña, no sé qué voy a hacé / — ¿Lo amabas? (Tenía que saberlo. Guardó silencio) — Lucila ¿lo amabas?/ — Nunca como amé a tu padre (Por el tono de su voz comprendí que estaba agradecida por la muerte de su esposo. Colgué).

Me sentí aliviada, no le había arrebatado algo muy grande. Ahora era una viuda rica, seguramente ya tendría un amante. Si yo no lo hubiese matado quizás ella hubiese tenido que hacerlo para librarse de él, lo más probable era que la hubiesen descubierto y que hubiese ido a parar a la cárcel.

Eres libre Lucila, aprovecha tu libertad. Ya no eres puta o amante o esposa de nadie. Ahora eres Lucila a secas. Disfrútalo.

 

06/04/1983 — 8:15 p.m.
Misión cumplida. Regreso a casa hasta nuevo aviso, fue más sencillo de lo que pensé. El blanco era un viejo gringo (el pichón de águila), de esos que le gusta promover revoluciones de mentira para llenarse los bolsillos. Fue muy fácil, tenía que dispararle mientras se reunía con un grupo de perros de la guerra en un restaurant de la bahía. Hice mi trabajo limpiamente, informé a Mike, quien como siempre ya estaba al tanto de todo, y partí.

Cada vez que elimino a uno de esos viejos me gusta imaginar que le estoy volando los sesos al cabrón de Jacinto Peña.

Nunca olvidaré la tarde en que descubrí que mi padre había muerto en la cámara de gas. Regresaba de ver una película con Jairo, él amaba el cine y quería que yo también lo amara, a mí francamente me fastidiaba estar dos horas sentada en una sala haciendo nada, pero no me atrevía a decírselo.

Después del cine nos acercamos a una librería, Jairo buscaba no sé qué libro, yo me puse a dar vueltas. Cuál no sería mi sorpresa al ver en el centro de la librería el best—seller del año, un éxito sin precedentes, ganador del Pulitzer y qué sé yo qué cuentos. Me acerqué hasta la montaña de libros, record de ventas, un número de edición inverosímil. Tomé un ejemplar entre mis manos, lo hojeé rápidamente, más por curiosidad que por cualquier otra cosa. Al final había unas láminas en blanco y negro, la primera de ellas mostraba a mi padre con la mirada extraviada y el cigarrillo a punto de llegar a sus labios. Conocía tan bien aquel gesto, aquella expresión huérfana…

Allí estaba la verdadera historia de mi padre, “la verdad que lo llevó a la cámara de gas”, “conozcan la historia de un hombre inocente”, “el escándalo de Jacinto Peña”. La cabeza comenzó a darme vueltas, Jairo se acercó: “¿Qué te pasa?”, “Necesito leer éste libro”. Sin soltar el tomo salí corriendo de la librería, Jairo se quedó en la caja desembolsillando un monto exorbitante. El libro del año no resultaba barato.

Lo leí de un tirón, luego volví a leerlo, parecía una broma macabra. Incluso habían entrevistado a Lucila ¿Cómo era posible que ella no me hubiera dicho nada? Y aquella Sandra ¿Cómo era posible que mi padre hubiese muerto en su lugar? Y todo aquello de que se acostaba con Jacinto Peña. Enfermé del estómago, sentía asco de aquella historia, estuve una semana entera vomitando. Jairo llegó a pensar que estaba embarazada. Aquella Sandra había accionado el gatillo cuando descubrió a mi padre y a Jacinto Peña juntos en su cama. Nunca pudo probarse nada contra ella, era hija de un poderoso empresario, necesitaban un culpable y mi padre, quien vivía en un parque, había sido el chivo expiatorio.

Creo que enloquecí de odio, odiaba a Jacinto Peña, odiaba a Sandra, odiaba a Lucila, odiaba a mi padre, pero sobre todo odiaba a aquel periodista de tercera que había tenido la osadía de escribir aquel libro. Con él comenzó mi carrera.

Lo maté en la misma librería en donde di con el libro. Había ido al país a firmar autógrafos. Me enteré por la prensa. Un amigo de Jairo me consiguió un arma. Hice la cola con mi ejemplar bajo el brazo, escuchaba hablar a la gente de lo maravilloso de aquella obra, incluso había quienes decían que les había cambiado la vida. Llegó mi turno, su rostro era el de un cínico, su sonrisa reavivaba mis náuseas. Coloqué el libro sobre la mesa, abierto en la página en donde aparecía la foto de mi padre. “¿No prefieres que te lo firme en la primera página?”. Su acento era repulsivo. Tuve que hacer un esfuerzo para articular las palabras: “Es mi padre”. “Disculpa, no te oigo”. Mi voz se negaba a salir. La encargada de la librería intervino. “Disculpe, pero hay gente esperando”. Jairo aguardaba afuera, no había logrado disuadirme. La señora que estaba detrás de mí se impacientó: “Niña, nos estás haciendo perder tiempo a todos”. Coloqué el índice sobre la foto: “¡ES MI PADRE!”, fue un grito desgarrador. Durante unos segundos el silencio fue absoluto. El periodista rió divertido. Al compás de su risa llevé la mano hasta el bolsillo frontal de mi braga, saqué la pistola y disparé sobre él. Un eco de terror, hijo de la histeria, atravesó mis tímpanos; todos se tiraron al suelo, el llanto era el gran protagonista. La foto de mi padre quedó manchada de sangre, al igual que mi fachada. Salí corriendo. No lograba ver claro, escuchaba que alguien me llamaba a gritos, no podía distinguirlo, una mano apretó mi brazo y me condujo hasta un auto. Era Jairo.

 

04/04/1983 — 7:30 a.m.
El vuelo a Manila se retrasa, esta gente no tiene idea de lo que es la eficiencia, no hubo manera de conseguir algo privado, las condiciones son francamente caóticas, hay veces que ni el dinero puede arreglar las cosas, aunque he de confesar que muy pocas veces. Debo llegar al hotel y esperar instrucciones.

Cuando atendí la llamada en el bar escuché la voz ronca de Mike: “Hay nubes en el cielo”. Me provocó mentarle la madre. En Bali el cielo estaba completamente despejado. “¿Qué clase de nubes?”, pregunté sin ganas. Detesto que en este trabajo todo tenga que hacerse con acertijos. “De las que viajan al noreste”, “¿Algo que lamentar?”, “El pichón desciende sobre los geranios”. Fue todo. Me dirigí a mi habitación, saqué el mapamundi plegable que siempre llevo conmigo y me di a buscar la nación que al noreste de Bali, había sido identificada por la organización con el nombre de “geranio”. No siempre es una flor, a veces es un árbol, a veces es un animal, a veces el título de una canción o una película. Hay que ingeniárselas bien para abarcar con nombres ficticios todos los países del globo. Lo peor es que ésta lista tiene una vigencia máxima de dos años, el concepto de lo eterno no existe en organizaciones como ésta, la invariabilidad de códigos pondría en riesgo todas las operaciones.

Recorrí con el índice el Mar de Celebes y el Mar de Sulu hasta dar con Filipinas. Así que era allí a donde me enviaban, ya había estado una vez hacía unos meses. No sé cuál es el empeño con Filipinas, aparentemente todo está normal allá. Pero esto es como el clero, el voto de obediencia es sagrado, el más mínimo indicio de violarlo puede costarte la vida, incluso este diario ya es una amenaza.

 

31/03/1983 — 4:00 p.m.
Supuestamente estoy de vacaciones. No lo creo, seguramente tendré que matar a alguien o colocar algún tipo de explosivo en cualquier sitio.

El sol es divino aquí en Bali, las playas son muy blancas, la gente amable. No lo sé, pero hay algo en la calidez de estas personas que me hace recordar a Doña Cintia y su mirada dulce. Nunca olvidaré que luego del entierro de mamá, fue una tarde a la casa con la excusa de llevarme comida. En realidad quería despedirse, su mente capciosa comprendió de inmediato que yo me disponía a abandonar el pueblo para siempre. Con mano temblorosa me tendió un sobre, adentro iba una recomendación para su hermano en la capital y la dirección en donde podía encontrarlo. Nunca podré agradecérselo bastante. Es cierto que estaba decidida a marcharme, pero también es cierto que no tenía a dónde ir. Siempre estaba la posibilidad de ir a vivir con Lucila, pero la idea de hacer mi vida en un país extraño no me resultaba tentadora en aquellos momentos. Ahora que soy una apátrida comprendo que después de perder a mis padres y a Lorenzo, este es el tipo de vida que mejor me acomoda. No podría vivir con nadie durante mucho tiempo, la gente ha llegado a hacérseme en extremo insoportable; hasta ese punto lo efímero ha pasado a formar parte de mi cotidianidad.

Cuando llegué a la capital estaba decidida a estudiar, era tan poca la instrucción que había recibido hasta entonces, de sexo sabía como nadie, pero me quedaba en el aire si llegaban a nombrarme a Richard Nixon.

El tal hermano de Doña Cintia no era para nada como lo había imaginado. Tenía 29 años y estaba metido de lleno en un estilo de vida revolucionario, radical, anarquista. Promulgaba a los cuatro vientos las virtudes del comunismo y exaltada a Cuba y a la Unión Soviética como modelos a seguir. La mayoría de las veces yo no entendía nada de lo que decía, pero como me parecía inteligente lo respetaba y admiraba.

No pasó mucho tiempo antes de convertirme en su amante. No soy mujer de abstinencias, por supuesto que el fantasma de Lorenzo arruina cualquier posibilidad de orgasmo, pero podría decir que nuestra vida en la cama era bastante placentera. Fue Jairo, así se llamaba, quien me recomendó que estudiara Ciencias Políticas, que las demás carreras eran una pérdida de tiempo, pero que esa me ayudaría a entender lo jodido que estaba el mundo, y si le ponía cabeza a la mierda que me enseñaban, hurgando siempre en lo que no me decían, llegaría a comprender el por qué de muchas cosas.

Mientras tomo el sol de Bali, puedo evocar nítidamente su rostro barbudo y su cabello largo, sus anteojos redondos, sus jeans raídos, su mente siempre sumida en la cavilación.

En aquel tiempo entrar a la universidad era entrar a la vida política del mundo. No tardé en integrarme a grupos radicales que adoraban la memoria del Che Guevara y entonaban canciones de protesta. Jairo estaba encantado con mi “crecimiento”, así solía llamarlo, mi mente despertaba, mis ideas eran cada vez más agudas, el pueblo y las beatas habían quedado borrados para siempre, decidí desechar todo el pasado. Sólo hubo cuatro recuerdos que me pareció valía la pena conservar: el de Lorenzo, en primer lugar; el de mi madre, el de Lucila y el de mi padre. Al fin y al cabo, gracias a estos últimos podía vivir cómodamente en la capital sin depender de nadie. Lucila nunca dejó de enviarme dinero aunque siempre me decía en sus cartas que lo de la universidad le parecía un desperdicio, que el día que decidiera marcharme a Nueva York ya se encargaría ella de conseguirme un marido rico. La mayor parte de sus cartas me parecían vacías e infantiles.

Lo sabía, acaban de avisarme que tengo llamada en el bar. Debe ser Mike.

 

20/03/1983 — 11:00 p.m.
No se de dónde me ha salido a mí esto de andar llevando diarios, debe ser la soledad que me impulsa a hacer tonterías. Hoy fue un día como cualquier otro. Llegué al aeropuerto con poco equipaje y tomé el vuelo indicado. Otro viaje aburrido rumbo a Paris.

Supuestamente ya va a llegar la primavera pero juro que no he conocido una ciudad más gris que ésta, siempre que llego está lloviendo y haciendo un frío del carajo, aún no he tenido el privilegio de contemplar Paris a cielo abierto. Me da lo mismo, para mí cualquier sitio es igual, una misión más que cumplir, una encomienda que pone fin a la vida de alguien.

Mike llamó anoche, levanté el auricular, sabía que era él, su voz ronca pronunció las palabras que esperaba: “Love in the afternoon”, y colgó. A veces me siento como uno de los ángeles de Charlie, nunca sé quién me da las órdenes, simplemente me limito a seguir las instrucciones. La diferencia es que ellas son chicas buenas. Cuando le vuelo los sesos a alguien no me preocupa para qué bando juego.

La semana que viene es mi cumpleaños, nadie lo recuerda excepto yo, aún guardo los vestigios de aquella Isabelita de pueblo que perdió la virginidad con el cura de turno. Ese nombre ha desaparecido, lo mismo ha ocurrido con mi pasado. Ya no me queda nada. A veces pienso en mamá, en la mañana en que la encontré sin vida en la mecedora del porche. Tenía diecinueve años y me parecía haber vivido muchísimo. Luego del entierro me largué de aquel miserable pueblo para siempre.

Ya nadie me llama Isabelita, en realidad ya no tengo nombre, salvo para Mike, quien desde el principio me bautizó Medea, el resto del tiempo utilizo una serie de nombres a conveniencia. La idea es no dejar rastro.

Me estoy olvidando a mí misma. Algo debe quedarme todavía, soy joven y al mismo tiempo anciana.

Será mejor que vaya a dormir, los tragos comienzan a hacer su efecto.

 

Capítulo tomado de la primera edición de Ediciones Nostrum, 2003

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