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Ensayos, entrevistas y artículos sobre el arte de narrar

El pasajero de Truman

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I

Román Velandia, periodista e historiador, ex ministro, ex senador y ex presidente de la república debió esperar más de sesenta años para tener a Humberto Ordóñez de nuevo frente a sí y poder hablarle. No eran amigos. El destino se los había impedido en la única oportunidad que tuvieron para tratarse; cuando trabajaron juntos durante tres semanas al lado del hombre que vino a salvar a la patria y no pudo. Veintiuna jornadas de vértigo, entre agosto y septiembre de 1945, culminadas en un episodio trágico que habría de marcar sus existencias y el curso de Venezuela para siempre. Por más de sesenta años, y desde las distintas posiciones ocupadas en su exitosa carrera pública, Velandia había intentado, en vano, convencerlo de que aceptara su invitación a conversar de aquella experiencia. Había ensayado múltiples estrategias y enviado a varios amigos comunes como promotores de un encuentro, pero unas y otros se habían estrellado contra el tozudo rechazo de Ordóñez a convenir una entrevista. Rechazo que, admitía, siempre fue amable y en el que nunca percibió trazos de resentimiento ni soberbia  Era más bien una negativa serena que parecía emanar de la certidumbre íntima de que el silencio era la conducta apropiada. De hecho, jamás recibió de Ordóñez un no rotundo, jamás una negación expresa, sólo aceptaciones ambiguas, luego pospuestas y nunca materializadas por razones que cualquiera habría podido atribuir a la casualidad o la mala suerte.

El encuentro comenzó a gestarse una semana antes, el día que Velandia cumplió noventa años. Desde esa fecha aniversaria se había acentuado en él la pesada sensación de que en su balance con Dios y con los hombres, faltaba un asiento. Y le causaba desazón que por la terquedad de su antiguo colega, también nonagenario, esa página de su libro de cuentas, tal vez la más importante, quedara en blanco. Por eso había dejado de lado la buena educación, y parte de su orgullo, para tomar la decisión de llamar a Ordóñez y pedirle, por última vez en la vida de ambos, que aceptara hablar con él del suceso que seis décadas atrás había separado sus senderos. La secretaria que lo ayudaba en las mañanas —para lo poca actividad pública que desplegaba, ya no necesitaba asistencia secretarial a tiempo completo— se encargó de conseguirle el número telefónico de Humberto Ordóñez.

Él mismo hizo la llamada. Al otro lado, una mujer tomó el teléfono y, a su solicitud, respondió con un lacónico, <<un momento, por favor>>. Pasados unos segundos, escuchó la voz de Ordóñez; escasa, ya sin músculo, con un tono agudo, distante del registro grave y voluminoso de hacía seis décadas, pero inconfundible para él. Agotados los saludos de rigor, le planteó a su viejo colega —más en tono de preocupación que de reclamo— la necesidad de que se vieran. Le recordó —más como recordatorio que como conminación— que el tiempo de negarse a hablar de aquel terrible incidente, estaba por agotarse. Los dos, le dijo, habían sido bendecidos con los dones de la salud y la longevidad, mas ya el camino por andar llegaba a su fin y debía asumir, como él, que morirse sin aclarar algunos aspectos oscuros de un hecho relevante para la historia del país sería una gran irresponsabilidad. Que pensara, le pidió, que sólo conociendo con certidumbre lo que había pasado, y con un poco de suerte, en sus manos estaba la posibilidad de evitar que una tragedia como aquella se repitiera.

Ordóñez no se rindió fácilmente. Ante el ultimátum, guardó un silencio tan largo que Velandia llegó a pensar que lo había dejado solo en el teléfono. Cuando habló, en un tono parecido al arrepentimiento, admitió que estaba de acuerdo en que los dos se vieran y hablaran lo que tenían que hablar, pero, recurriendo a su vieja táctica, sugirió que quizás era mejor dejar ese encuentro para más adelante, sin fecha. Velandia no lo dejó escapar. Le apuntó que a la edad de ambos era Dios quien se encargaba de las posposiciones. Le insistió en la necesidad de una pronta reunión y, a instancia propia, sin darle tiempo al otro para responder, quedó en ir a verlo a su casa el lunes siguiente, a las cuatro de la tarde.

Ese día y hora, el sedán japonés negro de Román Velandia se detuvo frente a la casa de Humberto Ordóñez en Altamira. El chofer, un sargento retirado de la Guardia Nacional, patrimonio sobreviviente de su pasantía por la presidencia de la república, giró el volante hasta que las ruedas delanteras quedaron casi perpendiculares al borde de la acera, accionó el freno de manos y se bajó para ayudar al anciano a salir del vehículo; la cuesta tenía un ángulo tan inclinado que  no podía vencer, solo, los rigores de la fuerza de gravedad. Frente al portón, mientras esperaba que alguien viniera al llamado del timbre, Velandía miró a su alrededor. No se veía un alma. Altos muros de piedra y concreto, algunos rematados en alambradas electrificadas, se sucedían en ambas direcciones y acentuaban la sensación de soledad de la calle. En el cielo, el sol de agosto brillaba con fuerza y descargaba sobre Caracas su poder tórrido, arrancándole de las entrañas un gemido húmedo y sofocante que ascendía desde el sur, de lo más profundo del valle, hasta disiparse un par de cuadras más abajo de donde estaba parado. Al norte, en contraste y por fortuna, la serranía verde de la ciudad, desplegada como un gigantesco abanico, prometía una tregua de frescor.

La casa de Humberto Ordóñez estaba en una de las últimas calles de la vieja urbanización, en la parte más elevada, allí donde el Ávila se empina y se hace montaña. Era una de esas quintas en vías de extinción: grande, de una sola planta, con un porche que abarcaba casi todo su frente, y el techo de dos aguas, a dos niveles. El jardín estaba cubierto por una grama un tanto descuidada, dispareja en su distribución y sin cortar, en cuyo centro sobrevivían unos rosales de ramas largas, arqueadas por el peso de unos ramilletes de rosas rojas que parecían un milagro. Detrás, en el fondo, por encima de las tejas empardecidas, se asomaban, densas y oscuras, las frondas de unos árboles de mango cargados de frutos. La construcción estaba asediada por unos condominios postmodernos de tres o cuatro pisos que resaltaban su anacronismo, y revelaban su triste condición de combatiente solitaria en la guerra ya perdida de la arquitectura caraqueña de los años cuarenta y cincuenta contra el dinero inmobiliario.

Le abrió una empleada de edad indefinible, austera de carnes y de caminar sigiloso. La sala de recibo era amplia y estaba sumida en una ligera penumbra, pero la mujer no se detuvo en ella. Lo condujo por un pasillo, orientado hacia el fondo, hasta un salón interior y le pidió tomar asiento en una de las dos poltronas que allí había. Escuchó a la mujer tocar y abrir una puerta próxima y la voz de Humberto Ordóñez decir algo. Segundos más tarde, sintió unos pasos muy suaves y lo vio acercarse hasta trasponer el umbral del pequeño salón. Como él, al caminar, dejaba al descubierto el miedo ancestral de los ancianos a sufrir una caída; movía los pies con una cadencia reposada, casi sin despegarlos del piso, y se ayudaba con un bastón que parecía una pieza imprescindible para su equilibrio. Estaba vestido con una combinación clásica; saco azul marino, camisa clara, pantalones grises y un pañuelo de seda color vinotinto apenas visible en el bolsillo superior de la chaqueta que combinaba con la corbata. Aunque era evidente que el conjunto había sido adquirido cuando su dueño era tal vez un par de tallas más grande, le venía bien a su cuerpo magro; se veía elegante. En el rostro, ahora muy pálido, conservaba los rasgos nobles que le había conocido en 1945, y el pelo, bastante escaso y blanco, estaba impecablemente bien peinado. Por lo visto, los años no habían demolido el sentido de distinción y buen vestir que tanto le admiró cuando trabajaron juntos.

Humberto Ordóñez le hizo un ademán con la mano para que detuviera su intento de levantarse,  tosió un par de veces y se sentó en la poltrona frente a la suya. Lo hizo con torpeza, daba la impresión de que padecía un envaramiento en la parte baja de la espalda que le restaba flexibilidad y lo hizo lucir rígido, poco armonioso en el movimiento, inseguro. Ya sentado, Ordóñez lo miró con una expresión neutra  y lo saludó con la cordialidad sin calidez que se intuye está reservada para quienes no forman parte de los afectos. Sus ojos, negros, ahora sin brillo, eran de un mirar profundo y, en ellos, Velandia reconoció la inteligencia amable y sin temores de quienes, como también era su caso, ya no tienen a la muerte por tragedia.

La empleada de cuerpo enjuto y sin edad volvió al salón portando una bandeja que dejó sobre una mesa pequeña entre los asientos de los ancianos. Ordóñez le dio las gracias, ella respondió con unas palabras casi inaudibles y desapareció tan suave y silenciosamente como había entrado. En la bandeja había un par de tazas, con sus platos, llenas con una infusión humeante, una tetera, un pequeño tarro con azúcar, un platillo con galletas y dos cucharillas de plata. Las piezas de porcelana eran parte de una vajilla de diseño secular, formas azules sobre fondo blanco, inglesa probablemente, regalo de boda común entre la gente pudiente de la Caracas de mediados del siglo anterior. Ordóñez lo invitó a tomar una de las tazas y esperó a que le añadiera el azúcar, antes de inclinarse a alcanzar la suya. Agregó una cucharada de azúcar a la infusión y sostuvo la taza en las manos por un par de minutos antes de comenzar a beberla con gran parsimonia, ausente, sin conciencia de su figura austera y apacible, recortada por el luminoso atardecer  que entraba a la sala por el ventanal a sus espaldas.

El salón era de una elegancia añeja y rezumaba cierta nostalgia anglosajona:  sofá y poltronas turgentes, de sólida madera, forrados con una tapicería gruesa cuyos adornos dorados habían perdido el brillo; varias pinturas, bastante descoloridas, que reproducían escenas de caza de zorros en paisajes de shires ingleses; una vitrina de estilo con figuras en porcelana de damas y caballeros de la época del romanticismo; unas mesas pequeñas llenas de esos objetos que terminan alimentando las tiendas de antigüedades y que pareciera nadie compra; un mueble con gavetas sobre el que reposaban fotos familiares, montadas en portarretratos de plata con una pátina verdosa; paredes cubiertas con un papel tapiz opaco y, el piso, por unas alfombras persas avejentadas. Ambiente armónico con la imagen victoriana de su dueño, quien sorbía tranquilo su infusión y aparentaba estar muy conforme con la circunstancia de que todos sus tiempos, los muchos vividos y los pocos que le restaban por vivir, estuvieran comprimidos en los escasos metros cuadrados de aquella sala recargada de objetos y recuerdos.

Finalizado, en silencio, el rito de beber la infusión, ambos se miraron largamente con impavidez, como si cada uno estuviera frente a un espejo, reconociendo en el otro los rasgos propios; cada pliegue y mancha senil de la piel, cada huella, cada extravío en las seis décadas transcurridas desde la última vez que se encontraran.

—Caramba, Velandia, tantos años. Usted, que como historiador debe ser acucioso con las fechas, seguro lleva la cuenta. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos?

—El 11 de septiembre de 1945, en el aeropuerto de Maiquetía. El día que el doctor Diógenes Escalante se fue para no volver jamás.

—Sí, esa fue una fecha triste que es muy duro recordar. Nunca entendí su empeño en buscarme para rememorar esos días tan amargos. Bien sabe usted que eso es algo a lo que nunca quise referirme ni en público ni en privado.

Román Velandia hubiera preferido darle un compás más largo al tempo de la conversación; extenderla hasta que se hubiese decantado por sí sola y llegase a su razón de ser cumpliendo con el sacramento de un largo introito. Un tema que reposaba tan hondo en el dolor, más que merecerlo, lo necesitaba. Pero era evidente que Humberto Ordóñez no lo quería así.

—Pues sí, ha sido el suyo un silencio muy largo que, con el respeto debido, tampoco entendí. Vine a verlo precisamente por eso, porque creo que tal vez ha llegado el momento de hablar de esas cosas. Es necesario que usted y yo, partes en la peripecia más infortunada vivida por Venezuela en el siglo XX, aclaremos algunas cuestiones oscuras en esa historia.

Humberto Ordóñez no respondió en lo inmediato. Del bolsillo interior de su saco extrajo un pañuelo blanco, perfectamente planchado, lo abrió, y se lo puso en la boca antes de toser. Se disculpó con Velandia y regresó el pañuelo al bolsillo antes de decir:

—Y qué ganamos hablando de lo que ya cada uno de nosotros sabe por separado. ¿Eso tiene algún sentido?

—Mucho —respondió al rompe Velandia—. Esta historia, cual la Luna, ha tenido una sola cara, la que yo le di. He escrito varios artículos sobre ese drama y fui entrevistado muchas veces a lo largo de sesenta años. Sin embargo, usted jamás ha hablado del tema, ha guardado un silencio empecinado durante el mismo lapso. Alguna vez pensé, hace muchos años, que lo ocurrido iba a servir para unirnos y no para separarnos. Me imaginé que usted y yo escribiríamos un libro sobre ese suceso y que, tal vez, hasta daríamos juntos algunas conferencias. Las universidades y los círculos académicos de historiadores y politólogos nos lo habrían agradecido. Usted escogió callar, y le confieso que he llegado incluso a creer que su silencio ha comportado una crítica hacia mis escritos y declaraciones.

—Mire Velandia en esto que le voy a decir seré muy sincero: jamás me pasó por la mente criticarlo por sus declaraciones o escritos sobre ese episodio. ¿Quién era  yo para hacer eso? Usted es un hombre público. Fue director del diario más prestigioso del país, miembro de la Academia de la Historia, senador, ministro y hasta presidente de la república llegó a ser. Sus opiniones son de interés para mucha gente, las mías no. Sobre aquel asunto, desde el primer día, escogí guardar silencio y usted escogió hablar. Ninguno de nosotros debería ser juzgado por la decisión que tomó. Nunca sentí que tuviera que añadir, rectificar o negar lo contado por usted. La verdad sea dicha, jamás consideré que tuviera algo importante que decir respecto a lo que ocurrió —reiteró Ordoñez.

Velandia quiso interrumpir el ritmo acelerado y el curso vertical del diálogo. Tomó una de las galletitas y pidió la venia de Ordóñez para servirse más infusión. Añadió el azúcar, bebió un par de sorbos mientras dejaba que la vista se le escapara por el ventanal y deambulara por el patio trasero del viejo caserón. Devolvió la taza a la mesa y, en un tono reposado, un tanto ausente incluso, le dijo:

—En toda Venezuela, usted es la persona que mejor conoció a Diógenes Escalante y las circunstancias de los últimos años de su vida pública. Trabajó con él durante diez años, yo apenas lo hice tres semanas, dos horas al día. Usted estaba en la embajada en Washington cuando, a principios del año 45, comenzaron a llegar desde Caracas los enviados de la totalidad de los sectores nacionales para rogarle al doctor Escalante que aceptara la presidencia, que salvara a la patria; estuvo presente en reuniones cruciales con ministros, líderes políticos y personalidades que discutieron el tema; fue receptor de las confidencias de un hombre a quien ya la mala fortuna le había impedido en dos oportunidades coronar con la presidencia una carrera pública brillante; debió escuchar muchas veces las quejas de un ser humano atormentado por la ironía de que vinieran a ofrecerle la posición que más quiso cuando ya no podía quererla; lo acompañó en el vuelo de Panamerican Nueva York—Caracas, el 7 de agosto de 1945; presenció el recibimiento apoteósico que le hiciera la ciudad, comparable al triunfo que le celebraran a Bolívar ciento treinta y dos años antes; y estuvo allí para empalagarse con los aduladores que plantaron sitio a la oficina del venezolano escogido por la Providencia para gobernar la transición política más trascendental del siglo XX. Más importante aún, usted no sólo estaba en el hotel Ávila aquel lunes cuando el sueño terminó, cuando la gloria por la que Diógenes Escalante había esperado a lo largo de su vida debió cederle el paso a la más profunda pena, sino que fue su acompañante en el viaje de regreso a Washington, derrotado, en su interminable camino hacia el olvido. Créame, hubiera dado cualquier cosa por estar en su lugar, ser testigo de todo ese proceso y poder contárselo a los venezolanos.

Humberto Ordóñez parecía rememorar cada oportunidad mencionada por Velandia y le tomó unos segundos volver a la conversación:

—Ciertamente he pensado que mi silencio ha mantenido en la oscuridad algunas cuestiones importantes. Pero en alguna parte leí, ahora no recuerdo dónde y a lo mejor hasta lo cito mal, que al referir un hecho que le ha tocado presenciar, un testigo deja de ser tal y se convierte en actor. Ese ha sido su caso, Velandia. A usted, por una casualidad, le tocó ser testigo de un hecho único en la historia de Venezuela y, a fuerzas de narrarlo, se convirtió en actor de él, aunque en verdad su papel no hubiese sido importante. Según la lógica de esa cita, se podría inferir que quien ha sido actor, en particular, si ha sido actor de reparto, como fue mi caso, y narra lo que pasó, entonces se convertirá en testigo. De ser así, como cualquier testigo, alguna deslealtad habrá de cometer en su testimonio, si no con él, con el otro actor, con el principal. Por eso opté por callar; nunca he querido ser desleal conmigo ni con el doctor Diógenes Escalante y, mucho menos, con sus familiares, a quienes tanto quise. Esa ha sido la razón de mi silencio, no quise herir a nadie.

—Para su sosiego, le voy a citar algo que escribí en la década de los cincuenta que me ha servido de guía al momento de investigar y publicar nuestro pasado: en la historia, la culpa de lo ocurrido, si la hay, o la responsabilidad por los acontecimientos vergonzantes o bochornosos, si los hubo, no es de quienes los cuentan sino de quienes los hacen. Le digo esto porque en Venezuela ha sido más fácil hacer la historia que contarla. Los familiares de nuestros personajes históricos no terminan de aceptar que la vida de sus ancestros dejó de pertenecerles y que el examen de sus acciones es propiedad del colectivo. Así que, en su condición de actor que deviene en testigo, puede estar tranquilo, no se cometen deslealtades por contar la historia. Si alguna pudiera cometerse, sería al contrario, por no contarla y dejar a los demás en la ignorancia de lo sucedido.

Humberto Ordoñez pareció sopesar una a una las palabras de su interlocutor antes de preguntarle:

—¿Y por qué ese renovado interés en mi parte de la historia? ¿Después de tantos años?

—Le repito lo dicho. Siempre creí que esta historia debió contarse a dos voces. Nunca estará completa sin su versión. Comprendo muy bien que no haya querido hablar de ella, aunque es claro que ya no nos queda mucho tiempo, una caída de alguno de los dos, una fractura de una pierna, y la posibilidad de narrarla como merece, se pierde. Hace un par de años terminé de escribir mis memorias y no me he decidido a entregárselas al editor sin hablar antes con usted del capítulo Escalante. Usted y yo hemos estado separados por más de sesenta años y en el fondo de esa separación, sabemos, está la experiencia infortunada que nos tocó vivir. Pero esa separación no pasa de ser una anécdota personal, los nombres de quienes allí estuvimos permanecerán unidos, la historia se encargará de juntarlos. A mi modo de ver, no tiene caso negarse a hacer público lo que sabe. Bien visto, lo conveniente es divulgar la mayor cantidad de información posible para que luego la imaginación de los historiadores no distorsione tanto la verdad de lo acontecido.

Ordóñez se mantuvo silencioso, dando a entender que en ese punto de la conversación prefería escuchar. Velandia continuó:

—Hay otras razones, por supuesto. Tuve la suerte de ser testigo y actor, aunque hubiese sido en un papel modesto, usted lo ha dicho, de una peripecia trascendente en nuestro devenir. Eso me dio algo fundamental en la profesión periodística: notoriedad. De allí en adelante, todo fue más fácil para mí. Esa notoriedad se convirtió en un trampolín importante para mi carrera pública. Y créame que no he dejado de lamentar que, por una paradoja amarga, ese incidente haya también marcado el final de la tan distinguida carrera del doctor Diógenes Escalante. En ocasión de cada uno de mis logros, en particular cuando por azar del destino alcancé la presidencia de la república, pensé en el doctor Diógenes Escalante, en su mala fortuna. Y también pensé en usted, sobreviviente de todo aquello. Sentí necesidad de verlo y decirle, frente a frente, como ahora, que esa cruel paradoja siempre fue para mí una espina en el costado.

Humberto Ordóñez no aparentó estar sorprendido por lo que Velandia acababa de expresar. Su rostro permaneció impasible y se limitó a asentir educadamente. Luego, ante el silencio del otro, dijo:

—Ese episodio del doctor Escalante también marcó el final a una posibilidad de existencia para mí. Fue como una muerte. Pero usted no tiene nada que ver con lo que pasó con el doctor Escalante ni conmigo. Ni creo que su carrera pública haya sido impulsada por haber estado en aquel descalabro, usted tenía madera para ser lo que fue. Mis ambiciones políticas terminaron allí porque, después de esa terrible derrota, no había más allá ni opciones para mí.

—Usted no fue precisamente un fracasado, hizo carrera diplomática, incluso llegó a ser embajador.

—Lo que hice y me tocó vivir, después de aquellos aciagos días de septiembre de 1945, fue más por inercia que por propósito. Ya le dije, allí murió un Humberto Ordóñez, el que vivió después, fue otro.

Por un largo rato, la tarde languidecente y el silencio fueron los protagonistas en el saloncito de la casa de Altamira. Silencio para nada incómodo; emanado de la pausa que se tomó cada uno para mirar de reojo sus recuerdos y evocar emociones remotas.

—Hay otros motivos, por los que siempre quise hablar con usted —dijo Velandia con timidez, como resintiendo alterar la quietud del momento—. Primero algo que ha picado mi curiosidad de periodista desde aquellos días. Usted estuvo con Diógenes Escalante en el vuelo de regreso a Washington y pudo hablar muchas cosas con él durante esas interminables horas de viaje. Hubiera dado un hijo por estar en su lugar y escucharlo. Ese hubiera sido el reportaje periodístico más importante de mi carrera. Pero no tuve esa suerte. A mí, cuando nos despedimos en el aeropuerto, sólo me dijo una frase, más bien enigmática: «Adiós, Velandia, todo llegó demasiado tarde». Allí, en esa despedida, han terminado necesariamente todas mis narraciones de ese capítulo de la historia y de mi vida. No volví a verlo nunca más. Así que, a menos que usted me conceda esa gracia, me moriré sin saber de qué le habló Diógenes Escalante, qué pudo decirle.

Ordóñez nada contestó e hizo explícita su pasividad. Velandía se había referido a otros motivos y su intuición le indicaba que guardaba algo más importante, más recóndito en su alma, uno de esos secretos que no brotan fácilmente. Un silencio largo, más expectante que cualquiera anterior, volvió a apoderarse del salón.

— Por último —se decidió Velandia, cambiando a un tono más grave—, tengo una pregunta que hacerle, muy personal, referida a mi participación en los hechos de ese día de septiembre del 45. Me la he repetido a lo largo de todos estos años y, le confieso, que me ha martirizado. Ha sido una duda que nunca he podido disipar  y usted es la única persona que puede ayudarme a hacerlo.

Humberto Ordóñez lo miró a los ojos y asintió sin decir palabras. Tomó la jarra que estaba en la bandeja, volvió a llenar la taza de Velandia, llenó la suya y se arrellanó en el sillón para beberla con serena placidez, regodeándose en cada uno de los sorbos. Sus movimientos eran reposados, de una elegancia casi perfecta, demasiado redonda para la ocasión. Se sabía observado, estaba seguro del tenor de la expectativa del otro por sus respuestas y no tenía prisa alguna. Entendía que no le quedaba otra alternativa sino contarle a Velandia lo que había callado por más de sesenta años y quiso añadir unos últimos minutos a su largo silencio.

Antes de comenzar a internarse en su historia, quiso, sin embargo, hacerle una última advertencia a Velandia:

—Voy a decirle algo que supongo sabe mejor que yo, en fin de cuentas usted, ha  sido historiador de profesión. Cuando los ancianos contamos cualquier cosa pasada, corremos un riesgo muy grande porque estamos atrapados en una gran contradicción: justamente porque somos viejos y nos tocó ser testigos de algunos eventos, podemos contarlos. Aunque ya nuestra mente no sea la misma que presenció esos eventos; es engañosa y está llena de agujeros por donde se escapa la verdad. La memoria, aparte de frágil, se pone tiesa igual que las coyunturas, mezcla a conveniencia las emociones y los hechos y, por ahí, le juega una mala pasada a quien narra y a quien escucha. En lo personal, cuando cuento algo mío, no estoy consciente si confundo o no lo ocurrido con lo que habría querido que ocurriera y dejo afuera aquello que me disgustaba.

—Así es —admitió Velandia—. Imagínese lo que significa eso para mí, que he vivido de narrar historias; todavía me invitan a universidades e instituciones a hacerlo. Cuando me toca contar algo, que a nuestra edad es invariablemente de un tiempo remoto porque ya no nos pasa ni somos testigos de nada nuevo, echo mano al único recurso posible para minimizar el daño que a la veracidad pueda hacerle el deterioro de mis facultades mentales, concretamente de mi memoria. Tengo un camino para cada historia y no me salgo de él. Las cuento exactamente igual en cada oportunidad. No tomo atajos, no hago resúmenes, no incorporo elementos distintos a los sabidos ni opino sobre otras versiones. No me gusta que me interrumpan porque es la forma más fácil de perderme y si me pierdo, comienzan los problemas. Un psiquiatra amigo, me dijo que eso se llamaba memoria esclerótica; nuestros relatos padecen de la misma rigidez senil que nuestras arterias. Así que pierda usted cuidado, cuénteme su historia de la misma manera que la tiene en su memoria; con la edad también viene la paciencia.

 

De la edición de Literatura Mondadori, 2008

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